
Tántalus (siglo XIX)
Pequeño armario de madera, bronce y cristal que suele contener dos o tres licoreras y varios vasos. Su característica principal es que tiene candado y llave. El nombre es una referencia a las tentaciones insatisfechas del personaje mitológico griego Tántalo.
Ahora que los licores se venden en botellas con preciosos diseños y llamativas etiquetas, se ha perdido algo que no hace muchos años unía de vez en cuando a las personas. Todos aquellos que ya tenemos una edad, hemos escuchado… «Me ha llegado este licor embotellado por un amigo…» mientras el que nos lo ofrecía destapaba una hermosa licorera, la mayoría de las veces de cristal tallado y cuello de plata, sacada de una maravillosa caja en donde también se guardaban las copas.
Este mes con nuestros cuentos deseamos haceros recordar un objeto ya perdido en nuestras casas, la licorera, que nos acompañó en los brindis de momentos entrañables, como los que os relatamos: Un hombre que reflexiona sobre el camino que ha tomado en la vida, una mujer que recuerda el momento decisivo de su pasado, una pareja que recibe una noticia que puede alterar sus vidas, o la excusa para que dos amigas den rienda suelta a sus recuerdos y confidencias.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
El regalo
Cristina Vázquez
La llegada del paquete sorprendió a Amalia. La caja reposaba en medio de la mesa de la cocina, envuelta en papel de estraza. Pesaba. Le había costado depositarla ahí y ahora miraba el remite para tratar de averiguar de dónde vendría y de quién podía ser.
No reconoció el nombre del remitente y el lugar de origen era Lisboa. No entendía nada. Un incierto temor le impidió desgarrar el papel. Lisboa. Recordó un inolvidable viaje, en esa edad en el que el mundo está aún por descubrir y las emociones te empujan a esperar maravillas de la vida. Se preparó una bebida y recostada en la silla siguió mirando el paquete. Una cascada de recuerdos empezaron a inundarla, recuerdos que había encerrado durante años con una voluntad feroz y un resultado aceptable.
Tras un largo suspiro, se dejó llevar con cierta dulzura por ese camino de la memoria que había decido ignorar durante mucho tiempo. Las imágenes de las jacarandas en flor de esa primavera pintaban de malva las calles de la ciudad. Subir y bajar las cuestas para ella era casi una diversión, aunque no tanto para Perico, que la seguía con el embeleso del enamorado. Y la brisa de olor marino impregnaba la ciudad. Lisboa.
—Eres un regalo inesperado—recuerda que le dijo él—. Nunca confié en que los dioses pudieran ser tan generosos conmigo.
Se sintió como una deidad ingenua y caprichosa bajo su devota mirada. En ese momento la diferencia de edad, más que una dificultad era un acicate. La vieja historia de Pigmalión. A ella, su cultura, el saber hacer y la seguridad que mostraba, la llenaron de una confianza en la que parecía que nada podía quebrarse.
Una tarde, estaban viendo anticuarios apareció en un escaparate una preciosa licorera que a Amalia le entusiasmó. Él confesó que su madre, a la que él adoraba, tenía una muy parecida y que le haría mucha ilusión que ella tuviera esta casi idéntica. Sería una bonita manera de unir extremos y momentos de la vida. Una especie de puente, afirmó, mientras daba las señas del hotel.
Al llegar, había en el hall un señor de la oficina de Perico en Lisboa. Su mujer había tenido un accidente y estaba en coma, le comunicó con seriedad y la mirada baja. Ella notó al alejarse los ojos curiosos de aquel hombre clavados en su espalda. Ese momento devolvió a Amalia a la realidad. Tuvo conciencia del engaño en el que se había instalado arrastrada por dulces promesas de futuro y bondades del presente. Pero la realidad era que él estaba casado y tenía dos hijos. Fin de la historia. Perico se quedó trastornado y pidió billetes para volver lo antes posible. Ella decidió que se quedaría unos días más.
Cuando le vio marcharse, en una madrugada grisácea en la que todo el esplendor de esa primavera parecía haberse concentrado en negarlo, supo que ese iba a ser un adiós definitivo. A lo largo de la mañana llegó el paquete con el regalo, envuelto en una caja más sofisticada que esa que tenía delante, pero de unas proporciones parecidas. Ordenó que la devolvieran.
No quiso saber más de él. Nunca respondió a sus llamadas y evitó los posibles lugares de encuentro. Se enteró que al cabo de unos años se había casado con una joven y se alegró, aunque un velo de decepción tiñó la noticia. Amalia siguió con su vida, se casó, tuvo hijos, trabajo y todos esos dones que conforman una vida normal. Aprendió a aplastar los deslumbramientos vividos como una etapa concluida de su juventud. También aprendió que el tiempo es buen compañero para aplacarlos y fue una mujer razonablemente feliz.
¡Y ahora este paquete! Con mano insegura empezó a quitar el papel y cada tira que arrancaba le devolvía un ardor olvidado, una sonrisa que se iba llenando de imágenes alegres, igual que cromos conservados en un antiguo álbum. Efectivamente, apareció la licorera. La abrió con cuidado y surgieron las copas y las botellas como un dorado jardín de la memoria. En el sobre que había dentro, un protocolario tarjetón, le comunicaban que la voluntad de don Pedro era que ese objeto fuera para ella.
Llamó a su hija y le ofreció un regalo muy querido.
Un hombre de mundo
Malena Teigeiro
Por la noche, cuando Juan entró en su piso, se encontraba muy cansado. Cada día tenía más trabajo y esto comenzaba a pasarle factura. En el momento en que comenzó a trabajar en aquella gran compañía se suponía que él, premio extraordinario en la carrera, tenía asegurado un futuro brillante. Y así fue. Pero aquel futuro brillante se había convertido en un presente maldito que apenas le había permitido tener vida familiar. Se casó con Marta, su novia de toda la vida. Siete años y tres hijos después de la boda se divorciaron. Ella, una chica tranquila y poco dada a la vida social, se hartó de él y de las mujeres que lo acompañaban a diario. Por más deshonesto que fuera, comprendía que ella se sintiera disminuida ante aquellas mujeres brillantes, resolutivas, a las que aburría cualquier comentario sobre la vida familiar. Tenía que esforzarse, le decía al principio de casados cada vez que después de una de aquellas reuniones volvían a casa. Tenía que darse cuenta del lugar al que había llegado, le repetía ya tiempo después en las mismas ocasiones. Que no olvidara su posición en la empresa, insistía una y otra vez. Pero Marta no solo no respondía sino que, bajando la cabeza, solía guardar silencio mientras introducía la llave en la cerradura. Estaba convencido de que, en el fondo, envidiaba su vida. Pero ella tampoco tenía derecho a quejarse. Era economista, pero no había querido trabajar. Solo se dedicaba a los niños y a él. Y lo cierto era que a él le agradaba llegar a la casa y encontrarla siempre acogedora, que todas sus cosas estuvieran arregladas, y que fuera o no a cenar, siempre lo estuviera esperando. También era cierto que muchos días habría podido llegar antes, pero necesitaba, al menos eso creía, solazarse un poco. Otras tardes, aunque no tuviera cenas de trabajo, se quedaba con alguna de las directivas y solía irse a tomar una copa o a picar algo.
Y la dejó ir.
De eso hacía solo unas semanas. Pensaba que pronto volvería. De hecho, le extrañaba que no lo hubiera hecho ya. Una cosa era quejarse y, otra, acostumbrarse a vivir con menos medios, porque no pensaría ella que la iba a mantener con el mismo lujo.
Se quitó el abrigo y lo dejó encima de una silla. Sintió frío y volvió a echárselo sobre los hombros. Recorrió el pasillo a oscuras. No le hacía falta encender la luz. Ya no podía tropezar con los cochecitos de su hijo Juanito. Entró en la cocina con ánimo de preparase un bocadillo. Tenía que contratar a alguien que le preparara la cena, pensó. Marta se había llevado con ella a la cocinera y a la niñera y solo le había dejado a una señora que iba por las mañanas a limpiar. Se detuvo un instante. Algo a lo que no se acostumbraría nunca era a que nadie lo esperara en casa. Le inquietaba el silencio. Echó de menos su cálida sonrisa, su beso aniñado. En fin, si tardaba mucho en volver, tendría que cambiarse de piso, decidió, porque si algo tenía claro era que allí, donde había vivido con sus hijos y con Marta, nunca llevaría a ninguna mujer.
Recogió de la nevera una caja con queso y jamón y un paquete de pan de molde. Agarró una botella de cerveza por el cuello y se dirigió al office. Al encender la luz descubrió que encima de la mesa la asistenta le había dejado un paquete, grande, cuadrado, con un deteriorado y sucio envoltorio. Con asco, cortó los cordeles que aseguraban los cartones. El que hubiera hecho ese paquete, no tenía ni idea, pensó ante las capas de papel de estraza y periódicos con los que estaba envuelto. De entre todo ello, sacó un sobre blanco, que dejó a un lado y una caja grande, de brillante laca negra. Empujó los papeles y cartones que cayeron al suelo y despacio, casi con mimo, la colocó encima de la mesa. Sin soltarla, se sentó. Sintió la humedad de las lágrimas al acariciar la licorera de su abuelo. ¿Cuánto hacía que no lo visitaba? ¡Maldito trabajo! Ahora se daba cuenta de que tampoco le había dejado tiempo para visitarlo. Al abrirla, un antiguo juego de engranajes sacaba unas licoreras y un juego de vasos de cristal dorado. Destapó una de las botellas. Al aspirar el perfume del viejo brandi, los recuerdos le inundaron la memoria. Colocó el pesado tapón de cristal en su sitio y destapó la otra. Olía a moscatel. Volvió a la cocina y rellenó una jarra con agua. De nuevo en el office, vertió agua en uno de los vasos dorados. Después, echó unas gotas de moscatel. Con el cuidado de quien tiene la más fina porcelana entre los dedos, se lo llevó a los labios y bebió un sorbo. No hay mayor placer que el de una vida tranquila, le decía su abuelo vertiendo el licor en el agua, lo mismo que había hecho él ahora. Y Juan, sentado en una pequeña butaquita para que le llegaran los pies al suelo, lo miraba extasiado mientras recogía de aquella mano, trémula, de piel blanda, y siempre caliente, el vaso de oro. Luego esperaba a que su abuelo se sirviera el brandi. Placer de dioses, murmuraba el anciano mientras paladeaba aquel fuerte licor. Hay que beber muy poco a poco, para que el trago nos dure, decía sonriente. Y mientras tomaban sus licores, el abuelo solía charlar con él. Le hablaba de la vida de los pájaros, siempre de un lado para otro, abandonando a sus crías en cuanto tenían ocasión, lo mismo que había hecho su abuela. Era muy bella, mascullaba. Y muy alegre. Lo único malo que había hecho durante el tiempo que vivieron juntos, fue irse en cuanto nació tu padre. Lo mismo que hacen los pájaros, añadía. Después, ya no podía hablar. Y le contaba el tiempo pasado con aquella alegre joven a la que su orgullo, decía, le impidió ir a buscar. A veces también le mostraba un cartón en donde estaba pegado el retrato de una joven, que apoyada en una columna rebosante de flores, sonreía a quien la mirara.
Se secó las lágrimas con la mano. Dejó su vaso y se sirvió un poco de brandi en otro. Le dio un pequeño sorbo y un ataque de tos sacudió su cuerpo. ¡Cómo podría su abuelo beber aquello y quedarse tan tranquilo! Al dejar el vaso en la mesa, vio el sobre. Dentro tan solo había una cuartilla doblada en cuatro. La desdobló y con letra inglesa, grande, temblona, habían escrito:
El orgullo es mal consejero.
La carta
Liliana Delucchi
—¿No es temprano para una copa?
Augusto se sobresaltó al escuchar la voz de su esposa. Con un gesto rápido abandonó el vaso sobre la encimera donde se encontraban las bebidas, no antes de poner debajo de la licorera el papel que llevaba en la mano.
—La necesitaba. Ha sido un día duro —respondió intentando controlar su voz—. ¿A qué hora es la cena?
La mujer sonrió desde el rellano de la escalera y le pidió que se diera prisa, ella se cambiaría enseguida. Él contempló su figura elegante subiendo los escalones y un escalofrío recorrió su cuerpo ante la visión de la espalda alejándose. La amaba. No podía perderla. Pero esa carta…
Estuvo ausente durante la velada, avergonzado ante las frases hechas y su discurso plagado de lugares comunes que despertaron en más de un momento la curiosidad de algunos de los comensales. Son demasiado educados como para hacer preguntas, se dijo mientras al finalizar la cena retiraba la silla de la desconocida que habían sentado a su lado.
Cuando algunos se reunieron en la terraza para fumar, no pudo evitar la pregunta de Carlos, su mejor amigo, ante su actitud. Augusto movió la cabeza negativamente aludiendo al resto de los presentes y le contestó que ya hablarían.
Durante el viaje de regreso, el silencio se había instalado en el coche, aunque ello no le impidió descubrir una muda interrogación en el rostro de su esposa. Ese rostro adorado al que él había impuesto un dejo sombrío y que deseaba borrar, pero, ¿cómo?
Sintió una especie de alivio cuando vio a lo lejos su casa; los criados habían dejado las luces del salón encendidas y, por un instante, creyó que la iluminación llegaría también a sus pensamientos, que encontraría una solución.
Irene estaba cansada y prefirió acostarse.
—Enseguida subo —le dijo mientras besaba su pelo— antes quiero ver unos papeles.
No mentía. Tenía que ver un papel, pero no de trabajo.
Se arrellanó en su sillón favorito. Con las manos sobre las rodillas y la cabeza contra el respaldo, fijó la mirada en la licorera. Allí estaba, debajo de una de las botellas, una carta doblada en cuatro, releída, arrugada y fatídica.
«Querido mío: ¿Puedo seguir llamándote querido mío?
Ojalá no fuera tan tonta cuando escribo. Las palabras se asustan y se me escurren al intentar atraparlas, aunque puede que haya una que no se me escape. Arrepentimiento. Sé que fui injusta o desleal, si lo prefieres, al huir de aquella manera, pero no pude contenerme. Viví momentos felices y de los otros, pero siempre, en algún instante tuve un recuerdo para ti.
¿Hay un lugar en tu vida para esta mujer a la que amaste y que te amó?
Prometo enmendar el pasado.»
No ha cambiado, pensó Augusto, hasta el garabato de la firma sigue siendo el mismo, entonces pudo contemplar en la transparencia de las cortinas del salón movidas por el aire, la imagen deslucida de una mujer que había sido la suya. Recordó aquella otra nota, con una sola palabra: Adiós.
Había salido a la calle, a buscarla entre un viento otoñal que ululaba con voz de pérdida y separación. No la encontró. Ni él, ni la policía, ni los detectives a los que contrató. Diez largos años de pesquisas, imaginándola por senderos furtivos, preguntándose qué había hecho mal, dónde estaría y con quién.
Diez largos años de soledad, de manos que apretaban su hombro con intención de consuelo, de noches a solas junto a la licorera que se vaciaba más rápido que de costumbre.
Y entonces apareció Irene, con su dulzura, su sonrisa, sus manos aladas… Y el dolor de la pérdida se esfumó.
«Ausencia con presunción de fallecimiento». Fue lo que dictaminaron los jueces, una sentencia que lo inscribió como viudo y le permitió casarse con Irene.
Esa tarde el pasado había vuelto, con los dientes largos de un dragón que intenta rasgar los sueños para transformarlos en pesadilla. El hombre sentía esa mordedura en las entrañas, el veneno de la incertidumbre, el desmoronamiento de su felicidad.
Augusto se acercó al piano para contemplar la foto de su segunda boda. Ella estaba tan hermosa, él tan contento.
Otra copa y subo. Una más ¿Cuántas llevo?
Sintió el sorbo de alcohol deslizarse por su garganta como un fuego que transformaba su perplejidad en ira. Ira por diez años de dolor, de inseguridad y vacilaciones. Ira ante ese temor que le hacía tamborilear los dedos sobre el brazo del sillón, con la cabeza gacha y la respiración agitada. Ira ante un futuro que temía despedazara su presente impecable.
En ese momento escuchó una puerta que se abría en el piso de arriba, levantó la cabeza hacia la balconada y vio a Irene, sonriente, esperándolo.
Subió los escalones con la pesadumbre de quien se acerca al cadalso y su mano insegura tendió el papel maldito a su mujer. No vio gesto alguno en su rostro mientras lo leía, solo le preguntó qué pensaba hacer.
—Está muerta. —Respondió airado— Lo dijeron los jueces.
Ella esbozó una sonrisa y rompió la misiva en pedazos antes de contestar:
—Los muertos no escriben cartas.
Barullo
Marieta Alonso
Cuando era niña, en mi aldea vivía una mujer, Gertrudis, que no tenía marido. El hombre había fallecido de un ataque de mal humor. Era madre de dos niños idénticos, a los que yo siempre confundía y ellos me ayudaban a que el embrollo perdurara. Era tan alta que todos los hombres resultaban pequeños a su lado, y tan robusta que al verla con el hacha cortando leña hasta el más valiente se alejaba. Menos yo que la admiraba.
Todo el tiempo usaba pantalones de pana y una camisa a cuadros, salvo los domingos cuando iba a misa escoltada por sus gemelos. Era curioso. A pesar de su estatura y fortaleza, aquel vestido gris con cinturón negro y cuello bordado en blanco, conseguían hacerla parecer frágil.
Solo tenía una amiga, la Paca, las demás dejaron de visitarla tras el funeral de su marido. Les pareció mal que lo despidiera con estas palabras: «Gracias por haberte muerto». Luego, también fue motivo de murmuraciones el epitafio que grabó en la lápida: «En memoria de los escasos buenos tiempos que pasamos juntos».
¡Hipócritas! Comentaban la Paca y ella, refiriéndose a las otras, cuando se sentaban a tomar el rico limoncello, hecho con una receta traída de la Costa Amalfitana, región de la que procedía la abuela de Gertrudis. Cada noche, después de cenar, se sentaban las dos amigas en el porche frente a una mesa pequeña con un mantelito bordado, una preciosa licorera y dos vasos. De allí no se levantaban hasta que del licor no quedaba ni miajita, y el escaso trajín de la calle alertaba de que ya era hora de irse a dormir.
Fue una buena mujer. Lo sé porque con el tiempo me casé con uno de los gemelos, o con los dos. Aún hoy sigo trastocándolos.
Todos muy buenos como siempre y de buen humor el de Marietta espero que se de cuenta cuando quede en estado cual es el gemelo Jaaaaaaaa Jaaaaaaa
“Aprendió a aplastar los deslumbramientos vividos como una etapa concluida de su juventud.”
Que bonita frase Cristina.
Me dan unas ganas de ir a Lisboa después de leerte… Me has transportado, una vez más.
Cristina me encanta tu esperado relato.
Los demás tristes y alegres también me gustan.
Gracias a todas
Elena
Excelentes escritoras los cierres de Malena siempre sorpresivos y originales.
Muchas gracias, Silvia.