
La fachada de una librería de Limoges
Alrededor del año X antes de Cristo, la ciudad de Limoges fue fundada como Augustoritum por los Romanos. Perteneciente al antiguo Lemosin, hoy Nueva Aquitania, basó su economía en la fabricación de la famosa porcelana hecha a partir del caolín de Saint-Yrieix- la Perche, así como en su industria textil, ambas muy activas hasta la crisis de las últimas décadas.
Cruzada por el rio Vienne fue, y sigue siendo desde la Edad Media, uno de los lugares franceses más pintorescos, con barrios interesantes como el de la Boucherie. En su calle principal y en las callejuelas adyacentes, se encuentran casas con entramado de madera, cuyos bajos están ocupados por tiendas como la de la foto.
Esta evocadora librería ha dado alas a nuestras cuentistas para relatarnos historias: Cómo un librero inicia a un niño en la lectura, su regreso nostálgico a la ciudad y a ese local que le hace recordar la posibilidad frustrada de un amor; una sabia niña que aprende las historias de los libros; la librería como un refugio seguro para una huida o un anciano que logró perpetuar la pasión por los libros con la que su primer propietario llenó su alma.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
La huida
Cristina Vázquez
La mañana que Aurora abrió la puerta del cuarto de su hija y comprobó que los armarios estaban medio vacíos y la cama sin deshacer, se sentó echando una mirada alrededor y con los dedos cruzados, murmuró. “Suerte, hija”. Y dio un suspiro.
Al salir de la habitación, simuló un gesto compungido, casi horrorizado, al comunicar a esos dos la desaparición de Elena. Se había llevado la ropa, el pasaporte no estaba. Ni el cepillo de dientes. Después de gritarle que no dijera tonterías, el padre seguido del hijo, que cada vez imitaba con más precisión los modos violentos y antipáticos de su progenitor, aseguraron que ella debería saber dónde estaba.
—No se te ocurra engañarme si tienes alguna idea de lo que ha podido pasar —gruñó su marido con los ojos inyectados.
Aurora se levantó del sofá y dijo que iba a preparar café. ¿Cómo podía creer ni por un momento que era capaz de ocultarle algo a él?
—Por Dios, Germán, no pierdas la cabeza esta vez —suplicó llorosa.
Padre e hijo organizaron un terrible revuelo. Con las caras descompuestas llamaron a hospitales, policía, al trabajo de Elena, amenazándoles, como si tuvieran la culpa de su desaparición.
—Y tú, mujer, haz algo —bramó el marido—. Parece que te ha dado un aire. No seas tan inútil, carajo.
Su padre tenía razón, por qué no iba a preguntar a las vecinas o a las amigas, a lo mejor podían tener alguna idea de su paradero. Demasiado tranquila la veía, aseveró el hijo poniendo un gesto de despectiva duda tan parecido al que exhibía Germán. Alguien tendrá que conservar la calma, contestó Aurora en tono reflexivo. Y el hijo se calló. No era mal chico, pero le faltaba caletre para desprenderse de los aires de matón aprendidos en casa. Y por un momento Aurora vio una luz de desconcierto en sus ojos.
—Ahora voy, en cuanto haga el café empiezo a preguntar —le apretó el antebrazo—. Tranquilízate, que con uno disparado ya tenemos bastante.
Y mientras ponía los filtros de la cafetera rezó en voz baja por su hija. Por su querida y rebelde Elena. Le tembló la mano al echar el café. Hoy seguro que le saldría mal, y el otro, seguro, que protestaría por su torpeza. Mi querida Elena, que San Cristóbal te proteja, que encuentres bien las conexiones, que la Virgen del Camino te acompañe…
—Pero qué carajo resoplas, en vez de estar ya llamando —la presencia de Germán en la cocina apagó la suave luz de la mañana de abril que se colaba entre los visillos—. Vamos, qué lenta eres, ya está llegando la policía.
Sirvió el café al sargento, al que conocía desde hacía años y este prometió que haría todo lo posible. Ya sabía del cariño que tenía a su familia y la miró con ternura.
—Son muchos años de conocernos, Aurora.
El padre interrumpió exigiendo que se pusieran en marcha ya, las cuarenta y ocho primeras horas eran básicas. Y a la mujer, que se fuera a preguntar, a intentar saber algo. Aurora se puso un pañuelo a la cabeza, una gabardina y salió. Fue a la estación de trenes a mirar los horarios y calculó que podía haber sido en el de las veintiuna treinta, el nocturno. Se llenó, ahora sí, de angustia, al pensar si se habría encontrado con Paul, un viejo y buen amigo. Dio un paseo por la alameda para tranquilizarse y retrasar el regreso a casa.
Al entrar en ella, vio el dispositivo que había organizado Germán. Ante un mapa desplegado sobre la mesa del comedor, daba gritos por el teléfono, calculaba posibles rutas, preguntaba si habían soltado a alguien de la cárcel. El hijo iba y venía obedeciendo a sus demandas, una cerveza, otra para el cabo de la Guardia Civil, no, que estaba de servicio. Que no fuera flojo y él también se marchara a preguntar en la discoteca del pueblo y a los chicos que podían conocerla. Vamos, que no fuera tan ineficaz como su madre. Arrea y trae algo consistente. Algo que nos sirva.
Aurora confirmó que nadie sabía nada. Las amigas se quedaron horrorizadas cuando se lo preguntó, en el trabajo estaban sorprendidos, y nadie la había visto la noche anterior.
¡Qué inutilidad de mujer!, resopló Germán. ¿Al banco no se le había ocurrido ir?, preguntó de mal modo. No, claro, a la señora no se le ocurría. Pues que supiera que había desaparecido dinero de la cuenta. ¿De verdad?, la cara de sorpresa de Aurora era convincente. Y una sonrisa se instaló en sus ojos.
Los días pasaron entre gritos, esperanza y desesperanza, noticias confusas y vio cómo su marido se iba achicando, igual que si un peso invisible le fuera bajando los hombros. Por primera vez sintió cierta piedad por ese hombre.
Cada dos días Aurora iba a Correos. Había abierto un cajetín, el 356, fecha del nacimiento de Elena, el tres de mayo del 2006. Y al cabo de diez días, por fin apareció la postal en la que salía la librería de Paul en Limoges. Su hija ya estaba a salvo.
Las mujeres de la familia de Camille
Malena Teigeiro
Su madre, Adelle, le había contado que durante muchos años aquella librería fue el lugar de reunión de su bisabuelo y de su abuelo. Según ella, iban a leer todo lo nuevo que se publicaba sobre ciencia, política, arte, así como también las novelas de heroínas, como Juan de Arco o de atribuladas damas de la alta sociedad, como Anna Karenina. Y siempre, al finalizar la cena, le manifestó, ellos les relataban sus lecturas a la luz de la lumbre. Recordaba Camille que su madre, después contarle aquello, suspiró profundo cerrando los ojos, como si aquel recuerdo de alguna manera le doliera.
En cambio, Antoine, el padre de Camille era diferente. Nada tenía que ver aquel que había sido el joven más apuesto y conquistador de Limoges con el padre y el abuelo de su madre. A él solo le gustaba trabajar la tierra, criar vacas y, sobre todo, hacer queso. También le placía jugar a las cartas en la taberna y bailar con su mujer en las ferias. En su honor había que decir que sus quesos eran conocidos como unos de los mejores de la comarca, lo que a su madre le hacía sentir un orgullo parecido al que tenía por sus hijos.
Y recordando lo feliz que se sentía al escuchar las historias que sus mayores les narraban delante del hogar, Adelle comenzó a hacer lo mismo con sus hijos. Una noche, respondiendo a la pregunta de uno de sus hermanos, Camille se enteró de que sus abuelos conocían todas aquellas historias a través de los libros que adquirían en la antigua librería. En ese mismo instante decidió que ella haría lo mismo, y dirigió sus pasos hacia la vieja tienda.
El librero, un hombre de edad avanzada, cuando escuchó su nombre la saludó cariñoso. Quizá recordaba a sus mayores. Ella le explicó que no tenía dinero para comprar los libros, por lo que le pedía el favor de que se los dejara para leer allí, en cualquier rincón de su librería. A cambio, le llevaría un queso de los que hacía su padre.
—Bien. Pero solo una vez cada quince días —percibió Camille una divertida luz en los viejos ojos del hombre, ya del color del agua vieja—. No quiero que tu padre piense que me como sus quesos gratis.
Así, sin que sus padres lo supieran, comenzó a ir, tal y como habían decidido, cada quince días a leer. Entre el olor a papel, a lápiz, a tinta de las páginas y más páginas que leía, Camille se sentía bien, por lo que fue acortando el tiempo de sus visitas hasta ir casi a diario. Nada más entrar, le pedía al anciano los libros en donde se narraban las historias que le había escuchado a su madre. El hombre se los entregaba y ella, sentada en el suelo de piedra, entre dos viejas vigas pintadas de verdiazul, pasaba las hojas a la vez que casi imperceptiblemente movía los labios. Al llegar la hora de volver a su casa, sonriente, quizá un poco arrebolada, dando las gracias dejaba el libro encima del mostrador.
Pasó el tiempo, y no sin sorpresa, el hombre se dio cuenta de que Camille tardaba exactamente el mismo tiempo en leer cualquier hoja, ya fuera el texto largo, corto o denso. Luego de pensarlo mucho, una tarde decidió introducir dentro de las tapas de la novela que le había pedido la niña, otra diferente. Y vio que arrebujada entre las vigas, Camille leía con el mismo interés.
Al siguiente día el hombre se le acercó. Se acomodó a su lado y le habló de una novela, ya un poco antigua, pero que le iba a divertir: Los tres Mosqueteros.
—Ya la conozco —le replicó risueña. Y para no malgastar luego el tiempo buscando la hoja, dejó un dedo entre las páginas del libro—. Pero me gusta más leer las novelas que cuentan tragedias románticas que las de peleas entre caballeros.
—Sin embargo, el otro día, cuando me pediste Mujercitas, te lo entregué sin darme cuenta de que dentro de aquellas tapas se encontraba la novela de Los tres Mosqueteros, que como siempre leíste con mucho interés —el hombre le cogió la barbilla mirándola con ternura—. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta de la confusión?
Ella, con expresión avergonzada, le separó la mano. Bajó la cabeza y olvidando la señal que hacía con el dedo entre las páginas del libro, lo cerró. Luego lo apretó contra su pecho. Sus ojos claros llenos de lágrimas lo miraron con tristeza.
—Señor, cuando miro las hojas de los libros que le pido, dentro de mi cabeza escucho la voz de mi madre y yo, siguiendo las líneas, repito una por una sus palabras. Mi padre no permite que las mujeres de su familia aprendan a leer.
Limoges
Liliana Delucchi
A pesar del aire de otoño que dobla la esquina, cuando Adrien enfila la calle de la librería, aspira un suave olor a verano. Allí sigue, tantos años después, con su estructura de madera azul-verdoso medio desvencijada y la magia de un interior donde todo es posible, hasta creerse en agosto a mediados de noviembre.
La puerta entreabierta permite que un remolino de hojas secas busque cobijo, como si supieran que serán bienvenidas. Cuando Adrien la empuja para entrar, el gemido de la madera hace que el hombre que está detrás del mostrador alce la mirada por encima de la montura de sus gafas. Se las quita, limpia los cristales y enarca las cejas antes de abrir los brazos y acercarse al visitante, sonriendo.
—¡Eres tú!
Adrien responde emocionado al saludo. Está allí, otra vez, solo que ahora él es el alto, fuerte y el señor Deauville ha encogido y casi no tiene pelo.
—¿Una limonada? —los ojos inteligentes del librero brillan entre surcos. Con pasos ligeros para su edad se encamina a la puerta, la cierra porque a esa hora ya no vendrá cliente alguno y además, dice, tendremos que celebrar este encuentro. Mejor dejar de lado la limonada, que en la trastienda tengo un buen pastis.
—Prefiero invitarlo a comer. Las bebidas las dejamos para más tarde.
El anciano pide unos momentos para ir a buscar su chaqueta, tiempo que el joven aprovecha para reencontrarse con ese lugar sagrado en el que ha pasado los mejores veranos de su infancia.
A pocas calles de la librería sus padres conservaban una casa familiar donde transcurrían las vacaciones y se reencontraban con parientes y amigos, pero ninguno de ellos tenía hijos de su edad, por lo que el niño deambulaba por las calles o las páginas de algún libro. Los de la biblioteca de su abuelo no le interesaban. Una mañana en que salió de expedición por el barrio viejo encontró la librería. Paseaba sus ojos por los anaqueles cuando una voz lo sorprendió a sus espaldas.
—No creo que lo que buscas lo encuentres ahí.
—¿Cómo sabe lo que busco?
—Porque tengo muchos años de librero y reconozco las miradas inquietas —y con un gesto le indicó unos estantes con ejemplares encuadernados en azul. Cogió uno y se lo entregó—. Empieza por este. Cuando lo termines, lo traes y te daré otro.
—No llevo dinero. ¿Se lo puedo pagar cuando vuelva por el siguiente?
—Mejor me lo pagas con uno escrito por ti.
Adrien sonríe ante el recuerdo y aspira ese olor que embarga la estancia, una mezcla de papel, humedad y madera vieja que un ramo de gardenias frescas intenta disimular. Se acerca a las flores y, al olerlas, una imagen se superpone sobre el cristal del escaparate.
—¿Has vuelto a verla?
Las palabras del anciano no lo sorprenden. Al igual que el perfume de esos pétalos, forma parte del lugar, como el rostro que acaba de vislumbrar en los vidrios, incluso la voz que no escucha desde hace tiempo.
—No desde que se fue a Nueva York. ¿Ha vuelto por aquí?
—Cada verano —responde el anciano al tiempo que se arregla las solapas de la chaqueta—. Este año me trajo un ejemplar de su última novela. ¿La has leído?
—Es maravillosa —responde Adrien intentando que su voz no denote emoción, aunque sabe que el señor Deauville la percibe.
La torpeza del niño al empujar la puerta de la librería, no solo tiró al suelo el ejemplar que llevaba en sus manos, sino que hizo lo mismo con la niña de melena cobriza y vestido de tirantes. Ella no se enfadó, sino que le tendió la mano para que la ayudara a levantarse, sonrió y le preguntó qué estaba leyendo.
—Veinte mil leguas de viaje submarino —contestó el chico con un tartamudeo que lo hizo enrojecer.
—Mujercitas —dijo la niña mostrándole el libro que había caído con ella—. Al igual que Joe, seré escritora.
—Yo, científico, como Pierre Aronnax.
—¡Qué tontería! Si decides ser científico, solo serás científico. En cambio si escribes, puedes ser lo que quieras cuando quieras. Hoy científico, mañana astronauta, pasado actor…
A pocos pasos, el señor Deauville los miraba complacido.
Ese primer encuentro dio lugar a otros y entre narraciones, comentarios y las limonadas que les servía el librero, terminó el verano. Prometieron escribirse y lo hicieron. Para cuando se vieron el siguiente agosto, ambos habían escrito algunos relatos que corregían a la sombra de un viejo roble siguiendo los consejos del señor Deauville. Tuvieron que esperar hasta la universidad para estar todo el año juntos, pero a pesar de la fascinación que les producía París, en cuanto tenían unos días de vacaciones volvían a Limoges, a la casa solariega de él, y a la vieja librería.
Sin embargo, París logró abducirlos con sus múltiples posibilidades; pero las cosas que están a punto de suceder no suceden y acontecimientos no previstos se presentan con los brillos de los sueños. Era difícil resistirse. Él no lo hizo. Ella tampoco. Y las expectativas insensatas, condenadas por su propio exceso al desengaño, los llevaron a un punto que creyeron sin retorno. Por eso, nada más verla sentada a la mesa de siempre en el café de siempre, supo lo que Madeleine iba a decirle. Caminó unos pasos hacia ella pero a medio trayecto se arrepintió. No quería oírla. Prefería guardar su imagen mirándose al espejo que recordar eternamente unas palabras que no quería escuchar.
Y así, el mes de junio siguiente se instaló solo en la casa de Limoges y transcurrió el verano en un silencio acobardado y huraño apenas roto por escasas visitas a la librería. A veces hablaba en voz alta para escuchar una voz en la estancia vacía. Borraba en el ordenador capítulos de esa novela que no lo convencía y redactaba cartas a Madeleine que no sabía dónde enviar y que a veces ni llegaba a escribir. No podía calcular cuánto tiempo había pasado desde la última vez que la vio, que tocó su piel. Miró por la ventana y sintió la ausencia entre sus brazos. Todo conspiraba contra su felicidad y, a pesar de ello y sin saber muy bien cómo, logró terminar la novela.
Adrien se acerca a los estantes donde están los libros encuadernados en azul. Recorre sus lomos con una mano cargada de nostalgia, la detiene en el título de Julio Verne que llevaba aquella tarde en que conoció a Madeleine. Lo coge, y entre sus páginas encuentra la flor seca. La gardenia que ella le había dejado para que la recordara. ¡Como si hubiera podido olvidarla!
—¿Nos vamos? —La voz del señor Deauville lo devuelve al presente.
—Deme un momento, por favor.
Se acerca al ramo de flores que está sobre la mesa, coge una y la mete dentro de las páginas del ejemplar de su última obra.
—Para ella, por si vuelve.
Mi vida entre libros
Marieta Alonso
Era una librería vieja, revieja, como yo ahora, donde las obras que no estaban en las estanterías se amontonaban en las esquinas. Siempre olía a jazmines. Me entretenía en buscar el búcaro, que nunca estaba en su sitio, y las encontraba agonizantes como si hubiesen pasado toda la noche leyendo y el cansancio las dejara mustias.
Su propietario, Paco el de Euqueria, era un joven alto, delgado, con gafas redondas con las que intentaba tapar sus grandes ojos azules. Un intelectual, decían en el barrio. Yo era un niño que ante los humanos me sentía violento, me atragantaba cuando me rodeaban más de tres personas, daba igual que fueran adultos como niños. Con él me sentía a mis anchas porque me recomendaba libros que leía con avaricia, sentado sobre una torre de tomos contrapuestos.
Mi primera lectura fue «El principito». Paco me dijo que su autor, un tal Antoine, había nacido un 29 de junio, como nosotros dos. Me prometí leerlo cada año en ese día, promesa que cumplí a rajatabla. ¡Y eso que ya tengo noventa años!
El librero se echó una novia en invierno, Laura, era preciosa. Fui el primero en conocerla y lo celebré leyendo «Corazón». Se casó el otoño siguiente mientras descubría las aventuras de «Sandokan».
Al nacer su primer hijo, ¡cuánto alboroto!, me encontraba inmerso en «La vuelta al mundo en 80 días». Gracias a él en mi juventud leí todos «Los episodios nacionales» y me enamoré de Galdós, perdón, de la forma de escribir de ese gran escritor.
La muerte de Paco, por un maldito accidente, me pilló con «Los miserables». Cruzaba la calle cuando le arrolló un coche. Como yo no tenía oficio ni beneficio, y Laura, su mujer, quedó con cuatro hijos pequeños, me pidió que regentara el negocio.
Así fue como obtuve mi primer empleo. Imagino que mi edad o Paco desde arriba me ayudaron a vencer la timidez. Con los adultos seguí siendo algo borde, en cambio, con los niños me llevaba muy bien. Eran ellos los que tiraban de sus madres para entrar en la librería. Pedían que les recomendara cuentos y novelas y les hablara de personajes literarios que les hiciesen soñar.
En memoria de aquel librero que tanto bien me hizo ponía jazmines en el escaparate, y regalaba el día de nuestro cumpleaños «El principito» al primer niño que entrara por la puerta.
Hoy, al cabo de los años, el mayor de los hijos de Paco sigue la tradición.
Muy bonito
Cristina ,gracias.
Un placer recibir tu cuento.
Leído…….releído…..sonreído.
Elena
Mil gracias a las cuentistas por sus relatos que hacen soñar.
Preciosos cuentos.Triste y muy emotivo final,Malena.Graciaspp
Gracias a ti por leernos,
Un beso, Silvia.
Me alegro.. gracias siempre a ti por tu fidelidad sin menoscabo.
Bss
Cristina