
La estatua
La estatua de esta mujer sin cabeza y con una niña de la mano pertenece al museo arqueológico de Nicópolis, literalmente ciudad de la victoria. Situada en el istmo de la península que separa el golfo de Ambracia del mar Jónico y a unos seis kilómetros de la actual ciudad de Préveza.
Esta ciudad griega la fundó Octavio Augusto el 2 de septiembre del año 31 antes de Cristo para conmemorar su victoria naval en Accio contra Marco Antonio. Aunque la batalla fue confusa, no se convirtió en auténtica victoria hasta la prematura huida de Marco Antonio y Cleopatra, lo que le permitió volverse en único dueño del imperio.
A diferencia de otras fundaciones romanas contemporáneas, esta no era una simple colonia, sino una ciudad libre y autónoma ligada a Roma por un tratado.
El museo se nutre exclusivamente de los restos arqueológicos que han surgido de las excavaciones de este importante enclave.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Amor pétreo
Cristina Vázquez
En memoria de Eduardo
—Me comprendes ahora. ¿verdad?
Los ojos de Aurelio, enrojecidos, casi ciegos, brillaban en la tenue luz con tierna glotonería, mientras los del joven Jacinto se dilataban de asombro al contemplarla.
Hasta llegar al lugar dónde se hallaban tuvieron que atravesar un corredor iluminados por una linterna, al que accedieron a través de unas escaleras de piedra que Aurelio había construido como si reforzara una zona del jardín, en el que se alzaba la casa de sus abuelos. Una adusta casa de piedra que fue recomponiendo y agrandando gracias a la fortuna que había amasado en Sudamérica con un negocio de importación y exportación de granos.
Recompró la casa que se había quedado abandonada en manos de unos parientes y fue el único lugar al que, pese a su vida ajetreada y brillante, volvía como en un ritual de renacimiento. Sentado frente al ventanal repetía que esa montaña era su cuadro favorito.
—No quise a mi familia, excepto a mi abuelo que fue el hombre que me hizo hombre —le confesó a Jacinto esa noche.
Al decirlo abarcó con una mirada rejuvenecida la belleza que había conseguido crear, pues se convirtió, sin ser una persona de gran cultura, en un coleccionista importante. El joven se sentía incómodo por estas confesiones que le estaba haciendo el importante hombre, pese a conocerlo desde que tenía memoria. Sus padres habían sido los caseros de esa casa y aunque Aurelio fue un jefe respetuoso y educado, nunca traspasó unos límites de considerada distancia. Y que esa tarde le llamara y le dijera que se sentara con él en el salón le intimidaba.
—Jacinto —en su voz notó un temblor inesperado—. Me muero.
El otro protestó, pero si se le veía como siempre, fuerte, don Aurelio. Si no era tan mayor. Y se le iban estrangulando las palabras, sentado en el sofá cercano, con la prevención del que no está acostumbrado a unos almohadones tan mullidos ni a una conversación con el dueño, el señor que pagaba el sueldo de sus padres y sus estudios.
No habían cruzado más que conversaciones en las que le informaba cómo iba su carrera de arte, que le había obligado a estudiar, y algunos comentarios de lo rápido que iba creciendo. Recordaba de él alguna caricia cuando niño, y ahora, ahí sentado en el prohibido salón, le hacía esta confesión.
—No tengo hijos ni me he enamorado nunca—siguió mirando la declinante tarde.
Hizo un gesto con la mano como si apartara una desagradable presencia, pero no podía morirse sin confesar su secreto y le miró con una mezcla de súplica y picardía. Que volviera a las diez de la noche le ordenó.
—Y ahora déjame descansar.
Jacinto consternado por todas las confesiones recibidas volvió a la hora fijada. Lo encontró de pie con una linterna en la mano y una expresión de regocijo que sorprendía en el rostro afilado.
—Vamos muchacho.
Abrió una puerta disimulada al fondo de la despensa y empezaron el descenso de las secretas escaleras que llevaban al corredor, al final del cual divisó una puerta blindada que abrió Aurelio, ayudado por el joven. Al entrar le pidió que cerrara los ojos. Oyó el ruido de un interruptor.
—Ábrelos ahora.
Una estatua de mujer sin cabeza, tenuemente iluminada, destacaba sobre unas delicadas colgaduras de terciopelo verde. La belleza de la figura le dejó sin habla. Nunca había visto nada tan delicado y perfecto. Aurelio se acercó a la escultura, la acarició con la morosidad de un experto amante y apoyó la rala cabeza sobre su pecho.
—Este ha sido mi único amor. Me comprendes ahora ¿verdad? —y le suplicó abatido—. Cuídala cuando no esté.
Sala de las estatuas griegas
Malena Teigeiro
Que hermosa y satisfecha debía de haber sido la vida de la joven, se dijo Marcela deteniéndose delante de la descabezada estatua. ¿A quién mostraría sus sinuosas caderas?, pensó. ¡Qué hermosos eran sus redondos brazos! ¿Y por qué llevaría a la niña colgada de su mano? Quizá fuera su hija.
Aquella mañana no había sido buena. Cosa que por otra parte tampoco era nada nuevo para Marcela. Pero sí hubo una diferencia: Él la llamó ignorante. En el fondo, reflexionó, tenía razón.
Fijó la mirada en la niña de piedra. Esa era la gran diferencia con la joven griega. La niña debía de ser su única hija. Por eso podía llevarla colgada de su desaparecida mano. Pero ella tenía cuatro. Y, claro, al ser cuatro, como rémoras, los llevaba colgados desde que nacieron. Elevó las cejas y suspiró mientras la admiraba. Después de unos instantes reanudó su conversación con la joven. La culpa no la tenían ellos. ¡Pobres hijos! Había sido de él. Y lo cierto era que además de a sus cuatro hijos, a él también lo arrastraba como si fuera la cola de su traje de novia.
¡Cómo la había engañado! Un día, apenas hacía dos meses que se conocían, le dijo que era feminista, y que quería que ella se realizase. Que no veía por qué tenía que dejar de trabajar una mujer al casarse. Poco le duró el feminismo. A la vuelta de su viaje de novios, justo cuando la puso en el suelo para besarla, acercó la boca a su oreja, y siseando como una serpiente, le dijo que a partir de aquel instante se había acabado eso de ir a trabajar. Que él quería una mujer en casita atendiendo a su marido como cualquier esposa de bien. Y ella, no muy satisfecha, dejó su puesto de administrativa en el banco. Y así fueron pasando los años, él cada vez más amargado y ella teniendo un hijo tras otro. Y ahora el insensato le había gritado. Le dijo que era aburrida, que era una inculta y que no se podía hablar con ella. Y Marcela, que sin que él lo supiera, tenía que andar cosiendo si quería que les llegase el sueldo a fin de mes, tembló cuando dándole la espalda, le escuchó rumiar: Si al menos trabajaras… Pensó que en el fondo tenía razón. Tanta marido, tanto hijo, tanta cocina la habían embrutecido. Miró alrededor y vio un banco en el medio de la sala de las estatuas griegas. Renqueante, cansada, se sentó en el borde.
Hasta que decidió que jamás nadie la llamaría inculta otra vez, aquella noche apenas había podido dormir. Por la mañana, después de que se hubieron ido todos de casa, como por algún lado tenía que comenzar, se apuntó a un curso de arte y ahora, allí estaba, en el museo intentando culturizarse. Le sonrió al desaparecido rostro de la mujer de la estatua. Sí, sí. La había engañado bien, masculló pasándose la mano por la frente. Cuando lo conoció, ella era redondita y de cadera cimbreante, como debías de ser tú. Él, delgado, vibrante, de cabello ondulado y largas pestañas, se le arrimó. Y entornando sus grandes ojos verdes, comenzó a decirle cosas bonitas. Luego, mientras con el pulgar le iba contando las vértebras, le habló del futuro que les esperaba juntos, de los negocios que tenía en mente. Y ella se volvió loca por él. En su casa nunca lo vieron bien. Jamás, jamás te hará feliz ese filibustero, le susurraba su madre con los ojos brillantes. Su padre añadía mordaz, irónico, que con ése guaperas no tendría ni pan ni agua, que lo único que le daría serían disgustos y humillaciones. ¡Y qué razón tenían! ¿Por qué los hijos no hacen caso a los padres? Cruzó los pies y se colocó el bolso encima de las rodillas. De nuevo fijó su mirada en la mujer de la estatua.
Luego fueron llegando los hijos. ¡Ay! ¡Si al menos uno de ellos hubiera sido una niña como esa tuya! Movía la cabeza sin dejar de contemplar el vacío espacio de la testa de la mujer. Quizá ella la habría comprendido y hubiera sido su amiga. Por favor. No te rías, le susurró. Si su hija no le había salido bien habría sido por mala fortuna, porque lo normal era que una madre y una hija… ¡En fin! Al menos eso creía ella. Se encogió de hombros. Pero no, los cuatro fueron chicos. Iguales que su padre. Delgados, zalameros, cimbreantes, sobre todo vagos. Y al igual que la mujer de piedra llevaba colgada a su hija de la mano, ella sentía que cargados sobre sus hombros los remolcaba por la vida. Se estiró la falda y con los ojos bajos, agarró el asa del bolso. De pronto levantó la mirada y se encaró a la estatua.
––A ti te ha sido fácil. Total, solo te han cortado una mano. Pero a mí… Y ahora, ya ves, ni siquiera puedo cortarme los hombros.
Marcela se levantó y arrastrando los pies, buscó la salida del museo.
Mármol de sangre
Liliana Delucchi
Desde el último tramo de la escalera Briselda creyó percibir un olor que no era el habitual y cuando abrió la puerta tuvo que buscar un pliegue de su arrugada túnica para taparse la nariz. A punto de descomponerse, pensó que no podía haber tanta basura, solo habían pasado dos días desde la última vez que fue a limpiar el taller.
«Nuevamente habrá vomitado su borrachera», se dijo. Y mientras se encomendaba a Vesta dio los primeros pasos al interior.
«No es que el artista sea muy limpio, sin embargo, esto es demasiado», murmuró al ver la gran mancha de vino curiosamente espesa de una jarra destrozada.
Conteniendo la respiración, se acercó a las ventanas cubiertas con gruesas telas para descorrerlas, fue entonces cuando lanzó un grito y se desmayó.
Los alborotados vecinos de Suburra la rodeaban cuando sus ojos se abrieron para descubrir que parte de su vestido estaba manchado de sangre.
—No es tuya, Briselda, tranquila —le susurró un viejo legionario que vivía en el burdel de la planta baja.
Marco Bertonius era uno de los escultores más reputados de la ciudad, por ello se le encomendó la realización de una estatua que conmemorara a la difunta hija del pretor.
—Tiene que ser la más bella que hayas hecho nunca —ordenó el padre de la joven—. Presidirá la entrada de mi casa como ella ya no podrá hacerlo.
Y el artista se puso a trabajar.
A medida que el mármol iba tomando forma, Marco sentía que el aire que se colaba en su estudio lo rodeaba como si de un espíritu se tratase. Jornada tras jornada y casi sin descanso daba forma a un ser marmóreo bellísimo cuya expresión de dulzura lo acompañaba durante el sueño. Su imagen era lo último que veía antes de cerrar los ojos y lo encandilaba con las luces del alba.
Una ligera túnica cubría las formas de la cadera, mientras que la mano derecha la recogía sobre la rodilla con un gesto femenino. Marco la besó en el cuello antes de taparla con una manta y cerrar el estudio con doble llave. Era un secreto, a punto tal que ni siquiera osaba confesárselo. Era algo recóndito, oscuro.
Cuando en la taberna le preguntaban por su trabajo eludía las respuestas y tragaba rápidamente el vino. Si bien nunca había sido muy habilidoso para conseguir amigos, al menos guardaba ciertas formas, pero desde un tiempo se había vuelto huraño y hasta había dejado de acudir al templo de Baco, como siempre había hecho.
Día tras día y sus noches sin fin lo encontraban en el taller, esculpiendo, dando forma a una idea, a una ilusión que iba más allá de su magín. Por momentos parecía un autómata. El tiempo lo fue transformando en un habitante del averno donde era difícil reconocerse. De pronto y sin saber cuándo, la razón había saltado por la ventana.
Su amor, como gustaba llamarla, le pertenecía solo a él y a nadie más. Nadie podía verla.
Las formas fueron apareciendo cada vez más nítidas desde el fondo del mármol. De un esbozo rugoso, el pulimento dio origen a un ser mágico. A punto tal que comenzó a abrazarla, acariciarla… La eyaculación llegó sin más.
Debía beber, así al menos justificaría su borrachera erótica. La falta de vino le hizo correr escaleras abajo. El burdel, como siempre, estaba concurrido. Sin cruzar palabra con el tabernero, este le puso una jarra, él sacó una bolsa donde las monedas de oro y de plata brillaban como pequeños soles. El hecho no pasó inadvertido a varios hombres del Collegium de Suburra, tatarabuelos de los mafiosos actuales, que lo siguieron en tanto se alejaba en dirección a su taller.
No habló cuando lo golpearon para que les dijera dónde estaba el resto del dinero, ni siquiera cuando le clavaron ambas manos a la mesa.
Prisco, el jefe de la banda, al advertir que los ojos de Marco se posaban en la estatua cogió su porra y golpeó la mano derecha de la misma, que cayó al suelo. Cuando el jefe iba a descargar otro estacazo contra la cabeza, el escultor habló. Prisco, sonriente, cogió el dinero y volvió a golpear a la estatua, decapitándola. El grito surgió de un fondo profundo, que nadie, ni siquiera Marco, sabía que existía.
La orden fue tajante y se cumplió antes de que los sicarios emprendieran la huida, dejando el cuerpo del artista junto a su obra.
La gran mancha de vino de una jarra destrozada empezó a espesarse.
Sueños de un novel escultor
Marieta Alonso
Según Miguel Ángel Buonarroti escultura es: «aquello que se hace quitando».
Siendo adolescente me pasaba el día dando forma a un sinfín de trozos de madera. Con yeso creaba figuras extrañas, con bronce hice un cañón y una campana. Hasta que un atardecer encontré en el sótano de mi abuela un gran trozo de mármol que me inspiró.
No dije nada a nadie para dar una grata sorpresa y me pasé muchas mañanas, tardes y noches trabajando como un loco.
El problema fue que no calculé bien y ya tenía esculpido el cuerpo con el ropaje, el brazo derecho con una mano que recogía las vestiduras con gran delicadeza, cuando caí en la cuenta que se me había acabado el material sin haber hecho la cabeza y a falta de la mitad del otro brazo, desde el codo hasta la mano.
Nada podía hacer pues si el tal Michelangelo tenía razón, todo «aquello que se hace añadiendo» es plástica. Y yo soñaba con ser escultor como él.
Me eché a llorar amargamente, como solo un chico de quince años es capaz de expresar la derrota. Me ovillé a los pies de mi estatua inacabada. Así me encontró la abuela. Casi le dio un síncope por haber utilizado aquel mármol que su bisabuelo había extraído de una famosa cantera italiana, y al que habían destinado para hacer algo muy importante, aunque nunca encontraron la ocasión ni el motivo.
Al verme tan compungido y siendo tan práctica como era, inspeccionó la estatua, le dio la vuelta varias veces, la miró de arriba abajo y decidió que mi maravillosa obra serviría para custodiar su tumba. Que me olvidara de Miguel Ángel, ella movería cielo y tierra para conseguir otro trozo de mármol. Esculpiría su cabeza y su rostro, pero de joven, total si los romanos cambiaban la cabeza a sus estatuas, yo también podría hacerlo. Lo que era el brazo le daba lo mismo. Y así ella se convertiría en la famosa abuela del más grande escultor del pueblo: su nieto.
Que ternura,mil gracias un mes mas.
Muchas gracias a ti por leernos.
me gusto ,eres increible carinos
Un abrazo inmenso desde Madrid.
Mil gracias Cristina……mas tiempos felices
Elena