
Una estancia inspiradora
Esta cocina amarilla pertenece a la casa del pintor Claude Monet, figura destacada del impresionismo, en Giverny, un pequeño pueblo de Normandía. La casa se mantiene tal y como estaba cuando él vivía en ella.
Ahí pasó los últimos cuarenta años de su vida donde instaló su residencia y estudio. Llevó a cabo la creación de ese maravilloso jardín al que llamaron Le Clos Normande, lo más famoso del lugar. Buscó en él la luz, la combinación de colores y texturas, obteniendo un resultado de belleza conmovedora que tantas obras inspiró al pintor, como sus cuadros de los nenúfares.
Esta encantadora cocina ha dado motivo a temas diversos: un niño que observa sorprendentes actitudes de los mayores, el hallazgo feliz de una adolescente, la oportuna visita de un marido o vivencias en común con el pintor.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Mademoiselle
Cristina Vázquez
Le horrorizó la propuesta de su madre de ir a pasar el verano a Francia, cerca de Normandía. Una antigua señorita francesa, que la cuidó cuando ella era niña, las invitaba y repetía su proposición al menos tres veces al año. Se estaba haciendo vieja y el tiempo para poder conocer a la petite Irene apremiaba.
—Mamá, por favor —clamaba la hija—. Ve tú a verla, a mí no me fastidies las vacaciones.
Su madre, Claudia, era una mujer dulce y alocada, ociosa y encantadora. Un día prometía una cosa y al siguiente la olvidaba, por lo que Irene confió que su empeño por ir a Francia desaparecería en cuanto surgiera un plan más divertido. Estaba segura de que ese deseo de reencontrarse con su querida madeimoselle Antoinette, de la que se quejaba bastante al recordarla como una mujer severa, nerviosa y extremadamente delgada, se le pasaría. No fue así, o casi.
Se acercaba el momento peligroso de decidir el lugar de las vacaciones. Por fin donde siempre, o quizás mitad del mes a la casa, ideal, que le dejaban en Asturias y el resto al sur, dudaba la madre. Resultaba perfecto mezclar Mediterráneo y Cantábrico. Más divertido y se veía a más gente.
—Así, es imposible aburrirse en ningún sitio —confesaba Claudia con expresión de perrito desolado—. Si te quedas mucho tiempo te aburres y te aburren.
La hija miraba a su pecosa madre, en la que parecía que la madurez no iba a instalarse nunca, pues sus gestos, la naricilla respingona y el afán de felicidad, le resultaban a Irene excesivamente parecido a lo que ella y sus amigas todavía ansiaban. El padre, un guapetón de nuca rizosa y falsa mirada interesante, efecto de sus ojeras un poco abultadas, se había medio largado cuando ella tenía tres años. Medio largado porque luego aparecía y desaparecía a su antojo. Sus padres seguían manteniendo una amistosa relación. Irene calculaba que por parte de su madre más que amistosa, porque cuando él volvía a irse, se quedaba unos días como paralizada, igual que si se metiera en una nube o un sueño del que le costara salir.
Irene le veía cuando él tenía a bien volver de su estancia en Palma o de sus viajes no se sabía muy bien por dónde. Era cariñoso, simpático y entretenido al contar sus historias, hasta que la copa excesiva le volvía reiterativo y sentimental. Pero nunca les faltó nada, y aunque tuviera varias y sucesivas novias, con la mano en el pecho, juraba que los amores de su vida eran ellas dos: su única y auténtica familia.
En la última visita del padre, Claudia le contó con todo lujo de detalles que se iban a ir a Francia. Madeimoselle, tú la conociste, se estaba haciendo vieja y se sentía en la obligación de ir. Además, Irene practicaría un poco su francés y pasarían un saludable verano sin tanta bobada, salidas, copas y carreteras. Cuando hacía la enumeración de los teóricos peligros veraniegos, más que referirse a su hija daba la impresión de que eran aquellos de los que ella misma quería librarse.
—Me parece una idea colosal —apostilló Jaime, su padre.
Adoptó un papel institucional de progenitor responsable y casi exigió que así fuera. La verdad era que cada vez venía más, y se instalaba en la casa temporadas más largas. La humedad de Palma en invierno no le sentaba bien, le dolían las articulaciones, se estaba haciendo viejo, y buscaba el consuelo de su queja en Claudia.
Llegó el mes de junio y la fecha estaba cerrada para irse, pero al llegar al aeropuerto, Claudia, confesó emocionada a su hija que ella no iba a ir.
—Tu padre me ha pedido que volvamos a estar definitivamente juntos —un ligero rubor como de escolar arrebatada inundó sus pecas—. Y, en verdad, ha sido el único hombre de mi vida.
Se sintió traicionada, llena de decepción y hasta desprecio por esa madre que seguía siendo inmadura y pueril.
—Eres patética —le soltó antes de girarse—. Espero que os vaya bien.
En el avión notó como se le estrangulaba la garganta para contener el llanto. Se sintió perfectamente prescindible y utilizada. Cuando llegó a París estaba intranquila por si la reconocería la famosa madeimoselle, por si ella vería el cartelito con su nombre, por si lo mejor sería coger el primer avión de vuelta… Mientras estas ideas cruzaban su cabeza mirando aquí y allá, sintió una mano en su hombro, se giró y encontró a una encantadora mujer, como de cuento de niños: delgada, con el pelo blanco y un gorrito tipo boina, completamente fuera de lugar.
—Al fin te conozco, Irene, querida —su español era correcto, aunque con mucho acento.
En ese momento algo en ella se derrumbó y casi se echa a llorar. Durante el viaje hasta su casa condujo madeimoselle con más pericia de lo que se podía esperar y el tiempo del viaje se hizo ameno, mezclando francés y español. Irene estaba tranquila y encantada de ver ese hermoso y agradecido paisaje verde y frondoso.
—Ya hemos llegado —anunció madeimoselle Antoinette, después de girar por un pequeño camino.
La aparición de la casa conmovió a Irene. No supo decir por qué. Era de piedra con unas flores trepadoras que cubrían parte de la fachada, el tejado muy inclinado como de paja, luego supo que era lino, y un balcón con unas cristaleras en la parte central. Al entrar, un suave aroma a bizcocho o a algún otro dulce inundaba el ambiente. Antoinette le enseñó su cuarto en el primer piso, una habitación con un papel de flores azules en la pared y una cama con cabecero de madera. Le gustó. Al acabar que bajase a la cocina a tomar algo, le dijo antes de cerrar la puerta.
Entró en la cocina pintada de amarillo, con una mesa en el centro, grande, familiar, vajillas en los vasares y ese maravilloso olor. Se sentó a la mesa en la que destacaban el bizcocho, una tarta, frutas, queso… Y se echó a llorar. Madeimoselle alargó el brazo para cogerle una mano.
Este comedor, comenzó a contar en tono confidencial, lo había copiado del de la casa de Monet en Giverny, un pueblito cercano.
—Ya iremos a verlo. Verás qué maravilloso es el jardín.
En esa casa el pintor fue feliz rodeado por su familia, continuó suavemente. Para ella, sus abuelos, su querida madre, Claudia, habían sido durante unos años su familia, siguió con voz dulce, pero sabía que la chere Claudia siempre sería una niña pequeña. Hizo un amplio gesto abarcando la estancia.
—Pretendo que esto sea un sitio de reunión, como si de otra gran familia se tratara —cruzó los brazos—. Quería conocerte, para que supieras que aquí siempre tendrás un hogar.
Llevaba años organizando cursos de cocina, confesó con orgullo. Venían muy buenos chefs y gente interesante. Pero, suspiró con cierta severidad impostada en su expresión, había que ser metódico y disciplinado. Luego, después de la técnica llegaba la inspiración.
—Te gustará y quién sabe, lo mismo llegas a ser una gran cocinera —le guiñó un ojo.
Se rio con suavidad y la animó a probar los platos del día.
El poder de los colores
Malena Teigeiro
Después de romper con Olivier, su marido, con el resto del dinero que todavía le quedaba de la herencia de sus padres, y su perro Bistró sentado a su lado, conducía Ninet desde París hasta la casa que le dejaron sus abuelos. Durante todo el camino iba invadida por la tristeza que le causó tener que abandonar a Olivier, pero ya no aguantaba más sus golpes, ni sus gritos, ni sus borracheras.
Para llegar hasta la casa había que subir la montaña por un largo, estrecho y sinuoso camino de tierra, por el que Ninet condujo tomando primero una curva, luego otra, con sumo cuidado. Al parar su Peugeot rosa delante de la casona se sintió feliz. Contemplaba la fachada complacida. Era de piedra y vigas viejas que, al igual que las ventanas, lucían el mismo color que las vides que la rodeaban. Estaba igual a como era cuando de niña pasaba allí los veranos, pensó mientras abría la puerta.
A la mañana siguiente, mientras desayunaba en la cocina, decidió que tenía que pintarla. Después de tantos años, las blancas paredes estaban sucias, desconchadas. Primero, pintó de rosa su dormitorio. Y rosa también eran las telas de las cortinas que hizo, aunque estas un poco más oscuras. Siguió con el baño. En el intento de que se pareciera al mar Mediterráneo que veía desde la ventana, lo pintó de azul verdoso con trazas cobalto. El pasillo y la escalera, lo primero que veía todas las mañanas al salir de su habitación, los coloreó de azul cielo.
Se sentía feliz entre aquellos alegres tonos que le permitían soñar y dejar la tristeza.
Al fin le tocó a la cocina comedor. Ésta todavía conservaba el primitivo blanco, sucio de grasa y humo por muchas partes. En su Peugeot rosa se dirigió a la tienda de pinturas. Aparcó con cuidado delante de la puerta. Entró y pidió un bote de pintura amarilla, pero de ese color amarillo que tienen las natillas, aclaró. El hombre que la atendió, levantando las cejas, le entregó un bote. Este le quedará precioso. Es el que todos usamos por aquí. Qué estupendo, pensó Ninet viendo ya las paredes de la cocina pintadas con ese amarillito que tanto le gustaba.
Cuando comenzó a pintar, el color le disgustó bastante. No era como el de las natillas, sino como el de los limones. Sin embargo, y como aún le quedaba pintura, y aunque aquel color le producía cierta irritación, sin detenerse, pintó los muebles, las sillas, las puertas. Luego colgó cuadros, platos y llenó los vasares con las vajillas.
Sin duda, el año que viene cambiaré el color, se dijo satisfecha al cerrar la puerta después de colocar el último adorno.
Una tarde al volver de recoger flores, se encontró a Olivier sentado a la mesa. Otra vez no, gritó su interior. Miró hacia el fondo, y el amarillo de la pared le hizo subir acidez a la boca. Luego, al ver la botella de coñac encima de la mesa y a él con un vaso en la mano, sintió náuseas. Se lo rellenó. Con tranquilidad, se sirvió otro y se sentó enfrente mientras él la insultaba. Un color como aquel amarillo no era bueno para nadie, pensaba sin dejar de mirar las paredes mientras escuchaba que a gritos la amenazaba por haberlo abandonado llevándose el dinero. Cuando terminó la botella de coñac, Ninet buscó por los vasares hasta que encontró otra de aguardiente. Le rellenó de nuevo el vaso una y otra vez. Estaba ya bastante borracho cuando el hombre se levantó rabioso. Ella cerró los ojos y se encogió en la silla. Esperando sus golpes, escuchó el ruido del cuerpo al caer. Giró la cabeza y vio que de la boca de Olivier salía un hilo de babas. De puntillas, se fue de la cocina.
Era ya de noche cuando, poco a poco, arrastró el cuerpo, todavía en coma etílico, hasta el coche de Olivier. Logró sentarlo detrás del volante. Lo encendió, puso la palanca en punto muerto y retiró el freno de mano. Desde fuera del coche, agarrada al volante, lo llevó hasta el comienzo del camino. Después de un empujoncito, lo soltó. Primero se deslizaba despacio, luego, lo vio que tomaba velocidad hasta desaparecer de su vista en la primera curva. Se quedó un momento expectante. No tardó mucho en ver una gran bola de fuego. Ya tranquila, entró en la casa. Como siempre hacía, atrancó la puerta, y mientras subía por aquella escalera pintada de azul cielo, iba pensando que tenía que cambiar, pero ya, el color de la cocina. Aquel amarillo sin duda la irritaba.
Asuntos de familia
Liliana Delucchi
Cuando entró en el comedor, Jacinto no pudo menos que sonreír. Tan amarillo y luminoso, tan armónico y ordenado; impasible siempre a las tormentas que estallaban en él, esas tormentas silenciosas y calladas, colmadas de medias sonrisas y bisbiseos.
A pesar de encontrarlo vacío, podía recordar qué lugar ocupaba cada uno a la mesa durante las celebraciones: la abuela y el abuelo en una de las cabeceras, sus padres en la otra y los tíos y tías, a los lados, de acuerdo con su edad. Cuanto mayores, más cerca de los anfitriones, esos dos ancianos de pelo blanco y gesto amable.
Jacinto y sus primos eran relegados al office hasta que tenían los años y los modales adecuados para integrarse con los adultos, lo cual le parecía injusto, ya que los niños de su edad resultaban aburridísimos. Solo hablaban de deportes y de juegos que nuestro protagonista resolvía antes siquiera de que los otros terminaran de plantearlos.
Como ese reducto para infantes solo estaba controlado por una asistenta, Jacinto escapaba al jardín, a su habitación y al comedor principal, donde más le gustaba. Invariablemente detrás de una cortina o cualquier escondite desde donde pudiera escuchar las conversaciones y captar los gestos de sus parientes.
El joven soñaba con ser escritor y había oído que quienes aspiran a ese oficio han de ser, por encima de todo, cotillas. Siempre iba acompañado por un cuaderno donde anotaba frases, expresiones y gestos de los que consideraba llegarían a ser los personajes de sus relatos.
Una tarde de invierno, previa a las celebraciones navideñas, el niño, que contaba ocho años, estaba sentado a una mesa del jardín. Con abrigo, capucha y mitones, escribía lo que consideraba sería su primera novela. Comenzaba así: «Nació en 1870. A los veinte años, Lindor Covas tenía veinte años».
El aspirante a literato no se dio cuenta de que su tío Pancracio estaba a sus espaldas leyendo lo que él escribía, quien no solo lanzó una risotada, sino que durante la cena, con su voz fuerte y vulgar, relató a los demás comensales lo ocurrido.
Jacinto apretó las mandíbulas para no gritar, controló su furia y juró venganza.
No tuvo que esperar mucho tiempo, ya que, durante la cena de Noche Vieja, aburrido y un poco cansado, se escondió debajo de la mesa de los mayores, agradeciendo por primera vez que la naturaleza lo hiciese tan menudo. Cuál no sería su sorpresa, cuando tuvo que apartarse al rincón junto a los pies de los abuelos, dado que por el centro de aquel espacio bajo el largo mantel, los pies de los comensales se movían y acariciaban unos a otros. Pudo ver cómo las uñas pintadas debajo de la media de la tía Maruja, acariciaba la entrepierna del tío Anastasio, su cuñado, mientras que la mano de Pancracio se metía debajo de la falda de la hermana de su esposa.
Jacinto se mantenía inmóvil, contiguo a los juanetes del abuelo, casi sin respirar y rogando al cielo que no lo sorprendiera un estornudo que diera al traste con su escondite. Esos adultos presuntuosos e hipócritas le habían servido en bandeja su futuro desagravio. Nadie se ríe de Jacinto, y menos el patán de Pancracio.
La tía Hildegard, esposa de Pancracio, era una matrona alemana alta, fuerte y con un trasero de grandes proporciones, al que no le cabía el tanga de encaje rojo que encontró entre la ropa de su marido y que pertenecían a su hermana.
Desde su habitación, Jacinto escuchó portazos, insultos de ellos y chillidos de ellas. El «…y tú más» se repetía por los pasillos así como el estruendo de los coches que partieron casi derrapando.
Pasó el tiempo y aquel niño se convirtió en lo que siempre había deseado. Una tarde, mientras firmaba ejemplares de su primera novela, el tío Pancracio, con su sentido del humor habitual, se acercó para preguntarle si recordaba el nombre de aquel que a los veinte años tenía veinte años, a lo que el escritor respondió: «Hildegard».
El hermano de su padre solo atinó a decir: serás cabrón.
Almas gemelas
Marieta Alonso
La cocina es un lugar sagrado. No debo entrar en ella. Lo digo alto y claro. No me gusta cocinar. Y estoy segura que a ti, Claude Monet, tampoco te gustaba. Sí, por supuesto que pintaste estancias amplias y bien equipadas donde los cobres colgaban en la pared, y que llevabas en los bolsillos cuadernos de cocina en los que apuntabas recetas e ideas culinarias, pero no creo que pasaras tiempo cortando cebollas, ajos, pimientos… No. No me quieras engañar. Para eso tenías una cocinera con su ayudante, a los que imagino volverías locos rondando cada día en sus dominios. Lo que te gustaba era esa sensación de vida que emanan las cocinas.
Creo que con lo que disfrutabas era comiendo. Como yo. Que sepas que me encanta la tarta Tatin, sí esa que bautizaste en honor de aquellas hermanas amigas tuyas. Yo también llevo cuadernillos en el bolso para apuntar las recetas de mis amigas. Aunque no las haga, me gusta leérselas, saborearlas, cuando otros la hacen. A ti también te fascinaba comentar tus fórmulas en la sobremesa, en esas famosas comilonas que dabas en tu casa de Giverny.
¡Oh, Claude! ¡Cuántas cosas tenemos en común! Dicen que tuviste tres pasiones: la naturaleza, la pintura y la gastronomía. Yo también tengo tres pasiones: el mar, la escritura y la paella del señorito con la que no te manchas los dedos de las manos. No sé si llegaste a probar la tortilla de patata, con o sin cebolla, ¡deliciosa de cualquier manera!, de no ser así busca la manera de incorporarla en tu recetario allí donde estés.
Me gusta tu punto de vista.
Cristina,
Gracias a las cuentistas por guisar tan bien los relatos.
Deliciosos.
Elena.