
Casa de muñecas
Casa de muñecas de estilo Tudor, construida en la primera mitad del siglo XX.
Los primeros datos que se tienen de estas casas son del norte de Europa, cuando en el año 1512, la Electora de Sajonia, regaló a sus tres hijas una casa de muñecas por Navidad. Su difusión tuvo lugar en Alemania, Holanda e Inglaterra durante los siglos XVII y XVIII, siendo durante este último cuando también aparecen en Norteamérica. Sin embargo, en el entorno de los países mediterráneos, prácticamente no existe constancia de su uso.
Al principio, las casas de muñecas no eran para los niños, sino únicamente objetos decorativos que mostraban el prestigio del propietario. En Alemania, se utilizaban para enseñar a las niñas a ser buenas amas de casa, dándoles para ello gran importancia al contenido. En Holanda se construyeron auténticas obras de arte, que llenaban de muebles, porcelanas y cuadros, muy valiosos, por lo que las situaban en los lugares más predominantes de los domicilios. Para los ingleses, una casa de muñecas era una réplica en miniatura de sus propios hogares.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
¡Sorpresa!
Cristina Vázquez
No daba crédito a lo que apareció al levantar la parte delantera de ese inesperado juguete y el dulce olor a ámbar que se esparció. Había llegado de vacaciones y al abrir la puerta de mi casa la correspondencia me recibió con desvergonzada abundancia, desparramada por el hall como un inesperado collage. Solo pensar en recogerla hizo que aumentara el malestar de la vuelta. Al pasar sobre ellas con despectiva majestad, me llamó la atención un papel amarillo, un poco arrugado y muy fino que resultó ser un recibo de correos. Tenía, casi desde que me había marchado, un paquete esperando. Fue el único signo que me alentó en medio del aburrimiento de cartas de banco y propaganda. No había remite. Decidí que iría en seguida pues las sorpresas deberían ser siempre agradables ¿o no?, me decía mientras me disponía a acercarme a la oficina indicada.
Al llegar, el joven granujiento y de sonrisa torcida, señaló una caja que me resultaba imposible llevarme por su tamaño y que, previo pago, conseguí que me la enviaran al día siguiente. Tenía por delante el fin de semana antes de reincorporarme, la dulce abulia del recuerdo soleado y un motivo, la caja, para distraer mi cabeza del regreso.
Cuando apareció el repartidor con el gran paquete, malhumorado por el peso, lo soltó con un suspiro. ¡Menuda mercancía señorita, ni que fuera de plomo! Le di una propina y abrí, más bien desgarré el papel de estraza que lo envolvía. No podía creer lo que apareció. Una casa de muñecas que casi ocupaba mi exiguo hall. Al abrirla mi extrañeza fue en aumento al ver la perfección de cada mueble, de cada pequeño detalle que de alguna manera me resultaban conocidos.
Al fondo del diminuto salón sobresalía desproporcionado un sobre dentro del cual encontré una tarjeta escrita con tinta verde y una letra redondeada, casi infantil: “Esta fue la casa de mis sueños. Con todo mi amor. Tu madre”
Vaya bromita, recibirme con esta barbaridad. Ya era lo suficientemente adulta a mis treinta años, como para saber que mi creencia de que las sorpresas debían ser agradables era un pensamiento más voluntarioso que real.
¡Qué carajo iba yo a hacer con eso! Las madres no dan una, siempre una ocurrencia inoportuna. La cerré con desasosiego. Además, la mía no tenía tales dulzuras ni le gustaban esos jueguecitos, y esa no me pareció su letra. Releí la tarjeta. No, definitivamente no era su letra.
Empecé a sentir intranquilidad cuando mi madre me negó que hubiera sido ella la de la broma.
––Si es que eso se puede considerar como tal ––afirmó con esa rotundidad imperiosa que yo detestaba.
Miré con más atención la anticuada casita que empezaba a apoderarse de la mía propia y como en una nebulosa aparecieron lejanos recuerdos de la tela estampada, de un cabecero de madera, el espejo. Mientras decidía qué hacer con ese inesperado monumento sonó el timbre y apareció mi padre.
––Vengo a hablar contigo ––me dijo con seriedad.
Erguido, moreno, elegante como siempre, me sorprendió en él la inusual apatía de sus hombros. Le encontré desmejorado, igual que si en vez de un mes nos hubiéramos separado un lustro.
Apenas miró el voluminoso juguete, aunque tuviera que pasar pegado a la pared para poder traspasar el hall. Se sentó en el sofá de mi pequeño salón y tras un profundo suspiro palmeó un lugar a su lado para que lo hiciera yo. Luego comprendí que no quería mirarme a los ojos. Cruzó las manos con solemnidad y me soltó que quién me había mandado esa casa de muñecas era, en verdad, mi auténtica madre. Hizo un gesto con la cabeza hacia dónde estaba el inesperado regalo igual que un inoportuno esqueleto, y en un tono tembloroso, para mi desconocido, me confesó con la cabeza baja.
––Esa fue la casa donde vivimos antes de que se marchara. Antes de que nos abandonara.
La rabia con la que lo dijo se ahogó en un sollozo y sin mirarme me apretó la mano. Se levantó con sorprendente velocidad y se fue hacia la salida murmurando: Mañana, mañana te cuento todo.
Un cuento para mis nietos
Malena Teigeiro
Además de ser hija única del señor Evans, Mathilda era la dueña de la casa de muñecas. Me contó que su abuela se la dejó en herencia y que era de estilo Tudor. Quizá fuera verdad. Lo que sí era cierto es que estaba bastante destartalada, aunque eso sí, todo en ella era muy rico, decrépito y elegante. Y en cuanto a eso del estilo, pues… ¡Lo sería! En ella, rodeados de plata, porcelanas y encajes, vivía un matrimonio con tres hijos, un niño que siempre iba vestido de marinero, una niña linda como una flor, un precioso y gordito bebé, y dos criadas. Con todos ellos jugábamos a diario Mathilda y yo.
De pronto nos dimos cuenta de que en la casa moraba un okupa. Era un ratón blanco, pequeño, con el hocico rosado.
––Quizá se escapó del laboratorio de mi padre ––exclamó Mathilda.
El padre de Mathilda, un señor con gafas y físico de profesión, era un hombre muy serio e importante que trabajaba con animalitos. Nosotras, durante unos días, estuvimos muy atentas a ver si preguntaba por él, pero como no lo hizo, decidimos quedarnos con ratón.
Y así, como Perico por su casa, iba el ratón por las habitaciones y pasillos de la casa de muñecas estilo Tudor. El problema vino cuando una noche la dueña se fue a meter en la cama y se la encontró ocupada por Pepe, que era el nombre con el que bautizamos al blanco ratoncito. La señora de porcelana, muy delicada de maneras, pelirroja y con la piel muy blanca, comenzó a gritar, y a gritar. No contenta con eso, se subió encima de un sillón del que no encontrábamos la manera de hacerla bajar. Todos los muñecos, como locos, comenzaron a correr por pasillos y escaleras, pues de los gritos de la señora dedujeron que alguien la estaba atacando. Cuando entraron en el dormitorio y vieron al pequeño y blanco ratón que comparado con aquellas personitas de porcelana parecía un enorme monstruo, también comenzaron a gritar, incluso el padre, cosa que nos pareció bastante cobarde por su parte. La niñera, que era de una aldea chiquitita rodeada de granjas y animales, fue la única que al verlo se quedó tan tranquila. Sonriente, se dirigió a la cuna, cogió al asustado bebé y salió del cuarto entonando una nana. Nosotras intentábamos calmar al resto de los muñecos diciéndoles que aquel ratoncito era bueno, limpio y que estábamos seguras de que también era generoso. Pero ellos, cerriles, obstinados, señalándonos con el dedo, nos dijeron que o aquel monstruo se iba de la casa o llamaban a la policía. Ante esa tremenda amenaza, sin saber qué hacer, nos mirábamos una a la otra con desespero.
––Lo cierto es que este ratón tiene el rostro un poco duro ––rumió Mathilda sentada en el suelo apretando la falda de su vestido.
––Cierto ––añadí yo––. Una cosa es andar por la casa, y otra, muy diferente, meterse a dormir entre las sábanas de fina batista.
Después de pensarlo mucho, le hicimos a Pepe una cama dentro de una caja de laca china. Era muy linda. Pensamos que le iba a gustar porque en la tapa la caja tenía una muñequita que cuando le dabas vueltas a una llave pequeña y dorada, seguía los compases de un vals. Cuando quisimos recoger a Pepe para colocarlo en su nuevo dormitorio, el ratón se abrazó a los laterales de la cama. Y no contento con eso, al parecer furioso porque le molestábamos, amenazante, nos mostró sus dientecillos. Comprendimos que su disposición a irse era nula, y pronto supimos por qué: A su lado, mamaban de sus tetillas cuatro pequeños ratoncitos. Eran rosados, sin pelo, con dos rallas chiquititas por ojos. Nos quedamos quietas. Realmente, no podíamos sacar de allí a aquella pobre madre.
Luego de mucho pensar, colocando cajas de zapatos, unas encima de otras, hicimos otra casa de muñecas. Con cuidado de no molestar a aquella mamá, fuimos sacando los muebles, todos excepto la cama, colocándolos en las nuevas habitaciones. Y cuando ya tuvimos la casa dispuesta, trasladamos a la familia de porcelana. Parece que les gustó su nueva morada, incluso le escuchamos decir a una de las criadas que su dormitorio era más amplio que el de la casa vieja.
La preciosísima casa de muñecas de estilo Tudor de Mathilda, fue llenándose con las cosas que cada día llevaba Pepa ––por cierto, desde que lo encontramos en la cama de la señora de porcelana, como no podía ser de otra manera, comenzamos a llamarle Pepa––. Y como lo que llevaba eran en su mayoría restos de comida robados en la cocina de la madre de Mathilda, la casa, además de destartalada, ahora estaba siempre sucia y maloliente. Pero a ellos parecía no importarles.
Y así fue pasando el tiempo, y los bebés ratones crecieron sanos y guapos, encantados de poder patinar sobre el rallado suelo de ricas maderas. Y cuando después de ir a la universidad, convertidos ya en jóvenes ratones de bien, contrajeron matrimonio formando nuevas familias, la casa de muñecas de estilo Tudor que Mathilda heredó de su abuela, se convirtió en una ratonil comuna, no muy limpia ni ordenada, en donde Pepa, rodeada por todos sus hijos y nietos vivió feliz y contenta.
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Un regalo
Liliana Delucchi
Estaba un poco triste. Nos despedimos en el aeropuerto… En medio de unos abrazos de los que no podíamos separarnos me dio las llaves de su piso y me dijo que dejaba unos cuantos libros y algunas cosas que eran importantes para mí.
––Pasado mañana los nuevos dueños tomarán posesión así que ve y recoge todo lo que no nos hemos llevado ––susurró apretándome la mano.
A su marido lo destinaban a Australia, me separaban de ella y de mis sobrinos. ¡Australia! Eso está en las antípodas, más de treinta horas de vuelo, le dije cuando me dio la noticia antes de servirme una copa de brandy para digerir la novedad.
A pesar de las estancias vacías, queda el olor del que ha sido su hogar y, en medio del salón, junto a un montón de cajas con carteles donde se lee «Para Tomás» está la casa de muñecas: Lustrosa, con las cortinas limpias y todos los enseres bien colocados. Mi padre la había desterrado al desván el día en que nos vio jugando con ella.
––¿Qué haces? ––me gritó. –– Es para Elena, los varones no enredan con esas cosas.
Al día siguiente me apuntó a clases de boxeo y me hizo socio de su club de rugby. También me ordenó que me alejara de mi hermana, que juntos solo podíamos jugar al ajedrez. Ni siquiera a las damas, que era cosa de mujeres.
Ella, a la que le daba miedo el desván, lloró tanto que mi madre intercedió para que le bajaran la casa de muñecas a su habitación. Allí era donde nos reuníamos cuando el jefe de la familia estaba de viaje.
Me gustaba peinar a Elena y darle mi opinión sobre lo que ponerse cuando iba a alguna fiesta. Yo la esperaba despierto en su cama para que me contase sobre los modelos de las demás. Siempre estuvimos muy unidos y cuando me fui a la universidad nos escribíamos largas cartas o hablábamos por teléfono. En la actualidad las cosas serán más fáciles con el correo electrónico y los WhatsApps, aunque Australia sigue estando lejos.
Ahora estoy sentado en el suelo del que fuera su salón, frente a la casa de muñecas. Con un dedo hago balancear la mecedora que está en la entrada, me acerco para mirar por la ventana de la cocina. Todo está en orden. ¡Querida Elena!
Suena el timbre. Es Juan. Se sienta a mi lado. Su mano blanca y delicada acaricia el tejado. Me mira y sonreímos.
Mi primera mejor amiga
Marieta Alonso
Tengo una amiga invisible, Irene, que juega conmigo. En cuanto termino las clases subo corriendo a verla. Abro la puerta de la habitación donde están todos mis juguetes, y grito:
––¡Hola! Ya estoy aquí.
Y oigo su voz invitándome a merendar en su casita, que es un chalet moderno con un portal enorme rodeando la estructura, y una terraza en la azotea con muchas flores. Está situada en la pared que da al norte.
Le digo que me dé cinco minutos para dejar los libros y que me voy con ella enseguida. Mi tata trae la merienda y mueve la cabeza cuando oye las risas que echo con mi amiga.
Ella es rubia, yo soy morena. Tiene los ojos verdes tan grandes como las hojas de la malanga, los míos son brillantes y negros como el azabache. Su pelo es tan lacio como el de los chinos, el mío ondulado como la pendiente de la montaña que vemos cuando nos asomamos al balcón.
Siempre me espera recostada en un diván. Me siento en el suelo y le cuento cómo me ha ido el día, con esos profesores particulares, sabios y sosos que solo saben enseñar números y letras; que mi madre me lanzó un beso mañanero desde la puerta, se iba a jugar squash con un nuevo profesor; que mi padre me animó a estudiar mucho para ser «alguien» el día de mañana. ¡Pobre! Pasa las horas en aburridas reuniones laborales a la espera de que crezca y le reemplace en el negocio familiar.
Solo cuento con cinco minutos para relatar mis cuitas, me recuerda Irene. Así tendremos más tiempo para jugar.
Hoy toca pasar la tarde en mi casita que está en la pared sur. Su estilo es victoriano, de dos plantas. La cocina está en la planta baja y allí nos hemos metido para hacer tocinillo de cielo que a las dos nos gusta a rabiar. Nos quedamos pensativas y bajé corriendo a la cocina de mi casa de verdad. Cogí con disimulo una docena de huevos y un paquete de azúcar blanca. Con tan mala suerte subiendo las escaleras me caí y las claras y las yemas me envolvieron de la cabeza a los pies.
Corriendo vino mi tata al oír tal estruendo. ¡Adiós tocinillo de cielo! Seguro que me va a castigar toda la tarde frente a la pared. Para mi asombro, me dio un beso, me llevó al cuarto de baño, y tras lavarme me puso unos pantalones vaqueros. Me tomó de la mano para llevarme al pueblo donde tiene una sobrina de mi edad, Elsa.
He prometido que mi nueva amiga de carne y hueso, será nuestro secreto hasta que ella hable con mis padres, que son un poco frikis con eso de la escala social.
Estoy muy contenta, pues Elsa le ha comprado el chalet a Irene, que se despidió de mí con lágrimas en los ojos, yéndose a viajar que es lo que siempre había deseado.
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