
Cabinas telefónicas
El teléfono fue ideado en 1854 por el italiano Antonio Meucci. El propósito era simple: conectar su oficina con el dormitorio para poder hablar con su esposa enferma e inmóvil en la cama. No formalizó su patente por dificultades económicas, presentando solo una breve descripción de su invento en la Oficina de Patentes de Estados Unidos en 1871.
Años después, en 1876, el escocés Alexander Graham Bell fue el primero en patentarlo formalmente, y durante muchos años, junto a Elisha Gray, fueron considerados sus inventores.
El 11 de junio de 2002, el Congreso de los Estados Unidos de América aprobó la resolución 269, en la que se reconoce que el verdadero inventor del teléfono fue Antonio Meucci, que lo llamó teletrófono.
Desde entonces la comunicación ha recorrido un largo camino hasta llegar a nuestros días. Sin embargo, hubo un tiempo en que, si estábamos en la calle, difícilmente podíamos comunicarnos. Y se crearon las cabinas.
Este mes queremos homenajearlas a través de unos relatos en las que son un personaje más.
Esperamos que los disfrutéis.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Ilusión incólume
Cristina Vázquez
Todo estaba empezando a resultar una locura. Llegó a Londres con una maleta pequeña, un bolso grande, pocas libras y una ilusión incólume. Esas ilusiones de juventud, serias, convincentes y sin aparentes fisuras a excepción de cuando surge un repentino ataque de pánico. ¿O sería de realismo? ¿Es real esto que estoy viviendo? Sí, claro que era real, lógico que me asuste, se decía Claudia mientras se instalaba en una habitación de la casa que Richard le había recomendado.
Su cuarto, abuhardillado y pequeño, estaba en la tercera planta de una casa alejada del centro, de ladrillos un poco oscurecidos por la humedad y escalera forrada de linóleo. La dueña, Moira, de origen irlandés, sonrisa ladeada por el continuo pitillo en la comisura, tenía la voz ronca, el cutis ajado y unos ojos simpáticos y maliciosos.
—¿Enviada por quién dices? —preguntó al exigirle el pago de una semana por adelantado.
—Richard —contestó Claudia.
—Richard Lester, Galsworthy o Davidson —la mujer extendió un dedo por cada uno de los apellidos.
Se quedó desagradablemente sorprendida de que el simple nombre de él no fuera suficiente. La última vez que se vieron en España, él le aseguró que Moira era una buena amiga y que se ocuparía de todo.
—Davidson —titubeó—. Sí, Davidson.
Señora Davidson, Mrs. Davidson, se había repetido varias veces para saber cómo sonaría su nombre de casada en inglés. Casi como Mrs. Robinson, la de la canción del Graduado. Sí, esa fue otra broma que hicieron alguna que otra vez y él se la cantaba bajito cambiando el nombre Hey, Mrs. Davidson…
Claudia sospechó que Moira la miraba de arriba abajo con cierta compasión. Empezó a temer que su ilusión incólume, indestructible, se pudiera resquebrajar un poquito. Pero no, no lo iba a permitir. Sobre todo, después de cómo se fue de su casa con un portazo en las narices de su desencajada madre, quien muy a la española lloraba augurándole los peores males, incluidas las penas del infierno.
Era lógico que no estuviera esperándola, él era un hombre muy ocupado, su trabajo le obligaba a viajar y a lo mejor no había recibido el telegrama anunciando su llegada. Aunque, creía estar segura que le había dicho por teléfono desde España que llegaría esa semana sin falta, por un momento dudó mientras seguía a la mujer escaleras arriba. La fecha exacta era verdad que estaba en el telegrama, a lo mejor no lo había recibido.
—De qué conoce a Richard —se atrevió Claudia a indagar antes de que abandonara el cuarto.
—¿Y usted? —contestó.
Lo dijo con expresión curiosa mientras apagaba el pitillo en un pequeño cenicero que llevaba siempre en el bolsillo. Eso lo supo más tarde.
—Yo —balbuceó— he venido para casarme.
¡Ah!, interesante, fue su respuesta antes de cerrar la puerta y decirle que el té a las cinco. Si quería cenar sería por su cuenta o pagando un suplemento. Al momento volvió a abrir y con cierta desfachatez le soltó a bocajarro de cuánto tiempo estaba.
—Tiempo ¿de qué? —su inquietud iba limando la ilusión incólume.
La mujer cerró la puerta y con las manos en la espalda se apoyó. Que no fuera boba y le dijera la verdad. Ella estaba ahí para ayudarla, como a tantas otras que mandaban los Richards, los Jims y los Nicks de turno. Cuando comprendió a qué se refería se sentó en la cama y un temblor la empezó a sacudir. Moira se colocó a su lado, le cogió la mano —la suya era rasposa y húmeda— y con una ternura inesperada afirmó que se alegraba de que no fuera así. Después de encender otro pitillo, la animó a que bajara con ella a preparar el té. Claudia se sentía con un peso desconocido en la espalda, negó con la cabeza, no podía moverse. La mujer le tiró de la mano con suavidad y dijo.
—Vamos, te sentará bien —una especie de gorjeo o risa baja salió de su garganta—. Vamos.
Sentadas una frente a otra en la cocina pequeña y abarrotada, Moira empezó a contarle historias de su Irlanda natal. Quería retirarse ahí, tenía a su familia, empezaba a echar de menos lugares de su infancia. Poco a poco, con el parloteo de la mujer, Claudia fue tranquilizándose, hasta que de manera abrupta y sin cambiar el tono, aseguró que probablemente Richard no vendría, el Davidson era uno de los más simpáticos, pero de poco fiar. No era la primera chica que le mandaba. Claudia sollozaba con la cabeza baja. No merecía la pena llorar por eso. Era una faena, pero en la vida había algunas mucho peores.
Se levantó y a través de la ventana señaló unas cabinas telefónicas que estaban en hilera en la acera de enfrente y la conminó a que cuando terminara el té fuera a llamar, desde su casa también había que pagar y era más caro.
—¿A quién? —levantó los ojos arrasados.
—Depende de qué quieras en tu vida. A Richard, a ver si te lo coge —levantó los hombros—, o a tu casa y vuelves a España.
La vecina
Malena Teigeiro
Como todas las mañanas Grace se dirigió a la cabina. Marcó un número, escuchó varios timbrazos, y a la voz que descolgó le pregunto por Henry. Esperó.
Ellos dos se conocían desde niños, y con apenas diez años juraron que se casarían. Sin dejar nunca de verse, continuaron sus estudios y cuando Henry ingresó en la Royal Air Force, la ilusión de su vida era ser piloto, Grace alquiló una pequeña habitación en Londres y se fue detrás de él. Enseguida decidieron contraer matrimonio. Aunque habían pasado ya muchos años de aquello, pensaba sin soltar el auricular, recordaba muy bien el día que estalló la guerra. Los llamaron a todos, por lo que ellos, que tenían preparada la ceremonia de su boda para unos días después, tuvieron que retrasarla. Pero no le importó, porque alquilaron un apartamento al que él siempre que podía venía a verla. En ese tiempo fue cuando se quedó embarazada. La alegría de Henry junto a la de ella por aquel inesperado embarazo fue casi tanta como el malestar de sus padres. Ellos no la entendían. Sin embargo, Grace, ilusionada, les hablaba de lo mucho que se querían y de que en cuanto acabara la guerra se casarían. Esta vez con un nuevo invitado, decía riendo.
Tampoco se le olvidaba la mañana que recibió el telegrama de Henry. Decía que tenía que ir a la base aquella misma tarde, que, por favor, fuera lo más elegante que pudiera, y que el coche de un amigo pasaría a recogerla a las dos de la tarde. Desde la una y media Grace esperaba delante de la puerta de su casa y no fue hasta casi las tres cuando el coche la llegó. Había mucho lío en la base, se disculpó.
El automóvil recorrió la carretera de la base y Grace, aturdida por el ruido de los motores de las avionetas que llegaban y que partían, se tapó con fuerza los oídos. El auto se detuvo delante de la puerta del pabellón, en donde Henry la esperaba con un pequeño ramo de flores en las manos. Vamos, vamos, Grace, le gritó ayudándola a bajar del Austin Seven. Tengo dos sorpresas para ti. Una buena y otra mala, le contaba sonriente llevándola cogida por el codo por los pasillos del edificio. La mala es que... Buenos esto te lo contaré a la vuelta. Y la buena es que cuando le dije al capellán de la base, Mister Murray, que estaba esperando un hijo, él se ofreció a casarnos. Azorada, con la respiración entrecortada, Grace le sonreía. Henry detuvo su carrera ante una puerta pintada de marrón. Antes de llamar, la besó. Pase, escucharon una ronca voz. Entraron. En el centro de la pequeña habitación, había una mesa de pino bastante gastado, llena de libros y documentos. Y justo detrás de ella, pegado a la pared se levantaba un pequeño altar. ¿Había llamado a los testigos?, preguntó el clérigo al sonriente novio. La puerta se abrió casi sin que hubiera terminado de pronunciar estas palabras. Eran ellos, Billy y Martín, los testigos.
Al terminar la ceremonia, ambos, ya solos, se dirigieron a la camarilla de Henry. Alguien les había dejado una botella de vino y unas galletas.
Por la mañana la despertaron unos golpecitos en la puerta. Era el conductor que la había recogido la tarde anterior. Henry se había marchado poco después de amanecer.
Con su nuevo documento en el bolso, Grace recorrió el camino de vuelta a casa. Esta vez entró en su pequeño apartamento feliz. A pesar de lo que diga tu abuela, tu papá nos quiere, le decía a su bebé mientras se quitaba el abrigo. Después de un ligero desayuno, bajó a la cabina y los llamó. A su alegría su madre le puso una pega: Una boda así, tan secreta, a lo peor no era válida. Ella rio para sí.
Después de colgar, qué suerte que la cabina estuviera instalada delante de su casa, marcó el número de la base. Unas veces podía hablar con él, otras no, pero siempre había alguien que le daba noticias de Henry.
Al fin una noche nació su bebé. Él no estaba, pero ya vendrá le dijo a su madre que la miraba llorosa.
Cerró la cabina y de nuevo se dirigió a su casa. Ya está aquí otra vez esa vigilante cotilla, se dijo malhumorada Grace inclinando la cabeza hacia su vecina. Ella no se preocupaba de la vida de nadie y no veía por qué Kate tenía que meterse en la suya. Su vecina levantó la mano con la intención de saludarla.
Era cierto. Kate estaba pendiente de la entrada de Grace en la cabina. Y unas veces cortando flores, otras recogiendo el correo, las más dejando la basura, disimuladamente la vigilaba. Ella conocía que Henry nunca pudo contarle la otra cosa, la mala, porque su avión fue de los primeros que derribaron la noche de la gran batalla. También conocía que la trastornada mente de Grace nunca quiso aceptar aquella muerte, y que cada día, desde aquella cabina, ya sin servicio, le contaba su vida y la de su hijo al que fue el amor de su vida.
La llamada
Liliana Delucchi
Es la hora. Don Severo ya está sentado en el sillón frente a la ventana. Con sus gafas de lejos enfoca la cabina de la calle de enfrente, a escasos metros de su casa. Te estás retrasando, chiquilla. ¡Ah!, ya te veo. Tranquila, él esperará.
Como todas las noches, a las once en punto, una joven desconocida, a quien él ha bautizado Beatriz, se acerca a llamar por teléfono. La conversación con quien sea que está al otro lado de la línea suele durar entre quince y veinte minutos. Luego, ella desanda el camino con la mirada fija en las baldosas, como si buscara en ellas el rostro de alguien o una respuesta.
Si el anciano reparó en la chica, no fue por cotilleo de viejo aburrido. No, su pelo rubio ensortijado y esa forma de caminar alada le recordaron a su adorada Griselda. ¡Cuánto te echo de menos, pequeña! Con ese futuro que tu madre y yo habíamos planeado para ti. Pero él te embrujó, dejaste tus estudios con notas de campeonato, como solíamos decir, y lo seguiste para que él cumpliera sus sueños. ¿Y los tuyos, querida?
Gris, te llamaba, y yo me enfurecía porque ése no era tu nombre. Llámala Griselda, que es su nombre completo. Gris es un color triste y ella no lo es.
No se enfade, don Severo, es solo un diminutivo. ¡Diminuto eres tú!, pensé, pero mantuve silencio. Quizás debí haber hablado.
El anciano vuelve al presente para ver, a través de los cristales de la cabina de teléfono, a la lozana Beatriz. Parece enojada. Aunque don Severo no puede ver su rostro, los gestos de la mano derecha denotan indignación. Cuando cuelga el auricular, la chica se apoya sobre el aparato, como si necesitara recuperar fuerzas para regresar a donde sea que regrese.
Consternado, el hombre baja la cabeza. Su mente se llena de recuerdos, algunos amables, otros tristes, todos lejanos. Enciende el televisor. Una comedia, necesito una comedia.
Fue la noche siguiente cuando, al ver a la joven llorar desconsolada, tomó la decisión. Mañana le escribiré una nota. Lo hizo. Cinco minutos antes de las once, bajó hasta la calle y dejó un papel sobre el teléfono. En el mismo le decía que nadie era digno de sus lágrimas, que era muy joven para gastar su vida con quien no la merecía. A continuación, la firmó, agregando su número de móvil. Subió a casa y se limitó a esperar frente a la ventana.
La vio leer la misiva, mirar hacia todos lados hasta descubrirlo sentado junto a la lámpara. Una tenue sonrisa se dibujó en su cara llorosa, pero no lo llamó.
Don Severo se preparaba una sopa cuando escuchó el timbre. Al otro lado de la puerta encontró a Beatriz, con su nota en la mano.
—Estoy haciendo la cena, ¿te apetece acompañarme?
—Encantada, gracias.
Mis sueños
Marieta Alonso
La noche cuenta quién soy a través de los sueños. Y me gusta. En cuanto mamá me dice ¡A dormir!, salgo como una flecha, me meto en la cama y con la sábana tapo mi cabeza. Así llega la modorra más rápido. Las imágenes son claras: un día soy astronauta, otro bombero, ayer soñé que era un gran futbolista. Desperté feliz. Hoy no sé en qué me convertiré.
Zzz… zzz… zzz…
Mi nombre es Nube Roja. Nací un día de marzo con la llegada de la primavera, el mes de la siembra. Nuestra tribu vivía en la Gran Pradera e íbamos de un lado para otro llevando el tipi a la espalda.
Allí donde había bisontes, acampábamos. El bonito animal nos daba de comer y también nos proporcionaba su piel para vestirnos, su vejiga nos servía de saco y con sus huesos hacíamos cucharas, martillos, cuchillos. En las fiestas tocábamos los tambores y saltábamos alrededor del fuego gritando «Uuuuuu Uuuuuu».
La mayor hazaña de un guerrero era tocar al enemigo con la mano o con un bastón muy adornado. Así… Toc, Toc. Se le vencía sin necesidad de matar.
Con la llegada del hombre blanco, nuestro mundo se desequilibró. Llegué a ser uno de los mejores jinetes. Los caballos eran grandes aliados para ir de caza y hacer la guerra. Incluso un pájaro debe defender su nido, decía el Gran Jefe.
Y corriendo por la pradera donde el viento baila en libertad y nada puede romper los rayos del sol, encontré una cabina de teléfonos roja que sonaba y sonaba y sonaba... Mi caballo movía la cabeza para que diese la vuelta. ¡Estuve tentado de no coger el auricular! Al final el deber se impuso. Era mi madre que me recordaba que tenía que ir al colegio.
Cristina, gracias por comunicarte conmigo.
Gracias a las cuatro cuentistas,magníficas!,
Elena