
La boda
Una boda es una ceremonia religiosa o civil. Es un rito que formaliza la unión entre dos personas ante una autoridad externa que regula y reglamenta el procedimiento, el cual genera compromisos contractuales u obligaciones legales entre las partes o contrayentes. Se concibió como una poderosa razón para crear una familia, mejorar condiciones de vida con reparto de tareas y útil para la cooperación entre comunidades.
Esta actitud de interés compartido se mantiene hasta el siglo XVIII en el que se empieza a pensar en el enamoramiento como razón para el matrimonio.
¿Pero qué hay verdaderamente detrás de cada casamiento? Los más románticos dicen que amor, sin embargo, encontramos intereses, soledad, amistad y hasta deseos de venganza. ¿Quién no ha temblado ante la tragedia de Bodas de Sangre? ¿Quién no se ha emocionado ante el amor de Romeo y Julieta o desesperado frente al de Cyrano de Bergerac?
A partir de una foto antigua, nuestras brujas han creado cuatro historias diferentes en las que nada es lo que parece y si lo parece no lo es.
Esperamos que os gusten.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Bendición
Cristina Vázquez
Me molestaba que los tres ramos de rosas fueran casi exactos de tamaño, el mío sólo un poco más frondoso, pero la ocasión lo merecía. Aunque le hubieran quitado las espinas, me pinchaba un poco, pero no me importaba, era una señal más de la realidad a la que emergía y que nunca soñé iba a poder alcanzar: Por fin era la novia.
Mi cara expresa una alegría pícara. Sí, picara, o así lo veo yo ahora que la contemplo con detenimiento. O quizás de satisfacción de haber llegado hasta ese pretencioso estudio, y posar con mi elegante traje, el tremendo ramo y unas parejas de familiares de mi marido. Una de las chicas se la ve fastidiada, pues soñaba en casarse con él.
Cuando me encontró vagando por esa acequia, le dije a mi hoy marido que había tenido un accidente de coche y que por eso estaba en ese lamentable estado: desarreglada, con alguna mancha de sangre y un desgarrón en la blusa que dejaba al descubierto mi combinación y algo más. Él es bueno en el sentido más simple de la palabra, o eso pensaba yo entonces. No se le ocurría la maldad porque le supondría un esfuerzo mental. Me miró acongojado, dispuesto a prestarme ayuda, atención, y yo en ese momento logré un oportuno desmayo.
Me desperté en el asiento de su coche en el que me llevaba al hospital, pero le aseguré que ya estaba bien y que me dejara en cualquier sitio. Paró el vehículo. A quién podía llamar para auxiliarme, preguntó, tenía familia. Y con cara de gatita asustada le susurré que estaba sola en el mundo y que me había quedado un poco desmemoriada.
Me dejó en un hotelito discreto a las afueras del pueblo a la espera de que me recuperase y que no me preocupara por el dinero, él se haría cargo de todo hasta poder contactar con alguien. Alguien que nunca apareció, pues yo tardaba en recuperar la memoria entre miradas intensas, llantos imprevistos apoyada en su joven pecho y una mano descuidada en su muslo de chico sano y valiente.
Él, Jonás, así se llama, me miraba con toda la sorpresa de su inocencia y de su vida solitaria. Huérfano de madre, necesitado de cariño y cobijo lejos de un padre justiciero y dominante. En cambio yo, lo que necesitaba era esconderme y encontrar algo a lo que agarrarme, así que a los pocos meses me pidió que me casara con él. Estaba locamente enamorado repetía con ternura, y además, cada poco, le amenazaba con recuperar la memoria y tener que irme.
Cuando me presentó a su padre, un hombre fornido, de pobladas cejas y formidable estatura, me miró de arriba abajo. Ya conocía yo esas miradas, y con sonrisa burlona le preguntó a su hijo.
––¿Estás seguro del paso que vas a dar?
Y con tembloroso estremecimiento afirmó que sí, que por fin había encontrado amor y comprensión. El padre brindó de mala gana y cuando nos despedimos me retuvo un momento para enseñarme una pistola antigua. Como hiciera daño a su hijo me las vería con él me advirtió mientras acariciaba la pistola con obscenidad. Al despedirme me alcé en las puntas, le di un beso muy cerca de la boca y le susurré.
––No quiero morir y he encontrado mi refugio.
Me dio un cachete en el trasero.
Han pasado muchos años y el otro día descubrí en el fondo de una caja dónde Jonás guardaba sus recuerdos, el recorte de mi foto en el periódico, ya amarillenta. Entonces comprendí lo que era de verdad la bondad.
Kristen, una mujer con principios
Malena Teigeiro
Pasando el dedo por encima de su zapato de raso, Kristen contemplaba la fotografía. Sus padres, que habían temido con auténtico desasosiego que se quedara soltera, posaban con evidente orgullo en la foto de la boda. Y si bien era cierto que se había hecho esperar, ahora presumían del esposo de su adorada hija. Según ellos, reunía todas las cualidades que se pudieran desear.
El recuerdo la hizo sonreír divertida y en su arrugado rostro, aunque ya no tímidos, aparecieron sus simpáticos hoyuelos. Había sido la última de sus amigas en abrazar el matrimonio y si lo hizo, fue porque no le había quedado más remedio si quería culminar sus pretensiones. Suspiró satisfecha. Difícil había sido su vida, aunque divertida también. Guardó el retrato y marcó el número de sus abogados. Después de una breve conversación, se dispuso a esperar.
Su marido era hijo de Mister Marcus B. Senior, industrial del acero y del petróleo del que se decía que si llegaba algún día a arruinarse, con él se hundiría el país. Era pícaro, bien plantado, y por si fuera poco, gastaba una voz dulce y aterciopelada que al igual que los ojos de una serpiente, adormilaba y convencía a todo el que la oyera. Su suegra, Isobel, ya era otra cosa. Mujer altiva, presuntuosa y con poco cerebro, había heredado de su padre unos terrenos de los cuales brotó el petróleo que Mister Marcus B. Senior supo manejar. Y su hijo, el que se convirtió en su esposo, había salido a ella. Porque a su juventud se le podía achacar el que fuera completamente inexperto en las artes amatorias, también la timidez, así como su tierna ingenuidad, pero no el ser lelo y bastante papanatas. Kristen recogió de nuevo la foto. Acarició la risueña boca de la bella novia, luego hizo lo mismo con la del novio. Y recordó los pegajosos besuqueos de Marcus B. Junior, sus manos incapaces de acariciar, su brusquedad al intentar poseerla. ¡Cómo le repelían esos instantes! Suspiró profundo. Y si había soportado con aparente alegría y mimo el sacrificio de fingir ante el amor de su joven esposo, a cambio se había llevado al heredero de todo el imperio.
Se habían casado en la catedral, y después celebraron el banquete de bodas en la mansión de sus suegros en Long Island. Y ahora que veía la vieja foto, se daba cuenta. Ella y él, fueron los únicos felices ese día. A su madre, eclipsada por la elegancia de Mrs. Isobel no se la veía muy contenta, a su padre sí.
Con gran habilidad, Kristen se convirtió en la amiga indispensable de su suegra, por quien se dejó guiar y reeducar, creía la buena mujer, y a quien acompañaba a cualquier acto. Pronto se quedó embarazada, y nació Marcus B. Tercero. En la fiesta del bautizo hubo hasta fuegos artificiales traídos especialmente de China para la ocasión. Su marido llevaba al bebé en brazos de un lado para otro mostrándolo con verdadero orgullo. Es igual que yo, ¿verdad?, preguntaba a todo el que se acercaba. Y desde entonces, poniendo como motivo que tenía que vigilar a su hijo, nunca más volvió al despacho de la Torre B., en la Quinta Avenida, despacho que a instancias de su suegra, hábilmente inducida por su nuera, no tardó en ocupar Kristen. La joven se descubrió tan diligente y trabajadora, que pronto se convirtió en una figura indispensable en la empresa. Y las muchas horas que allí pasaba, la llevaron a ocupar una habitación en la Torre B. Decía que se quedaba allí a dormir para no despertar a su esposo y a su hijo cuando llegaba tarde. Y así, en completa armonía, teniendo un hijo tras otro, hasta cinco, fueron pasando los años.
Falleció primero su suegra, cuatro años después, su suegro. Kristen se quedó a cargo de todos los negocios, que supo dirigir y acrecentar, rodeándose, eso sí, tal y como le había enseñado su suegro, por los mejores directivos. En cuanto su hijo mayor, joven bien parecido, divertido y serio a la vez, terminó sus estudios, lo sentó a su lado y lo inició en el manejo de la fortuna familiar. Así continuó su vida hasta esa tarde en la que llamó a sus abogados. Y no muchos meses después, Kristen tuvo a bien irse al otro mundo.
Y ahora, sentados en el despacho de Hutton & Hutton, abogados, se encontraban los cinco hijos dispuestos a escuchar la lectura del testamento. Antes de comenzar, Mister Hutton les entregó un sobre cerrado con lacre. Para ser abierto después de mi muerte y previo a la lectura del testamento, decía una elegante letra azul marino. Abrió la carta el hijo mayor y se en el mas riguroso silencio, se la fueron pasando unos a otros. Al terminar la hija pequeña de leerla, con un gran suspiro y la mayor de las sonrisas, se la devolvió al notario. Y fue justo en ese instante cuando todos escucharon la voz de Marcus B. Tercero.
––A fin de cuentas, todo queda como antes. ¿No creéis?––se frotó las manos.
Después de arrellanarse en la butaca, recorrió uno por uno los rostros de sus hermanos. Si como les contaba su madre, continuó, desde que había visto por primera vez a su abuelo se habían enamorado locamente, y sabiendo que su abuela era la dueña de casi todo el patrimonio familiar, y que si su abuelo le pedía el divorcio los dejaría en la calle, y que, por consiguiente, la única forma que tuvieron de culminar su amor fue el matrimonio de nuestra madre con nuestro supuesto padre, resopló irónico, lo habían sabido hacer bien.
––Papá fue el hombre más feliz del mundo ––elevó las cejas y sonrió.
––Y no digamos el abuelo ––levantó un dedo el menor de los hermanos.
––La situación es de lo más divertida y pintoresca ––apuntilló el segundo conteniendo la risa––. ¡Y pensar que según la abuela éramos el ejemplo moral de las familias de Nueva York!
La joven Marcelita soltó una sonora carcajada que fue seguida por sus cuatro hermanos.
––Continúe usted, Mister Hutton ––remató Marcus B. Tercero.
Regalo de boda
Liliana Delucchi
En el amplio camarote de primera clase, recostadas sobre una cama, tres jóvenes contemplan una foto. A su alrededor, sobre las sillas y tirados por el suelo los vestidos y tules de luto que acaban de quitarse.
––Estabas guapísima, Sara, con el vestido de novia tan criticado en esa mini ciudad de paletos ––dice Esther, la hermana del medio, mientras se quita la media negra y estira los dedos de los pies.
––Cuando nos vio con nuestros trajes, que dejaban al descubierto mucho más que los tobillos, a tu suegra casi le da un espasmo ––interviene Raquel, la menor.
El enlace había sido arreglado por la abuela de las tres cuando, después de la muerte de sus padres en un accidente de tráfico, comprobó que la única herencia que les habían dejado fueron largos viajes alrededor del mundo, conocimiento y una sofisticación que no cuadraba demasiado con aquella zona de La Mancha.
––Al menos sois guapas y tenéis clase, dos cualidades muy apreciadas por cierta gente que si bien tiene el dinero que necesitamos, carece de lo que vosotras atesoráis -les dijo la abuela una vez finalizado el funeral.
No tardó en iniciar las negociaciones con los Sánchez, una familia con tres vástagos en edad de casarse y con una renta considerable como para mantener el nivel de vida de sus nietas.
––Teobaldo, el mayor, será para Sara ––informó la señora a su regreso de la visita a los vecinos––. Sus padres están de acuerdo. Ignacito, el segundo, para Esther y el menor para ti, Raquelita.
––¿Y cómo se llama el menor, abuela? ––preguntó Raquel con sorna.
––Jeromín. Eso creo. He hablado tanto y escuchado más de lo que mi viejo cerebro puede digerir que ya no me acuerdo, ––contestó la señora mientras pedía a la criada una copa de licor––. De todos modos los conoceréis el próximo sábado. Vendrán a merendar.
Si las jóvenes esperaban a los tres mosqueteros, se llevaron una desilusión. Bastos y sin los modales a los que estaban acostumbradas, los hombres se sentaron uno junto al otro en un sofá de la biblioteca y solo abrieron la boca para degustar los pastelitos.
La primera boda se celebró un soleado día de mayo. Sara estaba preciosa con el vestido que su madre había tenido la previsión de comprar en París antes del accidente, y las hermanas oficiaron de damas de honor con igual elegancia y excentricidad.
El pobre Teobaldo murió durante la noche de bodas, incapaz de soportar los embates de su primer orgasmo. Con lo buen jinete que era, murmuraba la abuela de las chicas, y no pudo montar a su mujer.
El periodo de luto por ese fallecimiento retrasó la boda de Esther con Ignacito, que tuvo lugar un año después, aunque con menor boato. Esta vez, el novio superó la prueba del sexo y, a pesar de que su esposa lo conminaba un día sí y el otro también para ver si tenía la misma suerte que su hermana mayor, el hombre superaba las proezas. Este es un verdadero cabalgador, cuchicheaba la abuela. Así que la joven no tuvo más remedio que acudir a los consejos de una octogenaria conocida por sus brebajes.
––Toma, hija ––le dijo la anciana mientras le daba un frasco de cristal ––es belladona. Unas gotas todos los días, de a poco, y verás cómo dentro de un tiempo estará con su hermano mayor.
Y así fue. Una madrugada apareció muerto en la cuadra, junto a su yegua favorita.
De más está decir que Jeromín no quiso saber nada de casarse con Raquel. Esas hermanas traían la parca bajo el brazo, pensaba no sin razón el muchacho.
Con la teatralidad de los trajes de luto y pañuelos de batista bajo las narices, las tres viajaron a Inglaterra para embarcarse en un vapor que las llevara a Nueva York. Allí habría señores que desconocieran sus historias y sería fácil encontrar algún candidato para la menor, ya que esta aún no había heredado fortuna alguna de un marido.
Ahora están las tres en ese camarote, mirando la foto de la primera boda y soñando con la tercera.
––Ponte el vestido rojo ––indica Esther a su hermana pequeña–– realza el color de tu piel y dejarás pasmado a ese banquero neoyorquino. Esta noche tienes que estar deslumbrante ––continúa mientras se cepilla el pelo––. Por cierto ¿qué querrás de regalo de boda?
––Un frasco de belladona ––responde Raquel colocando una gardenia en su escote.
Ménage à six
Marieta Alonso
No quería vestir de blanco, trataba de ser honesta consigo misma, pero nadie en su sano juicio se atrevería a sugerir semejante insensatez delante de un padre como el de Gertrudis. ¡Eran otros tiempos!
Fue él quien le impuso ese novio que ahí ven con cara de buena persona, siempre serio, y al que intentó oponerse sin éxito. Todo estaba hablado al milímetro entre los progenitores, eran amigos de toda la vida, de la misma posición social y las tierras lindaban unas con otras. El futuro nieto unificaría las dos grandes fortunas. Cada uno aportó, de momento, una sólida dote.
La gente que conocía al prometido lo estimaba, pero en la novia esos sentimientos se encontraban a un nivel muy bajo, es más, la sacaba de quicio, por lo que tenía tales remordimientos, que la obligaban a respetarle, un poquito, no mucho.
En esa foto que presidía el dormitorio está la historia de sus vidas. Mirad las caras femeninas, deteneos en sus ojos, hay determinación, luego las masculinas, socarronas. Tal parece que les envuelve una atmósfera enrarecida como si cada uno creyera llevar las riendas de su vida.
De derecha a izquierda vemos el hombre al que Gertrudis amaba, casado con su mejor amiga, que a la vez estaba enamorada de aquel que juró ese mismo día, amar y ser fiel. Sufría por su desamor, no le hacía ni pizca de caso por lo que se entretenía con el último de la izquierda, el que tiene levantados la punta de los relucientes zapatos, al que su mujer engañaba con el que hoy celebraba su matrimonio. Eran tres parejas muy bien avenidas. No hay que pensar en futuras tragedias.
La madre de Gertrudis, a la que no se le escapaba nada, un día le susurró: Haz que dure esta perturbadora paz. Los sentimientos pueden ser cambiantes pero el patrimonio es inamovible. Y con un pañuelo bordado de hilo se retocó la mejilla.
Esa bonanza perduró toda la vida. En la juventud demostraron, como buenas amigas, que compartir podía ser algo hermoso y excitante. Ya de mayores siendo viudas se reunían ‒como siempre habían hecho‒ una vez a la semana para criticar a quienes pasaban cerca de ellas, recordar esos momentos que dejan huella, comentar las últimas novedades, reír… Llorar, estaba prohibido. El surco que dejan las lágrimas no hay crema que lo disimule.
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