
Bicicletas en un desván
Esta foto fue sacada de una casa en Normandía. No creo que se pueda decir nada en concreto de ella, solo significa la representación de esas dependencias que se quedan como trasteros.
Son lugares donde el tiempo se refugia manifestado en objetos diversos y crea en los propietarios una cierta culpa, un cierto desaire por ir dejando que se pueblen de cosas que no sabemos qué hacer con ellas y, a la vez, tampoco somos capaces de desprendernos.
Revolver estos sitios atrae recuerdos felices, sorpresas, curiosidad y también desata la imaginación de posibles situaciones asociadas a ellas, como en este caso a nuestras autoras que han contado historias de un artista que desea recuperar algo de su pasado; los recuerdos que despierta un cumpleaños; el anhelo por vivir en la casa soñada o los mágicos secretos guardados en un desván.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
¡Qué bello recuerdo!
Cristina Vázquez
El último visitante que se demoró después de la hora de cierre de la galería preguntó por el cuadro de las bicicletas. Era una mujer de estatura mediana que, sin llegar a gorda, tenía una constitución fuerte. El pelo rubio, algo descuidado, le daba un aire bohemio que contrastaba con la elegancia desgastada de su ropa. Mabel que gestionaba la venta de cuadros de la exposición le preguntó, como exigía Frank, si podría reconocer el lugar que representaba el lienzo.
—Nunca pensé que había que jugar a las adivinanzas para comprar un cuadro—su tono sonó impertinente.
—Lo siento —sonrió amable la vendedora—, pero es una exigencia del autor.
La mujer se dirigió a la salida con paso lento. A lo mejor hubiera estado dispuesta a pagar el doble, afirmó dándose media vuelta, pero le disgustaba el reto infantil de obligar a reconocer el lugar. En su tono brillaba una mezcla de sorna y desaliento. Se detuvo.
—Claro que sé dónde es.
Se subió el cuello de la gabardina y cerró la puerta de la galería con cierta violencia. Mabel vio cómo desaparecía pegada a la pared en la lluviosa tarde. ¡Qué persona tan desagradable!, ojalá no volviera. Mientras terminaba de recoger se le venía a la cabeza la intensidad de la clienta al observar el cuadro, e intuyó que podía ser a quien durante tanto tiempo Frank había esperado encontrar. Aunque le resultara extraña y antipática, con suerte, podía ser de una puñetera vez la persona esperada. Era una pesadez decir una y mil veces que ese cuadro solo se vendía bajo esas circunstancias y el autor se empeñara en colgarlo en todas las exposiciones.
Antes de irse, Mabel le llamó para darle cuenta de cómo había ido el día, los cuadros vendidos y la aparición de esa mujer que estaba interesada.
—Descríbemela —fue la reacción de Frank, alarmado.
Así lo hizo y él no paraba de recabar detalles. ¿No había podido enterarse del nombre, ni la dirección? ¿Se fijó si tenía una cicatriz en la frente? Tras un silencio empezó a hacerle algunas preguntas más que la chica fue incapaz de contestar. A partir de ese día, Frank decidió que pasaría todo el tiempo posible en la galería con la esperanza de que volviera. Era la primera vez, después de muchos años, que confió en que por fin fuera ella.
Esa noche, inquieto, volvió a pronunciar su nombre. Amina. Con una mezcla de esperanza y temor empezó a pensar que había sido un infantilismo, una romántica estupidez el dejar ese cuadro en todas las exposiciones como un juego de pistas, pero era una especie de homenaje a ella, a sus recuerdos.
Ese cuadro en realidad era una ilusión, la foto fija de unos años de su vida, los veranos de Normandía en la casa familiar. Representaba el cuarto de una dependencia alejada de la casa principal, donde se terminaron guardando cachivaches, bicicletas y herramientas en desuso. Fue el lugar mágico de la infancia y de su primer amor. Amina.
Ella iba a pasar el verano en la propiedad cercana de sus tíos. Era una niña que se mostraba solitaria y altiva, pero desde pequeños se enlazaron en una amistad que desembocó en un amor adolescente, lleno de promesas y planes de futuro.
Le sobresaltó la precipitada entrada de Mabel en el despacho de la galería.
—La señora ha vuelto y quiere verle.
—Hágala pasar.
Se apoderó de él un nerviosismo que le llenó de vitalidad. Cuánto tiempo hacía que no se sorprendía por ninguna emoción, y se dejó llevar para disfrutar su pulso acelerado y el temblor en las manos. Amina. No quiso pensar ni por un momento en la posibilidad de una decepción.
Al abrirse la puerta apareció una mujer robusta, de edad incierta, que caminaba con pesadez.
—¿Amina? ¿Eres Amina? —su voz titubeante delataba su incredulidad.
Ella levantó la cabeza y sus ojos traslucían inexpresividad. Sí, claro, si no ¿cómo iba a reconocer el cuadro? Se sentó frente a él con la mesa entre ambos.
—Menuda tontería de pregunta — su tono era despectivo.
Frank se acercó para darle un beso, expresarle la espera, la ilusión que había significado en su vida poder volver a verla. Ella permanecía con las manos en los bolsillos y la mirada fija en un punto sin interés. Al aproximarse pudo apreciar la pequeña y enrojecida cicatriz de la frente y que desprendía un ligero olor a comida, quizás a cebolla. Lo pensó mientras trataba de reconstruir la imagen de la altiva, frágil belleza de pelo ondulado con esta mujer sólida e indiferente. Intentó preguntarle por recuerdos comunes, por momentos y promesas a los que ella contestaba con un simple cabeceo.
Todo era muy bonito entonces, respondió levantándose, pero ya casi se le había olvidado y quería comprar el cuadro para guardarlo.
—Mi marido es un hombre bueno, pero un poco bruto —Frank se fijó que unas manchas oscuras salpicaban el dorso de sus manos gruesas—. Y no quiero que sigas con esta tontería y se vaya a enterar.
Iba a pedirle a la señorita que se lo envolviera para llevárselo. Sentía que no se hubiera casado ni tuviera hijos, continuó igual que si soltara un repertorio conocido o la lista de la compra. Esperaba que no fuera por culpa de ella. Algo parecido a una sonrisa atravesó su cara, pero pintaba muy bien. Observó que le faltaba un colmillo, por eso quizás no sonreía más, concluyó Frank.
—Nunca creí que triunfaras —Amina le miró con cierta expresión aborregada—. Entre otras causas, por eso me marché. ¡Dabas una lata con eso del arte!
La casa de los ceibos rojos
Malena Teigeiro
La aldea en que Cibrán y Marina habían nacido se encontraba en lo alto de una montaña de Lugo. Y al igual que todas las de la comarca, las casas eran de piedra, con tejados de brillante pizarra que llegaban casi hasta el suelo. Lo único que la diferenciaba de las otras del concejo era que tenía correos, médico y farmacia.
Por las calles de barro y piedra de su aldea, Cibrán y Marina jugaron desde pequeños, por esas mismas calles se hicieron novios, y en ellas también forjaron un sueño: Contraer matrimonio y quedarse a vivir en la aldea para siempre.
Una tarde en que Cibrán, aquejado por un catarro, se acercó a la farmacia, comenzó a charlar con el dueño. El farmacéutico era un hombre mayor con deseos de jubilarse, pero que no lo hacía por no dejar a todos los vecinos de la comarca sin nadie que los atendiera, le comentó envolviendo un frasco de pastillas. A la mañana siguiente, el joven volvió con la idea de conversar con el farmacéutico. Como fuera, tenían que llegar a un acuerdo que fuera bueno para los dos, se repetía una y otra vez por el camino.
Sí. Tenía que conseguir que don Honorio lo esperara. Total solo eran dos años más de lo que le correspondía para jubilarse. Eso sí, mientras tanto, le prometería que durante sus vacaciones de verano, ellos se quedarían en la aldea atendiendo la botica.
Concertado el acuerdo, los jóvenes volvieron a Santiago y finalizaron sus carreras en Fonseca. Y juntos, cada verano, regresaban a su aldea para suplir la ausencia de don Honorio. Durante aquellos meses veraniegos, juntos también, paseaban por los alrededores de la aldea. Así fue como descubrieron la abandonada finca del indiano.
Casi sin esfuerzo, pudieron abrir la verja de flechas de hierro ya oxidado. Separaron zarzas, saltaron sobre ramas caídas, y pasearon por el completamente abandonado parque hasta encontrar el camino de entrada que en sus tiempos debió de ser de tierra. Plantados a ambos lados, entre matas, enredaderas y helechos, se erguía una hermosa palmera real y seis frondosos ceibos rojos. Sobre estos últimos, luego supieron que habían llegado desde Buenos Aires. Al fin llegaron al pie de los escalones de la puerta de entrada principal de la abandonada casa, un chaparro edificio de tres plantas, con una esbelta torre en el costado derecho. La puerta de entrada de aquella torre era casi más importante que la de la propia casa.
Cuando por la noche les hablaron a los padres de ella del interés de ambos por aquel edificio, se enteraron que lo había construido don José Lizán, un vecino del lugar, que había hecho fortuna en la Argentina. Sí, ése al que representaba el busto de piedra del jardincillo que estaba delante de la iglesia, comentó la madre de Marina. Al parecer, nunca se había casado ni tenido hijos. También les contaron que al parecer el hombre había convivido con una india. Y bajando el tono de voz hasta casi un susurro, añadieron que se decía que aquella india era bruja. Según hablaban algunos, la mujer, a sabiendas de que cuando él volviera a su querida tierra ya nunca regresaría a Buenos Aires, le había dado una pócima que lo hizo dormir a su lado hasta que falleció. Así pues, la casa nunca estuvo habitada, y jamás se abrió, exclamó el padre de Marina dando una palmada en la mesa.
Con la firme decisión de que fuera su hogar, los muchachos comenzaron a indagar, casi como auténticos policías, hasta que se enteraron de que ahora pertenecía a unas monjitas, herederas de don José Lizán, quienes ni tan siquiera conocían su existencia. Sin mucho esfuerzo, ni mucho precio, y de nuevo con la ayuda de sus familiares, la compraron.
Al volver del notario, con la inmensa llave de hierro entre los dedos, Cibrán y Marina se dirigieron a su recién adquirida casa. Protegidos por la sombra de los ceibos rojos llegaron hasta los cinco escalones de la entrada. Abrieron la puerta y sin soltarse de la mano recorrieron el edificio. Descubrieron que la casa se encontraba en perfecto estado, casi como si esperara la llegada de su dueño de un momento a otro. Recorrieron las estancias descubriendo los muebles cubiertos por paños llenos de polvo, retiraron algunas alfombras roídas por ratas, y sacudieron las lámparas con los cristales enredados en telarañas. En cambio, al abrir la puerta que daba a la escalera de caracol de la torre vieron que se encontraba limpia, como si alguien subiera y bajara por ella con asiduidad. Marina, siguiendo a Cibrán, subió por ella. Ya en la parte alta, en lo que debía haber sido la biblioteca, apenas quedaba un trozo de suelo cubierto por la antigua tarima y unas cuantas vigas soportando el techo. Debajo de la ventana, desde la que se veía el rio, los montes y los prados que rodeaban la finca, había una bicicleta.
Aunque no se pudieran imaginar cómo esa bicicleta llegó a subir por las estrechas y empinadas escaleras del torreón, lo que más les sorprendió fue que la cadena estaba perfectamente engrasada y el cuero del sillín limpio y brillante, lo que demostraba que su uso era habitual.
Al día siguiente, una cuadrilla de albañiles tapió la puerta de entrada al torreón desde el interior de la casa, y otra de jardineros limpió con exquisito celo el camino enfilado por los mágicos ceibos rojos.
Ellos desde el mismo instante en que abandonaron la torre, habían decidido que el ánima de don José Lizán, el indiano que tanto había soñado con vivir en la casa que con tanto mimo y desde tan lejos se había construido, continuara disfrutando de la torre en donde sin duda vivía desde su fallecimiento.
Secretos mágicos
Liliana Delucchi
María no era como las demás. De todos los amigos que mis hermanos invitaban a nuestra casa de verano, ella era diferente y no lo digo solo por ser la única entre los mayores que me hacía caso. Su andar era ligero, como si sus pies apenas rozaran el suelo, el movimiento de sus brazos, similar al de las bailarinas que vuelan por el escenario y su sonrisa… Cálida, amable y perenne.
Llegó una tarde de junio, con apenas una maleta, sus telas y pinceles. Yo estaba sentada en el porche, lejos del corro integrado por mi familia y las visitas, tratando de dilucidar si la luz que se colaba entre las ramas del nogal formaba la cara de un felino, de un ratón o de esa chica ñoña cuyo nombre no recuerdo, con la voz aflautada y palabras sin sentido. María se unió al grupo y, después de una taza de té, se acercó a mí. Compartimos el atardecer en silencio, como si el aire que nos envolvía fuera otro integrante del dúo que formábamos.
Después de cenar, dimos un paseo por el parque y la vimos por primera vez. Fue María quien señaló un grupo de magnolios.
—¿La has visto?
—Sí. ¿Tú también?
Me cogió de la mano y susurró que era nuestro secreto. Lo fue. El primero.
La mañana siguiente, cuando volvía de mi paseo con Jaime, el único niño de mi edad que había por los alrededores, la encontré en el parque, frente al atril, con su sombrero de paja, bosquejando los magnolios.
—No sabía que pintaras.
—Desde siempre. Deberías probarlo, es difícil atrapar un sueño.
—No fue un sueño. Yo la vi y tú también.
Me senté a su lado a contemplar cómo su mano daba forma a ese ser transparente que volaba entre las hojas. Después del almuerzo, cogimos las bicicletas y recorrimos los bosques aledaños, concentradas en el paisaje y los movimientos de los animales. Cuando le dije que me había parecido ver un duende, cambió de dirección y nos dirigimos hacia el lugar que le indiqué. No lo encontramos, sin embargo, al regresar a casa me sugirió que lo pintara. Sonrió ante mi mirada de sorpresa.
Instalamos nuestro taller de dibujo en la planta alta, donde hoy están las bicicletas que nos condujeron por los parajes mágicos en los cuales solo nosotras encontrábamos lo que nadie veía. Ahora, en medio de trastos y herramientas, tres de nuestros primeros bosquejos siguen pegados a una pared. Me acerco, los acaricio y me parece ver su eterna sonrisa a través de los cristales de la ventana.
María se fue cuando empezaron a caer las hojas. No llegó a ver el bosque amarillo y morado, ni sintió el viento que azotaba las ramas contra los cristales de este lugar que compartimos. El mismo que años más tarde fue testigo de mis escarceos amorosos. Encuentros y desencuentros con hombres cuyos nombres no recuerdo y cuya partida dejaba un regusto a melancolía y un vacío de desierto. Hasta que una siesta quiso poner una niña a mi soledad.
Mi bebé y yo partimos a la ciudad en busca de María. No había dejado de escribirme y fue fácil encontrar la tienda donde ilustraba los cuentos infantiles que ella misma escribía. A pesar del tiempo transcurrido, sus ojos, ya detrás de unas pequeñas gafas, mantenían el brillo de siempre y su abrazo nos rodeó con la calidez que necesitábamos. Me ofreció un té y preguntó por el nombre de mi pequeña.
—Hada —respondí con un guiño.
—Por supuesto. ¿Puedo ser su madrina?
Aquellos tiempos
Marieta Alonso
Hoy me quedé pensando en la belleza escondida de las casas abandonadas y recordé el desván de mis abuelos, donde en un rincón aún está envuelta, con la lona verde de lo que fue una tienda de campaña, mi primera bicicleta. La que me trajeron los Reyes Magos cuando tenía siete años. Recuerdo aquella mañana en la que pedaleaba tan contento porque mi hermano mayor sujetaba el sillín para que no me fuera a caer. Las nubes lloraban a ratos, ni cuenta me daba. Que no tuviera miedo, me decía.
Hoy me quedé pensando en los huesos de fray Escoba, en las tetas de novicia ¡qué ricas!, llevaban anís, en las pelotas de frailes, en los mantecados hojaldrados de aquel convento de monjas al que mi madre llevó huevos para que no lloviese el día de mi boda. Los dulces los subían por el torno. Más de una vez, además del dinero, yo les dejaba gorriones, y eso que en aquel entonces no sabía que a estos pájaros curiosos y vivarachos, Galdós los comparaba con el jolgorio de los niños.
Hoy me quedé pensando que acabo de cumplir cien años. 100 años. Mi bisnieta ha puesto esos números que sirven de velas en la tarta que me ha hecho, que no es comprada, especificó. Y me quedé prendado de esos dos ceros, como si fueran dos ojos que me vigilaran para que no repitiera las travesuras cometidas a los siete.
Lamenté no tener la bicicleta a mano para frenar contra la tapia del castillo, o tal vez irme hasta el río a tirarle piedrecillas a los salmones que venían a desovar, o mejor aún, repetir la proeza de lanzar tan fuerte la pelota en aquel partido de fútbol que dio de lleno en la cabeza del alcalde. Lo dejó inconsciente durante unos breves minutos.
Suspiré.
Cuando no hay vuelta atrás de poco sirve el lamento.
Preciosos relatos. Muchas gracias!!!!!
Cristina,gracias por tu amor a la escritura.
Preciosos cuentos.!!
Elena
Gracias a ti Elena por tu amor a la lectura. Me encantó verte.
Besos