
La bañera
La relativa abundancia de restos arqueológicos e iconografía artística, permiten especular que la bañera fue un objeto de uso tanto en el lejano y medio oriente como en la Grecia clásica. Así, aparecen restos en palacios micénicos que revelan estancias reconocibles como “cuartos de baño”.
En los palacios egipcios, hacia el año 1500 AC contaban con tuberías de cobre para agua fría y caliente, formando parte el baño de ceremonias religiosas.
Los judíos dieron aún más importancia al aspecto ritual del baño y entre los años 1000 al 930 AC, según normas de los reyes David y Salomón se construyeron complejas obras públicas de suministro de agua.
Fueron los romanos los que en el siglo II AC convirtieron el baño en un acto social, construyendo grandes baños públicos dotados de jardines, biblioteca gimnasios…
Tras la "noche medieval”, durante la cual lo opinión ortodoxa cristiana suponía que la exposición total del cuerpo en el baño era pecaminosa, hizo que se perdiera la tecnología del baño.
Aparecen en el Occidente del Siglo de las Luces modelos precursores de las bañeras modernas. No obstante, su uso no se extenderá hasta bien avanzado dicho siglo con la aparición del tub (bañera) a la inglesa y las primeras móviles de hierro denominadas como tales.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Olor a jazmín
Cristina Vázquez
Inspirado en la leyenda del hada Melusina
La mirada aviesa de sor Melinda, pese a su dulce nombre, fue la primera impresión desagradable que recibió Atina al entrar en el colegio. Erguida en lo alto de la escalera de granito, bajo una marquesina herrumbrosa, miraba a las recién llegadas con el ojo frío del ganadero que evalúa las reses válidas o inútiles.
La toca almidonada avanzaba a los lados de su cara de monito avispado igual que unas alas desproporcionadas de un insecto lisérgico, lo cual producía un extraño contraste. La visión desagradable de la monja, la dejó desanimada, pues tenía por delante dos meses en esa institución para mejorar su francés y aprobar el suspenso de junio.
Una vez realizadas las despedidas más o menos llorosas o liberadoras de los familiares que entregaban a las docentes, una campana marcó el momento de subir a las habitaciones. En fila de dos se oyó el estrépito controlado de los pasos por las escaleras de las recién llegadas, cuyos nombres estaban marcados en cada puerta del dormitorio correspondiente. A Atina le tocó con Domenica, una milanesa deslumbrante y sabia para sus trece años, y con Julia, una alemana morena y expresiva que miraba con recelo a la desenvuelta italiana.
Había un baño en cada extremo del pasillo, con las habitaciones asignadas a cada uno de ellos. Le pareció correcto el que le tocó en suerte. Un poco antiguo pero limpio y sintió que no hubiera duchas en vez de esa gran bañera por la que tendrían que pasar muchas personas, lo que le producía cierto reparo. Pero todo le resultó adecuado: el dormitorio, la sala de estudios, el comedor, y en el ambiente flotaba un cierto aroma entre bizcocho y desinfectante que le daba confianza.
Empezaron las clases y sor Melinda se distinguía del resto de las monjas por su edad, rigor y por la extraña toca que encajaba su cara como un mosaico inamovible. El resto eran unas hermanas alegres, jóvenes, y con afán de enseñar y divertir a las alumnas. Aunque la sola presencia de la anciana monja producía una especie de corriente helada que paralizaba los juegos o las risas. Se susurraba que nadie conocía su edad y que era la última representante de un antiguo linaje francés, del que provenían reyes y santos. Desprendía un extraño olor indefinible y mohoso. La vieja, a veces, trataba de sonreír, pero su intento no era más que una escalofriante mueca amarillenta que parecía abrir una insondable y putrefacta fosa.
Las dos compañeras de cuarto, Julia y Domenica, entraron en franca rivalidad y como Atina era la única que entendía el italiano y algo de alemán, las noches en el dormitorio empezaron a ser la ONU a tres bandas. Cada una se quejaba de la otra en su propio idioma a sabiendas de que no la entendería y a ella la terminaban abrumando con sus pesadeces.
Una noche, harta de sus quejas, decidió darse un baño como lo hacía en su casa: con espuma, sin prisas y en silencio. Los horarios de los baños estaban pautados, al igual que los días en que se podían realizar. Dos a la semana y otro el domingo, lo que le resultaba incómodo acostumbrada como estaba a su ducha diaria. Se levantó sigilosamente y avanzó por el pasillo con su pequeña linterna. Mientras se desnudaba detrás del biombo que había en una esquina para dejar la ropa, una iluminación tenue surgió y entre las rendijas vio a sor Melinda. Las piernas le empezaron a temblar y se quedó petrificada al ver como la anciana echaba unas sales en la bañera y soltaba con sigilo el agua. Atina pensó que la expulsarían y querría tener alas para poder huir de esa trampa en la que se había metido.
Oyó como se quitaba los hábitos pues tenía los ojos cerrados con la falsa ilusión de que si no veía no la verían a ella, pero al fin los abrió y pudo atisbar a la vieja desnuda, con una carne pellejuda y fláccida y la toca puesta. Se miró absorta en el espejo para quitarse la cofia y apareció una cabeza calva, diminuta. Atina creyó que iba a vomitar, pero la monja sonreía frente al espejo y se metió con agilidad sorprendente en el baño.
Apoyó su espeluznante cabeza en un extremo de la bañera. Al momento siguiente un aroma envolvente de jazmín, rosas, nardos, empezó a inundar la habitación y una brisa suave abrió la ventana. La repugnante sor Melinda se iba convirtiendo en una hermosa mujer cuya melena rubia y abundante caía fuera del baño y unos susurros masculinos mezclados con los dulces y ahogados de la mujer inundaron el cuarto. Atina se puso en cuclillas pues comprendió que se iba a caer. Al cabo de un rato todo cesó. El aroma, los susurros, la brisa y salió del baño la mujer más hermosa que ella hubiera visto nunca. Se miró en el espejo con altanería y cerró los ojos. En breves minutos volvió a ser la vieja fláccida y calva, se envolvió con desgana en su hábito y arrastrando la toca desapareció.
Cuando pudo reaccionar volvió temblando a su cuarto donde sus dos compañeras seguían, ya en directo, insultándose cada una en su idioma y al verla entrar se callaron. La cara de Atina era de una palidez extrema y por más que le preguntaron fue incapaz de contar lo que había presenciado.
Al día siguiente sor Melinda dirigía con la misma mano firme y rugosa la institución y al pasar al lado de ella notó un lejano olor a jazmín, diferente del habitual que exhalaba y sintió su mirada de una manera especialmente intensa durante el estudio.
Llamó a su casa para que vinieran a recogerla. Estaba en peligro le aseguró a su madre.
Una bañera con patas
Malena Teigeiro
Al salir del cine Imperial Paquita tenía una sensación particular. La película, La tentación vive arriba, era buena y divertida, pero los fotogramas que no olvidaba eran los de Marilyn Monroe, entre burbujas de blanca espuma, alzando las piernas en una hermosa y gran bañera.
La casa de su familia en el pueblo no tenía cuarto de baño ni ducha. Y eso que sitio para hacerlo había, porque aunque destartalada, era grande. Utilizaban para unos menesteres la cuadra y para el aseo los barreños que en el patio colocaba su madre. Luego se trasladaron a Madrid en donde, dijo su padre, vivirían mejor. Al principio se alojaron en dos habitaciones de una pensión en la calle Tribulete. El único cuarto de baño de la pensión se encontraba al final del pasillo. Y como era el único, por estricto turno que marcaba la patrona, se utilizaba por todos los inquilinos, excepto la sucia y desconchada bañera. La dueña prohibía tajantemente su uso. Frunciendo su ajada y pintada boca, casi siempre adornada con un repelente vello negro, decía que gastaba mucha agua y si querían bañarse en ella, y ahí juntaba los dedos de la mano frotando uno con otro, tendrían que pagar más. Por lo que sus inquilinos, entre en bidet y el lavabo, tenían que asearse como podían.
Después de dos años, ¡Al fin!, gritaba su madre con las manos juntas como dando gracias al cielo, lograron un piso de sesenta metros en una nueva barriada. El apartamento tenía dos habitaciones, cuarto de estar, cocina y un baño con polibán. Aquella especie de cubeta cuadrada con asiento a un lado y por la que su padre tuvo que pagar un suplemento, para la familia fue el mayor de los lujos. Pero para Paquita el polibán no era suficiente. Desde que cobró su primer sueldo, comenzó a ahorrar para pagar la entrada de un piso en donde instalaría una bañera grande, con patas, y azulejos verde clarito. Su sueño era levantar, brillantes de agua y jabón, las piernas en su bañera llena de blanca espuma. Porque aunque no fueran como las de Marilyn, a diferencia de las demás chicas de su pueblo, las suyas eran largas, delgadas y de tobillos finos. Quizá con los gemelos un poco provocados, pero bonitas.
Pasó el tiempo y Paquita contrajo matrimonio y tuvo hijos. Cada vez se le hacía más difícil comprar aquel piso en donde pudiera instalar la bañera de sus sueños. Pensó en ayudar a la suerte y comenzó a jugar a los ciegos. Su cupón fue premiado varias veces, pero era tan poca la cantidad que le tocaba que decidió pasarse a la primitiva. Siempre antes de adquirir el boleto rezaba y con él en la cartera seguía rezando. Y a pesar del tiempo transcurrido, ella sin cejar en su intento de llamar a la suerte, siguió comprando su boleto con inmensa fe. Y por fin llegó la mañana en la que, al comprobar los números de su papeleta, la máquina dijo que el boleto tenía que cobrarse a través de una oficina bancaria. ¡Por fin podría tener su bañera de patas!, suspiró con los puños cerrados debajo de la barbilla.
Después de adquirir un piso en el centro de la ciudad, en una calle habitada por personas elegantes, lo reformó de arriba abajo e hizo un cuarto de baño pegado a su dormitorio. Para mí sola, repetía con ilusión a quien quisiera escucharla.
Se sintió la mujer más feliz del mundo cuando el maestro de obras le entregó la llave de su recién reformada casa. Acariciando aquellas llaves, se dijo que sería divertido tomar un baño, sin que nadie la viera ni se pudieran reír de su capricho. Al día siguiente, antes de ir a su piso, compró unas suaves y grandes toallas. Alfombrilla y albornoz haciendo juego, cepillo para frotarse la espalda y el mejor gel de baño que había en el mercado, según dijo la señorita que se lo vendió. Polvos de talco y crema hidratante. Con todas sus compras en la bolsa que le colgaba del brazo, giró la llave de su nuevo domicilio. Al abrir la puerta del cuarto de baño se detuvo un momento para admirar la blanquecina claridad que traspasaba los cristales al ácido. Aquel capricho de los cristales había sido muy caro, pero era tan suave la luz que había merecido la pena el gasto, se dijo emocionada.
Con intensa ilusión, Paquita fue colgando la toalla de una percha y el albornoz de otra. Luego colocó la alfombrilla en el suelo. Y mientras iba dejando su ropa perfectamente doblada sobre la banqueta, miraba cómo cubierta por una gruesa capa de espuma blanca, la bañera, poco a poco, se llenaba de perfumada agua caliente. Cuando entendió que estaba suficientemente llena, se recogió el cabello y trémula, se dispuso a entrar.
Al salir de su nueva casa Paquita se fue directamente a una oficina de compra venta de pisos y puso el suyo a la venta. Ya había cumplido su deseo de tener una bañera de patas de hierro. Lo que ella no había previsto fue que sus casi noventa años no le iban a permitir levantar la delgada pierna lo suficiente como para poder introducirse entre aquella gloria de blancas burbujas.
Entre la espuma
Liliana Delucchi
Lo que sucedía siempre volvió a suceder, como todas las noches: Las protestas de los chiquillos antes de irse a la cama, la insistencia de la niñera para que se lavasen los dientes y Clarisa en su sillón a la espera de la llamada telefónica de su marido que va a decirle que tampoco esta vez irá a cenar.
Se sirve una copa de vino y mira a su alrededor. Sus ojos se detienen ante el cuadro que acaba de colgar. No está muy segura de haber hecho una buena compra, pero esa tarde no tenía ganas de volver a su casa y el local de subastas era una buena opción. Tiene la sensación de que el martillero la miraba con insistencia. Era elegante, con una voz grave y tan clara como un actor de teatro. ¿De verdad retuvo su mano más de lo debido o eran solo imaginaciones suyas? Sonríe al silencio y se cubre las piernas con una manta. No es frío, piensa, solo necesidad de que alguien me arrebuje. El sonido del móvil la devuelve a su salón y la voz de Luis le confirma lo que ya sabía. Es hora de un buen baño.
El cuarto de baño es una de sus zonas preferidas de la casa. Lo diseñaron entre los dos, cuando todavía hacían cosas juntos, cuando se metían en esa bañera a susurrar lo felices que eran y lo que les quedaba por hacer. Ahora es territorio de Clarisa. Luis prefiere una ducha rápida por la mañana.
Mientras rellena la tina con agua caliente se queda mirando por la ventana las luces de la ciudad. ¿Qué ocurrirá en aquellas casas que están más allá de la colina? Se imagina familias felices, alguna anciana solitaria y la consabida joven fundida en su tablet. Ya entre la espuma, respira profundamente con la mirada fija en sus dedos del pie. Magnífica pedicura, Sabrina. ¿Qué estará haciendo el hombre de esta tarde? Tengo su tarjeta, puedo llamarlo o pasar por la casa de subastas. Pero ¿Qué estoy pensando? Eso lo haría Carmen, que es una lanzada, yo terminaría balbuceando incoherencias. Mejor me olvido.
Cierra los ojos y siente que la acarician por debajo del agua. Es el subastero que desliza su pie a lo largo del vientre de Clarisa. La mujer se estremece, coge el tobillo del hombre y empieza a masajearle la planta. Respira hondo antes de sumergirse y de pronto… Ya no está en su bañera. Es un mar color esmeralda, hay peces y alguien le hace señas para que se dirija a una cueva subterránea. Aprieta los párpados para recordar cada detalle de la cara de ese desconocido hasta hace solo unas horas, pero no lo logra. Se da cuenta de que es Luis quien la llama desde las rocas, quien le tira besos que se transforman en pompas. Sale a la superficie. Desde el cuarto de baño en penumbra ve que se enciende la luz del vestidor y por el pasillo a su marido que avanza desnudo hacia ella.
—Sabía que estabas aquí, por eso me di prisa —le dice antes de introducirse en medio de la espuma.
Una bañera
Marieta Alonso
Hace muchos, muchos años, en una alejada aldea vivía un pobre loco. No era hablador. Todo lo contrario. Y por absurdo que pareciera se le veía dolorosamente feliz.
Cuando murieron sus padres vendió la pequeña casa de adobe y compró un terreno poblado de árboles. Dialogaba con ellos como si intentara que aprendieran a caminar y formaran una cerca marcando la linde de su parcela. No consiguió convencerles, por lo que fue pidiendo permiso uno a uno para que se dejaran talar y el viento trajo la autorización.
Marcó con su inicial una serie de ellos que comenzó a cortar a unas pulgadas de la base. Otro del poblado, que también tenía fama de faltarle un hervor, se acercó y sin decir palabra se puso a ayudarle, talando a ras de tierra a los que tenían una gruesa raya en rojo. Luego, entre los dos partieron los troncos, todos del mismo tamaño, y comenzaron a apilarlos a pocos pasos de los tocones que formaban un rectángulo.
Unos troncos se convirtieron en una espaciosa choza, con el tejado a dos aguas y muchos vanos para que entrara la luz y el aire, mas no la lluvia que para eso pusieron unas hojas abatibles que se abrían hacia el exterior. Otros se fueron transformando en una mesa alargada, en seis taburetes, tres bancos alrededor de las paredes, dos camas… Todo tallado con esmero y de gran belleza.
Cavaron un profundo hoyo en el patio algo alejado de la casa, que milagrosamente se convirtió en un pozo. Se rascaron la cabeza sin dejar de contemplar el borboteo del agua, y sin decir palabra se marcharon rumbo a la capital. Regresaron a la semana con una tina enorme y espectacular que, en vez de colocarla dentro de la casa, la pusieron al lado del pozo. Todo un día y toda una noche estuvieron sentados dentro del desmesurado recipiente pensando, pensando… Y al día siguiente se fueron a ver al herrero, que escuchó con atención lo que le pedían.
A la semana, aquel que tenía por oficio trabajar el hierro, seguido por los hombres del pueblo, colocó un artilugio que iba del pozo a la bañera y echaba agua al subir y bajar una palanca. Con agua cristalina la llenaron. Y sin percatarse de la multitud, los dos orates, uno primero y otro después se desnudaron y por turnos se dieron su primer baño. Al ver aquello los demás pensaron que estaban embriagados de alcohol, pero no. Era puro placer.
Con el calor del sol y tanta agua derramada por el desagüe comenzó a brotar la fina hierba. Se volvieron a rascar la cabeza y fueron sembrando a una distancia prudencial alrededor del baño, un haya para consagrarla a Júpiter, un ciprés para Cibeles, un laurel para Apolo, y una palmera para las Musas…
La muchedumbre venía cada día a ver el espectáculo del baño, pobres lunáticos pensaban al principio, hasta que pidieron hacer lo mismo que ellos, pero no se lo permitieron, salvo previo pago de una tarifa.
Y el negocio prosperó.
Que historias tan bonitas, originales, románticas……qué pena solo una vez al mes.
Gracias mil
Besos
Deseamos que sigas disfrutando con nuestras historias y muchas gracias por leernos.
Gracias Elena, me encanta que seas tan fiel lectora. besos Cristina
Por un momento me he encontrado entre Sor Melinda… Atina… Domenica… que descripción narrativa tan espléndida!
He creido que está entre ellas!
Enhorabuena Cristina!
perdona que no te haya dicho nada antes Carmilla, muchas gracias por tu comentario. Besos
Me ha encantado todo, pero Melinda más. Muchas gracias!!!!
Salaudos
Muchas gracias por tu comentario. Siempre nos ayudan.
Muchas Gracias Mª Carmen. lectoras como tú nos ayudan a seguir. besos