
La Aurora de Rodin
François Auguste René Rodin (París, 1840 – Meudon, 1917) conocido como Auguste Rodin, está considerado como el padre de la escultura moderna. Tras sus inicios en la "Pequeña Escuela", trabaja en el taller del ornamentista Albert-Ernest Carrier-Belleuse, en París, y posteriormente en Bruselas, donde demuestra una gran habilidad para los temas decorativos de espíritu dieciochesco. El descubrimiento de Miguel Ángel, durante un viaje a Italia en 1875-1876, fue determinante para su trabajo posterior. Rodin abre paso al arte del siglo XX mediante la introducción en su obra de procesos técnicos y opciones que se encuentran en el centro de su estética.
La obra que inspira los relatos de este mes, titulada La Aurora, fue realizada entre 1895 y 1897 y es un buen ejemplo de cómo trabajaba el maestro, dando una dimensión alegórica a los retratos de sus allegados. En este caso utiliza los rasgos de Camille Claudel, también escultora, que fue su alumna, musa y amante. Cuando se conocieron en la escuela de arte, ella tenía diecinueve años y él cuarenta y tres.
El rostro, con una expresión algo lejana, es liso y pulido, mientras el bloque de mármol que lo rodea, marcado por las huellas de las herramientas, se ha dejado voluntariamente en bruto. Este contraste, que no deja de recordar el trabajo de Buonarroti, permite intensificar el brillo del rostro, evocando solo con su título, el sol que emerge al alba.
Este año, centenario de la muerte del artista, el museo Rodin de París ha organizado una exposición para recordarlo.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
¿Qué ocultas?
Cristina Vázquez
La maldita mujer me había abandonado. Una mañana encontré un pequeño bloque de piedra y una carta. Supe que era de ella, pues su papel, de un inimitable y algo cursi tono rosado resultaba inconfundible. Lo abrí tembloroso. Joven y confiado en ese momento de la vida en el que me encontraba, todo lo que provenía de ella me inundaba de una inquieta emoción.
La cuartilla rosada y con borde ondulado, simplemente decía. “Dentro está el secreto y ahí me encontrarás”. Mi asombro y rabia corrieron parejos, valiente estupidez se le ocurría a esa mujer.
Traté de localizarla, pero todo fue inútil. En el hotel dónde estuvo viviendo no dejó ninguna seña y la amiga común que nos presentó me dijo burlona.
—¿Otro incauto incapaz de retenerla?
Aunque pateé los lugares dónde íbamos, tratando de encontrar algún rastro; nada resultó. Se había volatilizado como una sombra, un sueño pensaba yo entonces lleno de romántica desesperación.
Nuestra historia de amor fue breve e intensa. Se llamaba Magda, unos años mayor que yo y de origen húngaro, afirmaba ella sin mucho convencimiento, con un acento arrastrado y una pícara expresión violeta en los ojos. Nadie pudo aclararme de dónde venía ni a qué se dedicaba, pero estar a su lado me resultaba electrizante, como si de ella emanara algo magnético que me envolvía. Mis palabras cobraban un sentido nuevo; mis ideas de creación, una amplitud y una posibilidad de ser reales, que parecían estar ya acabadas. Quería ser artista, aunque mi carrera de ingeniería y mi tradición familiar parecían estar ya trazadas. Pero Magda, sentada frente a mí, me miraba con esos ojos profundos, inquietantes, igual que un bosque al anochecer o el destello malva de la aurora sobre el hielo y el mundo se volvía ancho, profundo, abarcable y yo era el centro, el capaz. Y ahora me veía con ese papelito y una piedra sin labrar como única respuesta y recuerdo de esa mujer.
Han pasado muchos años, mis aspiraciones artísticas se quedaron en eso, aspiraciones, conformadas por una vida amable, burguesa, hasta interesante diría yo, pues al menos con mi ingeniería fui capaz de inventar unas poleas y unos martillos neumáticos que se pudieron aplicar no sólo a finalidades mecánicas, sino que tuvieron mucho éxito entre escultores para poder mover los bloques de mármol y tallarlos con más facilidad.
Y sí, el pequeño bloque de piedra me acompañó toda mi vida. Exigía que estuviera cerca de mí como una suerte de talismán y de recuerdo de felicidad, pese a las quejas familiares primero de padres, de mi mujer después, y hasta de mis hijos que lo consideraban manías caprichosas. Cuántas veces me pregunté qué quiso decirme Magda con esa críptica cartita “Dentro está el secreto y ahí me encontrarás”.
Mi invento de las poleas me hizo contactar otra vez con el mundo del arte e iba a comprobar como funcionaban en algún taller. Una mañana de diciembre, angustiosa por la bruma y el malestar que el frío ya me producía en los huesos, me empeñé en ir caminando a un taller de las afueras. El viento se colaba por los cristales mal emplomados y una única estufa calentaba el lugar, pero el escultor, un hombre joven, barbudo y sonriente, en la plenitud de la vida, lleno de entusiasmo, con poderosas manos y un ceño vibrante de inteligencia que le salía a raudales por los ojos, ¡Oh Dios mío!, casi me tienen que sostener. Eran malvas, maravillosamente malvas como un bosque al anochecer o el destello malva…
—Señor, ¿se encuentra bien?
Algo en mí se rompió sin control y tuve que esforzarme por no lloriquear en su presencia, pues sentí como si con su punzón de escultor hubiera levantado en mí una losa que sepultaba mis mejores sentimientos. Cuando me recuperé, temblequeando junto a la estufa, acabé una copa que amablemente me ofreció y en ese momento tuve la certeza de que era la persona que debía tallar mi piedra que, ahora comprendí, había sido un peso de desencanto arrastrado a lo largo de mi vida.
Me entró una excitación incontrolable y le supliqué que se instalara a trabajar en mi casa, le pagaría lo que quisiera, pero necesitaba que tallara, que diera vida a ese bloque. Y así fue. Vino conmigo y empezó a trabajar sin descanso. Me puse enfermo. El frío se había apoderado de mis huesos, mis pulmones, mi aliento, y sólo el entusiasmo por ver terminada la obra me obligaba a mantenerme absorto frente a las manos del artista, igual que si fueran las mías. Lo que veía surgir me llenaba de emoción incrédula.
Cuando estuvo terminado, acaricié la cara con delicadeza, con todo el amor que aún podían trasmitir mis helados dedos y en una suerte de adoración, le besé los fríos labios.
—Magda.
El joven me cogió en sus brazos, pues yo desfallecía, y me llevaron a la cama. No pudo explicar qué me había sucedido, le oí decir asustado, él solo intentaba reproducir la cara de su madre. Y sí, su nombre era Magda.
Fue lo último. Un sueño gris, una poderosa nube se apoderó de mí.
Sisarga Grande
Malena Teigeiro
Como todas las mañanas, Marta corre por la playa. El humo y el ruido de la sala de bingo en donde durante toda la semana trabaja le queman los pulmones, y al igual que otras personas se toman píldoras de vitaminas, ella había decidido levantarse una hora antes y correr por el borde del mar, inundándose de humedad y olor a sal. Le gusta llevar la mirada fija en el horizonte, y solo la dirige al suelo cuando sus pies descalzos tropiezan con algún objeto que la dañan. Suelen ser conchas de ordinarios mariscos, viejas y podridas maderas o trozos de cristal pulidos por las olas, que la hacen soñar con mensajes lanzados en botellas por antiguos marinos o en restos de copas arrojadas por la borda en amorosos brindis. Siempre acaba guardándoselos en los bolsillos, de hecho, tiene varias lámparas cuyos pies están formados por peceras llenas de estos cristales de colores.
Aquella mañana tropieza con una especie de huevo blanco. ¿Qué hace aquí un huevo de avestruz?, musita con la respiración entrecortada. Agachándose a recogerlo, recuerda una película en la cual unos niños encuentran un huevo, que una vez incubado por los chiquillos, resultó ser algo así como el dinosaurio del lago Ness. Después de desenterrarlo, le parece que es un trozo de mármol. Con la pesada piedra en las manos, se acerca a la orilla, la introduce en el agua y la limpia con cuidado. Poco a poco, tallado en la piedra, fue apareciendo el serio rostro de una mujer, que le pareció que la contemplaba. Sacó la piedra del agua y rozándola con arena, intenta limpiarle las algas. Pero por más que frota, no lo consigue. Volvió a introducirla en el mar. Los sargazos que rodeaban el rostro comenzaron a mecerse como el cabello de la más hermosa de las medusas, enredándose entre sus dedos. Separándolos, acarició la perfecta nariz, la boca y la lisa frente. Siente que la piedra comienza a calentarse, tanto que parece quemarle los dedos. Asustada la soltó, y aunque era un pesado mármol, ve cómo se hunde lentamente. Y ve que el antes hierático y serio rostro de mujer, ahora parece sonreírle. ¿Quieres volver al fondo del mar? ¿Eso es?, murmuró viendo cómo las algas la envolvían, hasta que aferrándose a su rostro con la suavidad de hilo de una crisálida, la hacen desaparecer.
Cuando vuelve del trabajo aquella tarde, a pesar de que casi era de noche, Marta regresa a la playa acompañada por su novio, Antonio, dueño de una motora amarilla, con asientos de madera forrados de plástico negro, no muy nueva. ¿Dónde está ese tesoro de piedra viviente?, le pregunta apoyándole una mano encima del hombro. Ella, extendiendo el brazo, le señala el lugar en donde la dejó por la mañana. Se introdujeron en el mar hasta que la encontró, ahora envuelta en luminosas algas de extraño color violeta. Él sostuvo la cabeza de piedra entre las manos contemplando el hermoso rostro. ¿Y vas a devolver esto al mar? ¿Serás capaz? Ella inclina la cabeza, y Antonio se encoge de hombros. Juntos, se subieron a la barca amarilla y navegaron más allá del centro de la ría, hasta donde se juntan las aguas del Atlántico con las de los ríos que bajan de la montaña, y guiados por la luz de la luna, continuaron navegando no muy lejos de la costa. Sigue, sigue, le decía cada vez que él le indica que tienen que volver. Ya está bien, mujer, escuchó Marta su voz alta, fuerte, través del ruido del motor. Todavía no, le contesta Marta. Y al acercarse a la isla Sisarga Grande, donde estuvo la ermita de Santa Mariña, la que arrasaron los normandos, aquella tan milagrosa y de la que nadie encontró piedra o reliquia alguna, el motor de la barca se paró, quedándose quieta, apenas mecida por el vaivén de la mar. Entre los dos cogieron la piedra, y con cuidado la depositaron sobre la superficie del profundo y negro mar. Agarrados a la borda, la vieron hundirse con el sonriente rostro que parecía mirarles agradecida. Bajaba lenta, regia, rodeada de peces de colores que como si de guardias de corps se tratara, la acompañaban hasta hacerla desaparecer entre la negrura de las aguas del profundo mar.
Y dicen que desde entonces, y no se sabe por qué, los marineros que navegan cerca de aquellas costas, sienten que una suave fuerza abate a los barcos hacia una nueva derrota.
Reencuentro
Liliana Delucchi
Por fin había vuelto a ese lugar. La tarde era cálida y dejó a los niños bañarse en río. Sus voces le llegaban junto con el canto de los pájaros y el rumor de las hojas al compás de alguna música en su mente.
A ella le gustaba el lugar, por eso eligieron la casa cuando estaba embarazada de Jacobo, y aquel verano Aurora hundía sus pies hinchados en un codo que hace el torrente antes de bajar hacia las huertas. La recuerda con su vestido de flores en tonos azulados que le levanta la brisa y se transparenta sobre las mimosas, dándole un tono dorado a la cara sonriente de la mujer. Risueña, lo llama para que se acerque mientras chapotea lanzando gotas al aire que, al caer, le humedecen un poco el pelo. La maternidad le sienta bien. Ella espera este segundo hijo con ilusión y la expectativa de que sea una niña. Le pondrá su nombre que significa amanecer. ¿Qué es una nueva vida si no?
Su marido la ayuda a levantarse y juntos caminan hacia las rocas, allí corre un aire que refresca la bochornosa tarde. «Parece que hubieran diseñado este lugar para nosotros; es un verdadero salón, en el que podemos sentarnos a contemplar el paisaje», afirma ella, y ríe como suele hacerlo, mostrando los dientes y achicando los ojos que la hacen parecer una chinita.
Nació un niño en un parto complicado que se llevó a la madre. La desolación del médico, enfermeras y partera ante una circunstancia que no se da en estos tiempos, no era comparable a la del marido, que cogió a su hijo en los brazos y, sin saber por qué, lo llamó Jacobo.
Pasaron algunos años sin volver a la casa de las afueras. No fue fácil llevar su bufete, ser padre y ocupar el lugar de Aurora frente a dos hijos con preguntas que seguramente ella hubiera respondido más directamente. El mayor, que recordaba los alrededores y a los amigos de la casa del pueblo, le pidió que fueran a aquel refugio y él entendió que ya era hora.
Temía abrir la puerta y encontrar, como encontró, que todo estaba exactamente igual, hasta el jardín con sus magnolios y las flores en los jarrones esparcidos por todos los ambientes. Los guardeses eran los mismos de entonces.
Caminaron hasta la orilla y los niños se cambiaron para entrar en el río. Él se sentó al amparo de un sauce con sus pinturas. ¡Tanto tiempo sin dibujar! Fue entonces cuando vio que en aquellas rocallas que su mujer describiera como un salón, algo había cambiado. Se puso de pie con dificultad, sin dejar de mirar una de las piedras, parpadeando ante lo imposible, pero allí estaba: En el borde de lo que ella llamara su sofá, aparecía tallado en el brazo de piedra la forma de un rostro de mujer. La acarició una y otra vez antes de susurrar: «Ya estamos todos juntos».
Un relieve con alma
Marieta Alonso
Me gustaba la idea de mi cara incrustada en una piedra, me gustaba que los parisinos vinieran a verme, que alabaran mi belleza. ¡Hay mejor forma de pasar a la posteridad! Lo que nunca se me ocurrió pensar fue que mi mente se quedara atrapada dentro de ese magnífico mármol, sin fisura, por donde poder salir. Reconozco que se está calentito aquí dentro pero no soy libre y de vez en cuando anhelo huir.
Desde niña mi padre —agricultor— comentaba que yo era muy dada a desviarme del surco recto, que no tenía cordura, muy dulce sí, en apariencia, pero algo extravagante.
—¿Para qué necesita ser normal? Con lo bonita que es se puede dar el lujo de ser diferente —respondía mi madre secándose las manos en el delantal.
Y yo me miraba al espejo para comprobar que en verdad era guapa. Lo que no veía en mí eran las palabras de mi padre. Mi espalda estaba derecha como una vela, era sociable, hasta le daba besos a los perros que veía en la calle, distorsionaba mi cara para asustar a los niños —me hacían reír al verles correr despavoridos— y si ahorqué al gato en la viga del desván fue porque me arañó.
Mi manera de ser no era tan disparatada como afirmaban los vecinos. Mi padre se equivocó al pensar que le había amenazado con una faca. Se asustó. Yo solo quería comprobar si estaba afilada cortando el bolsillo de su camisa.
En este edificio blanco donde me han encerrado quieren hacer triunfar la razón por medio de la violencia. Soy más inteligente que ellos, ahora estoy a salvo dentro de esta escultura. Cuando vienen a verme les guiño un ojo. Algunos amantes del arte quedan aterrorizados, pero a otros les divierto.
Que buenos!!!, sobre todo el último, que miedo me ha dado a medida que lo iba leyendo.
Muchas felicidades por vuestros regalos/relatos.
Me alegra muchísimo que hayas disfrutado esa sensación de miedo. Un abrazo.