
La Alhambra
Encumbrada en lo más alto del cerro de La Sabika, y ocupándolo en su mayor parte, se yergue soberana y monumental sobre Granada, la Alhambra.
Ciudad palatina andalusí, fue declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad, junto al Generalife, por el comité de la UNESCO, el 2 de noviembre de 1984 y más tarde ha sido propuesta para ser nombrada una de las Siete Maravillas del Mundo, pero quedó a las puertas. Sin embargo, por su extraordinaria belleza y su estado de conservación, bien pudiera crearse para ella la categoría de Octava Maravilla.
Tan reconocida es su fama a nivel mundial, tantos viajeros la visitan al año, y tanto se ha hablado y escrito ya sobre ella, sus estancias, rincones y jardines, que hasta sus leyendas contribuyen a su grandeza. Por eso este mes hemos querido unirnos a aquellos que la han distinguido con palabras a través de los cuatro relatos que ofrecemos a nuestros lectores.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Promesa cumplida
Cristina Vázquez
Para mi amiga X. que me pide, al menos, un F.F.
—Rob say good morning to the class —repetía cada mañana la señorita Stella al entrar en el aula.
Y a pesar de ser una clase de inglés para adultos, todos contestaban al unísono.
—Good morning Rob.
El susodicho era un perrillo pequeño, de pelo tieso color canela y morro afilado, que la seguía pegado a sus talones. Se subía a la silla y con agilidad daba un salto hasta tumbarse en la mesa de su ama. La señorita esperaba a que su perro se instalara contemplándolo con admirada sonrisa, sonrisa encantadora de dientes sanos que José Manuel los asociaba al gesto saludable de morder una manzana, pues todo en ella rezumaba juventud y lozanía. De pelo rubio, corto y rizado, Stella caminaba con un armonioso meneo de caderas prometedoras de dulzuras contundentes.
La academia de idiomas en donde se realizaba este pequeño ritual canino, que J.M. estaba convencido se lo permitían para hacerse los british, ¡oh el amor a los perros!, o porque la profesora ostentaba unos privilegios que él desconocía. El edificio en el que se ubicaba presumía de antiguo prestigio. Fue el primer centro de idiomas que se había instalado en ese pueblo del sur de Inglaterra, y más que el prestigio lo que le quedaba era la antigüedad. A las paredes, un tanto mugrientas, bien les hubiera venido una manita de pintura y al personal administrativo una renovación, pues la secretaría la llevaba una ancianita modelo Miss Marple, regordeta, con gafas y un moño imposible que cada poco se le torcía.
J.M. estaba arrepentido de haber hecho caso al amigo que le recomendó el sitio, con promesas de aprender inglés rápido y poder practicar con los lugareños, ya que al ser un sitio bastante remoto, aún no estaba asaltado por estudiantes españoles, y es conocido el poco interés que tienen los nativos ingleses en hablar otro idioma. J.M. quería un sitio discreto donde pudiera ir gente de una cierta edad, la treintena, sin resultar ridículo en medio de jovencitos. Esas condiciones las reunía sin duda, y los alumnos de distintas nacionalidades eran gente madura. Pero el pueblo se le venía encima con esa luz grisácea, todas las casitas iguales, la humedad y el aire de aburrimiento aceptado, incluso en la taberna donde los hombres se sentaban solitarios frente a unas cervezas calientes. Y el recuerdo de Granada le dolía como si hubiera dejado una madre deshecha en llanto.
Lo único que le resultó estimulante fue la señorita Stella, como un rayo de claridad y esperanza en medio de esa mediocridad y cayó fulminado por ella. Adoraba oírla reír y hablar en inglés sin entender nada. Verla mover los labios en esa martingala de palabras le estimulaba, y la hora de clase, con perro incluido, aunque a él le pareciera un chucho con pretensiones, se transformaba en un momento de revelación, de éxtasis, y se puso a estudiar para, con diccionario en mano, atreverse a pedirle que saliera a cenar con él. La primera cita, que ella aceptó encantada con saludable naturalidad fue un pequeño chasco, porque no supo aclararse bien por más gestos y entusiasmo que le pusiera. Aunque ella se reía tanto que llegó a pensar si se reiría de él o si era un poco lerda y le daban igual tres que trescientos, pero no le importó. Estar cerca de ella con su olor a polvos de talco, un olor dulce y rosado, le enloquecía.
Las siguientes citas fueron cada vez mejor y más apasionadas, y se convenció de que había encontrado al amor de su vida. Ella se reía, oh yes, yes, my love y él se perdía en la boca mordedora de manzanas, en su piel tan blanca como nunca había visto y cuando llegó la hora de volver le suplicó que se fuera con él. La señorita Stella le dijo:
—Esto merece un pensamiento profundo.
Y su cándida expresión a J.M. le resultó adorable. El cambio era enorme dijo al fin, con la cabeza ladeada, como si el peso del pensamiento le desequilibrara un poco.
—¿Y cómo se adaptará Rob? ¿No haría mucho calor para él? y sin hablar español —y miró al perrito con una ternura acuosa.
Terminó su pequeño y sentido discurso, del que J.M. entendió muy poco, con una dulce duda atravesada en la saludable boca.
—No preocuparse, no worry, guapa. For you, descolgaba yo la moon, my love.
Y además podían montar una réplica moderna de la academia que se llenaría de alumnos, porque con una profesora como ella toda Granada querría aprender inglés. Tampoco supo nunca si ella entendió bien lo que él le chapurreaba.
Stella miró a su alrededor; el pequeño salón con un sofá de cretona floreada, la chimenea con su falso fuego que oscilaba con eléctrica y eterna falsedad, la lluvia permanente, el concurso de tartas el primer domingo de cada mes y pensó ¿Por qué no? Lo observó detenidamente y comprendió que un hombre como éste no volvería a pasar por ese maldito pueblo. Y con determinación dijo que iría. J.M. besó con tal convicción y entusiasmo todas y cada una de las partes de su cuerpo, que la arrebatada señorita solo quería hacer el equipaje. Él, con total seriedad, conteniendo su emoción consultó una agenda y le exigió que fuera el día que él le indicara. Ella, sorprendida aunque llena de entusiasmo, aceptó y en la fecha prevista, la señorita Stella apareció en Granada en una cálida mañana de verano, deslumbrada de luz e incertidumbre, con unas enormes gafas de sol y su perrito en una caja de viaje.
El abrazo enamorado de J.M. recompuso su incertidumbre. Al anochecer, con la suave brisa de la montaña, J.M. la llevó al carmen de unos amigos en la Alhambra y después de abrazarla le pidió que dejara taparle los ojos. Ella, maravillada del olor a boj y a jazmín, y viendo que Rob husmeaba encantado, no podía creer que tanta belleza se conservara y pudiera tenerla al alcance de su vista y sus sentidos. Expectante, se dejó cubrir los ojos y al quitarle la venda, vio que una luna esplendorosa se colgaba del cielo como si de un decorado se tratara.
—Oh my God.
Y ella sonrió con una infinita dulzura salpicada de luz de luna.
—Ya te dije, my love, que yo descolgaba la moon para ti.
PD: F.F. Final feliz
La danza de la gitana
Malena Teigeiro
Sé, decía, que desde detrás de la negrura de estas celosías, sombras de ojos negros, acerados, brillantes como la piedra del carbón, me persiguen. ¿Sombras negras? Reía yo. Dejé mi guitarra en el suelo y sentándome a su lado, le señalé la belleza del Sacromonte que se divisaba a través del balcón en donde ella estaba sentada. Todo allí era luz, sol y color.
—Ya sé. Desde aquí, sí. Pero todas las ventanas de este palacio se convierten en oscuras y perversas sombras si las miras desde fuera. Tienen la misma negrura de mis ojos. Mira. ¿Ves? —adelantó el rostro y colocó un dedo debajo del párpado.
Y esa negrura, profunda como un pozo, sonrió cruzando las manos debajo de la barbilla, la había heredado de su abuela, susurró. Una gitana, a la que raptó el sultán enamorado de su danza, de su enigmática mirada y de la frescura de su piel, apenas cubierta por colorido percal. Y continuó diciendo que, por eso, cuando ella visitaba los palacios de la Alhambra, cubiertas por negros crespones, la seguían los fantasmas de las sultanas, quienes según contaban los mayores de la familia, celosas de su arte y belleza, habían asesinado a su abuela.
—Son las almas de aquellas envidiosas mujeres que temiendo su vuelta, vigilantes, vagan por los corredores.
Vivaracha, lo miró ladeando la cabeza. Se parecía tanto a su antepasada, dijo cándida, mentirosa, que aquellos espectros creían que ella era la reencarnación de la mujer a la que habían hecho desaparecer.
—Y ellas me persiguen.
Se detuvo sonriente. Pizpireta, juntó las palmas de las manos como si fuera a orar, y continuó. Temían que su ánima volviera para quedarse, para alegrar las tardes y las noches del fantasma del sultán que todavía lloraba la muerte de su cíngara.
—Ya sabes, me han visto bailar y envidian mi danza —pícara, abrió los abrazos rumorosa.
Le hubiera gustado morar allí, entre aquellos muros. Le hubiera gustado vivir en aquel tiempo en el que una simple gitana podía enamorar a un rey. Todo esto lo decía sentada en el mirador de la Reina del que de pronto se levantó y triscando los dedos, dio unos pasos de baile acompañada por una melodía que solo ella escuchaba. Se detuvo. Tenía la frente brillante y las mejillas arreboladas.
—¿Quieres guiarme con tu guitarra? —ansiosa, me agarró por los brazos.
Iba a bailar para ese sultán al que pensaba cautivar con su danza. Quizá así podrían llegar a ser ricos. Divertido con su fantasía, la cogí por la cintura y la saqué al patio.
—Mira. Ni hay sombras, ni sultanas.
Él giró el brazo señalando el cielo azul. Ella, triste, miró alrededor. Solo vio a los turistas —ante los que habíamos actuado no hacía muchos minutos— que con sus máquinas colgadas al cuello hacían una fotografía tras otra.
Ya era finales de septiembre cuando sentados en la hierba del monte San Miguel Alto, esperábamos para ver salir por detrás de la torre de la Veleta la luna llena de Los Labradores. Ella entretenía la espera recogiendo flores pequeñas, de color amarillo y azul, mientras me recordaba la historia que se contaba en su familia. Aunque no lo creyera, ladeó la cabeza, era cierta.
—Sí, sí. Sus sombras me siguen desde las ventanas —decía agachada mientras formaba un ramillete de diminutas y coloridas flores.
Yo la oía como el niño que escucha el cuento de su madre antes de dormirse. Su voz, cuando hablaba de esas cosas sonaba diferente, alegre y cantarina, parecida al cantar del agua en las fuentes de los palacios. Poco a poco, la redonda luna fue apareciendo; al principio, como si le diera vergüenza, de potente color naranja; después, dorada.
—Aquí está otra vez esa luna de oro de Las Cosechas —le dije pasándole un brazo por encima de los hombros
—¿De Las Cosechas? —se volvió arrugando la nariz.
—Sí, en el campo de mis padres se la conoce como la Luna de las Cosechas o de los Labradores, porque su luz es tanta y tan fuerte que permite alargar el día para seguir recolectando.
Sentí cómo alzaba los hombros y la atraje hacia mí. Ella movió la cabeza de un lado a otro. No. No es ésta. No era de oro como yo decía, no era tan lujosa. Y no la había hecho el Señor para asistir a los labradores, exclamó levantando el dedo.
—Ésta es la Luna de Miel.
Sus ojos negros, profundos como minas, me contemplaron de tal forma que me estremecí como debía hacer el sultán cuando tenía a su abuela, la gitana, entre los brazos. Lenta, deslizó los dedos por mi mejilla. Era la luna de las bodas. Su voz sonaba cálida, arrulladora. Era la de los matrimonios; la de las noches dulces y brillantes de los enamorados. Se llevó algunos tallos de las flores a la boca y los mordisqueó. Y cuando ya brillaba en todo su esplendor sobre los muros de la Alhambra, ella alzó los brazos hacia el dorado satélite, cerró los ojos y comenzó a girar sobre sí misma y, al hacerlo, sus faldas de colores se le izaban sobre las piernas como si fuera las aspas del molinillo de viento de un niño. Y siguió girando hasta que aquella luz la envolvió. Y al ver teñida su tez de dorado caramelo, como aquel sultán ante la gitana, de la que ella tantas y tantas veces me hablaba, sentí el inmenso deseo de beber la dulzura de la miel que la luna extendía sobre ella. Se detuvo, entrecerrando los ojos abrió los brazos y, anhelante, se tumbó en la hierba.
La luna y los espejos
Liliana Delucchi
Consentidora de mil prodigios, la luna siempre ha estado presente a lo largo de mi vida. Su carácter femenino y, por tanto ambivalente, nos ha permitido desarrollarnos en un universo de marcada condición masculina. Ellos veneran al sol, porque bajo sus rayos todo está claro, no hay lugar para dobleces. Nosotras nos movemos en las turbias sombras de la noche. De ahí nuestra complejidad.
Nunca había entendido el axioma de viajar para encontrarse, pero eso fue lo que sucedió.
Pasé la niñez en Saint Tropez, donde el traje de baño era un cuerpo desnudo y la desinhibición fluía en mil juegos con un mar que conformó mi personalidad. Nunca olvidaré mi primer día en el apartamento que compartía en la universidad de Lyon con Michelle, una rubia de Turena, y Charlotte, la mejor sonrisa de Lemosín, cuando al salir del baño sin ropa noté que casi se escandalizaban. Mi educación mediterránea poco tenía que ver con el interior recatado de Francia. Ésta y otras diferencias marcaron nuestra relación de una forma positiva. Sobre todo con Michelle, quien solía quedarse horas conversando, contándome cosas de su vida, como para que yo las juzgara y emitiera algún veredicto. De alguna forma, necesitaba de mi aprobación. Jamás quise ir tan lejos, con lo cual, mi renuencia a aprobar o desaprobar sus historias hizo que se volcara más en mí.
No tuve problemas para relacionarme con chicos, como los atraía, los dejaba acercarse.
—Tienes la mirada ausente —dijo uno de ellos durante un concierto de jazz, mientras intentaba acariciarme.
—Estoy escuchando, son magníficos.
Volví a casa con la música en mi mente y sin recordar el color de los ojos de mi acompañante.
Michelle, Charlotte y yo fuimos buenas amigas compartiendo aquel tiempo, aunque la relación no sobrevivió al final de nuestras carreras. Las tres tuvimos suerte en conseguir trabajo de inmediato en las ciudades más opuestas de Francia, lo que simplificó que nunca tuvimos que justificar la despedida.
El estudio del Derecho me apasionó y no tuve un suspenso en toda la carrera que, de forma meteórica, finalicé. Pero, el ejercicio de la abogacía me hartó, lo sentía tristísimo, un expediente eterno e infinito, donde solo cambiaban nombres y hechos. La realidad más chata me oprimía hasta que, por Internet, encontré posibilidad de escapar como funcionaria de la Comunidad Europea con una plaza en el Patrimonio Histórico en Granada.
Y al igual que cuando dejé la universidad, apenas tuve tiempo de despedirme de mis amigos-amantes, de hecho, solo me llevé en la mente a un tierno médico que me curó de una caída en bicicleta y al cual le supe devolver su trato afectuoso. También viajaba conmigo un sentimiento de soledad, era como si los hombres que había conocido no tuviesen lugar en mis maletas.
Granada me encantó por sus días de estudio y sus noches de juergas en bares y apartamentos más o menos discretos.
Caminé atardeceres saboreando aromas y colores en la búsqueda de que alguna de esas sonrisas que descubría fuera dirigida a mí. Las conversaciones que escuchaba me despertaron un deseo intenso, casi doloroso, de un susurro de amor.
Como dije, nunca había entendido el axioma de viajar para encontrarse, hasta que, una noche mientras cabalgaba sobre un americano, me vi en un espejo junto a la luna que entraba por la ventana. Ese reflejo, que al principio me deleitó al ver cómo me retorcía de placer, se volvió borroso, pensé que eran los gin-tonics. De a poco, pude focalizar la imagen y unos versos vinieron a mi mente:
«Huye luna, luna, luna.
Si vinieran los gitanos,
harían con tu corazón
collares y anillos blancos.»
Por suerte, el americano se vistió y se fue.
¿Dónde está mi corazón?
Acerqué una silla a la ventana y, desnuda como esa luna, empecé a llorar. Entonces supe que mi larga soledad era mi constante compañera de viaje.
La colina enamorada
Marieta Alonso
Me llamo Sabika y aunque algunos solo me ven como una loma, un cerro de las últimas estribaciones de Sierra Nevada, tengo un corazón que nunca entregué ni se amilanó ante los romanos cuando vinieron a fundar sus poblados y me pisotearon. Tampoco crean que me dejé avasallar por las riquezas de la corte del reino Nazarí de Granada, aunque debo confesar que tengo un punto de orgullo por tener a mis pies la única ciudad palatina que atesora lo más hermoso del arte musulmán. Ese castillo rojo que tantas visitas recibe, esa fuente de los Leones simbolizando las doce tribus de Israel, esas torres…
Mas mi corazón galopó detrás de un cristiano que me conquistó para después marchar en busca de un mundo desconocido. Me prometió regresar y en esa espera estoy desde entonces. Algo le habrá tenido que ocurrir, pues era hombre de palabra.
Extenuado, a la caída de la tarde, me hacía reír pensando que yo era pasiva y femenina al igual que la tierra y el agua, en cambio, él era activo y masculino como el aire y el fuego. Y yo le sugería que no se durmiera en los laureles, que la tierra y el agua pueden llegar a ser brutales cuando dan rienda suelta a su poderío.
Acostado sobre mí reconocía que su mayor anhelo era que se restableciera la paz, que pertenecer a las huestes castellanas podría ser un orgullo, pero que el ansia por volver a su pueblo y fecundar la tierra de sus mayores -que era lo más bello- se le hacía irresistible.
Añoraba aquella su niñez, cuando un azote en el culo era muestra de cariño, cuando cualquiera del pueblo tenía derecho a echarle una buena regañina. Y al llegar a casa recibía el castigo de su madre porque ya le habían ido con el cuento de sus travesuras.
Una vez, junto a sus amigos tuvo una feliz idea: hacer de barberos en los rosales de la rica del pueblo, aquella mujer que tenía una vaca, un gorrino y tres gallinas más que los demás y para que no la vieran trabajar salía de madrugada a darles de comer, limpiar su casa, hacer la comida, y luego, desde su oscuro sillón de caoba al pie de la ventana, tejía visillos, mantas… Nada que ocurriera en la calle podía sortear su mirada de águila. Aquella mujer no quiso enseñarle a su única amiga el punto a ganchillo de una colcha, que hizo para su cama de matrimonio ni aquella receta de arroz con leche de su abuela. Más tarde lamentaba haber perdido su amistad y la otra arremetía con esta queja: ¿Qué puedo esperar de alguien tan poco generoso que nunca me brindó un vaso de agua? ¿Pensaría que la iban a echar en la tumba su dinero para seguir siendo la más rica del pueblo? Y reía al recordar mientras jugueteaba conmigo.
Interrogo a la torre de la Vela, a los Arrayanes si le ven venir y me pregunto si allá donde fue encontró lo que buscaba o si en el intento quedaron enterrados sus sueños.
Una preciosidad de ensueño.
Me alegra muchísimo, Justo, que te hayan gustado. Un saludo muy afectuoso.
¿Preciosos todos!
Muchas gracias. Que nos digan que les gustan nuestros cuentos es lo mejor que nos puede pasar. Besos
Muy bonitos los relatos y muchas gracias por ellos!!!
Hasta los próximos!!!
Muchas gracias a ti por ser una fiel lectora. Besos
carinosmuy bonito.me gusto
Nos alegra mucho que hayas disfrutado con ellos. Besos
Q.bonito cuento y con final F.F…….magnífico.
Gracias