
Inger bajo el sol de Edvard Munch
El sol juega un papel particularmente importante, y es que el atardecer es el ambiente que marca la escena en muchas de las obras.
Crepúsculo: el sol se pone, el manto de la noche
desciende, el crepúsculo transforma a los mortales en
espectros y cadáveres en el preciso instante en que
regresan a casa para envolverse en las mortajas de sus
camas y abandonarse al sueño. El sueño, esa apariencia
de la muerte que regenera la vida, esa capacidad para
sufrir creada en el cielo y en el infierno
Munch representa en sus atardeceres ‘retratos’ donde las mejores pinceladas expresivas las consigue en el paisaje. Así, por ejemplo, los rasgos psíquicos de la hermana del artista en Noche de verano (Inger en la playa, 1889) se pueden apreciar mejor en los elementos que rodean a la figura, que en sus gestos o expresiones físicas.
Inger aparece sentada sobre unas rocas junto al mar, en actitud pensativa, vestida de blanco y con un sombrero en la mano. En el cuadro aparece la hermana de Munch en el lateral izquierdo, dejando el espacio central vacío de objetos para acentuar la soledad y el aislamiento de la figura.
Su mirada atraviesa toda la superficie del cuadro, pasando de un extremo a otro, fija en un punto que queda al otro lado, y que no vemos. Se trata del mar, que ‘absorbe’ su mente y actúa sobre ella con un poder sobrenatural.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Inger
Cristina Vázquez
— Inger. ¡Oh Inger!.
El hombre pronunciaba desolado este nombre, frente a la ventana de la casa de vacaciones, blanca y con tejado de pizarra. A sus pies un bolso de viaje y en las manos un sombrero; su coche no tardaría en llegar para llevarle a la estación. Tenía una estatura mediana y bien proporcionada, el pelo rojizo y una barba recortada en la que comenzaba a aparecer las primeras canas.
Estaba pasando unos días de descanso en casa de sus amigos, los Olaffsen, empeñados en que recuperara energías físicas y espirituales para el resto del año. Le aseguraron que la belleza del lugar, la calma del mar en esa época en que la luz inundaba la noche y los paseos por el campo, le devolverían la salud y confianza en sí mismo.
Un tropiezo con un feligrés influyente, que malinterpretó sus palabras, le obligó a visitar al Obispo, escuchar una dura reprimenda, soportar su injusta y severa mirada y ser retirado por una temporada de su ministerio. Esta fue la gota que colmó su alterado ánimo y tuvo que retirarse unos meses a una casa de reposo, pues la angustia y el nerviosismo le resultaron insoportables y ahora, más recuperado, fue acogido por sus amigos.
Desde los primeros días notó la bondad del lugar. Su efecto calmante, el ruido del mar continuo, pero sin agitación, el verdor de los prados y la buena compañía, eran más eficaces que los días en el hospital.
Una mañana descubrió a una mujer vestida de blanco, con un sombrero de paja y una prolongada y oscura mirada que, siempre a la misma hora, se sentaba plácida en unas rocas a mirar el mar.
Es Inger, nuestra vecina, le confirmó Editha Olaffsen, cuando se interesó por ella.
Pensó que el Señor, en su Misericordia, le estaba compensando de los sufrimientos pasados, y que esa mujer, con su resplandor, podría significar la paz que anhelaba y la compañera deseada, tras muchos intentos por encontrar pareja. Desdeñó a unas por frívolas, otras por insensibles, algunas por interesadas y muchas por displicentes. Al fin y al cabo él era un buen partido. Y al mirar a Inger, su desconfianza pareció derretirse y rezaba con devoción para que resultara, por fin, la mujer perfecta.
El nerviosismo y la angustia volvían a paralizarle y no se atrevía a dirigirse a ella. Se asomaba cada día a la ventana a mirarla y en esa contemplación recuperaba la paz.
Un día por fin decidió que había llegado el momento de hablarle y así lo hizo. Aprovechando el rato en que la hermosa figura, siempre de blanco como indudable señal de su pureza, contemplaba el mar desde las rocas, se acercó por detrás y la saludó, pero no obtuvo respuesta. Sentía que el suelo se resquebrajaba a sus pies, y que era incapaz de sobreponerse, pero avanzó hasta situarse más cerca y repetir el saludo. Tampoco esta vez obtuvo contestación ni gesto alguno por parte de la mujer. En ese momento creía que le iba a estallar la cabeza y caería redondo. Hizo un tercer intento frente a ella y balbuceó que el día era muy tibio, que a él también le gustaba el mar y, señalando la casa, se presentó como amigo de los Olaffsen.
La mujer lo miró con sorpresa y sonrió sin soltar palabra, hecho que le hizo perder su relativo aplomo y, tras una inclinación de cabeza, se retiró a paso vivo dando algún que otro traspié. Se iba quitando la corbata y se abría la camisa con la seguridad de que iba a ahogarse. Al llegar a casa de sus amigos se metió en su cuarto a esperar que, la tormenta que le arrasaba el ánimo, se calmara. Por nada del mundo quería que vieran signos de una posible recaída que lo llevara, otra vez, a la casa de reposo. Se tomó unas gotas tranquilizadoras y con el tono más neutro que pudo les preguntó por la vecina.
—Se llama Inger, muy guapa, pero sordomuda —afirmó Editha Olaffsen con una mezcla de satisfacción y falso dolor.
El camino de plata
Malena Teigeiro
No le gustaba sentir la suciedad de la arena en los zapatos. Agneta prefería sentarse en las rocas mientras contemplaba cómo el mar llegaba hasta ella pausado, tranquilo. Otras veces, las encrespadas olas arañaban con rabia el desespero que sentía en su interior.
Desde las peñas, de vez en cuando, dirige la mirada hacia el suelo para ver entrar y salir las olas entre los huecos de las piedras, arrastrando algas y conchas. Allí espera sentada, casi sin levantar la vista del horizonte, hasta que al caer la tarde agita la pamela de paja al viento, igual que hizo con el pañuelo de seda al despedir a Svend en el puerto. Luego, se va saltando de una piedra a otra. Lo hace despacio, sin importarle el tiempo.
Aquel día le costó mucho salir de casa. Sus padres le dijeron que persistir en su conducta le causaría una enfermedad. A la joven no le importaron ni los ruegos ni las amenazas. Sabía que la gente murmuraba, que desaprobaban su actitud, incluso que lo hacía su familia, sus amigos. A ella le daba igual que no la entendieran, le daba igual que dijeran que Svend no iba a volver. Ellos no sabían que la noche antes de embarcar, había puesto en su dormitorio jarrones con margaritas y rosas, palos de canela y vainilla en la cera de las velas y que, igual que en su noche de bodas, arropados sus cuerpos con sábanas de luna, Svend y ella se habían amado. Después, hasta que llegó la hora de partir, en sus horas de desmayo escucharon muy juntos el suave batir de las olas. Ellos tampoco sabían que esa noche Svend le juró que tornaría.
Por eso, la joven, vestida de blanco, una tarde tras otra, volvía a las rocas de verdes líquenes. Cuando decidiera regresar, Svend la encontraría como vela al viento, como el haz de luz de un faro alumbrándole el camino de vuelta
El mar estaba en calma cuando Agneta caminaba feliz hacia la playa respirando la brisa cálida. Atravesó la arena y saltó entre las peñas buscando la más alta, la más blanca, aquella que le servía de asiento. Sobre ella y con la pamela en las manos, aguardaba tranquila a que se fundiera la luz del sol con la de la noche, hasta que el firmamento se llenó de estrellas, hasta que vio aparecer una redonda y brillante luna. Ella, anhelante, la contemplaba. Poco a poco, su luz se fue volviendo blanca, tan brillante, que al elevarse por el firmamento dejó sobre el mar un camino de plata.
Sonriente, trémula, Agneta caminó por él.
Quién eres
Liliana Delucchi
Sin ruido y con mucho cuidado, Lucía se quita los zapatos y comienza a descender las escaleras. Su habitación está en la planta alta y, desde que recuerda, los escalones emiten ronquidos cada vez que los pisa. Es la hora. Aprovecha que su madre y sus tías toman el té para escapar a la playa. Ella debe de estar en aquel lugar.
La primera vez que la vio, la señorita Clara salía de su casa; vestida de blanco, se cubría del sol con una sombrilla y caminaba lentamente, como flotando. Creyó que era un hada y esa noche soñó que bailaban en Nunca Jamás.
Días después la vio en el mercado de la plaza; las manos se extendían hacia las manzanas y Lucía quiso decirle “cuidado, pueden estar envenenadas”, pero su madre tiró de ella y se perdieron entre la multitud.
Un miércoles, al volver de la clase de pintura, decidió dar un paseo por el arenal y allí tuvo lugar un tercer encuentro. La señorita Clara, sentada en las rocas, miraba un punto en el horizonte. La niña trató de distinguir a dónde se dirigían sus ojos, pero solo vio un espacio infinito, sin una nube y más a lo lejos, rompiendo el cielo…, la silueta de un barco pirata. La mano de la mujer se alzó en un saludo, y el buque desapareció.
Con disimulo, Lucía entra en la cocina, coge una cesta y la llena de las galletas recién horneadas que hay sobre la encimera. Descalza, sale a la playa y camina por la arena hasta llegar a las rocas. Se detiene, apoya la canasta sobre las piedras, la abre y le ofrece una pasta a la señorita Clara. Comen en silencio.
— ¿Quién eres? — pregunta la niña.
La dama se quita el sombrero, sonríe y le responde.
— Quien tú quieras.
La mitad de una moneda
Marieta Alonso
Desde niña fue su hombre. Se hicieron novios en la adolescencia. Él abandonó la aldea gallega donde vivían y se marchó hacer las Américas. Ella quedó a la espera. Todas las tardes al anochecer, se sentaba sobre las rocas junto al mar a soñar con su regreso.
Los años fueron pasando, las cartas vienen y van, hasta que se casaron por poderes. Ya esperaba el barco para marcharse junto a él cuando la guerra hizo que quedara atrapada en su aldea. Era tanto su dolor, sus ansias de él que comenzó a frecuentar a una hechicera famosa por su buen hacer.
Le hablaba de su temor a morir sin haber sido suya y tanto, tanto lloraba, que la adivina se apiadó de ella. La noche de San Juan, con la luna llena allá en lo alto, le dio a ingerir un amargo brebaje. Corriendo se fue hacia las rocas, se quitó y dobló el vestido con delicadeza, se acostó en la arena y con la mirada en el mar, lo esperó.
Él vino puntual, regalándole la mitad de una moneda de plata, le contó su vida por aquellos lares, acarició su pelo, yacieron juntos y se fue con un ¡Hasta pronto!
A los nueve meses nació su retoño. Las murmuraciones se hicieron eco por la tierra, por la ría, por el océano. Los suegros la despreciaron, las amigas le hicieron el vacío, no por haberse quedado embarazada sino por no ser sincera con ellas, ni siquiera sus padres podían creer lo que contaba. Enseñaba el regalo, su media moneda. Daba igual, no le creyeron. Y ella le pedía a la maga que deshiciera ese entuerto, que silenciara dichas calumnias. ¿Quién sino ella sabía la verdad de todo? Mas la hechicera sonreía susurrando: Los hechos las acallarán.
Siguió yendo a las rocas, a la mar, con su barriga, con su hijo en brazos, de la mano, corriendo detrás de él.
Cinco años más tarde, una mañana de primavera, un barco arribó con su amado. La meiga vino a contárselo. Se puso aquel vestido, testigo de su noche de amor, una diadema de flores silvestres adornaba sus cabellos, al niño lo peinó con la raya al lado y juntos se fueron al centro de la plaza, frente a la iglesia, con su media moneda plateada colgada al cuello. Lo vio venir a lo lejos, serena lo esperó, él con su media moneda en alto, llegó, y a la vista de todos unieron las dos mitades.
«La Mitad de Una Moneda» es narrativa en estado puro donde la imaginación deja poco espacio al entorno real de los hechos relatados. La meiga sustituye aquí a los elfos y las hadas, situando al propio tiempo la historia en un determinado enclave geográfico que queda mejor dibujado cuando aparecen los prejuicios limtadores de la felicidad de la protagonista. Como única conexión con el cuadro inspirador nos queda el mar y la figura femenina. Marieta la interpreta como a la espera en su explotación imaginaria. La pluma, a veces, nos traiciona y escribe cuanto se le antoja. En eso suele residir el misterio literario. !Enhorabuena!
Muchas gracias Ramón por leernos cada mes y mucho más por tu comentario. Gracias mil!
Marieta
Inger….q ternura.
Enhorabuena Cristna.
Besos mil.
Elena
Muchas gracias Elena, me alegro de que te haya gustado.
Un beso
Cristina
«El camino de plata». La nueva prosa del más puro realismo mágico. El amor en el alma del personaje, el que no muere porque no se desgasta; el amor eterno, por impedido; el que se alimenta de melancolía (Melancolía: quizá la palabra que mejor describe este retrato de Inger, cuyo título, «Inger bajo el sol», encierra la contradicción, el contrapunto y la tensión que muestra el lienzo; un sol que no brilla, que no calienta, que casi no ilumina. Una pintura de sombras brutales que ni la luz reflejada logra alcanzarlas. Un vestido blanco que, más que iluminado por el sol, emite luz propia: la luz queda de la melancolía que emana de lo más hondo de Inger). Acaso por eso, Teigeiro deja que a Agneta la alcance la noche, para darle un respiro al dolor atento de la espera; un descanso merecido, que se hará eterno «por el camino de plata». Y es que Teigeiro trata con dulzura a sus personajes. Se compadece de ellos, y decide librarlos del dolor para siempre.
Me ha encantado, Malena.
Gracias Manuel, por el cariño con que lees mis cuentos. Gracias, todavía mas grandes, por el comentario que haces de mi Agneta. Tú, como cuasi gallego, ya conoces lo que nos sucede ante la soledad, el mar, las rocas…
Un abrazo,
Malena