
François-Marius Granet, Jean-Auguste-Dominique Ingres
Francois Marius Granet, pintado en 1807 por Jean-Auguste-Dominique Ingres.
El retratado era también artista y amigo del pintor, y fue su modelo en una serie de pinturas de su época romana, lo que se evidencia en esta obra, que lo encontramos delante del Quirinal de Roma.
Después de haber pertenecido siempre al modelo, la tabla forma parte de las colecciones del Musée Granet
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Vocación
Cristina Vázquez
La primera noche que durmió en el seminario, sintió una congoja que se materializaba en la humedad de la estrecha cama y en el recuerdo del olor de su madre al abrazarle entre lágrimas, mientras le convencía de que lo hacía para que se formara, comiese y fuera un hombre de bien. Estudió, se formó y creció en sabiduría y belleza. A la altura de sus veinte años, cuando paseaba por la alameda de la ciudad, a paso ligero para aplacar el exceso de juventud, Norberto levantaba miradas de admiración en las jóvenes y no tan jóvenes con las que se cruzaba.
Destacó en gramática latina y recitaba versos con fluidez, modelados por una voz profunda y bien timbrada. Aunque no había tomado aún los hábitos, le encargaron en la misa dominical la lectura de salmos y algunos cánticos, que él realizaba con encendida pasión, levantando un cuchicheo emocionado entre las mujeres.
Una tarde apareció una dama preguntando al prior si ese joven seminarista podría dar clases de latín a su sobrina. Al proponerlo sonreía con la misma contundencia con la que sonaba su bolsa de doblones. Modesto óbolo para el seminario, padre prior, decía en un susurro mientras la deslizaba en sus cuidadas manos.
Así, una vez a la semana, el joven Norberto iba a dar sus lecciones y al atravesar la alameda, se desviaba un poco por la ribera para escuchar el canto de los pájaros y apreciar el olor de los trigales. Una onda de satisfacción contenida parecía estallarle en el pecho y en las sienes. A veces se retrasaba un poco, pues perdía la medida del tiempo oyendo el arrullo del agua. El esplendor de la Naturaleza parecía embargarle y ese algo indefinido y admirable se apoderaba de él.
La joven alumna era canija y renegrida, con unos dientes un tanto esquinados y una languidez difícil de animar. La tía, en cambio, resultó ser una viuda cuarentona bien plantada, un poco entrada en carnes y con una disposición de ánimo y deseo de aprender, que conseguía que las clases de latín no se quebraran en una repetición monótona de declinaciones y se fueran transformando en momentos musicales, ella al piano, la sobrina en una sillita moviendo la cabeza al compás y el gentil Norberto cantando para embeleso de las damas y satisfacción suya.
— Su vocación querido hijo, ¿es decidida? ¿Siente la llamada como verdadera? —le preguntó una tarde la jovial tía mientras merendaban unos deliciosos pastelillos.
— No lo sé, señora —confesaba mesándose los cabellos.
Y continuó diciendo que cuando oía el canto de los pájaros, el arrullo del agua o tomaba esos pasteles y cantaba en tan grata compañía, en esos momentos, querida señora, dudo, y con teatralidad se tapó la cara con unas manos blancas y finas.
La tía escribió una carta al prior en la que le insinuaba si podría trasladarse el seminarista a su palacete, para administrar su dinero y ser tutor de la sobrina, a lo que el prior puso muy poca, pero onerosa objeción.
El día que llegó, la buena señora le enfundó en la capa de terciopelo que su difunto marido no pudo estrenar y le pidió al más prestigioso pintor de Montauban, que lo inmortalizara por lo que pudiera suceder. La única condición que puso Norberto fue que pintaran al fondo del cuadro el seminario que había abandonado, y así se hizo. Y durante los veinticinco años que vivió como marido de la sobrina y dueño del lugar, lo miraba desde la terraza de su palacete, dando sinceras gracias al Señor por haberle encaminado en la correcta vocación.
Un pintor en París
Malena Teigeiro
François quería ser pintor. Busca por los campos tierra de colores que mezcla con aceite y manteca, y a pesar del hondo disgusto de su madre, fija de esa manera sus sueños en la tela de las blancas servilletas. Asombrado, se rasca la cabeza para mitigar el dolor de las collejas que la bendita mujer le propina al ver el estropicio causado. ¡Mujeres!, cavilaba mientras corría a laborar como mozo en el comedor de la fonda. Una noche, repartía un sopicaldo a los huéspedes, cuando vio que un cliente la dibujaba. No le extrañó, ella era rubia, joven, coqueta, y nunca había tenido esposo. Le gustó el aire del bosquejo, las regordetas manos apoyadas en la barra, el cuello estirado como las columnas de la iglesia. La imagen de las botellas de colores a su espalda, a su juicio, le daba aire de dama. Soltó la sopera sobre una mesa vacía y se plantó delante del comensal. Yo también soy pintor, dijo mostrándole su carpeta. Pues, a París, replicó el cliente sin levantar la cabeza. Aquí nunca podrás hacer nada. Las últimas cinco palabras rebotaron una y otra vez en su cerebro. Por la noche, tumbado en su camastro sin poder conciliar el sueño, tomó la más importante decisión de su vida. Ya tranquilo, se durmió.
De madrugada bajó a la taberna y después de forzar la caja, pedir perdón al Señor por el acto que iba a cometer, y jurar que devolvería ciento por una las monedas que se llevaba, guardó el dinero robado en el bolsillo, cogió la carpeta de las pinturas bajo el brazo, y se fue a París.
Al bajar del tren, intuyó que vestido de aldeano, nada podía hacer. Buscó un sastre y cambió sus ropas de aldeano, por un bonito traje marrón y una capa con gran esclavina forrada de terciopelo, en la que envolvió sus ilusiones y pesares. De tal guisa, se fue en busca de ese París que según había oído, era la cuna de la pintura. Paseó por una y otra orilla del Sena, sin acercarse a la gente pobre y mal vestida, de la que nada bueno se podía esperar, según decía su progenitora, pero lo cierto era que la rica tampoco se relacionaba con él.
Una mañana de sol, extinguida casi su robada fortuna, cansado de buscar y rebuscar, no sabía muy bien qué, se apoyó en la balaustrada del Sacre Coeur, y mientras contemplaba París y se despedía de él, no hacía más que meditar en la manera de no parecer derrotado al volver a la fonda de su madre. Un joven, con una capa como la suya, aunque vieja y raída, apenas a un metro de distancia, sentado el suelo comenzó a dibujar.
—¿Es usted pintor o solo dibujante?
—No se mueva —le gritó el hombre sin levantar la cabeza.
Quieto, sonriente, bien erguido, François le veía trazar líneas y sombras sobre la hoja de papel. Cuando le mostró el dibujo, pensó que la fortuna le sonreía, que aquel hombre podía ser su amigo. No se le ocurrió mejor manera de trabar amistad que la de invitarlo a cenar. Para ello se gastó el dinero del billete de vuelta a casa.
En un pequeño restaurante de la Place du Tertre, los nuevos camaradas, engulleron los alimentos departiendo sobre sus ansias y anhelos. Después, se fueron a un café en donde se unieron a la tertulia formada por camaradas del pintor. Al mostrarles el reciente dibujo, François les escucha hablar sobre la expresión de sus ojos, el temple de su figura, el áurea que emitía. Se sintió feliz en medio de aquel grupo de divertidos bebedores y hombres amargados.
Aquella noche, llevó sus exiguas pertenencias a la casa de su nuevo amigo y comenzó a trabajar. Cuando ahorró la cantidad robada, escribió:
Querida Madre:
Le envío el dinero que de la caja saqué la noche que me fui. Aunque hoy no pueda hacerlo, tal como le prometí al Señor en el momento de cometer mi horrible pecado, le enviaré esta misma cantidad cien veces. Quizá así pueda paliar su disgusto.
Soy feliz, madre. Vivo, como siempre soñé, inmerso en el mundo de la pintura. Mis cuadros aparecen en casi todas las exposiciones, y se venden bien. Le diría que son los más vendidos.
Pintar, pintar, no pinto. Pero hago de modelo, que no deja de ser otro modo de hacer pintura. ¿No cree?
Su hijo,
François
Semper fidelis
Liliana Delucchi
Tras dejar la mesa en la que había estado almorzando, Marius emprendió camino hacia el otro lado de la ciudad. La tarde, aunque apacible, empezaba a cubrir el cielo de nubarrones y al joven se le antojó que su travesía no iba a ser lo rápida que imaginara.
En medio del puente le pareció escuchar unos pasos que se acercaban; giró la cabeza en busca del dueño, pero la densidad de peatones le hizo imposible detectar si lo seguían. Sostenía el libro con su mano temblorosa, mientras unas gotas de sudor le mojaban el cuello.
El monasterio parecía cada vez más lejano, su caminar más lento y el volumen más pesado. Un banco a orillas del parque lo invitó a calmarse. Una niñera con un carrito de bebé le hizo compañía, mientras él ojeaba los dibujos que cubrían, una a una, las páginas que con tanto celo acariciaba.
Charles Lauzun era su amigo. Habían crecido juntos en medio de las olas de pálido morado que cubrían las colinas de Aix-en-Provence; el olor a lavanda y a heno formaban parte de su infancia, junto con los sueños de llegar a ser grandes en la pintura.
Charles fue el primero en partir y su talento encontró el eco que esperaba entre los artistas. Le escribía largas cartas en las que relataba su vida entre novelistas y poetas; tertulias con sabor a vino y discusiones hasta el amanecer. Cada tanto le enviaba un dibujo nacido de su mano firme y su perspicacia para atrapar hasta lo más nimio. Deja el pueblo, le decía, tu lugar está aquí, con los nuestros. Pero, cuando finalmente se decidió, Marius pudo comprobar que el sitio no era tan grande como para albergarlos a todos. El camino hacia la gloria se estrechaba, solo unos pocos podían seguir por esa senda y comprendió que sus pasos no lo llevarían a compartir la cumbre con su antiguo compañero de infancia.
Vivir en la gran ciudad era cada vez más caro y un anochecer que se encontraba apurando una copa de vino, un hombrecillo con un abrigo raído se le acercó. Solo tenía que conseguir el libro con los primeros bocetos de Lauzun y sus apuros financieros tocarían a su fin. Agotados los argumentos en pro de la fidelidad, decidió que la relación con su amigo se enfrentaba irremisiblemente a un erial de incomprensión. Y cedió.
Faltaban solo unos minutos para la cita: el monasterio seguía lejano y la respiración de Marius agitada. La niñera se puso de pie y se alejó empujando el carrito del bebé; un par de ancianos paseaban conversando, y una joven daba de comer a las palomas. Entonces, la muchacha se dio la vuelta y Marius pudo ver que llevaba un ramito de lavanda prendido en la chaqueta. Cuando el perfume de la Provenza llegó hasta él, acarició las tapas del libro que descansaba sobre sus rodillas, se levantó y emprendió el camino de regreso a su casa.
Siempre te querré
Marieta Alonso
Su silencio era lo más triste de todo. Antes de cruzar el río y atravesar el puente, se dio la vuelta. El adiós de esa mirada me acuchilló. No podía apartarme de la ventana. Tarde o temprano tendría que suceder. Se marchó.
Nació pintor con una capacidad rayana en la genialidad, según mi modesto entender, mas no fue famoso como otros. Solo yo, aquella niña a la cual ignoraba, que limpiaba el taller, que le preparaba los colores, los pinceles, la paleta, supe de su valía. Trabajó con los mejores de su tiempo. En su bondad compartía ideas y siempre eran otros los que mejor las captaban, los que sacaban más provecho de ellas. Se desanimaba. Vivir en la sombra cuando su único anhelo era ser luz, le causaba un dolor indescriptible. Quería dar pasos de gigante, pero siempre se encontraba por detrás, por debajo, nunca al lado ni mucho menos por delante de los otros. La impaciencia lo devoraba. No quería pensar que en la cima del éxito, el espacio es pequeño, que no hay cabida para tantos.
Partió en busca de un porvenir y me dejó solo una mirada, sin imaginar ser el culpable de las tormentas que me agitaron, sin llegar a saber lo mucho que le amaba.
Se fueron deslizando los días, meses, años. Hoy contemplo extasiada su rostro, en ese retrato que ocupa un lugar privilegiado en el salón de mi casa.
El relato del cuadro a la misma vez los cuentos que se hicieron de ellos fueron muy buenos
Nos alegra muchísimo que te hayan gustado. Un abrazo.
Amiga Marietta: Excelente tu cuento (los cuatro son muy buenos) y excelente selección para inspirarlo.
Desde mi ángulo psicológico siempre será motivo de pausa, tomar asiento y ponderar que las mujeres pintoras hayan pasado casi inadvertidas y nunca he podido saber si dedicaron a retratos de hombres tanta atención como sus colegas masculinos. Me ha hecho sonreír muchas veces que la ostentación de colores y diversidad de los machos en las especies animales sea mayor que en las hembras y que aún así nos hayamos autodenominado conquistadores cuando en realidad, fuera del juego del poder, son las hembras las que escogen. Entre los humanos prendas como el abanico y el pañuelo ornado tienen más historia de juego erótico que ornamental, siempre incitando, siempre sirviendo de carnada que el varón no puede eludir presa de su propio narcisismo ante la belleza de su conquistadora. Las heroínas bíblicas ganaban batallas seduciendo al comandante opositor, dejándole tomar e ilusionarse, dormir , de un tajo, cortándoles la cabeza. Los generales judíos necesitaban miles de hombres para ganar las batallas. la Profesora Almudena Hernando (enseña en la Complutense) es antropóloga y escribió un extraordinario ensayo sobre las mujeres y el poder. La realidad es que dentro y fuera de los contextos de poder, los hombres parece que tengamos una sexualidad mucho más ambigua que la de la mujer y de ahí la propensión a la violencia y a la dominación. Ni lo uno ni lo otro se pudieran comprender sin comprenderlas como defensas y nadie se defiende de lo que no presiente amenazante. Qué puede persuadir a un hombre para reconocer belleza en otro hombre o para conservar su propio retrato (haciendo las debidas excepciones como en el caso de los Medici, los Borbones y los Ferrara) si no fuera que le cueste tanto, desde narcisismo, mirarse con ojos de mujer? Imagino que si la raza humana ha de progresar en algún momento los hombres podamos ser capaces de apreciar lo propio femenino sin presentir que represente alguna amenaza lo masculino en la mujer y disfrutar la totalidad siempre heurística de la única cualidad de lo divino, si es que lo divino en efecto existiera, que es la belleza que no reconoce fronteras y que solo sabe derribarlas. Gracias por estos espacios.
Muchas gracias por leernos y nos alegra que nuestros cuentos te hayan llevado a esta reflexión tan profunda.
Un saludo
Nota a mi comentario anterior. Debí hacer justicia reconociendo a la mítica Sofonisba Anguissola (1535-1625) en la Corte de Felipe II aunque no parece que pudiera firmar con su nombre sino con el de su «supervisor» profesional Alonso Sánchez Coello.
He aquí el enlace a su autorretrato: https://es.wikipedia.org/wiki/Sofonisba_Anguissola#/media/File:Self-portrait_at_the_Easel_Painting_a_Devotional_Panel_by_Sofonisba_Anguissola.jpg
UN PINTOR EN PARÍS
Imaginaria descripción de la bohemia parisiense, de la casusítica de sus orígenes y de las muchas y muy variadas decepciones que abrigaba. Malena, ¿por qué no continuar divagando en ese entorno con tu pluma?
RLF y Suárez
Mi querido amigo: Ya quisiera yo dar gusto a mis lectores. Lo que sucede es que el tema, la imaginación, el estado de ánimo, y hasta la salud, me dictan unos cuentos y a veces otros.
Un saludo
Malena
Me han gustado mucho las historias que contais
Muchas gracias Javier por leernos.
Un saludo
Teneis sensibilidad, una mirada profunda y poetica para, mes a mes, escudriñar el cuadro propuesto y dejar que vuestra imaginación vuele y cree esas
historias que nos encantan. Sois estupendas pero,mi amiga Malena más. Bsss