Casi sin darnos cuenta, este mes de octubre hace un año que comenzamos esta andadura literaria, que ha sido posible gracias a vosotros fieles lectores que nos habéis seguido en esta aventura.
GRACIAS
Hemos tenido la fortuna de que nuestras letras, como las olas que navegan hasta ultramar, alcanzaran lectores alejados geográficamente, aunque próximos al compartir la lectura, darnos su opinión y participar en este proyecto. Si hemos conseguido divertiros, emocionaros, haceros pasar un buen rato, nuestro objetivo de modestos escritores está cumplido, pues sin LECTOR no existe escritor.
Sólo deseamos que todos y cada uno de nuestros lectores, y a los que esperamos lleguen a conocernos, sigan leyéndonos para poder cumplir más años juntos.
Como la ocasión lo merece, este mes os traemos cuentos inspirados en dos imágenes que te transportarán inmediatamente a las celebraciones de aniversario.
Pastelería Niza

La centenaria pastelería Niza, con su portada galdosiana, y un espléndido mobiliario de mármol y madera de estilo rococó, ha endulzado con sus deliciosos hojaldres y pasteles rusos a los vecinos de la calle Argensola y Orellana, esquina en la que se encontraba situada. En el año 2011 reabrió sus puertas con el nombre de Sugar Factory.
La Campana - Norman Rockwell

Norman Rockwell (Nueva York, 1894- Stockbridge, 1978 - EEUU). Ilustrador, fotógrafo y pintor célebre por sus imágenes llenas de ironía y humor, destreza técnica y frescura.
Su infancia fue feliz, viajando y pasando los veranos en Nueva Jersey junto a su familia.
Hizo publicidad para McDonald's, Coca-Cola, Goodyear, Campbell y otras muchas empresas.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
¡Qué dulzura!
Cristina Vázquez
Un hombre hermoso, así lo definía doña Amalia aposentada en sus carnes, su riqueza y su nombre, hermoso pero inútil. Y barría el aire con un abanico de una sutileza inadecuada a sus manos amorcilladas por sortijas. Su pequeña corte de amigas, provincianas y deslucidas, se reunían en torno a ella tres veces por semana en la pastelería de la calle Alta. Cuando hacía el inevitable comentario sobre el camarero, todas le miraban al unísono, mientras él, arrastrando los pies, servía delicados dulces en veladores de mármol.
Había sido la última novedad a comentar en la ciudad, que como una Vetusta de tono menor, daba cobijo a una población cansada de mirarse y sin voluntad de abrir sus ojos hacia otros rumbos.
Después de varias consultas con el párroco y extensas charlas sobre la necesidad de ayudar y mejorar al prójimo con sus amigas, doña Amalia tomó la decisión de hacer del camarero un hombre de provecho. Teniendo en cuenta que el nombre del susodicho era Deogracias y que venía de un país de Ultramar, cuyo nombre la Doña no conseguía retener, que le daba un hablar dulce, decidió en un acto de generosidad y arrojo comprar la pastelería, que iba decayendo con languidez y poner al frente al hermoso. Aunque siempre perorara sobre su inutilidad, en su cómputo podía más su belleza, su hablar pausado de lejanos ecos y esa sonrisa que parecía glaseada por una dulzura inalcanzable.
Su vida rutinaria empezó a tomar un aliciente en el arreglo del local y ahí descubrió las cualidades del hombre que, como si le hubiesen puesto un resorte, pintó, arregló y dispuso con gracia unos anaqueles, donde hacer combinaciones de dulces con diferentes colores, que cambiarían cada semana.
Doña Amalia bendecida por su buena obra y excelente resultado, parecía restallar en sus apretados vestidos, que de manera imperceptible escotaba y aligeraba cada vez más. Hasta perdió peso, y eso era difícil teniendo la tentación de las pastas y delicias tan cercanas todo el día. Descubrió que tenía alma de negociante y que el ruido de la caja registradora le resultaba una música celestial y más celestial aún sentarse, al echar el cierre, a hacer cuentas en la trastienda con su encargado, pues ya había pasado a categoría de encargado, el cual sugirió que contrataran a una chica para hacer frente al aumento de trabajo.
— Lo de la pastelería, doña Amalia, siempre tiene un toque más femenino, como el que usted le ha sabido dar.
Los suspiros de la Doña hacían volar polvo de azúcar que le blanqueaba el pelo al hombre, y ella se imaginaba cómo envejecería, y con ese dulce polvito en las sienes su diferencia de edad se acortaba. Esto la hacía sonreír con una blandura de merengue.
Deogracias le agradecía, como corresponde a su nombre, su bondad, e insistía en que otra mano que ayudara se estaba haciendo indispensable. La buena mujer se resistía, pues esa pequeña y dulce soledad compartida, ese decidir los colores de los pasteles al unísono, rosa y verde una semana, otra naranja y chocolate, otra azul cielo y blanco, le producía un cosquilleo desconocido para ella hasta entonces, y que estaba empezando a dar que hablar en la Vetusta tradicional.
Decidió que le haría su socio a cambio de que no entrara ninguna mano femenina más que la suya, pues aunque le llenaba el pelo de polvo de azúcar cada tarde en la trastienda y le acercara golosona a la boca una nueva creación, esperando a qué él le diera el visto bueno, el hermoso, ya para ella hermosísimo y utilísimo Deogracias, nunca respondió a ninguna insinuación de la Doña, hasta que le propuso no solo ser socio sino marido. Él aceptó con respeto y le besó la mano con una delectación que casi se desmaya de hipoglucemia.
Pasaron unos meses y el ya marido empezó a ganar peso, sentado detrás de la caja registradora, mientras doña Amalia subía y bajaba a coger pastas, tartas, daba órdenes en el obrador y soportaba con resignación a la nueva muchachita, de su mismo país de Ultramar, que había llegado por casualidad a la ciudad, y que él confió al generoso corazón de su mujer para que la acogiese.
Una mañana corrió la voz que Doña Amalia había sufrido una repentina parálisis y que estaba grave. Se cerró la pastelería y después de un mes volvieron a abrir. Esta vez el colorido era de chocolate negro intenso con unos pequeños, casi imperceptibles adornos de merengue. Apareció sentada en una mesa que daba a la calle, rígida, sin poder hablar y mirando con ojos asustados y torcidos su pastelería y la gente que entraba. Deogracias, enderezándola cada poco, le daba un pastelito en la boca y seguía sentado en la caja, mientras la nueva chica iba y venía con un andar cadencioso de potranca joven, que hacía desviar las miradas de los clientes.
Al cabo del mes, la pusieron en un sitio alejado de la ventana, pues asustaba un poco a los niños y a alguna clienta quisquillosa. A veces una amiga venía a hacerle compañía en su silencio forzado o en su medio hablar incomprensible. A los dos meses tocó la campana a muerto por toda la ciudad. Doña Amalia se había atragantado con un empiñonado. Una amiga susurraba que le había entendido decir que su marido no era Deogracias, sino su Desgracia. Pero nadie la creyó.
15 de octubre
Malena Teigeiro
A todos los que,
a través de los últimos 12 meses,
dedicaron su preciado tiempo
a leer nuestros cuentos.
A Ángel García
Desde hace cincuenta y cuatro años José, después de almorzar, descansa un poco, y a eso de las siete se afeita, se pone una camisa blanca, nada de modernismos, y el traje azul marino.
—¿Te falta mucho, Mercedes?
Apaga la luz y se dirige al cuarto de estar. Busca un cigarro y se sienta en su ajado sillón. Esa noche, como todos los 15 de octubre, cenan en el hotel en el que celebraron sus esponsales. Bueno, todos no. Hubo uno en el que fueron a otro peor. Aquel año no iban las cosas bien y pensó en ahorrar. Nunca más lo hizo. Desde entonces guarda todas las monedas pequeñas que caen en sus manos, y la víspera las cambia en la caja de ahorros, en donde, como siempre, y sobre todo desde que hay ordenadores, lo espera el Director.
—Don José, pero, ¿ha pasado ya otro año? —él le sonríe—. ¡Me da usted una envidia!
Enciende el cigarro. Habían tenido cinco hijos, todas niñas. Desde la segunda sabía que eran muchas, pero quería un chico. ¡Qué emoción la espera en los partos! Ahora todo se sabía, pero entonces… Con qué guasa le interrogaba su amigo el jesuita, cuando iba al colegio a pedir plaza para el deseado hijo cada vez que ella se quedaba en cinta.
—José, ¿ya nació?
—No, aunque esta vez seguro que es un chico. Lo presiento. Y sé que no me equivoco.
Y se equivocaba. Hasta que un día Mercedes dijo que ya estaba bien y que ni una más. La comprendió, aunque le hubiera gustado tener un hijo, un varón. Charlar con él de hombre a hombre; ir juntos al fútbol. No se podía quejar, porque Anita siempre estuvo dispuesta. ¡Ay!, esa Anita, tan díscola. La de lágrimas que hizo llorar a su madre.
Algunos años fueron difíciles. Los colegios, las universidades, dinero para zapatos, comida. Siempre le asombró la manera en que Mercedes disfrazaba la carne. Merecería que la nombraran cocinero de intendencia, pensó.
—Mujer, vamos, si tú estás guapa de cualquier manera.
Ahora todo era distinto. Ella también. En sus ojos ya no brillaba aquel color azul casi transparente, ni su talle era ligero, esbelto. Estiró los brazos y con un gran suspiro la imaginó entre ellos. Todavía cuando la abrazaba, seguía sintiendo la misma angustia, el mismo placer. Quizá ya sin arrebatos, sin locuras, pero sin acabar de acostumbrarse a que fuera suya. Cuánto disfrutamos juntos, y nuestros enfados... Esos, invariablemente acababan siempre igual, ella riendo o llorando y él desnudándola.
Le dio una calada profunda al cigarro. Ya sólo se enfadaba cuando lo abandonaba por los nietos. ¿Era posible que fueran celos? No. Solo le gustaba tener tranquilidad. Dieciocho nietos eran muchos.
—Pero mujer, ¿no ves que nos esperan en el hotel? Se está haciendo muy tarde.
No le contesta. Se levanta y se pone una copa. El que hiciera como que no le oía, era algo que no podía soportar. Aunque con los años se había ido acostumbrando. Cerró los ojos antes de dar un sorbo de coñac.
Desde la puerta Mercedes le sonríe. Al verlo levantar la cabeza, gira sobre los zapatos de gruesos y bajos tacones. La gasa de la falda se eleva mostrando la piel flácida y celulítica de sus muslos blancos.
—¿No voy un poco ridícula con este vestido tan juvenil? No sé por qué hago caso a las niñas —un mohín se dibuja en sus perfilada y hermosa boca.
El anciano se levanta y la coge por los codos. Acercándose, la besa.
—Estás más linda y más joven que hace cincuenta y cuatro años.
—Mentiroso. Anda, vamos —se le enrojecen las mejillas.
Lo coge del brazo y muy juntos cierran la puerta.
En el ascensor vuelve a besarla. Ella, coqueta, se mira en el espejo. Él cierra los ojos perturbado. La imagen de una joven de ojos azules vestida de blanco, asomándosele los rizos entre pliegues de tul, lo conmueve. El ascensor sube despacio. José vuelve a mirar al espejo y ve a la anciana que trémula, sonríe acariciando en el cristal su mejilla. La abraza. Él, como cincuenta y cuatro años atrás, siente que le invade el deseo.
Feliz cumpleaños
Liliana Delucchi
Amodorrada, con la cabeza hundida aun en entre los almohadones, Clarisa escucha las campanas. El sonido llega suave y la niña busca a tientas a su muñeca en medio de las sábanas. Es temprano, la luz que se cuela a través de las persianas pinta rayas sobre el suelo, líneas que van creciendo hasta adueñarse de la cómoda y la estantería. Todavía no se oyen ruidos en el jardín, pero pronto empezarán los empleados que contrató mamá para adornar el parque y que todo esté listo al anochecer.
Serán muchos los invitados, la ocasión lo merece, es el aniversario del matrimonio.
Clarisa se levanta y se acerca al pequeño ropero donde guarda los vestidos de Amanda. Te pondré guapa, un vestido blanco como el mío, y podrás asistir a la fiesta. Te sentarás a mi lado y todos podrán ver lo importante que eres. Con un diminuto peine arregla los rizos de su muñeca y le pone un sombrero. Hoy hará calor y es bueno que te protejas, eso dice mamá, hay que cuidar la piel del sol.
Después de desayunar sale al jardín. Es un hervidero de gente. Unos señores están poniendo luces en los árboles, otros tienden farolillos de un extremo al otro del patio. Llegan personas con cajas muy grandes y casi se llevan por delante a la niña; su hermana mayor le ordena que vaya a su cuarto de juegos, pero Clarisa responde que prefiere ir a visitar a don Mateo, el campanero, aquel que la despierta todas las mañanas.
Cuando llega a la iglesia encuentra a don Mateo sentado a la sombra de un árbol, comiendo una manzana.
—¿Quieres un poco?
—Gracias, don Mateo, ya he desayunado.
—¿Y tu muñeca, no querrá?
—A ella no le gustan las manzanas, prefiere las ciruelas.
Clarisa se acomoda junto al anciano que le cuenta la historia del almendro que los cobija. Lo plantó su padre hace muchos años, y él siempre sabe cómo será la primavera de acuerdo con la cantidad de flores que llenen su copa.
—Esta noche celebramos el aniversario de boda de mis padres y han preferido que me marchara para no molestar. Pero se está cometiendo una injusticia. Verá, en mi casa se festejan todos los cumpleaños, pero nadie se acuerda del de Amanda.
—¿Y tú sabes cuándo es su aniversario?
—Sí, mañana. Desde que me la regalaron duerme conmigo, me abraza cuando tengo miedo y me cuenta historias. Amanda es una gran cuenta cuentos, seguro que de mayor será escritora.
Don Mateo sugiere que si es una injusticia debería remediarla y organizar una celebración, pero Clarisa cree que nadie iría, porque su familia siempre tiene prisa.
— Yo quiero algo más.
—¿Algo más? ¿Cómo qué?
—Que todo el mundo lo sepa, que el pueblo se entere.
—Déjalo de mi cuenta.
Después de una noche de fiesta en que permitieron a Clarisa quedarse hasta más tarde de lo habitual, la niña despierta con el tradicional sonido de las campañas, aunque esta vez es diferente, parece más fuerte y con una melodía distinta.
Se asoma a la ventana. Enganchada a la campana de la iglesia ve una pancarta con una leyenda que la emociona: Feliz cumpleaños, Amanda.
Toda una vida
Marieta Alonso
Francisco, así se llamaba el campanero, cumplía sesenta y cinco años y cuando, como todos los días, fue a repicar para que los alumnos formaran fila en el patio del colegio, se encontró abrazada a la campana una cinta que le deseaba un feliz cumpleaños.
Estos chicos no tenían nada mejor que hacer, pensó. Quitarla le costó un gran esfuerzo. Y mientras lo intentaba, se vio con cinco años y a sus padres hablando de dinero, como siempre. Se vio entrando en aquel colegio público donde cursó los seis años de primaria. Se vio en cama pasando la poliomielitis, que le dejó una pierna más corta que otra, y otras dolencias de las que mejor no hablar. Se vio haciendo los cursos de secundaria básica, estudiando Pedagogía, pero lo cierto es que no llegó a graduarse. Todo se fue al garete el día en que el director del colegio entró en el aula y le llamó por su nombre y los dos apellidos y tembló al echar la paletada de tierra en la tumba de sus padres, a los que, literalmente, les partió un rayo.
Su vida se complicó. Había que comer. Había que trabajar. ¿En qué? El director dio con la solución. Sería el guardián del colegio. El río de la vida le fue arrastrando por la corriente de la enseñanza sin participar en ella. Aprendió a arreglar una puerta desvencijada, el tejado no volvió a tener goteras, los suelos de las aulas y de los pasillos servían de espejo. Y aquella campana que por haberse roto el badajo había dejado de funcionar cuando él no había nacido y que sustituyeron por un vulgar silbato, volvió a dejarse oír.
Es el típico solterón, comentaban los alumnos de más edad, pero se equivocaban. Se había casado una vez, con una chica encantadora que murió de parto.
Llegó la jubilación. Hubo un banquete de despedida, una mesa larga, muy larga, que formaba un cuadrilátero, se llenó de vasos, platos y cubiertos de plástico. Allí estaban reunidos el claustro de profesores, los alumnos de ese curso y los antiguos, que no se quisieron perder tan gran ocasión. Estaba a rebosar aquel patio que guardaba tantos recuerdos. Recibió regalos que no le cabían entre los brazos. Se pronunciaron discursos y el último fue el suyo.
Carraspeó y estrujándose las manos confesó, entre otras cosas, que nunca olvidaría sus rostros de niños, de adolescentes, que si Júpiter tuviera a bien devolverle los años pasados, volvería a ser lo que había sido. Terminó con una sorpresa. Traía un regalo para la Biblioteca. Un libro de cuentos escrito en sus horas de ocio. En él cada uno de los alumnos podría sentirse identificado con algún personaje.
Se sentó emocionado mientras una gran ovación rompía el silencio y se escuchó una voz:
“Larga vida al escritor”.
Marieta, despliegas imaginación a manos llenas por eso eres escritora de relatos. El tercer párrafo de TODA UNA VIDA me parece delicioso por el ritmo que describen las ideas subrayado por las comas. Me alegra verte cada día más lograda.
Muchas gracias Ramón. Animas a continuar esta andadura. Un abrazo.
Todos estan muy bonitos sigan escribiendo porque todas tienen un potencial de escritoras
Gracias Martha. Gracias a vosotros por leernos.
Marieta, como siempre realista y a la vez soñadora.
Creo que a eso se le podría llamar soñar despierta. Abrazos.
Las cuatro interesantes y bonitas, pero las dos últimas, inspiradas y preciosas, quizá sea porque a mi TODA LA VIDA, me han encantado las celebraciones de aniversarios. Esta, !es tan tierna! Isabel.
Muchas gracias Isabel. Eres un cielo.
Gracias a vosotros porq sin escritores……..no queda nada……
Nada hay más hermoso que escribir y que nos lean. Gracias.