
Falenas de Carlos Verguer Fioretti
El pintor y grabador español formado en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, que realizó esta sugerente, evocadora y provocativa pintura, la nombró Falenas, como las pequeñas mariposas nocturnas, irremediablemente atraídas por la luz y el fuego. El pintor asocia estas humildes mariposas con las mujeres que, como ellas, viven bajo los haces de la luz nocturna.
Y persiguiendo el vuelo de estos pequeños y humildes lepidópteros, los cuentos que este mes hilvanan nuestras escritoras, describen la desesperación de una esposa hastiada, la consecuencia de unos zapatos pequeños, la rápida reacción de una madre y el camino de un ramito de violetas que, como las falenas, recorren la noche ofreciéndose como acompañantes tanto debajo de la luz de una farola como en lujosos salones de moda.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Paquita
Cristina Vázquez
—Paquita, eres Paquita ¿verdad? —los ojos de la mujer que lo decía parecían canicas incendiadas.
A la que llamaba por este nombre, se giró despectiva y en un francés embravecido de erres, le contestó que estaba equivocada, su nombre era Francine, y que hiciera el favor de no molestarla. La música de fondo un tanto ruidosa obligaba a las dos mujeres a hablar en un tono alto. La primera insistía con torpeza que ya podía decir lo que quisiera, pero que a ella no le engañaba que era la famosa Paquita de la que hablaban en el pueblo. Francine miraba a otro lugar como si no entendiera lo que le estaba diciendo. Se acercó al oído del hombre sentado a su lado en la mesa.
—Qué horror estos españoles —le susurró en su exótico francés—. En seguida te confunden.
Francine afirmaba que era hija de un diplomático egipcio y por eso tenía ese peculiar acento que hacía difícil reconocer su origen. Mucho tiempo y ensayos con un profesor de lengua, al cual, en vez de cobrarle sus desahogos, le pedía que le enseñara a disimular su terrible pronunciación. El profesor, un joven de poca experiencia amatoria pero buen criterio de enseñante, le sugirió que en vez de disimular su crudo deje español lo marcara con más ahínco. Y así había conseguido hablar de una manera sencillamente exótica.
La aparición de esta compatriota en el cabaret Burlesque, lugar de moda en Lyon, con la osadía de llamarla por su nombre de pila con esa desfachatez, la dejó desarmada. ¡Paquita!, con el tiempo y el esfuerzo que le había costado hundir ese nombre y esos recuerdos. La mujer que la había llamado así permanecía un poco apartada de ella comentando con otra chica y sin quitarle la mirada de encima. Un doble sentimiento de rabia y piedad la empezó a invadir.
Monsieur Lascagne, el hombre con el que compartía mesa y otros quehaceres, era uno de sus acompañantes más antiguos y habituales. En ese momento le hablaba de cómo iba la bolsa y del bolso de cocodrilo que le iba a regalar a su mujer y a ella. Ya sabía, ma cherie, que él por encima de todo era justo. Bolso en casa, bolso aquí y cambiaba la mano de sitio para señalar dos lugares precisos sobre la mesa. Aunque el suyo iba a ser un poco más lujoso con un cierre de piedras semipreciosas.
—De ágatas, como tus ojos —le confesaba bien repantigado en su silla atufándola con su puro.
Francine le miraba con sonrisa beatifica y la sorpresa prendida en los ojos. Esta combinación no fallaba nunca. A los hombres les encantaba sorprenderte y que te entusiasmaras con sus afirmaciones por necias que fueran. Llevaba ya muchos años de profesión, pero la aparición de esa desvergonzada, que permanecía con la otra chica a su espalda, a las que podía oír su chismorreo sobre ella, la estaba empezando a inquietar. Se vio reflejada en esa golfilla con pretensiones. Monsieur Lascagne se giró para mirarla y le preguntó quién era esa chica tan joven y tan guapa que parecía conocerla.
—Tiene un aire a ti cuando eras joven —Francine sonrió con toda la falsedad de la que era capaz—. ¿Por qué no me la presentas?
—No la conozco y no sé quién es —pero una duda desalentadora empezó a cuajar en ella.
Imposible. No podía ser, demasiada casualidad, se decía mientras dejaba de atender a la charla del orondo caballero, y se iba a estos pensamientos que la empezaban a sacudir. Imposible, ella mandaba el dinero para que la niña estuviera en las monjas educándose. Hacía menos de un mes que le mandaron noticias de ella asegurándole que estaba bien y que era estudiosa. La última foto era del año anterior, pero la idea como una serpiente insidiosa se iba enroscando en ella, con la sensación de que acabaría estrangulándola. Se dio la vuelta con brusquedad para verla y entonces tuvo la certeza. El mismo gesto desafiante, la misma sonrisa ladeada e igual forma de apoyarse en la cadera. Mientras oía al baboso acompañante insistiendo en conocer a la niña esa, tan parecida a ti, que sería como un sueño revivir esos primeros años juntos.
La mujer se levantó, le dio un beso en la frente al hombre y se acercó a la joven a la que cogió de un brazo.
—Además de Paquita, soy tu madre y te vienes conmigo ahora mismo. Mañana tú y yo cogeremos el tren de vuelta.
Bañeras perfumadas con sales de rosas
Malena Teigeiro
Con la juventud acabada entre las aguas perfumadas con sales de rosas de las bañeras de los hoteles más lujosos, Babette vio amanecer. La lechosa luz se colaba entre las rendijas de las cortinas, mezclándose con la de las velas rojas que adornaban la mesa. Siente que hace ya horas que el humo del cigarrillo que le enrojece los ojos, se le queda pegado al paladar.
Desde muy pequeña Babette se llevaba del puesto de su madre en el mercado de las flores, los ramilletes de violetas para luego venderlos a los elegantes caballeros que salen del teatro de la ópera. Y fue uno el que, al dejarle las monedas en la palma de la mano, fijó en ella sus negros, brillantes y emocionados ojos, haciéndola estremecer. Sus apenas quince años fueron incapaces de ver la sordidez del oscuro deseo de lo que Babette entendió como pasión.
Durante varias noches se buscaron y cuando los últimos asistentes a la función desaparecían, escondidos entre las columnas, ellos se llenaban las manos de caricias. Luego, al amanecer, después de un largo y apasionado beso, se despedían.
Aquella noche, y aunque ella percibió que la luz despejaba el cielo, él continuaba besándola sin parecer importarle el tiempo. De pronto, se separó y peinándose con los dedos los descabalados rizos, la invitó a desayunar. Cogidos de la mano corrieron hasta un café que no cerraba en toda la noche. Sin soltarla, André se dirigió directamente al fondo de la sala. A un velador de mármol blanco, con una copa de coñac entre los dedos, estaba sentado un caballero de cierta edad. Se lo presentó como un amigo de su padre que visitaba París.
A la mañana siguiente, a Babette la despertó una jovencita uniformada de negro. Era la camarera de piso del hotel. Buenos días, señorita, la voz que pronunció aquellas palabras le taladró el cerebro. La muchacha dejó la bandeja con un copioso desayuno sobre una mesita al lado de la ventana. Después descorrió con fuerza las gruesas cortinas de brocado azul. La brillante luz le hizo darse cuenta a Babette que debía de estar muy avanzada la mañana. Antes de retirarse, la doncella se acercó a la cama, sacó del bolsillo del tieso delantal un sobre que le entregó, no sin antes dedicarle una lánguida y despectiva sonrisa. Con la emoción del que abre una carta por primera vez, rasgó el sobre. El que ella creía su enamorado, decía que un asunto urgente le obligaba a dejarla sola en la habitación, y que, tranquila, esperara allí su vuelta.
Babette saltó de la cama. Su desnudez se reflejaba en el espejo del armario y cruzó los brazos sobre el pecho. Se acercó de nuevo a la cama y con la colcha, del mismo azul que las cortinas, aunque esta era de liviana seda, se la colocó sobre los hombros como si fuera una capa. Lenta, se llevó la mano al cuello. Era el mismo y elegante gesto, que tantas veces vio hacer a las damas al salir de la ópera para protegerse la garganta del frío, y que ella contemplaba con envidia. Envuelta en la lujosa tela, pensaba que era una reina cuando se sentó a la mesa. Mientras mordisqueaba un brioche atisbaba por la rendija de la puerta del cuarto de baño. Dejando caer la colcha al suelo, cruzó la habitación y entró en él. Una bañera de hierro con garras pintadas de negro como patas, parecía estar esperándola. Abrió los grifos y echó al agua el contenido de un frasco de sales. El baño se inundó con un fuerte perfume a rosas. Nunca había utilizado una bañera y, temerosa, se introdujo en ella. El perfume y las caricias del agua la adormecieron. Cerró los ojos y se mantuvo quieta hasta que sintió frío.
Entró de nuevo en la habitación. Sin que ella se hubiera dado cuenta alguien la había ordenado. La colcha que dejó tirada, lisa y resplandeciente, estaba sobre la cama. Y fue en ese instante cuando percibió un fajo de billetes sobre la mesilla. Calculaba las noches que tendría que estar vendiendo violetas cuando la puerta se abrió. André y el caballero que reconoció como el que la noche anterior estaba sentado delante del velador de mármol, se quedaron contemplando su desnudez. Mientras su adorado André se acercaba a ella quitándose la camisa, el hombre de grueso vientre, flácidas mejillas y febriles ojos, se sentó al lado de la ventana. Casi parecía que quisiera esconderse entre los pliegues de las cortinas.
A partir de ese instante la vida de Babette cambió, y la de su madre también.
Pasados unos meses, tanto André como el caballero, desaparecieron de su vida, no sin antes haber contado entre sus amigos la docilidad de la muchacha. Y ellas, ya buenas conocedoras de aquellas artes, pronto encontraron a otras parejas que la desearan, solo que, ahora, era su madre la que ponía precio a sus servicios.
Sentada a la mesa del cabaret de moda, Babette dejó la copa de champán sobre la mesa. Ahora, no solo el humo del cigarrillo que le enrojecía los ojos se le pegaba al paladar, sino que también sintió en la boca la acidez del licor que antes la hizo reír. Cansada, percibió de pronto el peso de los surcos que durante años fueron dejando las diferentes manos en su piel, que ya flácida, casi no podía sostener el maquillaje.
El ruido de las risas, cánticos y gemidos de las parejas a su alrededor le borraron la sonrisa. Recordó con amargura la obscena mirada del caballero sentado entre las cortinas de la habitación del lujoso hotel, del que ni tan siquiera llegó a conocer el nombre. Se llevó la punta de un dedo al lagrimal. Creyó que el humo del cigarrillo le hacía llorar los ojos.
Cuestión de pies
Liliana Delucchi
Cuando le conté a Raquel, mi compañera de pensión, que el dinero que ganaba en la mercería apenas alcanzaba para pagar ese mísero cuartucho, me habló sobre otras formas de incrementar los ingresos. Ella practicaba cierta profesión desde hacía un tiempo y nunca le habían pedido referencias.
No estaba mal bailar y dar conversación un par de noches a la semana. La charla tampoco tiene que ser muy interesante, acotó, basta con que sepas escuchar. Esos señores quieren sobre todo una oreja dispuesta a atender extensos monólogos que versan sobre su éxito personal. Es cierto que también están los que abusan un poco del alcohol y se ponen melancólicos, con esos tienes que tener la paciencia de una maestra de parvulario cuando el niño se pone caprichoso.
Así que, un martes, al regresar del trabajo me lavé y fui a golpear la puerta de la habitación de Raquel. Ella ya había preparado un vestido, collar, chal y pulseras para adecentar mi indumentaria. La verdad es que tenemos la misma talla, a excepción de los zapatos, ya que calza un número menos que yo. Resistiré, me dije, y partimos hacia nuestro destino.
El local estaba abarrotado de hombres trajeados y mujeres que lucían sus mejores galas. En mi pueblo no sé de la existencia de locales como ese, es probable que los haya, pero seguro que la concurrencia no va así de acicalada.
Después de bailar un par de piezas, me senté a una mesa que compartía con un señor un poco entrado en carnes que movió la cabeza en señal de saludo. Era agradable, aunque no muy conversador. Como vi que movía los pies, le pregunté si quería bailar. Se negó con una disculpa que imagino elegante, porque no llegué a oír, y se puso de pie. Al verlo caminar en dirección a la salida me sentí realmente mal. Mi primer día iba a ser un fracaso.
Esperé un rato más para ver si mi suerte cambiaba, pero entre el cansancio de tantas horas en la tienda y el calzado de Raquel una talla más pequeña, resolví volver a casa. Esa noche mi salario no se incrementaría.
Una constante llovizna me recibió al salir y, temerosa de arruinar los zapatos prestados, me los quité y pude sentir el frescor de un charco de agua que me llegaba casi hasta los tobillos. Cuál sería mi sorpresa cuando vi, sentado en las escaleras que iban desde la puerta del local hasta la acera, a mi compañero de mesa.
—¿A ti también te duelen los pies? —preguntó al ver que llevaba los tacones en la mano. El pobre hombre se había descalzado y movía los dedos como si fueran un abanico.
Me senté a su lado bajo la tenue luz de una farola que mostraba los hilos de agua que poco a poco nos iban calando.
—Por cierto, soy Pedro y mi problema son los juanetes.
—Inmaculada —respondí.— Estos zapatos son de una amiga y me están pequeños.
Reímos. También para él era la primera vez en un local como ese y se sentía tan fuera de lugar como yo. Así que decidimos celebrar nuestro fiasco en el cabaret con unas botellas de champán que pidió al portero.
Descalzos, jugábamos a tocar el piano con los dedos de los pies sobre las baldosas, en tanto la lluvia había cesado y nos abrigaba una niebla espesa. Me contó su vida, yo la mía y un poco borrachos nos pusimos a cantar.
Clareaba cuando su coche se detuvo ante la puerta de mi pensión. No volvimos a vernos. Cuando años más tarde descubrí la foto de su boda en la sección de sociedad del periódico, no pude dejar de pensar en esos juanetes camino del altar.
Su tormento
Marieta Alonso
Allí estaba, pensando, pensando… Si esto fuera un cuento no se sentiría tan rabiosa. Sus ojos parecían estar envueltos en oscuros resentimientos. Siendo de una aldea perdida de la meseta castellana poseía una elegancia que recordaba a la mujer francesa o a la italiana.
Todos los días lo mismo. Ni siquiera después de la discusión de anoche cambió sus hábitos y eso que le disparó al rostro el anillo de casada.
¿Cómo se podría quitar uno de encima a este ser sin agallas que ante los ojos de todos se presentaba como el marido perfecto, el eterno enamorado, el mejor de los hombres?
Desde hacía mucho tiempo cualquier sentimiento que hubiese habitado en ella, ya no existía, se lo había llevado el viento, roto en finas tiras.
Su madre decía que el tiempo todo lo cambiaba, que cada día era diferente, que los seres humanos evolucionaban. Sí. Todos. Menos él.
Ideó varios métodos para mandarle a freír espárragos, para que se fuera a paseo con viento fresco, para que se pusiera a trabajar, para que no estuviera todo el día detrás de ella. Fracasó.
De nada sirvió el diálogo, ni ponerle a dieta de sexo, ni dejarle solo con mujeres despampanantes, ni decirle que hacía el amor con muchos otros. Siempre encontraba la frase adecuada, la palabra idónea para redimirla de culpa.
«Hasta que la muerte nos separe» fue dicho por ella sin pensar. Pero él se lo tomó muy en serio.
Ojalá que después de lo de anoche estuviera enfadado, que le hablara de divorcio, que la insultara, que amagara una bofetada. Así podría ella corresponderle con toda su furia contenida.
Nada. Lo que le dijo fue que una taza de té podría animarla para bailar la siguiente pieza con los cachetes juntos.
Cristina me ha encantado.
Los franceses son un poco soberbios y nos hacen sentirnos un poco inferiores.
Pero donde esté una buena Paquita que se olviden de todo
Mil gracias
Besos y enhorabuena.
Me ha encantado Cristina!!! Estos franceses son la retorta!!!! Y ayyyyy esta Paquita!!!
Millones de gracias y sigue escribiendo esta delicia de cuentos.
Un abrazo.
Gracias como siempre Elena. Los franceses tienen su puntito pero la española ya se sabe que tiene sus agallas y Paquitaes mucha mujer jaja
Besos
Gracias a ti Carmilla. Me encanta tener noticias tuyas. Pero a Paquita no se le pone nada por delante.
besos