
La estación de Chamberí
Entre los vagones, railes y líneas de metro que recorren la ciudad de Madrid se encuentra una estación semi abandonada: Chamberí, situada en el distrito que le da nombre. Es ese espacio, lleno de historias, leyendas y fantasmas, el que hemos elegido este mes para el desarrollo de los cuatro cuentos a los que esperamos haber sabido trasladar su magia.
Inaugurada el 17 de octubre de 1919 e inspirada en las estaciones parisinas de la época, era una de las ocho de la red del metro de la capital española. Su arquitecto fue Antonio Palacios.
Estuvo en funcionamiento 47 años. En la década de los 60, y debido al aumento de demanda del suburbano, decidieron introducir metros con vagones de mayor capacidad. La de Chamberí fue imposible de ampliar, por ello se cerró finalmente en 1966.
A partir de entonces los trenes que circulaban entre Bilbao e Iglesia la atravesaban pero sin detenerse, razón por la cual se la comenzó a llamar “la estación fantasma“.
En 2008 se abrió al público en forma de museo. Se han restaurado integralmente los muros, alicatado, bóvedas y carteles publicitarios, así como el mobiliario y los andenes originales. Es quizás un espacio que poca gente conoce, sin embargo, es uno de los lugares de Madrid que nos retrotraen a principios del siglo XX.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
La rayuela
Cristina Vázquez
La primavera reventaba en cada esquina con la ligereza del don otorgado. ¿No era fantástico que volvieran a brotar los almendros? O lo que fuera, porque Laura siempre calificaba de almendro a cualquier árbol que se cubriera de flores blancas o rosadas.
Sí, era maravilloso, se decía mientras avanzaba hacia su casa esa tarde de tibio abril, aunque el zapato, por más media suela que le hubiera puesto, se empeñara en volverse frágil obligándole a contactar con la dureza y el frío del suelo más allá de su deseo. Pero no estaba dispuesta a que esa futilidad, el picor del resto de sabañones del invierno y la cara macilenta de su madre, le quitaran la alegría renovada de esa primavera.
El invierno había sido duro en Madrid. Un invierno frío en el que cada vez escaseaban más alimentos y elementos. Las sopas de cáscara de patata, el pan agusanado y el desánimo iban cercando las ojeras y las conversaciones de los mayores. Las tardes oscurecidas alrededor de un brasero oyendo las noticias en la radio. ¿Sería verdad? Imposible. Y la esperanza se debatía en un vaivén desesperado. Lo peor eran los gestos secos, resignados, cuando llegaba la certeza de algún desastre o muerte de un ser cercano, en el que esa esperanza se reducía a cenizas.
La madre de Laura era una mujer de una vez. Nadie la movía de sus convicciones ni de su sillón. Había decidido que muerto su hermano Pepe Ramón en el frente y perdida su escasa pero bien aireada fortuna por un requisamiento del gobierno, y por la mala gestión de su familia, realidad que nunca reconoció, se quedaba sentada en su poltrona y no había rojos ni nacionales que la movieran de ahí.
A Laura le resultaba francamente incómodo tenerle que solventar todas las necesidades y caprichos, que no contenta con haberse arruinado exigía en el estraperlo jabones y polvos de talco ingleses.
—Tengo la piel muy fina —afirmaba desolada—. Pero mi hija, que es un ángel, me consigue todo.
Una sonrisa, que a Laura le parecía ignominiosa, iluminaba su cara. No sabía de los riesgos y los tratos peligrosos que tenía que hacer. Ella permanecía igual que un ídolo indiferente asumiendo como un inevitable destino las desgracias que les rodeaban, sin perder ni su sentido del humor ni su altanería.
Laura se había hartado de suplicarle que bajara al refugio del metro de Chamberí, la estación más próxima a su casa y la que les habían asignado. Todos los vecinos al sonar las alarmas bajaban en tropel, unas veces en pijama, con mantas, llantos, bigudies y solidaridad, mientras la buena señora apagaba las luces y se quedaba inmóvil en su sillón o en la cama según la hora.
Por favor mamá, por favor, suplicaba la hija desesperada al dejarla, pero viendo su inconmovible actitud salía pitando al refugio. No podía evitar la claustrofobia al ver esas empinadas escaleras que marcaban la dirección a Vallecas y siempre temía que se precipitaran todos por ellas. Pero nunca sucedió. Se fueron acostumbrando mal que bien a acomodarse en la estación y ya casi tenían asignados los sitios dónde se colocaban. Hasta hicieron amistades.
Laura se sentaba al lado de Eduardo, un joven del 32 de la misma calle, que no estaba en el frente por tener un ojo vago. Nunca antes se habían visto y desde el Averno, como decía él que estudiaba letras, trabaron una buena amistad. Para mitigar la ansiedad que sentían, sobre todo ella por saber qué habría pasado con su madre al volver a casa, idearon una especie de juego de tres en raya dónde ponían palitroques de muerte o vida. Aunque resultara macabro les permitía sobreponerse al ruido de los aviones y de los bombardeos y cogerse las manos en los momentos de máxima intensidad.
Y esa primavera tibia con los almendros o lo que sea florecidos, a Laura no le dio tiempo a llegar a su casa, pues empezaron a sonar las alarmas y tuvo que meterse a toda velocidad en la estación de metro sin Eduardo ni vecinos que conociera. Esperó acurrucada en el mismo sitio de siempre y miraba su juego de rayuelas en los baldosines con temor. Esa vez no se atrevió a pintar ni una raya.
Volvió a su casa.
Después de muchos años, lejos ya de ese barrio y de esos recuerdos, regresó a la estación de metro que estaban a punto de cerrar. Buscó en la pared si quedaba algún resto de los trazos que hacía con su amigo en un enigmático, perverso y alentador juego de vida y muerte. Y recordó la alegría de esa tarde cuando al volver a su casa comprobó que había ganado la vida.
La taquillera del Metro
Malena Teigeiro
Del más gallardo, vago y maleante de los jóvenes de su aldea, se enamoró Nana. Tan loca estaba por él que aunque su padre, después de enumerarle la serie de desgracias que le tocarían vivir, de que la amenazara con que nunca la dejaría volver a entrar en casa, ella siguió haciendo su maleta.
El primer día de su convivencia comenzaron sus pesares. Juan antes de llevarla a pensión en donde vivía, la mostró como un trofeo a sus amigos. Luego, ya en la habitación la hizo la más feliz de las muchachas. Apenas habían descansado unas horas cuando le ordenó que fuera a por dinero.
––No creas que voy a dejar que te quedes a mi lado si no traes con qué mantenernos.
Y Nana acudió a su abuela. Le contó la pretensión de Juan y le pidió ayuda. Por qué no lo dejaba, masculló la anciana después de escucharla atentamente. Nana sacudió la cabeza. No podía, bajó la vista avergonzada. Cuando estaba a su lado, siete mil rayos la recorrían. Se le escapaba el aire y se sentía gravitar a su alrededor como si fuera su luna.
La anciana se levantó y salió de la habitación. Instantes después volvió llevando una caja de lata roja y unos billetes entre los dedos. Quería habérsela dado el día de su boda, tal y como a ella se la dio su abuela. Y la dejó sobre la mesa como el que coloca a un niño dormido en la cuna. Luego la abrió. La luz arrancó lujuriosos destellos a un montón de monedas de oro. La anciana cerró con mimo la tapa y empujó la caja hacia su nieta. Le pidió que no usara esas monedas a no ser que fuera absolutamente necesario. Luego, a un lado de la caja dejó un puñado de billetes. ¿De dónde las has sacado?, preguntó Nana con los ojos muy abiertos. La abuela se pasó la mano por la frente avivando sus recuerdos. Alguna de sus antecesoras había sido vidente, y gracias a ello, había conocido las necesidades que un día tendría una de sus descendientes. Entonces se le ocurrió llenar de monedas la caja roja, que luego se fue pasando de generación en generación. Había que conservarlas hasta que llegara a aquella que tanto la iba a necesitar.
––Te convendrá guardarlas, porque ese tipo te va a dejar en cualquier momento: Preñada y en la calle ––añadió con voz ronca.
Era casi de noche cuando Nana volvió a la pensión. Él no estaba y Nana aprovechó para esconder la caja. Después se sentó a esperarlo. Cuando lo vio entrar, le mostró los billetes. Juan la besó y abrazó, mientras que con el dinero en la mano, le susurraba lo que la adoraba. Durante un tiempo Nana fue feliz, aunque, temerosa, nunca le habló de la caja roja. Cuando casi se había acabado el dinero, el talante del hombre cambió. Intentando remediar su penuria, Nana se puso a trabajar como taquillera en la estación de Metro de Chamberí.
Y mientras estaba expendiendo billetes, había una cosa que de verdad la asustaba: Que él, que cada vez la trataba peor, encontrara la caja de lata roja. Tengo que esconderla en otro sitio, se dijo. Después de decidirlo, cambió su turno de mañana al último de la tarde. Desde la primera tarde, comenzó a estudiar el cierre de la estación. Aviso a los pasajeros, avisos a los empleados, los vigilantes… Podría hacerlo, decidió.
Una noche se quedó escondida dentro de su cabina, y cuando ya no quedaba nadie en los andenes, con mucho cuidado levantó uno de los ladrillos de debajo de las patas de su silla de hierro. Luego, lo volvió a dejar en su sitio. Y así siguió noche tras noche hasta hacer un hueco lo bastante profundo para esconder su caja. Al día siguiente, y mientras Juan dormía, recogió la caja de lata roja y la guardó en el bolso. ¡Ya solo me queda un paso para vivir completamente tranquila!, rumiaba una y otra vez mientras despachaba los billetes, sonriente, amable. Cuando al finalizar su jornada el Metro cerró las puertas y estuvo segura de que no quedaba nadie en los andenes, levantó el ladrillo e introdujo la caja en el hueco.
La madrugada de la primera noche que Nana se había quedado a dormir en su taquilla, Juan, borracho como una cuba, se tiró sobre el vacío colchón. A mediodía, con Nana a su lado se despertó. Aunque no recordaba que la noche anterior ella no estaba, percibió una expresión diferente en Nana y comenzó a recelar. Luego de sentir varias veces lo mismo, creyendo que lo engañaba, decidió seguirla hasta el Metro. Entró detrás de ella y se confundió entre la gente. Quería ver con quién hablaba y con quién se iba al terminar la jornada. Cuando vio que no aparecía nadie a buscarla y que ella sin que él se diera cuenta había desaparecido, se acercó a la taquilla. Miró a través del cristal y la vio de rodillas colocando un ladrillo sobre una caja roja. Aporreó el vidrio. Asustada, Nana levantó la cabeza. Luego, pálida, desencajada, abrió la puerta. Él la agarró por el pelo y la arrastró por el andén hasta casi la escalera. Nana consiguió sujetarse a una de sus piernas. Perdido el equilibrio, Juan cayó rodando por los escalones. El cartel de azulejos parecía indicarle el camino: Bilbao, Tribunal, José Antonio, Sol… La risa de la joven retumbó entre los vacíos túneles. Si en el infierno había fuego, en el sol mucho más. Ojalá ardas en él, gritó al verlo inánime en el suelo. Nana volvió a su taquilla, recogió del agujero la caja roja y se tumbó en el suelo para pasar la noche. Nunca más volvió a su trabajo de taquillera en el Metro.
Y dicen que cuando el tren pasa sin detenerse por la fantasmal estación de Chamberí, algunos pasajeros perciben el espíritu de Juan vagando por los andenes. Quizá espera que Nana vuelva a expender billetes en su taquilla.
Reencuentro
Liliana Delucchi
De camino a la visita semanal a su madre, Fernando estaba un poco adormilado en la butaca del metro cuando el vagón pasó de largo por la estación de Chamberí. Cada vez que la atravesaba detenía sus ojos en los viejos carteles y las cerámicas. Sin embargo, esta vez vio algo que llamó su atención: Una mujer de pie, junto al anuncio del Trust Joyero, con indumentaria de principios del siglo XX. Sonrió al recordar que se organizaban visitas guiadas a la estación. Era probable que hubiesen contratado a una extra para dar más realismo. O quizás fuera alguna figura como las de Madame Tussauds que ponen los británicos en sus castillos.
Cuando llegó a casa de su progenitora la encontró en su sillón favorito con una caja sobre la falda, fotos y recortes desparramados a su alrededor. Desde la muerte de su marido, doña Eulalia pasaba las tardes en la organización de armarios o la búsqueda de recuerdos que la llevaran a los tiempos que había compartido con él. Cuando llegó su hijo a merendar, como todos los miércoles, levantó la vista.
Fernando, sentado a su lado, le cogió la mano antes de decirle que traía su pastel de manzana preferido.
––¿Quién es? ––preguntó el joven recogiendo un retrato del suelo.
En color sepia, se veía a una muchacha junto a una mesa con flores, abanico sobre la falda y la cara ladeada, como evitando la cámara. Media sonrisa iluminaba el rostro cercado por rizos castaños recogidos en un moño debajo del sombrero.
––Tu tía abuela, Milagros.
––No llegué a conocerla.
––Claro que no ––respondió la señora ––. Murió de amor antes de que tú nacieras.
––La gente no muere de amor, mamá. Muere de enfermedades, de vejez o hasta se suicida. El amor no ha matado a nadie, más bien da la vida.
Cualquiera que fuese la respuesta de su madre, estaba dispuesto a escucharla.
––Lo que tú digas, pero la pobrecilla acompañó a su novio hasta la estación de metro, volvió y se sentó en una butaca mirando la puerta por la que él volvería y allí quedó, hasta que la parca vino por ella.
La señora acarició la foto con dulzura y le dio un beso antes de continuar.
––Eran tiempos difíciles aquí, en España. El prometido de mi tía perdió su trabajo y aunque estuvo buscando otro durante mucho tiempo no lo consiguió. Un primo suyo había emigrado a México y le escribió que allí había oportunidades para la gente trabajadora, así que el pobre metió sus pocas pertenencias en una maleta decidido a partir.
Doña Eulalia rebuscó dentro de la caja que tenía a la derecha hasta encontrar un abanico. Era el que llevaba la joven de la foto. Lo abrió y volvió a cerrarlo antes de devolverlo a su sitio y continuar con su relato.
––Milagros lo acompañó hasta la estación de Chamberí donde él cogería el metro, luego un tren y seguramente un barco. La pobrecita volvió a casa con la cara hinchada por el llanto. Después se sentó en una butaca a esperar las cartas de su amado.
––Que nunca llegaron ––la interrumpió Fernando.
––¡Oh sí! Al principio con mucha regularidad. Recuerdo sentarme junto a ella para que me las leyera. Le encantaba hacerlo una y otra vez. Decía que era como escuchar su voz. Con el tiempo se espaciaron. Fue entonces cuando Milagros empezó a visitar la estación de Chamberí, para sorprenderlo, esperándolo cuando volviera.
La señora bebe un poco de su taza de chocolate antes de seguir.
––Luego dejaron de llegar las cartas. Aunque mi tía tuvo algún que otro pretendiente, nunca aceptó a ninguno. Esperaba a su hombre. Alguien dijo que el muy cerdo se había casado en América, pero ella no lo quiso creer. Son habladurías, musitaba, gente envidiosa.
Anochece cuando Fernando deja la casa materna y coge el metro de regreso. Como esta vez va del lado contrario, no puede ver si la figurante sigue en su sitio.
Prepara algo de cenar y se sienta con una bandeja frente al televisor. A ver si hay algo que me entretenga, dice para sí. Pero el aburrimiento de las consabidas series y las malas noticias del telediario lo adormilan. Está en un barco, las olas lo mueven de un lado a otro. Tiene sed y la boca pastosa. Alguien grita hombre al agua. Despierta en su sillón, frente a una pantalla llena de policías y maleantes. La apaga.
Ya en la cama no logra conciliar el sueño. ¿Por qué este desasosiego?, se pregunta y vuelve al salón a buscar consuelo en un vaso de whiskey.
Está en la estación del metro, con un abrigo raído y una maleta atada con cordeles en el suelo. Milagros lo tiene cogido de las manos, mueve los labios pero él no alcanza a entender qué es lo que dice. Un largo abrazo y el vagón que parte. El hombre la saluda desde detrás del cristal de la ventanilla. Ella le tira un beso con su mano enguantada. Fernando da vueltas en la cama, acomoda la almohada e intenta reconciliar el sueño.
El miércoles siguiente, cuando atraviesa Chamberí, vuelve a ver a la mujer bajo el mismo cartel en que estaba la semana anterior. Reconoce el sombrero, los rizos castaños y los guantes. Traga saliva, se seca la transpiración de las manos en los pantalones, intenta controlar sus piernas que no dejan de temblar.
––No vas a creer lo que vi de camino a tu casa ––dice a su madre mientras le sirve una taza de chocolate ––. Cuando venía para aquí, al pasar por la estación abandonada vi a tu tía bajo el cartel del Trust Joyero.
––Claro –responde la señora mientras estira la manga de su rebeca –. Lo está esperando. Ya te conté la historia la semana pasada.
––Mamá, los fantasmas no existen.
––Lo que tú digas ––contesta la anciana a la vez que se sirve un trozo de pastel.
Resuelto a hablar con la mujer cuya visión lo atormenta, Fernando decide hacer una visita a la estación abandonada.
––¿Desde cuándo contratan figurantes? ––pregunta al guía. El hombre se detiene y lo mira antes de contestar que la gente que está allí es personal de la estación, no emplean actores.
Fernando se encamina hacia el anuncio del Trust Joyero. El resto de los visitantes se sorprende al ver a un hombre que estira la mano hacia un espacio vacío delante de las cerámicas de la publicidad. Parece como si acariciara el aire y, con el gesto de quitarse el sombrero que no lleva, le oyen decir: “Aquí estoy.” Los turistas no pueden escuchar la respuesta que suena en los oídos de Fernando: “Te estaba esperando.”
Fantasmas en la estación de Chamberí
Marieta Alonso
Cuando aquel luminoso 21 de mayo de 1966, las puertas se cerraron con un ruido ensordecedor, mi novio y yo estábamos dándonos un apasionado beso en uno de sus rincones. Ni cuenta nos dimos. Me había pedido que nos casáramos y con la emoción nos quedamos dentro.
Ya nadie volvió a subir ni a bajar de ningún vagón, los trenes no paraban. Recorríamos todo el andén con los brazos en alto haciendo señales, pero los pasajeros no nos veían. Iban tan ensimismados en sus pensamientos, leyendo o hablando que nadie se percató de nuestros gritos. Subíamos los peldaños de las escaleras y dábamos golpes en las puertas de entrada y salida. Nada. Todo era silencio.
Mi hombre, con aquellos ojos color de avellana llenos de vida, perdió la esperanza. Me tomó de la mano y nos sentamos a aguardar un milagro. Soñábamos con las mantecadas de aquel convento cerca de mi casa, con la fuente de agua cristalina de nuestro barrio, pensábamos en la angustia que tendrían sus padres y los míos por nuestra desaparición. Nos arrebujábamos en el suelo de la taquilla con mi abrigo azul marino y su chaqueta de pana marrón. Esperando, siempre esperando. Llorar hacía que nos sintiéramos mejor.
Muchos años pasaron y un día se abrieron las puertas y comenzó un ir y venir de gentes, albañiles, carpinteros, pintores, hombres con cascos dando órdenes… Nuestra antigua estación de Chamberí, nuestro hogar, se iba a convertir en museo. Nos presentamos ante ellos, pero lo mismo que los pasajeros de los trenes, no nos hicieron caso. Poco importa ya.
Ahora nos entretenemos recorriendo el museo, viendo fotografías, logotipos, carteles, el silbato con el que el jefe de la estación daba la señal de apertura y cierre de puertas… Y aunque hacemos ruidos extraños, algún que otro empujoncito a los visitantes, pasamos a través de las parejas de enamorados, y jugamos con los niños, pocos son los que se estremecen.
El olvido duele.
Bravo Cristina
Almu, muchas gracias.
Me recuerda a los vagones con asientos de anea qué ahora son de plástico.
En mi época eran de madera.
Gracias por leernos.
Todos muy bonitos
Muchas gracias Martha. Siempre fiel a nuestros cuentos. Un abrazo.