
ESPEJOS
El espejo como lo conocemos se originó hace aproximadamente 200 años en Alemania. En 1853 el químico Justus von Liebig desarrolló un proceso en el que aplicaba una delgada capa de plata a un lado de un panel de vidrio. Esta técnica fue adaptada y mejorada, permitiendo la producción masiva de espejos alrededor del mundo.
Si bien el espejo moderno se originó en el siglo XIX, superficies que emitían reflejos han existido desde mucho antes. Se cree que los habitantes de Anatolia, actualmente Turquía, crearon los primeros espejos a partir de obsidiana pulida hace 8.000 años.
Espejos fabricados a partir de cobre pulido aparecieron más tarde en Mesopotamia y Egipto, entre los años 4.000 y 3000 AC. Un milenio después, los pobladores de América Central y del Sur comenzaron a hacer espejos a partir de piedra pulida. En China y en India se fabricaban a partir de bronce.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
La caída
Cristina Vázquez
Cuando el hombre vestido de gris fue a dar con el mazo para rematar la subasta, una tímida mano de mujer se levantó al final de la sala, y el subastador se quedó con él suspendido en el aire.
—Cien euros más —dijo con voz perezosa señalando hacia el lugar—. A la una, a las dos, a las tres.
Sonó el mazazo y un silencio breve seguido de inmediatos murmullos dio fin al acontecimiento. Unas cuantas personas, cercanas a la mujer vestida de azul que había pujado, la miraron con sorpresa, pues pasaba inadvertida tanto por su físico como por su discreta presencia que resultaba casi imperceptible. Al alzar la mano a Elena le pareció que era un autómata el que se la movía.
Se acercó insegura a la tribuna del subastador para realizar el pago. Amablemente la desviaron hacia la oficina, lo que le produjo una incómoda sensación de torpeza. Nunca había comprado nada en una subasta, confesó ruborizada. Al finalizar los trámites pidió que le enviaran los espejos a una dirección.
Al cabo de tres días llegó el paquete de Subastas Alhambra. Elena lo abrió con una emoción que no recordaba haber tenido desde que en el internado de Suiza, las noches de invierno, las cuatro que compartían el dormitorio se sentaban desnudas en el alfeizar de la ventana a tomar baños de luna. Hacían apuestas de quién aguantaría más el frío y cuál se atrevería a acercarse más al borde. Debajo, un vacío de tres pisos con la única iluminación de la luna llena. El miedo de tener los pies colgando en la nada, pues no se veía el suelo y una difusa excitación las llevaba a risas contenidas, temblores helados y a provocar cada vez una mayor osadía.
La noche del catorce de enero las montañas diluían su blancura en la iluminada noche, y las adolescentes decidieron practicar su secreto juego. Diana, la más osada de las cuatro, se abrazó a su compañera con una risa nerviosa tratando de paliar el frío e intentó besarla. Otra proeza, otro desafío. La chica, sorprendida, perdió el equilibrio y cayó en una inesperada voltereta rasgada por un aterrador grito. El ruido que hizo al tocar el suelo nunca lo olvidarían. Era sordo, ajeno, con un eco breve y contundente.
Las expulsaron del colegio. La joven no murió, estuvo en coma dos meses y se despertó con una mirada de extrañeza, como si se le hubiera fijado en la cara el pánico que vivió esa noche. Desde entonces, Elena nunca quiso volver a sentir intensas emociones ni transgredir ninguna norma. Así que creció apocada, frágil, se casó con un hombre mayor y no quiso tener hijos. Significaba un reto que no podía encarar.
Estaba ya en la tardía cuarentena cuando entró a esa subasta, más por protegerse de la destemplada tarde de otoño que por un interés específico. Pero al ver la pareja de espejos sintió aquella emoción que permanecía embotada, sumergida en una oscuridad que no conseguía movilizar.
Ya en su casa, cuando los tuvo frente a ella, se sorprendió de la humedad de sus ojos y de la calidez que la embargaba. Los colgó en su cuarto, y al mirarse en ellos tuvo un terrible sobresalto. En uno, se reflejaba su imagen actual, desvaída, con el pelo recogido en un insustancial moño y una expresión perpleja. En el otro, aparecía una mujer igual que ella, pero desbordante de sensualidad, con el pelo rizado, los ojos pícaros y una sonrisa provocadora. Se tumbó en la cama desconcertada y tras un rato volvió a mirarse y se repitió lo mismo, pero esta vez volvía a ser ella con un niño en los brazos en una amable plenitud. Tras unos días de desasosiego volvió a hacerlo; vio a una niña caída sobre la nieve en una postura dislocada bajo el esplendor de la luna. La cara permanecía oculta.
Recorrida por el espeluznante recuerdo de sus días de internado, dejó de mirarse unas semanas y trató de paliar la emoción, el descontrol que le producían esas imágenes siguiendo la rutina insustancial de su vida. Pequeños encargos, paseos, comidas familiares en un tono bajo, como si nadie quisiera molestarla, visitas al médico, hasta que volvió a atreverse a mirar en los espejos, como si repitiera, en solitario, los prohibidos juegos nocturnos con la luna llena. Se vio, como siempre, en uno en la actualidad y en el otro, la niña caída estaba desnuda dada la vuelta y la cara que la miraba con expresión de sorpresa aterrorizada era la suya.
La Doña Sol
Malena Teigeiro
La adormilada Catalina oía sin atender la tediosa lectura del testamento. ¿Pero de qué doña Sol habla?, escuchó sorprendida la voz de su madre, única hija del difunto. ¿De una finca que se llama como yo? ¿Y dice que se la deja a su nieta, a mi hija? La señora se propinó pequeños golpecitos con el dedo en el pecho.
––¿No conoce la propiedad? ––inquiere el flaco notario contemplándola por encima de sus pequeñísimas gafas.
La mujer movió la cabeza. El hombre, de rostro amarillento y amable, se giró hacia la joven. Ella arqueó los labios. Empujando los anteojos sobre su achaparrada nariz el notario continuó con la lectura.
Al salir de la notaría, Catalina, que por entonces vivía en un pequeño apartamento de la calle Ayala, se despide de su madre y comienza a bajar por la acera.
––Ya hablaremos. No me creo que no supieras nada ––escuchó a su espalda la atiplada voz de la mujer.
Sin volverse, la muchacha levantó la mano y la agitó. Ya en su apartamento, se preparó un sándwich. Lo mordisqueaba recordando la matutina llamada. ¿Cómo iba a imaginar que era para escuchar el testamento de su abuelo, que según siempre le habían contado había fallecido antes de nacer su madre? Sin poderlo evitar, soltó una carcajada. Ahora, resulta que no había muerto, si no que todos esos años había vivido tan tranquilo en La Doña Sol.
Después de ponerse en contacto con el administrador de su recién heredada dehesa al pie de la sierra de Gata, ya casi anochecía cuando montada en su Morris verde, enfiló la carretera de Extremadura hacia La Doña Sol. Era noche cerrada cuando el hombre, que adormilado la había esperado en un antiguo y sucio todoterreno, le abrió la cancela. Luego, con un cansino y renqueante gesto le indicó que lo siguiera. Rodaron entre encinas por un camino de tierra hasta llegar a un bien cuidado edificio con ansias de palacete. El caserón, solo iluminado por la luz azul de la luna, la intimidó. Detuvieron los coches y él, con la gorra en la mano, se acercó a abrirle la puerta de su vehículo.
––Siento mucho la pérdida de su abuelo, señorita Catalina ––ella bajó la cabeza.
Se colocó la gorra y alumbrados por un farol de gas cruzaron el patio de cantos rodados. La última orden que le había dado don Juan fue que la atendiera y la ayudara en todo lo que fuera menester, murmuró mientras caminaban. Se detuvieron delante del portalón. Él abrió una pequeña puerta y al tiempo que encendía candelas, fue guiándola hasta llegar al comedor. Encima de la enorme mesa había una vajilla de plata peruana con queso, fiambres, y rojos tomates empapados de aceite. Al verlos Catalina sintió hambre y se sentó a la mesa. El hombre antes de sentarse a su lado, le sirvió una copa de vino rojo. Mientras comían, Catalina quiso saber cuántas personas trabajaban allí, si había agricultura o ganadería, preguntas a las que le contestaba sin mucha gana. De pronto ella se detuvo. Se volvió hacia él y le preguntó por qué ni su madre ni ella, sabían de la existencia de La Doña Sol, finca que por su tamaño era difícil de ocultar. Luego de retorcerse las manos, el hombre se rascó la coronilla.
––Por los espejos, señorita. Todo es culpa de los espejos.
El primer Juan de Alcántara llegó a Perú acompañando al Virrey Francisco de Toledo, quien como premio a su arrojo y ayuda, le regaló una princesa india a la que Juan llamó Sol. Ella, como presente para su nuevo señor, llevaba consigo dos espejos.
Siglos más tarde, cuando ya anochecido el abuelo de Catalina llegó a Cuzco, se fue directamente a la casa de su anciano tío, descendiente de aquel Juan de Alcántara. El antiguo caserón, de techos altos y puertas de pulida madera, estaba situado en la Plaza de Armas, enfrente del hermoso y chaparro edificio de la catedral. Después de emocionados abrazos, pasaron a tomar una ligera cena durante la cual solo hablaron de la familia española. Más tarde, el recién llegado fue alojado en la mejor cámara de la casa, en una de cuyas paredes, la que estaba frente a los pies de la cama, colgaban dos espejos que, como si fueran una pareja de enamorados, aparecían colgados muy juntos, uno al lado del otro.
––Era la mía. Pero ahora te toca a ti recibir las mejores atenciones ––pronunció emocionado el anciano.
Cansado, nervioso, Juan se quedó dormido nada más meterse entre aquellas sábanas de fino lienzo. Cuando bajó a desayunar su tío ya se encontraba sentado a la mesa. ¿Había dormido bien?, masculló el anciano sin levantar la mirada.
––Sí, tío. Y aquí estoy para comenzar con lo que me encomiende ––la inquietud y el deseo brillaban en sus profundos ojos negros.
No le quiso decir que de madrugada alguien se le había metido en la cama. Que unas sedosa manos le habían acariciado, igual que hacían las de Jacinta allá en España. El anciano, escondiendo sus deslavadas pupilas entre los viejos párpados, parecía sonreír.
Poco a poco, Juan se fue adaptando a la vida en su nuevo país, y de la mano de su tío aprendió a explotar las minas y las tierras y al fallecimiento de este, no solo supo conservar aquel vasto patrimonio sino que lo agrandó. Y cada noche aquella dama de ojos de chocolate y largo cabello negro, volvía a acostarse con él. Una vez tras otra intentó Juan mantener una conversación con la mujer de dorada piel, pero de ella solo salían palabras que no entendía. Decide Juan aprender la lengua de los indios, cosa que a su tío le parece bien. Era bueno entender en su propio lenguaje a los que trabajaban para ellos, dijo con una pícara mirada.
Y así fueron pasando los años. Ya casi tenía cuarenta, cuando recibe una carta de su hermano en la que le pide permiso para enviarle a su hijo Juan. Quiere que le enseñase tal y como habían hecho con él. Y es en ese instante cuando resuelve ser el último Juan Alcántara en Perú. Luego de deshacerse de sus inmensos bienes, ordenó a su hermano que le comprara la mejor y más grande dehesa que pudieran encontrar, adquiriendo de esa manera la finca a los pies de la Sierra de Gata. Y regresó a Extremadura. Con él llegaron los ricos muebles coloniales y los espejos dorados, que al igual que estaban en Cuzco, colgó muy juntos, frente a los pies de la cama.
No mucho más tarde, Juan contrajo matrimonio con una joven, bella y de buenas maneras. Y cuando después de varios meses volvieron de su viaje de novios ––ella embarazada de la que fue su única hija y años más tarde madre de Catalina––, él la llevó a la finca.
––Mariana, a partir de ahora, este será nuestro hogar –––triste, la miraba acariciándole con el pulgar la mejilla.
La primera noche, Mariana apenas pudo descansar. Se sentía incómoda y desconcertada. Él, que durante todo el tiempo había sido un esposo divertido, pendiente de ella y de sus menores deseos, desde que entraron en la casa apenas le había dirigido la palabra. Extrañada de su comportamiento, se acostó en la habitación que le tenían preparada. Luego de esperar en vano su visita, Mariana se levantó temprano. Mientras desayunaba, la criada le comunicó que don Juan había dejado recado de que no volvería hasta la noche. Así, sin casi verse, fueron sucediéndose los días. La joven quiso entender que su estado era el causante del aquel desapego y esperó tranquila. Pero cuando Mariana da a luz una niña, a la que Juan pone de nombre Sol, tampoco se acercó a dormir con ella. Una mañana nada más finalizar su desayuno, la joven decide visitar el dormitorio de su esposo. Totalmente a oscuras entró por primera vez en el cuarto. Descorrió las cortinas y la tibia luz del sol de invierno llenó de sombras la alta cama de madera negra, cubierta con doseles de brocada seda color vino que ocupaba el centro de la habitación. Colgados en la pared frente a los pies, dos antiguos espejos dorados, uno mayor que el otro. Se acercó y vio su imagen ahogándose en el lago del verdoso azogue. Trémula, Mariana bajó la mirada. Dándose la vuelta, sale de la habitación.
Después de cenar aparentemente tranquila, se fue a su alcoba. Allí espera hasta que la noche invade todos y cada uno de los rincones de la casa. Y fue entonces cuando, a oscuras, se dirige hacia la estancia de su esposo. Abre con cuidado la puerta y sin hacer ruido se introduce en la cama. Él, al sentir su tibio calor, se le acerca abrazándola. Mientras la acaricia, murmura a su oído dulces palabras en un idioma extraño. Ella en silencio respondía a sus caricias. Sorprendida, descubre a una bellísima dama de ojos color chocolate, lacio y largo cabello, apoyada en los pies de la cama, que con voz exquisita y susurrante, contesta a aquellas palabras de amor en el mismo idioma que él. De pronto, como si fuera una sinuosa serpiente, comienza a introducirse entre los dos hasta lograr separarlos. Mariana saltó de la cama y ahora era ella la que arrimada a la pared fijaba su espanto en aquella mujer. Cuando ya comenzaban los primeros rayos de la madrugada, y la luna se iba escondiendo, la mujer, de nuevo como una serpiente, se deslizó por la cama hasta hundirse en el espejo.
A la mañana siguiente, ella y la niña desaparecieron de La Doña Sol sin que él fuera nunca a buscarlas.
El viaje
Liliana Delucchi
Era un lunes de invierno como cualquier otro. En la calle lo esperaba el autobús del colegio y la mochila contenía los deberes hechos. Se detuvo, como cada día, delante del espejo del pasillo para ponerse la gorra del uniforme. Nunca le había gustado ese casquete granate con rayas verdes que le obligaban a llevar, y mientras se lo ajustaba a la cabeza escondiendo sus rizos castaños, escuchó el silencio que llegaba desde el comedor. Entonces supo que sus padres estaban desayunando. Desde hacía tiempo, los mejores momentos entre ellos se sintetizaban al pedirse algo que estuviera sobre la mesa. Los otros eran gritos e insultos. Por suerte, cuando esos vendavales atravesaban la casa, Anastasia dejaba lo que estuviera haciendo para correr a abrazarlo.
––Date prisa, Alejandro. ––La voz de su querida Anastasia era clara, como un susurro, tan lejos de las órdenes de mamá.
Fue entonces cuando descubrió que habían puesto otro espejo en la pared, justo enfrente del que tenía delante y su imagen se repetía una y otra vez hasta el infinito. Corrió escaleras abajo, y tras un rápido beso a su cuidadora, se acomodó en el segundo asiento del vehículo que lo llevaría a clase. «Hoy toca ciencias, ¡bien!» Le dijo a su amigo, a quien conocía desde el parvulario. Alfredo no le contestó, sumido en el juego de la Nintendo.
––¿Sabes? Hoy he descubierto una cosa ––continuó como si su compañero lo estuviese escuchando–– Si pones un espejo frente a otro, tu cuerpo se multiplica tantas veces que no puedes contarlos. Pero si soy capaz de llegar hasta el último reflejo, quizás me encuentre cuando era un bebé… O tal vez cuando fui pirata, explorador o lo que quiera que haya sido en otra vida.
––En álgebra nos enseñan que si bien más por más es más, también lo es menos por menos. –Susurró Alfredo.
––No te entiendo.
––No sé, pero si saturas algo con su propia esencia, quizás por aquello del menos por menos…, ocurra lo contrario.
Esta última idea que le sugirió su amigo no lo abandonó durante la jornada y al regresar a su casa sintió alivio cuando Anastasia le dijo que su madre había salido. Podría detenerse a bucear dentro del laberinto de los espejos enfrentados. Papá no era problema porque nunca lo veía antes de acostarse.
A pesar de la hora que estuvo buscando, fue incapaz de encontrar nada más que su reflejo con uniforme del colegio, ninguno de soldado, de indio o de rey. El problema es que solo me veo de frente y de espaldas, se dijo, tengo que construir un cubo para verme por todos los lados.
––Es para un trabajo de ciencias –explicó a su padre cuando lo encontró en la biblioteca leyendo informes––. Necesito cuatro espejos tan altos como yo y dos que midan como el ancho de estos. Bueno, las medidas, si te parece, se las doy al de la cristalería.
El hombre lo miró un instante por encima de sus gafas, antes de contestarle que enviaría a su chofer a comprarlos y de preguntar dónde haría el experimento.
––En el desván. Hay un arcón que me servirá para encajarlos.
––Mientras sea allí arriba, no hay problema, pero intenta no ensuciar y, sobre todo, no romper ningún espejo, ya sabes que son siete años de mala suerte. ¡Cómo si necesitáramos más! –Y el hombre volvió a su lectura.
Para el sábado ya tenía todo el material, solo precisaba estar solo, aunque eso no era un inconveniente, ya que sus padres saldrían, cada uno por su lado como siempre, dejando a Alejandro a cargo de Anastasia. Ni a ella permitió que se acercara. «Los inventores y los genios necesitan soledad», le gritó desde las escaleras cuando la mujer lo llamó para el almuerzo. Con una sonrisa ella volvió a la cocina pensando que cuando tuviera hambre ya iría a reclamar su comida.
De a poco fue montando el hexaedro irregular, colocó las superficies reflejantes hacia adentro. Con unos ángulos de metacrilato y pegamento fijó los tres lados. En el suelo puso uno de los dos espejos pequeños y terminó de ajustar los lados ya puestos. Esperó a que el pegamento se endureciera. Verificó que la estructura tuviese la solidez necesaria. Al que haría las veces de techo del cubo lo apoyó en la parte superior de los tres espejos.
Rápidamente, al verse reflejado en la luna opuesta, tomó conciencia de lo que ocurriría. Tuvo miedo de asomarse al interior. Esperó… La tarde iba cayendo acompañada de las sombras del jardín que se estiraban, hasta que todo desapareció envuelto en noche.
Encendió una lámpara y la bombilla se multiplicó al infinito dentro del hexaedro inacabado, creando un vórtice de luz. El efecto era mágico. Pensó en el momento previo al Big Bang, cuando todo se contraía en un solo punto. Aún no había ocurrido.
Entró con los ojos cerrados y con sus manos lo corrió hasta taponar la caja de lunas. La luz que penetraba por las rendijas de los lados aumentó el torbellino. Abrió sus ojos y pudo advertir el prodigio: las imágenes, repetidas ad infinitum no se multiplicaban; contrariamente, se dividían. Sus manos, que estaban más próximas a una de las lunas, fueron las primeras en difuminarse.
Años más tarde solo Anastasia lloraría su desaparición.
La piedra de la verdad
Marieta Alonso
En el dormitorio de Gertrudis había un espejo de cuerpo entero, y otro de medio cuerpo colgados frente a frente en la pared. Decía que esas lunas que reflejaban toda la luz y chocaban contra su superficie, tenían una secreta relación. Cuando su amante venía a visitarla jugaban a hablarse a través de ellos, con frases amorosas, besos soplados, sonrisas cómplices, simpáticas habladurías, graves enfados. Según fuera de agradable o tenso el tema de conversación, reían o…
Había una porfía que tarde o temprano salía a relucir. Se manifestaba cuando ella, toda amorosa, le preguntaba cuando se iba a divorciar de su encantadora mujercita. Él poniéndose los pantalones se daba la vuelta, subía la cremallera, se abrochaba la camisa, se hacía el nudo de la corbata y tras estirar las mangas de la chaqueta, sacaba el pañuelo bordado con su inicial y con un vibrante y rotundo estornudo se limpiaba la nariz. A continuación, le daba un beso en la mejilla y se marchaba.
Gertrudis, rabiosa, se miraba en el espejo de cuerpo entero, y al ver que la naturaleza se había volcado en ella, se animaba un poco. Luego se iba al pequeño donde la imagen reflejaba su rostro perfecto, y el ánimo subía mucho más, para después sentarse ante el tocador y tomar un espejo pequeño y redondo que por un lado era de aumento y, con ira controlada, se retocaba las cejas.
Un día su asistenta mexicana le trajo de regalo un trozo de obsidiana pulida. Al verse reflejada en él, con otro tono de piel y mucho más guapa, decidió enmarcarlo y subirlo a su habitación. Ya eran cuatro los espejos. Lo que ella desconocía eran los poderes de adivinación de esta piedra de abismal negrura, en la que se podía ver el pasado, el presente, el futuro…
Tras una temporada de relativa normalidad, volvió a salir a la luz su obsesión, la discusión inacabada. De pronto, se oyó un ruido como si temblaran cielos y tierra y en aquel espejo de bruja elegancia apareció la imagen de una mujer: La de la legítima esposa, que recorrió el recinto con la mirada. La posó en Gertrudis que estaba vestida con un deshabillé malva sobre la cama. Luego en su marido que, desnudo y petrificado, la oyó decir: «Ni se te ocurra volver».
muy interesante me gusto
Muchas gracias querida amiga. Un gran abrazo.
muy interesante me gusto
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