
Escalera de Bramante
Escalera de Bramante de doble hélice que se encuentra en los Museos Vaticanos. Un dosel de cristal situado por encima proporciona la luz necesaria para iluminarla.
Fue construida por Giuseppe Momo, un arquitecto e ingeniero italiano que diseñó numerosos edificios en Turín y todo el Piamonte, pero sobre todo en Roma, donde, por encargo de Pío XI, cambió la Ciudad del Vaticano.
Esta escalera inspiró a Frank Lloyd Wright para el proyecto del Museo Guggenheim de Nueva York.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
La silla de manos
Cristina Vázquez
— Deténganse.
Los cuatro hombres que llevaban la silla de manos, vestidos con unas antiguas libreas desgastadas y anacrónicas, se pararon. Los dos de atrás mantuvieron alzada la parte posterior para que no se quedara inclinada. Después de unos breves momentos, un golpecito dado desde dentro, era la señal para seguir subiendo por la enorme escalera del palacio, propiedad del Ayuntamiento. Menos mal que no tenía peldaños, se decía Julio, el más joven, que había sustituido a uno de los porteadores por enfermedad. El siguiente tramo es el último, le susurró su compañero, y siguieron el lento ascenso hasta llegar a la Galería superior, donde acababa la imponente escalera.
Al llegar se bajó de la silla de manos una señora menuda, elegante y desdeñosa, vestida con un anticuado traje de fiesta en tonos malvas, que le llegaba a los tobillos. Apoyada en un bastón de ébano con empuñadura de plata, representando la cabeza de un león, repartió entre los hombres cuatro bolsitas de terciopelo con unas monedas. Ella les agradeció su colaboración y se despidió con amable altivez.
— Hasta el mes que viene.
Se alejó erguida por la Galería, apoyándose levemente en su bastón. La luz de la tarde se colaba por los cristales emplomados, produciendo unos asombrosos juegos de luces sobre el mármol del suelo. Julio decidió quedarse escondido a observar dónde se iba la anciana y qué hacía a esas horas en el Ayuntamiento, cuando ya estaba cerrado.
La mujer se sentó en uno de los bancos debajo de una ventana. Un reflejo ambarino le producía un halo alrededor que a Julio le hizo pensar en una aparición, y se fijó que, pese a su edad, permanecían rastros de belleza en su cara. Con ambas manos descansando sobre la empuñadura, comenzó a hablar sola.
— Monseñor, sería comprometido que nos vieran juntos —e hizo un coqueto gesto que resultaba ridículo, casi esperpéntico.
— Sí, Excelencia, usted sí puede llamarme Esmeralda. Será nuestro secreto —y parpadeó con exageración.
Sus ojos aún eran de un verde intenso.
— Oh, querido Presidente, cómo siento no poder atender a su súplica —elevó la vara de ébano como si reconviniera al inexistente personaje.
Después de acabar esta pantomima, se recostó contra la pared con un aire fatigado, mientras las sombras empezaban a avanzar por el solitario lugar. Julio no sabía qué hacer. Marcharse o preguntarle a la señora si necesitaba ayuda. Parecía una figura doliente, una Piedad con las manos vacías. De pronto, oyó el ruido de una puerta al cerrarse y unos pasos que se acercaban. Sobresaltado, vio avanzar a un hombre de mediana edad, con el pelo canoso, un andar cansino y el uniforme azul de los guías del Palacio. Todo en él desprendía un aire de vencimiento y resignación.
— Lo siento, madre, me he retrasado un poco.
La mujer se levantó con cierta dificultad y se apoyó en el brazo del hijo. Al pasar por delante, siguió con interés su conversación. Ella le decía que esperaba que esa noche no hubiera cocido coles otra vez para la cena.
— No soporto ese olor —graznó.
Y el hijo, en un tono monocorde le susurraba que no abusara con el numerito de la silla, y que dejara de coger monedas de la colección para dárselas a los hombres que la subían. Bastante suerte habían tenido, continuó abatido, con que les respetaran el pequeño apartamento del servicio para seguir viviendo ahí.
Ella se detuvo, le miró con reprobación y tras un largo suspiro dijo.
— Esa escalera resume mi vida —y golpeando el suelo alzó la voz—. No olvides nunca que los dueños, durante siglos, hemos sido nosotros.
Y con una mueca de desprecio continuó sola su camino hasta perderse en las sombras.
El juego
Malena Teigeiro
Éramos como hermanos, pero mejor. Porque si a mi hermano le contaba algún problema, se reía de mí o lo que era peor, se iba a contárselo a nuestros padres, y él no. Él me miraba atento, dulce, cariñoso, y ante cualquier pena, siempre me consoló.
Nuestras vidas fueron paralelas. Su casa era el número diez y la mía el nueve de la misma calle. Recorrimos juntos el camino del jardín de infancia, después el del colegio, y luego el del instituto. Como la religión de nuestros padres nos impedía estudiar en colegios mixtos, esperábamos ansiosos el momento de entrar en la Universidad. Entonces, al fin podríamos vivir juntos: los dos queríamos ser periodistas. Sin yo saberlo, él siguiendo el consejo de su padre, optó para la facultad de medicina. Y lo admitieron. A mí también, pero en la de periodismo. Aun así, nos veíamos con bastante frecuencia. Cuando cursábamos el último año, me invitó a una fiesta en su facultad. Te tengo una sorpresa, dijo. Vino acompañado de una chica alta, morena, y con unos ojazos verdes que envidié desde el primer momento. Además de ser muy guapa, era simpática. ¡Hasta iba bien vestida! Sentí rabia. Lo vi claro. Iba a robármelo.
Después de darle muchas vueltas, tracé un plan. Les invité al museo Vaticano. Había descubierto unos papiros en donde se relataban las primeras operaciones de cerebro hechas por los egipcios, sonreí cándida.
Les expliqué que iríamos el lunes, pues aunque el museo ese día está cerrado, tenía unos pases para investigadores. Les pareció bien y quedamos para el lunes siguiente a las cuatro, delante de la escalera de los Museos Vaticanos. Mientras subimos nos divertiremos con un juego que me han enseñado unos compañeros de curso, mentí.
Entramos en el museo y al llegar al pie de la escalera, les mostré los dos brazos que, retorciéndose como serpientes, subían paralelas hasta llegar a la cúpula de cristal.
—Tú vete por éste —le indiqué a ella—, y nosotros iremos por el otro.
Comenzamos a subir.
—¿Qué tengo que hacer? — preguntó nervioso.
—Ponte detrás de mí —le dije zalamera.
Cuando lo hizo, le cogí las manos y se las sujeté alrededor de mi cintura.
—Sígueme sin dejar de mirarla —susurré—. Cuando la veas justo enfrente, avísame.
Muy juntos, casi pegados, yo me giraba hacia él una y otra vez haciendo gestos y bromas que él reía. Íbamos despacio. Logré retrasarnos lo suficiente para que ella nos viera continuamente. Entonces, dándome la vuelta, le coloqué los brazos alrededor del cuello, lo sujeté para que no pudiera dejarme, y comencé a besarlo con furia. Él, sorprendido, devolvía mis besos. Ella se detuvo. Nos miraba. Bajando la cabeza, se dio la vuelta y rápida corrió hasta salir del museo. Al verla huir, él, de un empujón, me tiró al suelo.
—Estás loca —se limpió los labios con el revés de la mano y escapó detrás de ella.
En aquel instante mi vida fue otra vez como las dos colas de la escalera del Vaticano que suben paralelas y nunca se encuentran. Varias veces lo divisé a lo lejos, pero nunca volvimos a estar juntos. Intenté encontrarlo para disculparme. Lo llamé una, dos, y mil veces. Nunca contestaba. Conoce mi número, pensé. Compré otro teléfono. Fue igual. En cuanto reconocía mi voz, colgaba.
Al terminar el curso, me salió un trabajo en el hotel Venecia de Las Vegas. Desde mi despacho, veo el gran hall atravesado por el canal, las góndolas, el arrullo de las parejas. Una mañana me decidí a escribirle una carta. Le pedí perdón. Esperé intranquila su respuesta. Una tarde del mes de julio me llegó un sobre escrito con su letra. Pero la carta era de ella.
No te vuelvas a preocupar por nosotros. Te hemos perdonado y te recordamos día a día, cada vez con más contento.
Además de ser guapa, y tener buen gusto para vestir, era maligna. No solo me humillaba con sus falsas e hipócritas letras, sino que, en el mismo sobre me envió una foto. Ella y él besándose en una góndola. Estaban en Venecia, disfrutando de su amor en el viaje de bodas.
Viaje a las nubes
Liliana Delucchi
Que no era una buena idea, ya me habían advertido mi madre y mi tía. Pero este verano no tengo con quién ir de vacaciones y la abuela insiste en conocer Roma, así que cuando me aseguraban que era muy pesada, pensé que eran exageraciones. Debí hacerles caso.
—Si sabes que soy agnóstica no veo por qué tenemos que visitar el Museo Vaticano.
Cuando decía que ansiaba conocer la Ciudad Eterna se refería a la Fontana de Trevi, de la que el Bello Marcello rescatara a una gorda rubia, protesta mientras sube las escaleras.
—No entiendo qué ves de maravilloso en estos mármoles sin fin.
No contesto, ¿para qué? Quizás si me mantengo callada ella hará lo mismo. Pero no. Sigue con una diatriba que ya no escucho, porque estoy centrada en lo que me cuenta una señorita a través de esta radio que alquilé a la entrada.
—Bueno, ya que tengo que estar aquí, llévame a ver la Capilla Sixtina, quizás pueda presenciar una fumata.
—Abuela, la fumata solo se enciende cuando finaliza el cónclave con la elección de un nuevo Papa.—
—¿Es que no piensan elegir uno ahora?
—No abuela, el actual goza de buena salud.
Está cansada, así que la dejo en el Cortile della Pigna para que tome un poco de aire y sigo mi recorrido. No sé cuánto tiempo ha pasado cuando regreso con los ojos y el alma llenos de Rafael, Leonardo y tantos otros, y la encuentro conversando con una señora de más o menos su misma edad. Me la presenta como la Signora Rossina Carpelle, que la está invitando a merendar en su casa esta tarde. En un español fluido comenta que vive a escasas calles del Vaticano.
Mi abuela está encantada, durante nuestro almuerzo no hace más que hablar de su nueva amiga que esta tarde le va a presentar a su hermano, el Cardenal.
—¿A qué viene tanto entusiasmo, abuela? Eres agnóstica. No se te ocurrirá emprender una discusión con el Cardenal, ¿verdad?
—¿Eres tonta o qué? Pienso seducirlo, después de todo es un Príncipe de la Iglesia.
¡No puedo creerlo! Pido una grappa.
—Abuela, tienes 84 años, no sé cuántos tendrá él, pero como tú dices, es un Príncipe de la Iglesia y ellos no van ligando por ahí como los simples mortales.
—Querida niña, Rodrigo Borgia era cardenal cuando se acostaba con una mujer con la que tuvo cuatro hijos a los que reconoció. Y terminó siendo Papa.
Necesito otra grappa.
Escalinatas de ensueño
Marieta Alonso
Las amaba. Sentía tal frenesí ante cualquier escalera que le era imposible proseguir su camino. Por eso cada vez que se topaba con una, aunque no tuviera necesidad, las subía y las bajaba. Al ascender iba despacio; el esfuerzo y los jadeos la obligaban a sentarse al llegar arriba. Descansaba. Ya con el corazón a su ritmo se ponía en pie, acariciaba con el índice la barandilla, vertía besos al aire y con los ojos cerrados, descendía los peldaños con mesura, al compás de una música imaginaria. Esa cachaza que despilfarraba en cada grada, hacía que le llegasen historias de terror, cuentos amorosos, que la cubrían de los pies a la cabeza.
Estando en Ciudad del Vaticano, al final de su recorrido por el museo, se dispuso a bajar por la mal llamada escalera de Bramante. Ejecutó su ritual y la inundó una paz que fue truncada por dos voces varoniles enzarzadas en una pelea. Miguel Ángel y Julio II estaban de nuevo discutiendo: que si ya tenía que haber terminado, que si aún estoy esperando el pago, que si usted es víctima de su propio carácter, que si no le perdonaré jamás haberme golpeado con el bastón, que si vos no sois quién para contestar así a vuestro Pontífice…
Tan vívidas fueron las imágenes y las palabras, que quiso interceder. Abrió los ojos. Nadie a su alrededor. Las voces se fueron acallando. Eran solo murmullos que se filtraban por los poros del granito. Cerró los ojos.
Unos cuantos escalones más abajo, escuchó unos pasos quedos. Eran Bramante y Rafael que le pasaron por encima como si ella no existiera, y que, amparados en la oscuridad de la noche, iban a espiar el trabajo de la Capilla Sixtina.
Siguió bajando y observó cómo Miguel Ángel gesticulaba ante el Papa, acusando a Bramante de haberle robado las llaves. Se solucionó la crisis y el gran pintor volvió a su bóveda.
De pronto, un grupo de turistas irrumpió en su soledad y a empujones, la llevaron hasta al último estribo. Lástima de barahúnda.
Jajaja Liliana no me digas que no es divertido viajar con una ancianita decimo nonica tan ocurrente.
Yo tuve una abuela que era muy de este estilo aunque ella era muy creyente pero con 80 años se compro unos pantalones para modernizarse…..
Por supuesto que me ha entretenido tu relato.
Felicidaded por transportarme años atras.
Me ha encantado tu historia Cristina,nostalgia……desde q me case no he probado las coles.
El las odia.
Gracias por vuestros reletos.
Elena