
Emigrantes
A finales del siglo XIX, miles de españoles iniciaron la emigración hacia el Dorado, hacia los nuevos países de Ultramar. A mediados de los años cincuenta, los nietos de aquéllos, volvieron a hacer las maletas. Ahora ya no acudían a los puertos. En las estaciones de tren, en los aeropuertos tomaban billetes para Alemania, Francia, Suiza… Tanto en aquella ocasión, como en ésta, para muchos, fue un viaje sin retorno. Ahora, nuestros jóvenes y no tan jóvenes, van indistintamente a Latinoamérica, a Centro Europa, llegando incluso hasta China y Australia. Buscan, como sus mayores, un futuro mejor.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Rosalind
Cristina Vázquez
Y las brisas de largos remos
golpeaban los cenicientos cristales de Broadway.
(Poeta en Nueva York. Federico García Lorca)
¿Quién es esta niña? Vaya cara de cateta tiene.
Rosalind le arranca la foto de las manos y sin mirarla apenas, le contesta que la había comprado en una tienda de viejo y que la niña le pareció muy mona.
Las luces intensas de neón iluminan con frialdad el despacho dónde están las dos amigas. Rosalind es la redactora jefe de una revista de moda de gran tirada en Estados Unidos y la otra la estilista. Se conocen hace años, colaboran sin demasiadas tensiones, con la dosis adecuada de competitividad y exigencia que les permite mantenerse en sus puestos.
Cuando entró a trabajar con una beca, hacía ya veinte años, le pareció que el piso dieciocho de directivos no lo alcanzaría nunca. En casa la llamaban Rosaurina y había conocido el largo, larguísimo trayecto hasta llegar a Manhattan y llamarse Rosalind. Frío helador en invierno, horas de metro con gente adormilada y absurda, carreras, codazos, hasta aprender a poner ella el pie encima, a perfeccionar su inglés con un tono británico, pues se había educado en Inglaterra, mentía. Se estudió con detenimiento el mapa de Gran Bretaña, la lista de colegios buenos y los barrios de Londres, para que no la pillaran. Sí, de España conocía sobre todo el Sur, a veces iba de vacaciones con su familia. ¡Tan diferente y simpática la gente! Era un sitio adorable y aún exótico en sus costumbres.
Cuando volvía a su piso, diminuto pero bien situado, lanzando los tacones al aire y con una copa de vino en la mano, llamaba a su madre que vivía en el Bronx. Después de escuchar un rato sus quejas, sus dolores, y con la promesa de ir el domingo, colgaba con irritación.
Llegar a casa de la madre le suponía otro trayecto largo y fatigoso. Su único día de descanso se emborronaba en olores picantes, griterío de niños por la escalera pintarrajeada, y un profundo desánimo al verla cada vez más vieja, más triste y más alejada de ella. Sus puntos de convergencia se fueron separando tenue pero firmemente, hasta llegar a un lenguaje inconexo entre ellas.
No soportaba verla en zapatillas con una bata acolchada en invierno o de dibujitos chillones en verano, hablando cada vez más de su pueblo, de sus hermanos, de lo difícil que le resultó marcharse, de lo duro que fue vivir y educarla en este país tan diferente. ¡Siempre lo mismo! Con unas lágrimas indecisas, un pelo mal teñido de color anaranjado y unas manos callosas. Ella se mira su perfecta manicura rojo Byzancio.
Que volviera de una vez a su pueblo, le decía con impaciencia, pues la madre era la representación del mundo que quería olvidar, el mundo al que odiaba pertenecer, el mundo que con su esfuerzo había conseguido superar. Ella, en cambio, era la respuesta a un fracaso de vida, a la emigración ramplona, a la extranjería permanente.
La madre con los hombros levantados, la mirada húmeda de una nostalgia acuosa, se quejaba que ni de aquí ni de allí, y que la vez que volvió no conocía a nadie. El pueblo estaba tan cambiado que tenía que mirar las fotos para poder ubicar las casas, el bar, la tienda de ultramarinos, la huerta. Ya tenía apartados los ahorros para que cuando muriese, la mandara para allá, pero con los ojos cerrados y se los frotaba con un pañuelo arrugado. El acento de su infancia le salía con una cadencia tan marcada que Rosalind no lo soportaba.
¡Mamá por favor, no empieces!
Fue distanciando las visitas, no tenía tiempo. Volvió un domingo que no estaba previsto, pues no pudo hablar con ella en toda la semana. Las vecinas le dijeron que se la llevaron al hospital. Había tenido un derrame cerebral y seguramente no sobreviviría. Se sentó a su lado y de repente reapareció un rasgo de juventud en su cara, una dulzura olvidada en el rostro forzadamente relajado. El único ruido era el respirador artificial, suave y continuo. Abrió el cajón de la mesilla. Estaban las gafas, su carnet, el rosario y una foto. La miró con atención. Vio una niña sentada sobre unas maletas y en su carita se resumía la desolación y el miedo. Detrás, la fecha, el nombre de su madre y el puerto desde el que salió.
Y supo con desolación que ya era tarde.
El columpio
Malena Teigeiro
Espera aquí y no te muevas, dijo mamá sentándome encima de la maleta. Creo que me puso allí para distinguirla. ¡Casi todas eran iguales! Cerca de mí, también sentado, pero sobre un baúl, había un niño. Estaba igual de aburrido que yo. Comencé a fijarme en el trabajo de los marineros. Cargaban los equipajes en unas redes, la grúa las levantaba, luego, despacito, las dejaba sobre el muelle.
—¿Crees que se acordarán de que estamos aquí? —gritó impaciente el niño.
Me encogí de hombros. Mi madre sí que se iba a acordar. ¡Le guardaba su maletón! Continué mirando las redes. Pensé que era apetecible bajar como uno de aquellos bultos, balanceándome igual que lo hacía en el columpio de la higuera. El niño movía los pies dando patadas a su asiento. Me gustaban sus zapatos marrones de piel muy brillante. Miré los míos. Estaban sucios de barro, aunque fuera de tierra de la aldea. Levanté un pie y toqué una punta. Me llevé los dedos a la nariz. Ya no olían a prado, ni a establo. Ahora sólo estaban sucios. Los suyos quizá eran nuevos.
—¿Qué haces? —me chilló otra vez. Inclinando la cabeza, levanté un hombro—. ¿Crees que se habrán olvidado de nosotros?
Estaba asustado. ¡Ojalá se hubieran olvidado! Con un poco de suerte me devolvían a la aldea con mis abuelos. ¡Pobres!, cómo me abrazaban antes de subir al autobús que nos llevó hasta el puerto de La Coruña. Cuánta gente. Me daba un poco de asco tanta lágrima, tantos mocos entre los besos. El abuelo me miraba sonriente, con sus tristes y desteñidos ojos azules. Quizá se los habían lavado con lejía, como hizo mamá con el delantal del colegio. Aunque él me dijo que era porque les había dado mucho el sol. No sé. Llorando, le pedí que no tirara el columpio, que iba a volver pronto. Lo abracé y me costó separarme de su calor, de su olor a humo, a hierba.
—Tengo hambre. ¿Tú no? —gruñó lloriqueando.
Lo miré. Se había tumbado sobre el baúl. Temblaba. Miedica, pensé. Metí la mano en el bolsillo y le enseñé un trozo de pan con queso. No te lo tomes todo, había dicho mamá al dejarme sobre el equipaje. No sé cuándo podremos volver a comer. Él se bajó y vino a sentarse conmigo. Casi no cabíamos. Le iban a robar sus bultos, pero a mí me daba igual. Le estaría bien empleado. Era bobo. Comenzó a morderlo. Masticaba muy deprisa y se le iba a acabar pronto. ¡Qué torpe! Olía bien. No como mi abrigo que todavía tenía el olor del hollín de la cocina y de las vacas.
—¿Tienes más? —moví la cabeza—. ¿Por qué no hablas? ¿No tienes lengua?
Me giré hacia él despreciativa. Abrí la boca y se la enseñé. También le daba patadas a nuestra maleta. Si mamá lo veía, se iba a enterar.
—Vas a pasar mucho calor con ese abrigo.
Lo miré despacio. Él vestía traje marrón, como el de los tíos cuando iban al baile de la feria. La abuela decía que le gustaba verlos cuando vestían de lujo. A mí mamá siempre me hacía un vestido nuevo para ir a la misa de la feria. El último era blanco. Había roto una sábana y la abuela se enfadó.
—Yo vivo aquí. Bueno, en una ciudad más pequeña, que no tiene mar, aunque muy cerca hay una playa. Está muy bueno —dijo señalando el bocadillo.
Lo miré. ¿Es que era tonto? Pues claro que estaba bueno. Era del queso que hacía el abuelo. ¡Qué pena que ya se hubiera acabado!
—Hemos ido a ver a los padres de mis papás. Llevábamos quince años sin verlos. Les hemos llevado muchos regalos, ¿sabes?
Mentiroso, pensé. ¡Apenas era mayor que yo! A mí que me importaban sus regalos. Seguí mirando el trajinar de las redes.
—En la aldea de mi mamá en vez de dulce de guayaba, tenían uno de membrillo, que no me gustaba.
¿Dulce de guayaba? Qué será eso, pensé alzando los hombros hasta casi las orejas. Lo vi limpiarse las manos en el pantalón que se le llenó de migas.
—Y mi tía se viene con nosotros para cuidarme, porque nos hemos comprado un almacén y mis papás tienen que trabajar todo el día. ¿Tú no te quedas con tus abuelos?
Es idiota. ¿No ve que estoy aquí? Y además no paraba de hablar. Seguía con su tontuna de golpear el equipaje con sus zapatos marrones. Eran más bonitos que los míos, pero él era tonto. Por fin llegó mamá a buscarme. Le hizo bajarse de nuestra maleta y lo dejó allí plantado. No le dije adiós.
No quince, sino veinte años más tarde, volví a la aldea. Apenas quedaba nadie viviendo en ella. Solo algunos viejos acompañados por las abandonadas casas, por los campos sin cultivar y las cuadras vacías. Después de visitar el cementerio y limpiar la tumba familiar, me dirigí a la casa de los abuelos. El tejado estaba hundido y el suelo de la habitación se había caído sobre la cocina, arrastrando mi cama de hierro, antes pintada de azul añil. Paseando por la huerta llegué hasta la higuera. Las carcomidas cuerdas del columpio, ya sin tabla, seguían colgadas de la rama, aunque solo sirvieran para mecer el transcurrir del tiempo.
Un hada gigante
Liliana Delucchi
Falta poco. Por eso he venido a sentarme sobre nuestra maleta. Son todas muy parecidas y no quiero que se confundan. En ella llevo mi cuento y mi muñeca. El libro es el de Mamá Cabra y los Siete Cabritos, que la abuela me leía todas las noches. Es mi preferido y también el único que me regalaron. Aunque ella sabe muchas historias, ésa es la que más me gusta. Se quedó en el pueblo, dice que ya está muy vieja, y que con lo que le costó hablar castellano, no está para aprender otro idioma que suena tan raro. Aquí, en el barco, hay mucha gente que habla raro, pero he jugado con otros niños y aunque a veces no los entienda, me divertía igual. Ellos no saben de mis amigas las hadas, que veces se escondían entre las coles, mientras hubo coles, pero después vinieron esos hombres que se llevaron las hortalizas que cultivábamos. Mi padre ocultó algunas en el granero, y por suerte no las encontraron, así pudimos comer hasta que marchamos para el puerto. Nunca había visto tanta gente junta; se empujaban y mostraban papeles para subir al barco. “No te despegues de mí”, me había dicho papá. Y no me separé ni un momento. Ni de él ni de nuestra maleta, porque dentro llevo mi muñeca que es un hada. Me daba mucha pena la pobrecilla, allí encerrada, pero como es invisible, seguro que en algún momento se escapó para pasear por la cubierta.
Cuando nos separamos de los primos, lloré. Mamá me dijo que no lo hiciera, que ellos también emigrarían pronto. No sé qué quiere decir esa palabra, debe ser algo malo, porque hacía pucheros, pero yo le apreté la mano para que no tuviese miedo. Vamos a un país donde no te despiertan los aviones y donde la gente no corre para esconderse. Además, allí está el tío Julián, que le consiguió un trabajo a mi padre y que dice que podremos comer todos los días y varias veces al día.
Suena la sirena, estamos llegando y toda la gente se va para adelante. Yo no, no quiero separarme de mi maleta, además, si el hada que nos espera en el mar es tan grande como dicen, seguro que la veré desde aquí. Mamá me dijo que tiene una isla para ella sola, que me llevará a verla y que levanta una antorcha que es capaz de iluminar hasta la aldea. Entonces… quizás pueda ver a la abuela.
Ida y vuelta
Marieta Alonso
Era invierno. El frío se colaba por las rendijas hiriéndome la cara, las manos y el trocito de pierna que se quedaba al aire entre los calcetines y el pantalón. Estaba aburrida y cansada de tanto esperar. No sé qué hacía allí, encaramada en nuestra única maleta. Mi mamá me aconsejó no tocar nada. Nos vamos a otro país en busca de una buena vida, eso lo dijo papá y mamá contestó que era lo mejor que se podía hacer si queríamos salvar el pellejo. Estoy triste. No tengo con quién jugar. No hay ningún niño a la vista. Y como mis padres están nerviosos, es mejor que me aleje de ellos no sea que reciba una regañina. Al no tener nada que hacer, me tumbé en el suelo, y me dormí.
Recuerdo ese día como si fuera ayer ¡Y ya han pasado setenta años! Aquella niña hoy habla, sueña y piensa en francés. Con mis padres fue distinto. Ellos no llegaron a aprender bien el nuevo idioma, lo chapurreaban, con terminar las palabras en “e” pensaban que les entendían. Lo que sí hicimos siempre fue comer en español: cocido, tortilla de patatas, paella.
Con ellos hablaba nuestra lengua materna y con los demás en mi idioma de adopción. Cuando teníamos que hacer alguna gestión en la escuela o ir al médico, les servía de intérprete desde bien chiquita. En el mercado, al principio, mi madre se hacía entender por señas, pero luego aprendió las palabras necesarias para comprar.
Trabajó en una fábrica de cerveza y regresaba a casa agotada, mi padre como era un gran mecánico, entró en Peugeot, y a la noche se desplomaba estrepitosamente en su sillón preferido.
—Da gracias a Dios que no tienes que estar en la construcción—, le reconvenía mi madre.
Los años fueron pasando y mis padres no dejaban de mirar hacia España. Yo, en cambio, con la vista puesta en París me fui a estudiar a la Sorbona. Me casé con un chico francés, a pesar de que mis padres pusieran el grito en el cielo.
—Ahora sí que nunca regresaremos a nuestra tierra. Entre Franco que no se muere y la niña que se casa, ¡apañados vamos!— rezongaba mi madre.
En mi nuevo hogar pasar de una lengua a otra era lo habitual, así mis hijos tuvieron dos idiomas sin grandes esfuerzos y pudieron comunicarse con los abuelos, que les enseñaban a cantar villancicos, coplas, a bailar la jota y a comer como es debido.
Hoy regreso a España con uno de mis hijos, el soltero, que a sus muchos años no quiere dejar de cumplir lo que prometió siendo niño a los abuelos: volver en su nombre.
Y me siento extraña.
Me encantaron todas las historias….me dan animo a terminar la mia….es verdadera pero solo tengo escritas 300 paginas….llevo 55 desde que sali de mi patra ..Cubita Bella….
Quizas pueda realizar mi sueno muy pronto….sali a los 28 y ya cumpli los 82… capicua….de algo me tendria que valer…
Memory Lane….ese sera el titulo..
Espero que puedas realizar tu sueño de publicar.
Estoy familiarizada con las historias porque soy una emigrante, tuve que salir de mi paiz Cuba por un comunismo que todavia esta, lo cual que en las historias pudieron regresar pero yo creo que yo no en cuanto ya tengo 68 anos espero que en un futuro mis antesesores puedan ir, emigrar es malo y mas si vas a un paiz que la lengua no es la tuya, espero que ninguna persona en el futuro pueda hacerlo
¿Quién no tiene un emigrante en la familia?
Recibo encantada las historias, ! Interesantes y bien escritas. ¿Cómo las defino?, la primera, demasiado amarga, Segunda, egoísmo triste, Tercera, tierna y encantadora, Cuarta, Realista y auténtica. Las cuatro muy descriptivas, con sentimiento, muy del momento, aunque ahora son peores, la mayoría de los emigrante, ni siquiera llevan maleta, desolación..
Nosotras encantadas de que nos leas y escribas tus comentarios. Un abrazo.
Me encantan las historias, estas son muy actuales porque seguimos emigrando, unos de allí y otros de aquí….
Muchas gracias y del deseo de que los que necesitan volver a su tierra, lo consigan pronto.
Unos vienen, otros van. Así se escribe la Historia. Un abrazo.