
Viñedos de España
Algunos arqueólogos creen que las uvas fueron cultivadas por primera vez en España cuatro mil años antes de Cristo. Lo que sí se conoce es que durante el dominio romano el vino español fue comercializado y exportado por todo el Imperio. Años después, Hispania fue invadida por hordas germánicas que destruyeron muchas plantaciones. Durante la dominación árabe, el cultivo de la vid permaneció, e incluso mejoró, continuándose con el cultivo de los viñedos y la elaboración del vino, principalmente en los monasterios. En tiempos de la Reconquista, se volvió a exportar vino español al resto de Europa.
Con el descubrimiento de América por Cristóbal Colón, al mismo tiempo que se abría un nuevo mercado para el vino producido en España, los misioneros y conquistadores llevaron las vides españolas, vides que todavía dan sus frutos en toda Hispanoamérica.
Hoy día, con los nuevos métodos de transformación de la uva, las bodegas españolas producen unos caldos reconocidos como los mejores en todo el mundo.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Tiempos dulces
Cristina Vázquez
Fueron tiempos dulces, tiempos de esperanza en los que las luces de septiembre se dilataban en atardeceres rojizos. Saboreábamos las horas sin prisa, mirando la plenitud de las viñas como un reflejo de nuestros sentimientos. Sólo presentíamos futuros luminosos.
¿Quién nos lo iba a decir?, querido mío, que casi medio siglo después estaría sentada en la misma veranda con otras sillas más confortables y feas, acordándome de ti con igual emoción y una nueva nostalgia.
Te escribo a sabiendas de que esta carta probablemente no llegará nunca a su destino, pues ni siquiera sé si aún vives. Pero necesito recordar, compartir contigo la plenitud, el brillo de esos días para descargarlos del horror del que luego se llenaron.
Mi recuerdo empieza en esos veranos de niña solitaria en casa de mi abuelo, solos los dos con la mujer que me cuidaba. Fue un tiempo único con sus luces y sombras, imborrables para mí. Mi madre me llevaba en tren hasta la estación anterior al pueblo donde él vivía, ella nunca iba pues su padre le había prohibido volver. Jamás me dijo el porqué.
—Manías del abuelo, ya sabes cómo es —me confesaba con risueño pesar.
En esa pequeña estación me esperaba Isidro, antiguo militar que era el chofer y acompañante de mi abuelo y me llevaba, entre bromas repetidas, a la casona señorial que dominaba el valle de los viñedos. Se llamaba el Dominio de Adaraja —luego supe que esa palabra significa grieta—, y en el pueblo, en voz baja, lo llamaban el del viejo cabrón. Y ése era mi abuelo, un adusto campesino enriquecido en las Américas que se hizo con los mejores viñedos de la zona, caserón incluido, que pertenecieron a la familia de la Torre, antiguos señores arruinados por malbaratar durante años su fortuna. Hoy, él podía pisotearlos después de haber sufrido sus desaires.
—Los que malgastan que lo paguen —repetía a quién quisiera oírle con los ojos encendidos de autosatisfacción y desprecio—. Malditos inútiles los de esa familia, no sirven para nada. Que se mueran.
Como única nieta, era con la sola persona que pareció enternecerse. Recuerdo con cariño la blandura que demostraba conmigo. Que la niña haga lo que quiera, que disfrute, para eso había trabajado él. Y me llevaba subida en su caballo a recorrer caminos señalándome sus posesiones con un amor verdadero.
—Todo será para ti. Tú serás la reina de este lugar.
Al ir creciendo los veranos se me eternizaban en esa soledad y a veces, después de algún gesto mío le sorprendía una mirada angustiada. Me reprendía con brusquedad, que no hiciera eso, que no lo repitiera.
El único momento en que cobraba vida ese campo era al comienzo de la vendimia. La finca se llenaba de gente, de risas, de movimiento y desde bien chica yo participaba. Ese año de mis dieciséis, cuando te vi llegar comprendí que eras el hombre mejor plantado del contorno, fuerte, amable y con una sonrisa que iluminaba con picardía tu cara bruñida. Venías a vendimiar un poco por diversión, un poco por necesidad y porque esas cepas las había plantado tu familia. Lo contabas con gracia, sin un ápice de amargura. Y bajo esas uvas, entre risas y carreras nos confesamos amor. Fueron nuestros primeros besos y creímos que podía ser por siempre y para siempre.
La tarde que le dije al abuelo que quería presentarle a mi novio, se quedó conmovido, casi lloriqueando al pensar lo mayor que era y cómo se había escapado el tiempo entre verano y verano. Cuando se enteró de nuestras pretensiones, y de quién eras, no comprendí el arrebato de sus ojos, la indignación, los gritos y cómo juró ante la imagen de la Virgen Negra, que trasladaba con él allá dónde fuera, que quemaría todo antes de que tú o cualquiera de los tuyos pusiera un pie en sus tierras.
Al día siguiente, pese a mis lloros y protestas, me subieron al coche y sin siquiera despedirme me mandó a casa con la expresa orden de que cursara el siguiente año en el extranjero. Y así fue, me mandaron a Francia tres años, sin volver en verano. Por más que intenté saber de ti, te esfumaste. Luego me enteré de que también tu familia, previo pago de una sustanciosa cantidad, y bajo la amenaza de que quemaría lo poco que les quedaba si volvía el chico, te mandó lejos, muy lejos.
Mi abuelo murió sin que le volviera a ver, sin perdonarle su desproporcionada e incomprensible reacción. Mi amor. Me arrebató el primer amor con crueldad, pero al cabo de los años y tras la muerte de mi madre, comprendí el horror de ese hombre de que yo pudiera enamorarme de ti, pues un alma caritativa me contó el pecado, el escándalo de mi madre cuando se quedó embarazada de quien fue tu padre. Pobre hombre, qué espanto debió sentir. Hoy, vieja yo como él, reina de este lugar como era su deseo, contemplo estos viñedos que me despiertan la dulzura olvidada de esos días. Una cierta congoja se apodera de mí al recordar, pero justifico esta soledad en la que he vivido casi con alegría.
Doña Matilde y Don Alarico
Malena Teigeiro
La nube a la que el espíritu de doña Matilde se asomaba, le permitía divisar al completo el esplendor de aquellas que fueron sus tierras, plantadas de viejas y cuidadas cepas.
—Mira Alarico. Mira cómo tiene el chico las viñas. Nunca han estado así, secas, sin espurgar, llenas de sarmientos —le decía a su adorado esposo quien sesteaba en una nube cercana.
Sintió doña Matilde que se le encogía el corazón. Nunca, desde que los romanos se las habían entregado a su familia, habían estado tan abandonadas. Y ella tenía conocimiento cierto de todo lo referente a sus vides, porque, desde que había memoria escrita en los archivos del pueblo, aquellas viñas habían pertenecieron a sus ancestros. En los nuevos tiempos, ya utilizando las ventajas de la civilización, su abuelo, su padre y luego ella, las trabajaron y mimaron con el mismo celo con que cuidaron a sus descendientes. Y su hijo ––¿por dónde andará ahora?––, aunque no tan bien como ellos, también lo hizo. Sin embargo, al cumplir los sesenta y cinco años al chico ––para ella siempre sería su pequeño––como un remusguillo, le había entrado un enorme deseo de viajar, de divertirse, de gozar de la vida. Como consecuencia de ello, le legó la bodega y las vides a su hijo, a la sazón nieto de doña Matilde. Y ahora Alariquito, el nieto… Ése era otro cantar.
––A mí, lo que de verdad me priva es la noche ––repetía el joven acariciándose las flacas y amarillas mejillas.
Y esas pálidas, ojerosas y verdilunas mejillas, eran la muestra de que en cuanto llegaba la oscuridad Alariquito, iría de un lado para otro, y no siempre con un buen fin. Sin embargo, doña Matilde creía, y siempre de buena fe, que la culpa no era suya sino de aquella, la madre del chico, que desde que entrara en la familia solo se preocupó por los lujos y las fiestas
––Menos mal que tuvo a bien morirse pronto, sino… ––rumiaba siempre que tenía ocasión.
Y ahora, cuando con las obligaciones de la finca estaba un poco más reposado, el joven descubrió internet, con lo que se pasaba el tiempo conectado. Una noche Alariquito se dio de bruces con un casino virtual. Al abrir la página, el sonido, tan real, de las máquinas, el verde color de los tapetes, le atrajeron más que cualquier cosa de las que había disfrutado hasta el momento. Trasegando con el ratón, y sin saber cómo ni por qué, vio que le ofrecían gratis doscientos euros. Sin pensarlo dos veces, decidió probar y gastárselos en unas manitas de póker. Y a pesar de que lo único que conocía sobre este arte era a través de las películas de vaqueros, tuvo suerte y dobló la cantidad en poco tiempo. Entendiendo que aquello era sencillo y que a él se le daba bien, decidió comprar otros doscientos euros en fichas. Volvió a ganar. Puso otros doscientos, y otros, y sin que se diera cuenta comenzó a entrarle el gusanillo y ahora, allí se encontraba, sentado delante del notario, marcadas todavía más las ojeras, entregándole las viñas a su compañero de cartas. ¡Ay, Señor! Si se enteraran sus abuelos allá en el cielo, pensaba para sí compungido mientras estampaba la firma.
Y fueron pasando los días hasta que doña Matilde, que como siempre que había un cielo claro no dejaba con preocupación y tristeza de contemplar sus abandonadas fincas, de pronto pegó un respingo.
––¿Quiénes eran aquellos que andaban entre sus viñedos?
Vuelta hacia su esposo, quien a aquellas horas se encontraba ya acostado entre nubes de blanco algodón tal y como había hecho en vida, gritó: Alarico, mira, ven. Él, como si no la oyera, intentó seguir descansando. Que vengas, ¡hombre! Y don Alarico conociendo a su señora, calmoso, casi sin abrir los ojos, se incorporó y remando su nube, se colocó a su lado.
—Pero ¿qué hacen esos tractores entre las hiladas de vides arrancando las ramas con sus pinzas de metal?
Sintió la dama en su espíritu el dolor, el daño que aquellos hierros les causaban a sus retorcidas y hermosas cepas. De pronto vio que allá, a lo lejos, otro tractor iba arrancando los viejos y añosos troncos. ¿Pero qué sucedía? Aun siendo difunto, el rostro de su esposo, palideció. Ella, transida, cruzó las manos. Decidieron que, por la noche, único momento en que los espíritus pueden entablar conversaciones con los humanos, visitarían a su nieto. Intranquilos esperaron. Y al llegar esa hora en la que ya casi iba a amanecer bajaron hasta su viejo caserón, hogar de sus ancestros. Cuando entraron en la habitación de su nieto, lo encontraron plácidamente dormido con un arrugado documento entre las manos. ¿Qué será? Sin despertarlo, con mucho cuidado se lo quitaron y lo leyeron. Compungidos, volvieron a su lugar en la Eternidad.
Y como pasearse entre sus viñas había sido el goce mayor que doña Matilde había tenido en su larga y próspera vida, su esposo que preocupado veía cómo se agostaba su relamido espíritu, la animó a volver a hacerlo. Y ella, al principio con desgana, luego ya contenta, colgada del brazo de su amado Alarico, se paseaba entre los restos del viñedo hasta esa hora de la madrugada en la que la luz del sol amenaza con apagar la luna.
Y dicen quienes han visto sus incorpóreos cuerpos garbeando entre las hiladas de cepas, que al cruzarse con ellos, los ancianos al igual que siempre habían hecho en vida, saludan amablemente a unos, preguntan por sus familias a otros y se interesan por los hechos del lugar si se da la casualidad de que son el cura o el alcalde.
Y también se habla de que el nuevo dueño llora su precipitación al arrancar las antiguas cepas, pues el vino que sale de esas entre las que doña Matilde y don Alarico pasean, tiene un duende especial, al decir de los entendidos, único en el mercado, mientras que de las nuevas apenas son capaces de obtener un mal vinagre.
El sabor de la tierra
Liliana Delucchi
Cuando inició su andar por el camino entre las vides dijo que no volvería. Se equivocó.
Años de vendimia bajo el sol que a veces continuaba inclemente en septiembre, con un mendrugo a la sombra de cualquier mediodía y un trago del vino que quedara de la cosecha anterior. Siempre mirando hacia la casa, aquel porche donde ella se sentaba junto a los suyos, mordisqueando un racimo que hubiese caído de la cesta, con unos ojos que parecían los del retrato del salón, aquella abuela (o bisabuela) que pintara algún artista de renombre. Oscuros, con un marco de pestañas que caía a veces como si cerrara una persiana, escapando de tanta luz.
Parece infinito el camino de pedruscos, seco y polvoriento, como si no hubiera final, como si la tierra se redondeara más para que él no pudiese ver su última etapa. ¿Cuál es? Se pregunta mientras descansa bajo una mísera sombra. Con las piernas estiradas y la cabeza contra un tronco deja el macuto a un lado y rasca la tierra, la araña, coge un poco y lo lleva a la boca. El sabor de la tierra que lo vio nacer, a la que no volverá. «El sabor de tu pelo, el de tu piel o el de tus manos. Ese que nunca probé».
Largo fue el trayecto hasta la ciudad y más aún hasta el puerto. No sabía que los barcos fueran tan grandes ni que hubiera tantos desesperados por partir. Durante las jornadas atravesando el océano el olor del mar inundaba sus pulmones y cada vez que echaban el ancla pensaba en quedarse allí. Pero no. Cuanto más lejos, mejor. Habría algún lugar más allá del horizonte con uvas esperando una vendimia. Y lo encontró.
—No te asustés por el frío ni por las montañas, gallego, el vino de acá es muy bueno. Lo vendemos en todo el país y el tano (*) está pensando en exportar. Don Giuseppe también es un inmigrante, como vos, —le dijo Remigio, uno de los capataces de aquella vasta extensión de cepas.
La comida era abundante, como la bebida y al final de la jornada, mientras el resto de los peones se reunía en torno a una fogata entonando chacareras, él intentaba escribir una carta a aquella joven de ojos oscuros y pestañas abundantes que estaría sentada en el porche de su casa. Nunca pasó del “Querida Alicia”. ¿Cómo contarle con su escaso vocabulario lo que estaba viviendo ni lo que echaba de menos contemplarla a lo lejos?
Con los años pudo comprarle al tano un trozo de tierra y tiempo después asociarse con él. Fue el mismo don Giuseppe quien con la cara demacrada y un periódico en la mano le dio la noticia. “Tu país está en guerra. Civil, unos contra otros. Porca miseria. ¿Es que nunca vamos a aprender los europeos a controlar nuestra ira? Ese viaje que pensabas hacer tendrá que esperar.”
Y esperó. Tres largos años de conflicto y uno más para dejar sus cosas en orden.
—Andá tranquilo que yo me ocupo de todo. Pero prométeme que vas a volver. Con tu mujer o sin ella; este país es ahora tan tuyo, como mío. —Le dijo su socio— Te lo has ganado porque la tierra no regala nada. —Y chocaron las copas de vino antes de abrazarse y partir Guillermo hacia la capital.
El viaje en barco fue más cómodo que el de ida, ahora viajaba en primera. Pero llegar hasta la finca tomó tiempo… que su mente llenaba con lo que le diría al encontrarla.
Todo había cambiado.
Los estragos de la guerra muestran miseria y desesperación. El hambre se ha hecho dueña de las personas y las construcciones descubren las heridas de las batallas. Sin embargo, la casa de Alicia sigue en pie. Como ella, con uniforme de enfermera y una enorme barriga que le ha dejado su marido antes de caer en combate.
—El edificio fue convertido en hospital para la convalecencia de oficiales –dice ella al reconocerlo— y yo trabajo aquí. Es una forma de quedarme.
Guillermo entra en el salón donde el cuadro de la abuela (o bisabuela) continúa, no se sabe si dando la bienvenida o mostrando su desacuerdo con los nuevos ocupantes y llama a gritos a un médico cuando se da cuenta de que la joven ya está de parto.
—Un niño precioso. Sano y fuerte —dice el doctor mientras se lo entrega a su madre.
—Os llevaré conmigo —murmura Guillermo contemplando la cara del bebé. Al besar el pequeño pie que asoma bajo la manta, no puede evitar sentir el sabor de la tierra.
(*)Tano: forma coloquial de llamar a los italianos en Argentina.
Mancebía en el viñedo
Marieta Alonso
Era un pequeño pueblo similar a tantos otros salvo por aquel encanto especial que parecía único a los que habían nacido en él. Tenía una calle real que comenzaba con una hermosa iglesia y terminaba en una ermita acogedora. Y pare usted de contar si busca otra calle asfaltada, lo demás eran senderos que hacían soñar y pecar. Adentrándose por uno de ellos se llegaba a la casa escondida, de la que poco se hablaba en público y mucho en secreto.
La regentaba una mujer muy bella a pesar de sus años, famosa por su bondad y por ser la mejor empresaria de todo el condado. Era el alma del lupanar. Amiga íntima de los prohombres más ancianos, de los imberbes estudiantes y de los labradores de todas las edades.
Fue ella quien dio la idea a los viticultores de poner a sus vinos una denominación de origen. Al panadero le propuso concursar en la capital y por ello se ganó el premio al mejor de aquel año. Enseñó al boticario a preparar unos mejunjes que quitaban los dolores lumbares, a un jovencito que hacía novillos con tal de estar con sus chicas, le introdujo en el mundo de la confitería y comprendió que había nacido para ello. Y así con todos.
Lástima que entre sus amistades brillaran por su ausencia las llamadas mujeres serias, que ni siquiera se dignaban a pronunciar su nombre. En cambio, sus cinco empleadas que eran alegres y de risa fácil, la adoraban. Además de haber sido la mejor en su profesión, no se guardaba sus conocimientos, al contrario, les daba consejos teóricos para que los pusieran en práctica y se habían licenciado con matrículas de honor.
Como era tan activa y al comprobar tan buenos resultados entre sus chicas, pensó que debía poner una academia. Si hasta Platón había tenido una, comentaba para darse ánimos. Claro que esta obviaría lo filosófico y se adentraría más en lo humano, para que la vida tuviese sentido, que no solo de pan y trabajo vive el hombre.
Por otra parte, los conocimientos se revitalizaban al compartirlos. Era vergonzoso que esas mujeres jóvenes, guapas y serias, no supieran mantener a los maridos en casa.
Aunque parezca una insensatez teniendo el negocio que tenía, la idea prosperó y las clases clandestinas comenzaron primero con unas pocas y luego con exceso de reservas. Las chicas se convirtieron en profesoras. Los resultados fueron asombrosos. Su popularidad creció tanto, tanto, que aquella casa de ensueño escondida entre las vides fue degenerando en una cafetería de postín donde las señoras que nunca se dignaron saludarla, ahora eran sus mejores amigas. Todas las tardes venían a merendar junto a sus maridos que estaban la mar de satisfechos.
Si es que las personas tienen la obligación de reinventarse, comentaban en las tertulias bebiendo el exquisito vino y degustando unos pasteles que hacían las delicias de todos.
Me encantó este cuento .
Muchas gracias, Silvia.
Mil gracias por leernos. Cristina
Mes a mes espero la llegada de este correo . Gracias por tan bellas Lecturas. Me encantan
Muchas gracias por leernos, Sandra.
Sandra, lectoras como tú animan a seguir en esat aventura literaria. Gracias
Si, me han gustado
Gracias.
Muchas gracias tocaya.
La carta-cuento precioso si es que vale este adjetivo en literatura. Un cuento lleno de imágenes y de final inesperado. gracias a Cristina Vázquez
El cuento de Malena Teigeiro me hizo sonreír y por esos vericuetos de la mente me hizo recordar a Ray Bradbury, por eso de » …y remando su nube».
El de Liliana Delucchi lo lei dos veces, para entenderlo bien. Su lectura da para elucubrar por ciertos párrafos…
El de Marieta Alonso divertido, entretenido. He de confesar que siempre en estos cuentos busco el sabor de dos continentes, que ha decir verdad se nota. Gracias por sus escritos.
Gracias, muchas gracias por sus comentarios. Soy feliz si con mis cuentos divierto y entretengo. Un gran abrazo de palabras.
Mónica, gracias por dedicar tu tiempo a leernos con tanta atención, siempre es interesante y enriquecedor saber vuestra opinión.
Muchas gracias por tu crítica. Seguro que nos va a servir de ayuda.
Maravilloso como siempre.Que Dios te bendiga
Muchisimas gracias, Estrella. Un gran abrazo.
Gracias espero que así sea y que no nos falten bendiciones para seguir.
Muy bonito, Tiempos dulces,» Enrevesado, hay que leerlo dos veces para enterarse, Dª Matilde y Dn Alarico,» Precioso, El sabor de la tierra,» Alegre, divertido, veraz, el que trabaja con bondad, aunque sea poco convencional, siempre triunfa, Mancebía en el viñedo» me encanta.
Muchas gracias por tus comentarios Isabel
Muchas gracias por leernos y ayudarnos con tus comentarios.
Muchas gracias Isabel por estar siempre a nuestro lado. Besos