
El tren de la Estación del Norte
El transporte por vía férrea tiene esa pizca de romanticismo donde el ferrocarril, la literatura y el cine crean un triángulo amoroso irresistible. Todo puede suceder viajando por los carriles de hierro.
A finales del siglo XIX desde la antigua Estación del Norte iban y venían los trenes haciendo el recorrido de Madrid a Irún. Durante la Guerra Civil Española recibió numerosos impactos de artillería y la quiebra de la Empresa «Caminos de Hierro del Norte» provocó que el Estado tuviera que rescatar la red ferroviaria surgiendo un ente público y estatal, RENFE.
Ya no existe la Estación del Norte. En 1993 dejó de funcionar ––como tal–– para convertirse en la de Príncipe Pío, en la que confluyen trenes de cercanías, autobuses urbanos e interurbanos, metro de Madrid, además de un centro comercial y de ocio.
Este mes nos hacemos eco de historias que pudieron haber sucedido en esos vagones…
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Secreto de Vapor
Cristina Vázquez
La familia se sentaba alrededor de la mesa con ceremonia; el abuelo en una cabecera y su cuñada la tía Juana a la derecha, cuchicheando los dos en voz baja. A la izquierda su nuera Ignacia, una joven frágil y silenciosa, recién casada y que aún no conocía los hábitos de esa importante familia. La otra cabecera la presidía el hijo mayor, el marido de Ignacia, un hombre jovial de rasgos un poco achinados y brillante pelo oscuro, heredados de la madre filipina, muerta hacía años, junto a una sustanciosa fortuna que su padre, con gran habilidad, había multiplicado en inversiones textiles. El resto de la mesa se iba llenando aleatoriamente de hermanos, parientes y amigos, que también aleatoriamente vivían o pernoctaban allí.
Sorprendida, Ignacia no acertaba a comprender el aparente caos de esa mansión en la que ella no tenía ningún cometido, ni el trato correspondiente a la señora de la casa. Las disposiciones las tomaban entre la tía Juana, de sonrisa enigmática tras sus estrechos ojos, pocas palabras, pero dichas con autoridad de hielo y una recua de mujeres de servicio instaladas ahí desde antes de que muriera “la señora”, la auténtica, que hacían y deshacían a su antojo.
La casona, enorme, insolente, despuntaba en un cerro algo alejado del pueblo, pero cerca de las fábricas textiles donde acudía a trabajar toda la parentela presidida por el abuelo. Sola en la casa, iba descubriendo con curiosidad habitaciones, el desván, el sótano, pero siempre surgía alguna de las mujeres de servicio o la tía, que con el gesto torcido le recriminaban que esas habitaciones no se abrían. Si necesitaba algo que no dudara en pedirlo. Se fue recluyendo en su cuarto de estar lleno de cretonas y comodidades, pero en el que cambiar un mueble de sitio o un almohadón era un auténtico desafío al sistema establecido. Cuando se lo contaba a su marido, adorable, sonriente, le pedía extrañado, hasta incómodo que no le diera importancia, ella era su diosa y también de la casa. Desde que murió su madre siempre fue así y todo tenía su orden, que no se empeñara en hacer cambios, afirmaba contrariado.
— Cuando lleguen los hijos, la felicidad será completa, mi amor — le susurraba tras unos sinceros besos.
Para regular su día empezó a asomarse puntualmente a ver desde su balcón la llegada del tren. El imponente sonido del pitido y la nube de vapor que cada tarde surgía al entrar en la estación le seducían. A la hora en punto estaba atenta para verlo y empezó a pensar que le gustaría subirse, ir de viaje. El ruido de la locomotora al alejarse le producía un gran desconsuelo y le pidió a su amable marido que se fueran lejos, solos.
— ¿Para qué?, si acabamos de volver —le decía amoroso—. Y si el niño ya está en camino, no debería moverse.
El niño nació y unas experimentadas manos enseguida lo tomaron bajo su cuidado. Si ella había criado al padre cómo no iba a ocuparse del pequeño, rezongaba Aurelia, con manos firmes y oscura sonrisa desdentada.
— Usted a descansar, que no tiene experiencia.
En cuanto se repuso decidió bajar a la estación a una hora en que la casa dormía la siesta para presenciar de cerca la llegada del tren. El vapor la inundó de un olor intenso a carbonilla y pensó que el momento tenía la magia de hacer desaparecer los contornos en una densa nube. Sentada en uno de los bancos observaba a la gente con bultos, maletas, gallinas en cajas, niños, y volvió a su casa animada de ver un mundo diferente al que se encerraba en su preciosa mansión. Cada tarde se iba, nadie parecía echarla de menos. Empezó a estar más contenta participando en las conversaciones, a decir si algo no le gustaba de la comida y un día decidió sentarse en la cabecera frente al abuelo.
— ¿No soy la señora de la casa? Pues el sitio que me corresponde es este —afirmó severa bajo la mirada de fuego de la tía Juana.
La sorpresa del abuelo y de su marido, que le cedió graciosamente la silla, les dejó sin palabras.
…Después de que se deshiciera la nube de vapor y las personas emergieran igual que apariciones, se acercaba a charlar con ellos por si tenían necesidad de alguna indicación o ayuda con los niños. Al cabo de un tiempo reconoció a una mujer que venía todas las semanas y la miraba con cierto desafío y una inclinación de cabeza, hasta que una tarde acercándosele le preguntó en un tono adusto si la china, esa mala mujer, seguía en la casa, y le hizo una confesión que la dejó envarada. No volvió nunca a verla.
Una tarde, el jefe de estación estaba hablando con su suegro en el despacho, y una vez que se hubo marchado el hombre la llamó con toda la severidad institucional que le definía.
—Tú eres la señora de esta casa, la más importante y rica de la comarca—afirmó con una terrible expresión en las cejas—. No puedes ir y menos hablar con desconocidos en la estación —tras un prolongado silencio continuó con tono enfático—. Te debes al nombre de tu marido y a la dignidad de esta familia.
Con una voz muy suave le confesó que ella no era nadie allí, y se iba a la estación porque era el único lugar dónde había vida. Le extendió una cartita escrita con su letra aguda de colegio de monjas, en la que exponía sus condiciones y un escabroso secreto de la falsa filiación de su “cuñada” Juana y de la muerte de su mujer.
—Si no, querido suegro, no bajaré más a ver cómo llegan los trenes —suspiró con melancolía—. Me iré con mi hijo en el primero que salga.
Y torciendo un poco su adorable cara, éste no sería un buen ambiente para su nieto y heredero, aseguró.
A la mañana siguiente desfilaron entre lamentos y caras agrías, la tía Juana, la recua de mujeres e Ignacia abrió ventanas y cuartos, despachando a parientes gorrones y con tranquilidad esperaba ver crecer a sus hijos siendo la diosa, la señora de la casa, como le prometía su sonriente, amable e inútil marido.
Niebla de Vapor
Malena Teigeiro
Lo vio marcharse de espaldas. Recorrer, ligero, el largo andén de la estación con la pesada maleta de cuero alargándole el brazo, la gabardina colgada del hombro y el sombrero calado hasta las cejas. Ella siempre creyó que le quedaba grande, pero no. Me gusta calármelo bien. Como si fuera una boina, le dijo una mañana mientras la acariciaba jovial, sonriente. Y no es que tuviera extraños caprichos, guiñó un ojo provocativo, es que en su tierra el aire es tan fuerte, que o bien te colocas una mano encima de la copa o te lo metes hasta las cejas. De lo contrario, a tu sombrero se lo lleva el viento. Divertido, juntó los dedos frotándose las yemas con fuerza. Y su dinero no era para tirarlo al aire.
Al escuchar el renqueante sonido de los ejes, detuvo la mirada sobre el cemento del frío y sucio andén. Sorprendida, ve el polvo ensuciando la piel de sus brillantes zapatos de tacón. Pestañea. Con el índice se limpia una ligera humedad en los ojos. Se me ha debido meter algo de carbonilla, se dice a sabiendas de que sus lágrimas nada tienen que ver con el humo de la achacosa caldera. Y levanta la cabeza en el instante en que el tren, envuelto en una espesa niebla de vapor y humo, entra bajo el sol. Acariciándose la frente, se cubrió los ojos.
Con un abrazo traicionero se despidió. Que no llorara, que no estropeara esas pestañas tan bellas, le susurraba acariciándole la mejilla. Y sin haberla siquiera besado, quizá algo pálido y nervioso, se dio la vuelta. Al subir el segundo escalón de los tres que tiene la escalerilla, se detuvo. Volviéndose hacia ella, levantó el brazo. Luego, bajó la cabeza esfumándose dentro del vagón. Ella, en ese instante, cierra los párpados y se lo imagina, con la sonrisa del que está cumpliendo un sueño, recorriendo el pasillo. Al llegar a la puerta de su compartimento, se detiene unos segundos y, luego, la abrirá. Y antes de subir la maleta a la rejilla, lo ve saludando con dos dedos en el ala del sombrero. Comprobará otra vez el billete. Y una vez sentado en su butaca, displicente, comenzar a leer el periódico.
Ya nada queda del tren cuando de nuevo contempla los carriles de hierro que en la lejanía se cruzan y descruzan unos con otros. Lo mismo que me sucede a mí, murmura sin dejar de observar el horizonte. Se acerca una mano a la cara y suspira. Apenas le queda nada de su perfume, del calor que le dieron sus brazos, del frescor de sus besos.
Lo había conocido en un guateque. Al acercarse a saludarla, ahora lo recuerda, le pareció percibir un ligero olor a alcohol.
––Tienes los ojos más bonitos que he visto nunca ––la examinaba turbio, taimado––. ¿Bailas?
Sujeta por el codo y sin esperar respuesta, muy juntos se dirigieron a la habitación en donde la aguja del tocadiscos arañaba un bolero. Mientras la aprieta algo más de lo recomendable, él no deja de susurrarle lo bonita que es. Y ella, con la cabeza levantada, él era mucho más alto, mareada entre sus cálidos dedos, siente que se enamora.
Comenzaron a salir por las tardes. Durante sus paseos, entre arrumacos y caricias, le habla de sus sueños, de su deseo de irse, de emigrar, de hacer mucho dinero antes de volver. Cuando se lo presenta a sus padres, ellos torcieron el gesto. Sobre todo su madre. Es demasiado simpático. Es demasiado guapo. Es demasiado soñador, le dijeron una y otra vez. Cuando les anunció que se iba con él a Alemania, una gris sombra, como si fuera el humo del despiadado tren que la deja olvidada en aquella heladora y ventosas estación, les cubrió el rostro. Y ella, hija única, temerosa, comienza a darle largas. Y él, apretándola contra sí, le suplica una y otra vez que acceda, que tienen que irse juntos, que quiere formar una familia en aquel país en donde era tanta la riqueza que los árboles manaban leche y miel. Y así sigue una tarde tras otra, hasta que, poco a poco, ahora se da cuenta, él ya no le habla del nuevo lugar de sus sueños. Sin embargo, la amaba, la seguía queriendo de la misma manera de siempre. Al menos, eso creía.
¿Cuándo comenzaron a separarse? Quizá, cuando al pedirle que esperara un poco, le razona la necesidad de tener más tiempo para convencer a sus padres, o luego, cuando le dijo que comprendiera que no podía dejar a medias sus estudios, o quizá fue aquella tarde que entre besos y abrazos le dijo que no se iba con él. En aquel momento la contempló muy despacio. Luego, sujetándole con una mano las mejillas. Le hincó los dedos hasta hacerle daño. Después, inclinándose, la abrazó hundiéndole el rostro en el cuello.
Todavía tiembla al recordar su gemido mientras la abrazaba besándola con desespero, una y otra vez. Le pareció ver lágrimas en su mirada o quizá eran el reflejo de las suyas. Y entonces, ahora lo sabe, en contra de lo que había esperado, él continúa su noviazgo como si su negativa le hubiera quitado un peso de encima. Aquella tarde cuando se despidieron, ahora está segura, ya no era suyo.
Desde aquel día, como si nada se hubieran dicho, siguieron saliendo, ella cada vez más triste y él cada vez más contento. Llegó a pensar que quizá lo hacía para que no sufriera. ¡Qué ingenua! Poco a poco le fue ayudando a preparar el largo viaje. ¡Hasta sus padres le llenaron de regalos! El ya nunca le volvió a pedir que se vaya con él.
Exhalando un profundo suspiro, comienza a caminar hasta salir de la estación. ¿Cómo era posible que la tarde que la abandonaba para siempre pensara con tanta ternura en él? Sobre todo, sabiendo que, en ese instante, alegre, quizá un poco nervioso, está sentado junto a la otra que le sigue en sus sueños.
La Fotografía
Liliana Delucchi
Esta tarde no tiene que planchar, así que enciende la radio y, acompañando a la voz que sale del aparato, estira las sábanas. Sin haber acudido nunca a clases de idiomas, es capaz de seguir las canciones en inglés o italiano y en algunos casos hasta conocer su significado.
––En cinco minutos llegan las noticias, a ver qué dicen.
Es entonces cuando el locutor anuncia que a las diecinueve horas llegará a la Estación del Norte el cantante Vittorio Storaro. El corazón de Margarita se paraliza, la taza de té se le cae al suelo y ella corre en busca de los vinilos. Se sienta junto al tocadiscos, estira la falda y cruza las manos sobre su regazo. Un aria tras otra, la cabeza de la mujer descansa sobre su mano derecha y una media sonrisa no se atreve a extenderse. Sus ojos buscan una foto enmarcada que permanece en la repisa desde que ella tenía diecisiete años. Él veintisiete. La sacó de una revista la primera vez que el artista visitó España y ella fue a su concierto.
––Pienso en ti más que nunca. Hoy está lloviendo. Los domingos de lluvia me siento confusa. Si llueve no puedo lavar la ropa y, en consecuencia, no puedo planchar. Tampoco puedo pasear, ni tumbarme en la terraza, lo único que puedo hacer es mirarte y escucharte, ––dice al hombre del retrato.
Pasó la adolescencia buscándolo entre los chicos de su edad, pero ninguno estaba a su nivel. Nadie con su acento y su dulzura. La juventud tampoco trajo ningún regalo masculino. En la administración de loterías le entregaban los boletos a través de la ventanilla y se iban, felices o amargados, pero sin retorno. Y ella, de vuelta a ese piso heredado de sus padres, donde nació y probablemente morirá sin más proyectos que hacer la comida o quizás recoger del colegio a los hijos de su inquilina, una amiga que intenta sin éxito presentarle caballeros a su altura.
Estira las piernas. Son las cinco de la tarde, tengo tiempo. Busca en su armario el traje que se puso para la comunión de la vecinita, se lava la cabeza y recoge el pelo en un moño. Se pone el collar de perlas de su madre y los zapatos de tacón.
Lo más importante: buscar en el álbum su foto, aquella de cuando tenía diecisiete años, cuando se enamoró de él. De un cajón coge un sobre color azul.
––A la Estación del Norte ––dice al taxista.
Hay un mundo de gente, entre periodistas y curiosos, pero Margarita logra acercarse al andén. Llegan las palpitaciones cuando el vagón se acerca y se desbocan cuando lo ve descender. A codazos y empujones logra llegar hasta su amado. Saca el sobre de su bolso, marca en él un beso con su boca pintada de granate y se lo da.
El hombre mira a esa mujer con ojos de lluvia, le sonríe, recoge la carta y la guarda en el interior de su chaqueta.
––Ya estamos en paz ––le grita ella por encima del vocerío ––. Tú también tienes mi foto.
El Tren de las Diez de la Noche
Marieta Alonso
Era tan impaciente, tan nervioso, que no fue capaz de esperar a su día de nacimiento y un mes antes de lo previsto vino a este mundo al ritmo del chacachá del tren, en una noche tenebrosa.
Su madre, tras varias horas de viaje, se quedó dormida con un libro sobre su voluminoso vientre. Iba sola, y de vuelta a casa de sus padres se preguntaba cómo reaccionarían al verla. Era incapaz de hablar sobre aquella noche que, regresando del trabajo, cinco jóvenes le salieron al encuentro.
Al sentir unas pequeñas molestias, comenzó a desperezarse y vio a través de la ventanilla un grupo de nubes desplazándose hacia una gran luna de sangre, que se iba levantando tras las montañas. La temperatura había descendido y se arrebujó en una manta. Pensó viendo correr el paisaje que la soledad no tenía fronteras.
No se esperaba esa primera contracción, y cuando rompió aguas decidió hablar con el revisor. Gervasio, así se llamaba, cerró los ojos y se quedó breves instantes pensando qué hacer. El hombre jamás se había encontrado en tales circunstancias, y fue por todos los vagones preguntando por un médico. Halló a uno en el último coche y lo puso al corriente de lo que estaba por pasar. Entre los dos acomodaron lo mejor que supieron a la joven. Hasta dentro de tres horas no habría ninguna estación donde pudiesen parar, le dijeron.
Mientras el doctor la asistía, Gervasio fue a comentar con Agustín, el maquinista, y Anselmo, el ayudante, lo que estaba pasando y entre chistes subidos de tono le desearon que disfrutara con su nuevo empleo. Los tres eran del mismo pueblo, los tres solteros y cuarentones, los tres vivían bajo el mismo techo.
Con evidente enfado por esas bromas pesadas, regresó tomando con cariño la mano de la joven. Entre dolores, risas y llantos, habló la chica por vez primera de lo sucedido, de sus miedos, de cuál era su nombre, el de sus padres, de cómo querría llamar a su bebé… Tan solo olvidó mencionar el pueblo donde vivían los abuelos.
Por un cuarto de hora, no dio tiempo a arribar a aquella estación perdida, con tres casas desperdigadas. Lo que tenía que llegar, llegó: Un niño precioso que llorando despidió a su madre.
¿Y ahora? Se preguntaron Agustín y Anselmo cuando llegó Gervasio con el crío en brazos y la angustia reflejada en sus ojos. Los tres se quedaron sin saber qué decir. Al ver la carita del chiquillo se dio por zanjada cualquier duda.
A partir de entonces, en cada trayecto del tren fueron desgastando sus vidas, en cada pueblo, en cada ciudad, preguntaban por aquellos abuelos de los que solo sabían el nombre.
El niño fue creciendo con el ruido de la locomotora, con el fluido de los vapores, jugando al escondite entre los furgones y embelesado al creer ver a los indios a través de las ventanas…
Tan diligente que tenía tiempo para todo, tan cariñoso que les abrazaba sin motivo aparente y cuando decidió hacerse ferroviario no tuvo que explicar el porqué.
Y un buen día, bebiendo cerveza en el bar de una estación, justo cuando se echaba a la boca un cacho de torrezno, les pidió:
––No busquéis más a mis abuelos. Soy feliz yendo y viniendo, rodando por los caminos de hierro… ¡No necesito a nadie más que a vosotros!
Me encanta!!
Gracias por leernos.
me has echo llorar Dios bendiga tu facilidad
Gracias a ti por leernos.