
El sueño de volar
Esta ilusión se vislumbra desde el primer hombre. La visión de los pájaros y el infinito inalcanzable abriría la imaginación de quienes poblaron la tierra hace millones de años. Muchas leyendas y mitos de la antigüedad cuentan historias de vuelos, como el de Ícaro. El genio de Leonardo da Vinci diseñó un avión en el siglo XV. Años de investigaciones y trabajo de tantos otros, han hecho que en la actualidad solo unas horas nos acerquen a lugares, personas y circunstancias, que en otro momento hubiera sido imposible.
Eso que pudo haber sido una quimera y hoy es una realidad, han devuelto al mundo de la fantasía a nuestras cuentistas, que este mes suben a un avión para relatarnos historias como la de un hombre cuya vida transcurre entre las cabinas de esas aeronaves; otro para quien volar no es un sueño, sino una pesadilla; un anciano campesino que cada vez que ve pasar uno lo señala porque allí va su nieto; una joven con billete de ida y vuela a un pasado que la atormentaba.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Allá arriba
Cristina Vázquez
Para Lucía T. que le gustan los finales felices
Curro era un hombre viejo. Había sido pastor de cabras y después modesto campesino de un pequeño terreno que entró a formar parte de una finca más grande en una renovación agraria. El nuevo propietario fue mi abuelo que dejó a Curro su cultivo y le contrató para que vigilara la finca y la casa cuando no estuviéramos ahí.
Era un hombre sin edad. Recordaba a un pedazo de cuero de lo curtido que le habían vuelto tantas décadas al sol y al aire. A lo mejor no llegaba a los sesenta cuando entró en nuestras vidas, pero siempre me pareció muy viejo. De pequeña estatura, flaco como una rama seca, desprendía una agilidad de felino. Daba la impresión de que no desperdiciaba ni un gramo de energía en una acción inútil.
Mi abuelo Jerónimo no sería mucho mayor que él, pero a mí me parecía distinto, como si en él se fraguara el tiempo y le viera envejecer, mientras que Curro hubiera alcanzado un fragmento de eternidad que lo volvía inmutable. Al menos tres veces por semana se sentaban los dos a la caída de la tarde en el porche que daba a norte en verano y en invierno en la galería del sur. Con una mesa y una limonada por medio empezaba un diálogo que me resultaba fascinante, aunque no entendiera de lo que hablaban, pues el hombre muchas veces emitía pequeños sonidos de afirmación o gruñidos desaprobatorios sin pronunciar palabra. También inmutable en su vestimenta: El sombrero en la mano que no soltaba nunca, un pantalón de pana marrón y una chaqueta de la que le asomaban tímidamente las manos de larga que le quedaban las mangas.
El contraste era enorme, de hecho, en muchos de mis cuadros he reproducido esta escena que guardé en mi retina infantil como una de las situaciones fascinantes. El abuelo era un hombre de carácter fuerte, al que no le gustaba que le contrariasen. Un hombre importante al que todos le trataban con una mezcla de temor y respeto. Aunque con sus nietos se ablandó, una mirada suya podía dejarte pinchado como una mariposa de la colección que tenía. Pero con Curro algo en él se calmaba y podía pasar el tiempo sin impacientarse ni tener ningún signo de irritación. Siempre afirmaba que aprendía mucho de él. Era un hombre sabio, declaraba con admiración.
La familia estaba pasmada y feliz de que pasara ese tiempo entretenido y relajado. Esas entrevistas no dejaba presenciarlas a nadie, excepto a mí que, al ser un niño silencioso y quizás su nieto preferido, me dejaba pulular alrededor de ellos. Muchas veces me sentaba entre los dos mirándolos alternativamente sin comprender mucho de qué hablaban ni interpretar los ruidos guturales de Curro.
Un verano en la que los destellos morados del atardecer tenían ya el presentimiento del otoño, Curro apareció vestido de negro, como para una boda, afirmó muy serio. Se sentó con parsimonia y señaló el cielo.
—Ahí va mi nieto, don Jerónimo —anunció a mi abuelo con la mano alzada.
—¿A dónde? —inquirió.
Pues de aquí para allá, contestó agarrado al ala del sombrero. Y como si le hubieran dado cuerda empezó a relatar que su chico se estaba haciendo piloto. Se metió en el ejército y ahí estaba para arriba, y la mano trepaba por el espacio, para abajo, y casi tocaba el suelo. El orgullo y la animación con que ese hombre contaba el hacer de su nieto no lo he olvidado nunca.
—Yo nunca me subiré en esos bichos —afirmó Curro rotundo—. Nunca.
Bastante difícil era la vida en la tierra, dio un sorbo a la limonada, como para liarla allá arriba. Y el mareo, y ver las cosas de tan lejos con todo ese aire por debajo. Nunca. Pero el chico, subió los hombros, el chico era un valiente y va volando como vuelan los ángeles. Eso, bajó la voz, eso, don Jerónimo hay que celebrarlo. Por eso hoy me he vestido así. Luego entendí el valor del rito, de dar un sentido sagrado a las cosas.
Mi abuelo le dio la enhorabuena y a partir de ese momento cada vez que un avión cruzaba el cielo, él con absoluta naturalidad y certeza señalaba con el dedo hacia arriba.
—No para de ir y venir —sentenciaba con los ojos cerrados—. Ojalá no esté muy cansado porque son muchos los aviones que conduce.
El viajante
Malena Teigeiro
Esa mañana como una de cada siete, Marcial cerró la puerta de casa y se fue al aeropuerto. Después de mostrar el billete, dejó el maletín en la cinta del scaner, y luego de pasar por el arco, la recogió. Caminó durante varios minutos por la T4 y al llegar a su puerta, se sentó a esperar la salida del avión. Cuando la señorita se colocó en la puerta de salida, al lado del mostrador, él, como siempre hacía, le entregó el billete. Después, atravesó el finger hasta entrar en la aeronave. También como siempre, cada siete días, una amable azafata con voz de cinta mecánica, le dio los buenos días, miró su billete y le indicó: Al fondo a la derecha, en la penúltima fila.
Esa era su vida. Eso sucedía cada siete días. Daba igual que se hubiera casado la víspera, que su mujer estuviera a punto de dar a luz, que su hijo se encontrara enfermo... Daba igual.
Sin ningún tipo de expresión, colocó el maletín en el portamaletas que parecía esperarlo con la boca abierta, como si quisiera tragárselo. Acomodado en el sillón, por primera vez, pensó en que ya llevaba veinte años trabajando en aquella empresa como técnico encargado en países extranjeros. Recordó las palabras de su hermano golpeándole la espalda: Claro, cómo no te iban a dar ese trabajo. ¡Si hablas seis idiomas! Al parecer él le daba más importancia a que supiera seis idiomas que al hecho de aprenderlos. ¿No querrías que también te dieran un empleo de ingeniero?, continuó con una sonrisa sarcástica. Pero es que él era casi ingeniero, hubiera querido contestarle, pero no se atrevió a hacerlo.
Por aquel entonces eran malos tiempos para su familia. Su padre había fallecido en un accidente de coche, y su madre sólo sabía llevar la casa. Todo esto le obligó a buscar un trabajo sin haber terminado los estudios. La empresa era buena y grande, le dijo el amigo de la familia que se lo facilitó, y cuando termines la carrera podrás cambiar de puesto.
Y él entró a trabajar contento. Al principio, conocer otros países, gentes de manera de ser diferente, con otras costumbres, otras culturas, le emocionó. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que no tenía tiempo para nada. No podía salir con sus compañeros de universidad, los estudios se fueron quedando atrás y su carrera sin terminar. Qué envidia sintió cuando vio a su hermano recoger su diploma de médico. Ahora era su momento, decidió. Su hermano podía ayudar a su madre y él continuar con sus estudios. Pero el país seguía mal y su hermano se fue a trabajar a Inglaterra donde le pagaban muy bien. Te ayudaré, le dijo golpeándole de nuevo la espalda. Pero al principio con los gastos de instalarse no pudo hacerlo, y después se enamoró de una linda enfermera inglesa con la que pudo tener la nacionalidad y optar a puestos mejores. Nunca volvió a hablar de ayudarlo.
Una noche al entrar en casa, su madre lo esperaba en el comedor con la cena preparada. Como siempre, su horrorosa sopa de verduras, la exquisita merluza hervida con mahonesa, y el jugoso flan. Sin embargo, ese día además de ella, sentada a la mesa estaba una joven que al verlo bajó los ojos avergonzada. Conchita, así se llamaba, era maestra. También era muy guapa, algo apocada y preparaba oposiciones para trabajar en un colegio. Te conviene, le susurró su madre. Pronto tendrá un puesto fijo. Es educada, y no está acostumbrada a lujos ni a zascandilear por ahí. Tampoco tendrías que buscar casa, porque si os quedáis a vivir conmigo, yo podría echaros una mano cuando tengáis hijos. Así los dos podréis ir a trabajar tranquilos. Y por lo poco que habló con ella durante la cena, le pareció simpática.
Casi no se conocían cuando, aprovechando unas vacaciones, se casó con ella. Eso sí, tuvo que suspender el viaje de novios y salir al día siguiente para la India. Había que resolver un problema de manera urgente. Su matrimonio transcurría tranquilo, sin problemas ni emociones. Él de viaje y ella estudiando. Al fin Conchita sacó partido a sus soledades y no mucho después, aprobó las oposiciones. El día que juró su cargo, él había tenido que viajar con urgencia a Brasil. Y eso que había avisado que quería quedarse con su mujer. Daba igual. Tuvieron un hijo, luego otro, y más tarde el tercero. Y tal como ella predijo, su madre los cuidaba con esmero y cariño. Cuando llegaron los dos primeros, él se encontraba en Colombia, y con el tercero estuvo de milagro: del paritorio tuvo que salir para Canadá. No muchos años más tarde falleció su madre. De un infarto. Se enteró cuando llegó cuatro días después de haberla enterrado. Conchita, siempre tan servicial, sabiendo de su imposibilidad de llegar a tiempo desde China, no le dijo nada. Tampoco sabía dónde buscarte, le comentó llorando a lágrima viva. A partir de entonces, el papel de su madre lo ocupó la de Conchita, que hacía poco también se había quedado viuda. Era una mujer amable, cariñosa. Él apenas notó la diferencia.
Los ruidos de los motores le hicieron volver a la realidad. Giró la cabeza hacia la ventanilla. Vio pasar los edificios del aeropuerto, después los campos. Percibió que se elevaba, que dejaba el cielo azul y que entraba en la oscuridad de la noche. Ya daba igual, pensó. Apoyó la cabeza en el respaldo e intentó dormir.
Billete de ida y vuelta
Liliana Delucchi
Casilda dijo no. La excusa era su temor a los aviones, aunque en realidad el miedo radicaba en otro tipo de vuelo, uno que la iba a llevar a recuerdos escondidos y que no deseaba rescatar. Pero Elías insistió. Tenía una necesidad casi física de recorrer las calles, oler cada rincón y abrazar a todas las personas que formaron parte de su infancia. La ausencia se agrandaba y por momentos se sentía perdido.
Ella reconoció los síntomas, también eran los suyos, si bien años de entrenamiento lograron ocultarlos. Todo cambió esa noche a causa de un sueño. Era como una película: Un hombre, debido a una guerra, había escondido algo que ella no llegaba a distinguir. Lo ocultó en una construcción semejante a una montaña redonda, edificada por tubos con una tapa. Cuando, pasada la contienda quiso recuperarlo, empezó a destapar los caños, comenzando por abajo. No lo encontraba; iba subiendo tubo a tubo, pero sin suerte. Llegó hasta la cima, y nada. Despertó.
Con la respiración entrecortada, se puso las zapatillas y salió sigilosamente del dormitorio en busca de un vaso de agua. Lo bebió de un trago y encendió un cigarrillo. Amparada por la oscuridad apenas rota por la luz de la calle, anduvo por el salón, deteniéndose en las estanterías repletas de recuerdos. Esculturas de lugares lejanos, libros gastados de tanto leerlos, pinturas o porcelanas heredadas… A todas ellas, testigos de su existencia hasta entonces, les preguntaba por el sentido de las imágenes que se repetían en su mente y a las que no encontraba sentido.
En su butaca preferida intentó relajarse. Lentas respiraciones la sumieron en un sopor y luego en un sueño profundo. A la mañana siguiente, Elías la encontró dormida con su gato Luciano sobre el regazo. Los cubrió con una manta y fue a preparar el desayuno.
A pesar del ruido del exprimidor de zumos, el hombre pudo escuchar a su mujer:
—Llamaremos a tu hermana para cuidar a nuestro hijito peludo.
—Mi chica valiente —contestó él con una sonrisa mientras le servía un plato con tostadas—. Los monstruos son más fuertes en nuestra imaginación que en la realidad.
Cuando ella le relató los pormenores de su pesadilla, él, con la misma suavidad con que depositó la taza de café sobre la mesa, dijo:
—Yo me preguntaría qué tienes escondido, tan escondido que no puedes destapar.
—Lo averiguaré. De momento me voy a duchar, vestir y al coche.
Las semanas siguientes, Casilda, convencida de que la actividad es el mejor remedio contra las insidias de la mente, con una vorágine de preparativos dejó en suspenso las negras nubes que habitaban sus pensamientos. Si la vida interior se concentraba en la futura reunión familiar tantos años pospuesta, la externa seguía el curso habitual.
Cuando, en el avión y acomodados en las confortables butacas, Casilda y Elías advirtieron el despegue de la nave, se cogieron de la mano, sonrieron y dijeron a la vez «alea iacta est».
A pesar de la diversidad de alcoholes ofrecidos por la azafata, el Lorazepan y la lectura, la joven era incapaz de conciliar el sueño; si lograba una duermevela, volvía a su memoria la pesadilla de la búsqueda entre los tubos. Lo mejor era ver una película, algo insustancial. Sonrió cuando entre la oferta encontró El Mago de Oz. Recordó haberla visto de niña, cuánto le gustaba la canción y, sobre todo, los mágicos zapatos rojos que le permitían a Dorothy regresar a casa en busca de su perro Totó.
Anunciaron el pronto aterrizaje; al abrocharse el cinturón, Casilda pensó en sus hermanos. Si el mayor habría encontrado un cerebro, el segundo un corazón y el menor, coraje, como el espantapájaros, el hombre de hojalata y el león.
Mientras empujaba el carro con su equipaje pudo ver a los tres detrás de la puerta acristalada; una de sus cuñadas llevaba un bebé en brazos, una niña cuya existencia desconocía. Apretó la boca y rogó que sus piernas se mantuvieran firmes. Si esos primeros abrazos fueron sentidos o fingidos, nunca lo sabría.
El trayecto hasta el que fuera el hogar de sus padres lo hizo sumida en las tonalidades ocres de un otoño incipiente, respirando olores olvidados y con la garganta seca. Por la ventanilla del coche se sucedían aceras, terrazas de cafés, niños a su regreso de la escuela. Todo con la semblanza de un pasado que podía tocar con solo estirar el brazo y sin embargo le era esquivo.
Al doblar una calle reconoció la casa, solo la fachada. El salón había cambiado, los sillones de cretona estampada de su madre se reemplazaron por otros de cuero blanco, los muebles tradicionales por minimalistas. A través de las ventanas pudo reconocer los árboles del jardín de su niñez. Más altos, tan frondosos que impedían ver la tapia, sus ramas maduras y fuertes le dieron seguridad. Enderezó la espalda y contuvo un suspiro antes de coger en brazos a su nueva sobrina.
Fue Cristóbal, su hermano del medio, quien, después de los aperitivos le tendió un sobre. Un sobre grande, con manchas de tiempo y humedad.
—Lo dejaste en tu habitación —dijo con dulzura en los ojos.
Fotos de infancia, su título universitario y hasta el original de una historia escrita durante su adolescencia. Entonces pensó si el cerebro, corazón y coraje que echaba en falta en sus hermanos no le faltarían realmente a ella… Y abrazó a los tres.
—Tal vez no era necesario destapar un tubo, sino abrir un sobre —susurró Elías.
A la mente de la mujer regresaron las palabras de Glinda, el hada del norte, «Si no puedes encontrar el deseo de tu corazón en tu propio patio, entonces nunca lo perdiste realmente».
Batiburrillo
Marieta Alonso
Nací con el don de lenguas. Mi madre era francesa, mi padre español, un abuelo inglés, una abuela alemana, otro abuelo ruso, otra abuela griega. A eso habría que sumar dos bisabuelas italianas, dos judías, dos bisabuelos suecos, dos nigerianos. No quise entretenerme con los tatarabuelos ya que muchos rumores indicaban que habían sido piratas, vikingos o bárbaros.
El caso es que siendo un bebé ya surcaba los cielos en aviones, avionetas, helicópteros…, visitando a la familia. Y confieso que siento terror a las alturas. En lo único que quizás podría sentirme cómodo es en los globos, pero no he tenido el coraje de comprobarlo.
Además, por mi trabajo viajo constantemente. El último vuelo fue demencial. Con tantas turbulencias pensé que eran mis últimas horas de vida. Me tapé la cabeza con esa manta que te ofrecen los aviones que no llega a cubrirte por completo y le pedí a Jesús, en arameo, para que no perdiera tiempo en traducir, que tuviera misericordia de mí, que la muerte fuera instantánea, que no la viera venir, que no sufriera. Os lo ruego.
Un ruido de espanto tronó en mis oídos. Noté que unas manos toqueteaban mi tersa barriga, no eran insinuantes, no te hagas ilusiones, me dije; pretendían quitarme el cinturón de seguridad. Me destapé el rostro y una preciosa mujer me incitaba a salir rápido de allí, teníamos la suerte de estar al lado de la salida de emergencia. No tuvo necesidad de repetírmelo. Abrió la puerta. Allí estaban los equipos de rescate. Venían con un colchón y nos gritaban que nos tirásemos sobre él. Ella me empujó y los dos caímos uno encima del otro. Nunca me había visto en esa deliciosa postura, pero duró poco. Nos animaban a ponernos en pie a toda prisa. Detrás venían cayendo otros pasajeros.
Fue mi día de suerte. No morí. ¡Ni siquiera un rasguño! Solo me dejé atrapar por esa valiente mujer que me salvó la vida, a la que nunca más he vuelto a ver, y sin embargo, sigue presente en mis sueños.
Cristina como me gusta tu relato,con final feliz o………
Yo siempre miro allá arriba por si pasa algún familiar
Mil gracias
Mil besos
Elena
Gracias Elena, mirar al cielo siempre es bueno. Creo que hasta hay ángeles.
Un abrazo enorme.
Cristina