
El sarcófago de los esposos
Urna cineraria etrusca de finales del siglo VI A.C., realizada en terracota pintada, muestra una pareja casada reclinándose en su banquete de la otra vida.
Hallado en unas excavaciones del siglo XIX en la necrópolis de Banditaccia de Cerveteri (la antigua Caere), actualmente se encuentra en el Museo Nacional Etrusco de Villa Giulia, Roma.
El marcado contraste entre los bustos de alto relieve y las piernas aplastadas, discrepan con los sonrientes rostros de ojos almendrados y el largo cabello trenzado que, al igual que la forma de los pies de la cama, revelan influencias griegas.
Este arte funerario ha inspirado a nuestras cuentistas, dando vida a un anciano escritor; a una mujer quien ante su marido muerto apuesta por los buenos recuerdos en la primavera romana; una joven quien, dado su parecido con la mujer del sarcófago, decide ser su reencarnación o un matrimonio que supera el momento crítico de su relación cuando visita el museo.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Volver
Cristina Vázquez
Y la muerte llegará en abril.
—No digas esas cosas tan tristes —las palabras de Claudia mostraron irritación y temor.
Ernesto se rio. Era un poema, no se lo inventaba él, pero llegará, llegará, siguió con voz lúgubre, como le llegó a este matrimonio, y señaló la vitrina donde se mostraba el sarcófago etrusco.
—No te enfades. Además, mira cómo están de sonrientes. Quizás están mejor allí —y se vieron reflejados en el cristal en una superposición doble de parejas.
Claudia se giró bruscamente. Ya estaba bien, no le hacía ninguna gracia. Vaya manera menos romántica de celebrar su viaje de novios. Él la besó y dándole un abrazo prometió callarse y no hacer más bromas mortuorias. Pero que no olvidara que él la querría siempre en este lado y al otro.
—¡Y dale! Qué pesadito estás —se colocó el bolso y tiró de su marido para salir.
Era una tibia tarde de principios de abril, como aquella de hacía más de veinte, no, ya eran treinta años, en la que estuvo por primera vez en Villa Giulia visitando el Museo Etrusco con Ernesto. Claudia se sentó en un banco cerca del edificio, no sabía muy bien a qué. A contemplar. Se había empeñado en volver, sintió una necesidad imperiosa de regresar a ese lugar y hacerlo sola, pese a las protestas de los hijos. Quería sentir otra vez la amable brisa, el olor de ese jardín y sencillamente mirar, tener conciencia de ella misma y de alguna manera revivir esa tarde, ese momento en el que la vida estaba por estrenar, cargada de ilusiones y deseos. La vida era joven y ellos también.
Solo había vuelto a Roma una vez con sus dos hijos cuando eran pequeños para celebrar sus quince años de casados, pero no fueron a visitarlo. El recorrido por la ciudad fue más pensando en los niños. Ernesto había preparado con mimo el viaje, y aunque su pasión por esa ciudad no había hecho más que crecer, no habían vuelto. Ese viaje de celebración tuvo para ella, pese al entusiasmo infantil y la alegría del padre, un último halo de despedida. Claudia intuyó, como si una tenue gasa envolviera cada gesto, cada descubrimiento, una melancolía inapropiada.
Luego comprendió que así había sido. Fue la ceremonia de su despedida y era el mes de abril. Ernesto no le había dicho nada de su enfermedad. Pese a que ella veía cierto decaimiento, él le aseguraba que no era nada, estaba hecho un roble.
Lo encontró una semana después del viaje, al volver a casa a mediodía. Tumbado en la cama perfectamente vestido, hasta con los zapatos puestos. Le extrañó, no era hombre de tumbarse y menos a esas horas. Era metódico, ordenado, pulcro y previsor. Nunca quería molestar. Educado, prefería ceder antes de que cualquier situación pudiera alcanzar un punto de intolerancia o malas formas. Y por eso se lavó y vistió con pulcritud para morir. Se mató por no molestar, por no dar la lata, lo que le esperaba hubiera sido muy desagradable para todos, escribió en la carta que había a su lado junto al testamento y la postal del sarcófago etrusco.
“Cómo te prometí hace mucho, te querré siempre de este lado y del otro.”
Cuando la leyó no podía parar de llorar, aunque en el fondo le pareció que no era una despedida con todo el peso, la trascendencia de ser un adiós de ultratumba. Le hubiera gustado algo más desgarrado, más acorde al momento terrible de encontrárselo de cuerpo presente, aunque vestido como para ir a la oficina.
Fue un buen hombre, pese a que ese afán de orden y mesura quitaba alegría, espontaneidad, algo de riesgo a la vida, sobre todo cuando eran jóvenes. También recordó, que siempre tuvo un punto lúgubre, como cuando recién casados visitaron este Museo, en cuya cercanía estaba sentada.
Llevaba la postal en el bolsillo y de vez en cuando la acariciaba como una suerte de talismán. Después de un buen rato decidió entrar. Lo encontró peor iluminado de lo que recordaba. Se dirigió lentamente, insegura, a la vitrina del sarcófago y vio a una mujer mayor reflejada en el cristal. Era ella, igual que lo fue cuando se miraron juntos y él susurró que la muerte llegaría por abril. Se enderezó, tuvo un escalofrío y supo que esa muerte solo se refería a él. Ella no pensaba, de momento, morirse, elegía quedarse en este lado.
Salió con tranquilidad, volvió a aspirar la dulzura del aire y decidió que se iría a Via Veneto a tomarse un Martini y a gozar de la vida y de la primavera.
La adorada
Malena Teigeiro
Cuando visité el museo Etrusco de Villa Giulia tuve un momento de espanto. Sí, fue delante de la tumba de los esposos. Aquella coqueta señora a la que su hombre parecía haberle ofrecido un regalo en el Mas Allá, era igualita a mi prima Julia. Figúrese el susto. ¡Ella se encontraba allí, a mi lado! Mi temblor se calmó cuando me distraje con la explicación que el guía del museo nos dio sobre aquellas tumbas. Nos habló de cómo era la vida en el tiempo de los que allí fueron enterrados. Al parecer, las gentes etruscas eran presumidas; se maquillaban y peinaban con esmero, vestían con gusto y también se divertían a todas horas. Tanto era así, que hasta la muerte la representaban en una fiesta con su banquete y todo. Viendo a aquella bella dama arropada por su caballero, me dio la impresión de que al menos ellos, iban a continuar con su juerga después.
A partir de aquella visita, mi prima Julia, que también había percibido su parecido con la dama de la tumba, decidió que el espíritu de aquella mujer etrusca se había introducido en ella. Comenzó a vestirse con lánguidas túnicas, a peinarse con trencitas y raya al medio… Por supuesto, decidió que tampoco se perdería ni una fiesta ni un sarao. Tanto la imitó que al igual que la mujer de la tumba de Villa Giulia instaló en su rostro una sonrisa sarcástica, sonrisa que nunca supimos qué significaba. Aunque mi abuela, mujer lista en donde las hubiera, decía que aquel gesto en su nieta no significaba nada, que simplemente Julia era tonta. Yo nunca creí eso. Pensaba que algo más tenía que haber. Y verá por qué lo digo.
Todo hombre que se le pusiera delante a mi prima Julia, y por lo que luego supe también hubo alguna mujer, caía rendido a sus pies. Es decir, la adoraba. Y ella ante aquellos gestos de adoración, decidió que sería una mujer muy mala y egoísta si no les correspondiera. Y con su enigmática sonrisa, añadía que aunque quisiera, no podía amar a uno solo. Al parecer, le daba tanta lástima verlos transidos de amor, que sentía la necesidad de abandonar a aquel que tuviera entre sus brazos para poder consolar a otro.
¿A que nunca conoció nada como esto? Ya suponía yo. Pero todavía hay más.
Lo que me resultó más curioso de la transformación de mi prima Julia fue el comportamiento de los hombres que la rodeaban. Tanto fue así que un día decidí preguntarle a Carlos, mi marido, qué era lo que los de su especie, es decir, los hombres, veían en ella. Él, con una mirada romántica, quizá ingenua, me contestó que su cuerpo y su rostro eran tan hermosos, sus movimientos contenían tal sensual delicadeza, y la estela del perfume que dejaba al pasar era tan embriagadora, que conseguían hacerte soñar con poder abrazarla. Se puede imaginar que la de la sonrisa enigmática en ese momento fui yo. Pero continuemos. Lo que me dijo Carlos era cierto. Solo con tenerla, ellos se sentían satisfechos, por lo que en cuanto se iba a vivir con el que fuera, este, con más orgullo que si de su brazo colgara el de una reina, no dejaba de llevarla a reuniones, a viajes y fiestas.
Mi prima se casó enseguida. Su esposo, de posición muy acomodada, no fue el único. Nadie supo a ciencia cierta cuántas veces contrajo un buen matrimonio. Y era tanta su perfección en el trato y maneras que incluso cuando los abandonaba, conseguía que creyeran que eran ellos los que se iban, con lo que al sentirse culpables siempre le dejaban la cuenta bien arropada.
Entre un marido y otro, Julia nunca abandonó a ninguno de los que tanto la admiraban. Procuraba satisfacer sus deseos, incluso los de aquellos que no eran ricos ni importantes. Como comprenderá la situación de estos últimos no le permitía casarse con ellos, aunque como era tan buena y cariñosa, los cuidaba y trataba como si lo fueran. ¡Ay, los pobres! Cómo la veneraban. Hasta lo poco que tenían se lo gastaban en hacerle los mejores regalos.
Falleció joven. Fue una lástima. Su último esposo se encontraba a su lado. Era un varón nacido en el extranjero, creo que se llamaba algo así como Jürgens. Tengo entendido que apenas pudieron mantener una conversación, pues ninguno conocía el idioma del otro. Quizá por eso fue el marido que más le duró. ¿No cree? Mi prima falleció de repente, por lo que no le dio tiempo a perder su sonrisa. Él se mantuvo sentado al lado del túmulo hasta que se la llevaron. Sin dejar de mirarla, de acariciarla, el rostro de su triste viudo cuadrado, grande como el de un gigante, mostraba la misma sonrisa sarcástica que el de ella.
Y mi abuela, al ver en aquel hombre idéntica sonrisa que en el de la difunta, no dijo que Jürgens fuera tonto. No. Dijo que era porque no se creía su buena suerte. Qué va. Y añadió que esa sonrisa se le había quedado cuando se dio cuenta de que él era el que iba a heredar la fortuna que había conseguido mi prima Julia dejándose adorar por tantos tontos hombres.
Renacer
Liliana Delucchi
No era un viaje de turismo. Si habíamos elegido Roma fue porque allí iniciamos nuestra luna de miel y, aunque el tiempo transcurrido desde entonces parece lejano, no lo es. No tanto si nos comparamos con otras parejas que han sobrellevado matrimonios de muchos más años con una hidalguía de la que Carola y yo carecemos. Tenemos personalidades fuertes y nos resulta difícil, por no decir imposible, ceder paso a la opinión del otro. Es así como los límites de cada uno terminan siendo infranqueables. Incluso nos llevan a días sin hablarnos o hasta que uno de nosotros termina durmiendo en la habitación de invitados.
Por eso Roma. Ya dije que no era un viaje igual a los demás, más bien una peregrinación. Como quien busca llegar a un lugar sagrado para acercarse a ese estadio espiritual que lo aleje de una cotidianeidad abrumadoramente vulgar.
Por mi parte, me sentía el receptáculo de todos los lugares comunes y las frases hechas; salir a cenar con amigos y escuchar la incesante palabrería sobre los frigoríficos que se estropean, chicas de servicio ineptas o coches nuevos.
Cuando Carola regresaba de su trabajo, se quitaba los tacones con sensación de alivio y subía a ver cómo estaban los niños; si los encontraba despiertos, les leía un cuento y luego bajaba a beber una copa de vino. Desde el lugar de la casa en que estuviera, yo veía en su expresión que estaba abordando un destino aceptado con tal sumisión, que esa misma conformidad parecía un acto de rebeldía.
La costumbre fue formando una capa protectora para nuestras susceptibilidades, sobre todo pagábamos la tranquilidad de cada día al pequeño precio de nuestras ilusiones. Por eso Roma. Porque buscando algo que no recuerdo, encontré una foto de nuestro viaje de bodas. Porque miré a esa mujer sentada frente al televisor, ausente de lo que ocurría en la pantalla, y supe que tenía que devolverla, devolvernos, al punto de partida.
No quisimos el hotel de entonces. Regresar, sí, pero de una manera diferente. Nos perdimos por las calles, recorrimos museos, iglesias y hasta nos acercamos al Coliseo. Una tarde, de regreso a nuestro albergue, vimos un folleto sobre Villa Giulia. Nos miramos con ilusión; en el recorrido anterior no habíamos ido al Museo Etrusco y decidimos enmendar esa falta.
En medio de tantas piezas maravillosas, lo vimos: El Sarcófago de los Esposos.
—Sonríen —murmuró Carola.
No sé cuánto tiempo permanecimos ante él. Esa pareja feliz aún después de traspasar la puerta de la muerte, el símbolo de la eternidad del amor…
En ese momento sentí lo paradójico de la escena que representábamos junto a la escultura. Una pareja, nosotros, que se había acomodado a vivir en el silencio y la contradicción frente a otra que en apariencia era todo lo contrario. Me pregunté si en ese espejo distorsionado en el que nos mirábamos encontraríamos una salida a nuestra situación.
Un suspiro profundo salió del pecho de Carola, giré la cabeza y pude ver lágrimas que era incapaz de contener. Sus labios temblaban como los de un niño que hace pucheros antes de lanzar el grito que nunca se manifestará. Mi pecho comenzó a cabalgar sin freno y tuve que buscar el asiento más cercano. Unas cuantas respiraciones lograron serenarme, pero permanecí allí, en ese banco de terciopelo rojo, solo e inmóvil. A pocos pasos, en un estado de adoración, mi mujer se mantenía de pie ante el sarcófago. Posiblemente le estuviera diciendo todo aquello que yo no podía expresar.
Era incapaz de moverme. Contemplaba a Carola como si solo viese en ella promesas de felicidad. Si pudiera lograr que esa convicción arraigara en mi mente… Entonces descubrí lo infantil e imprudentes que habíamos sido en los últimos tiempos, entregándonos al desaliento. Sentí que un halo de esperanza emanaba de los esposos etruscos, me puse de pie y me acerqué a mi mujer. Como un adolescente en su primera cita, rocé su mano con timidez y miedo al rechazo, pero no ocurrió. Sus dedos largos y suaves apretaron los míos, sonrió en medio de las lágrimas… Yo también sonreí.
Entonces recordé otra imagen, la de nosotros dos junto al mar; yo un poco detrás de Carola, como el hombre de la escultura, con el brazo derecho sobre su hombro y esa tonta expresión de enamorado. Me atreví a decir:
—Deberíamos intentarlo de nuevo.
—Por supuesto —respondió en un susurro. Y me besó.
Desandamos el camino hacia la salida con una ligereza de la que carecíamos al entrar al museo, como si el gran peso que portábamos al inicio de nuestro recorrido hubiese quedado a los pies del sarcófago.
Ya en el jardín, nos recostamos sobre un muro bajo y copiamos la posición de los esposos, nos hicimos un selfie y se la enviamos a los niños.
Una tarde en el museo
Marieta Alonso
Estoy justo en esa edad en que comienzo a remar hacia la orilla. Ayer cumplí noventa y ocho abriles. Como homenaje a mi edad me dirigí al museo y me senté a contemplar un sarcófago que dicen es etrusco. A lo mejor soy uno de sus descendientes, es posible, porque si ellos anduvieron lo suyo, yo no me quedé atrás. Este pensamiento me llevó al día en que vine al mundo.
Según contaba mi madre corría la primavera y en los balcones florecían macizos de geranios, begonias, petunias… No di mucha guerra, al primer dolor me soltó, pero nací gordito y calvo, igualito a Churchill. Mi madre se fue ante la Virgen de la Vega y le pidió una salud de hierro para mí, ya que de belleza escaseaba. Se lo concedió. Nunca he estado enfermo. Ese día también se recuerda porque fue cuando las cigüeñas colonizaron mi aldea y desde entonces los vecinos no cesan de arreglar tejados.
Gracias a mi profesión de marino viajé por muchos países y llegué lejos, hasta Chile, ese país que para no caerse al mar se abraza a los Andes. Visité islas paradisiacas. Me enamoré repetidas veces, y me casé en cuatro ocasiones. No me quedó más remedio me dejaban viudo y un hombre como yo no debía estar solo. Tuve hijos, nietos, biznietos. Cuando llegó la hora de jubilarme me hice escritor y según una de mis nietas, que mucho se me parece, huelo a paquete de folios recién abierto.
Creo que mi futuro se está acercando muy deprisa y me gustaría que alguien, algún día, se sentara a leer mis libros, y se recreara en ellos como yo lo he hecho ante este arte funerario que tan buenos recuerdos me ha traído.
Cristina,
Muy buen relato…….alegre y triste.
Gracias cuentistas entrañables por escribir…..…..Sonrisas y Lagrimas!!!!!!
Gracias a las cuatro
Elena