
El reloj
El reloj más antiguo conocido fue encontrado en Egipto. En el siglo XIII se introdujo la idea de hacer todas las horas del mismo largo y no fue hasta el XV en que estas estuvieron en uso general.
«Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan —no lo saben, lo terrible es que no lo saben—, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.» Julio Cortázar.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Venganza
Cristina Vázquez
Comenzó a tener el hábito de la displicencia y al escuchar a las personas aplicaba el preciso juicio del ejecutor. ¡Condenado! En general esa era su conclusión, lo que le producía una incómoda inquietud.
Nadie satisfacía su exigencia y las conversaciones empezaban a carecer de interés. Palabrería. Simple palabrería inculta y poco edificante, se decía desencantado. Y su boca apiñonada tras el estrecho bigote se descolgaba en un gesto que contenía el desprecio por lo que acababa de oír. Aunque él sabía que esa inquietud la causaba otro motivo.
Solo su educación y fortuna hacían posible que la gente le siguiera tratando. Sobre cómo había conseguido ser tan rico corrían muchas historias: negrero en su juventud o haber destripado a una esposa que nadie conoció, eran las más frecuentes que se contaban. Pero su soledad era un hecho, como sus buenas maneras que tampoco nadie supo dónde y cómo las había adquirido.
Tenía la costumbre don Ramiro de caminar al anochecer por el paseo marítimo, a esa hora incierta en que el sol se recoge. A la gente ya no le extrañaba ver su oscura y erguida figura desplazarse con la exactitud y rigidez de un autómata. Una de esas tardes llamó su atención un brillo pequeño pero intenso en medio de la arena cercana al murete del paseo. Bajó los escalones y se acercó a ver qué era. Los finos botines se le llenaron de arena, pero algo en ese brillo le dominaba y, pese a la incomodidad de andar sobre ese incierto suelo, aceleró el paso igual que si temiera que algo pudiera arrebatarle lo que intuía.
—Dios mío —murmuró desolado al cogerlo.
Se puso en pie con dificultad y sacudió el reloj que acababa de sacar de entre la arena. Eso era lo que brillaba y sintió las sienes sacudidas por un imparable galope. Las manos le temblaban. No era posible. Después de tantos años.
Se sentó en el escalón y respiró hondo para tranquilizarse. Concentrado en el objeto que tenía entre sus manos, lo limpió con el pañuelo y al abrir la tapa, temeroso, confirmó que era el temido reloj. Le vino a la cabeza la cara de aquel hombre al que dio por muerto antes de arrojarlo al mar, después de robarle su fortuna. No consiguió quitarle el reloj, con las prisas la cadenilla se quedó enredada en su chaleco. Muchas noches se le aparecía la cara del hombre flotando en el agua.
Creía que se iba a desmayar. Al rato, ya repuesto, se levantó con torpeza igual que si le hubieran echado encima un fardo de veinte años. Se guardó el reloj en el bolsillo y volvió a su casa con paso lento e irregular. No contestó al saludo de nadie. Quería llegar cuanto antes.
Ya en el escritorio y bajo la luz intensa de la lampara lo volvió a limpiar con mimo. Lo sacudió, y con la tapa abierta pasó las yemas de sus dedos por las iniciales grabadas. Igual que un furtivo que no quisiera ser visto apagó la luz y soltó un alarido que acabó en incontenible llanto. Sus brazos colgaban sin fuerza a los lados de su cuerpo. Se tomó un coñac de la licorera tallada que tenía en su despacho, dijo que no quería cenar y se sentó en la veranda del jardín.
La noche caía lenta, casi somnolienta y don Ramiro no encendió ninguna luz. Permanecía en una tensa inmovilidad. Giraba la cabeza cada vez que oía algún ruido y así pasaron cuatro horas que fue comprobando en el reloj que sostenía en las manos. Al cabo de ese tiempo decidió que no iba a suceder nada. Eran elucubraciones suyas. Estaba perdiendo la cabeza y permitía que sus recuerdos tomaran una presencia inadecuada. Él, que era un hombre que siempre había dominado sus sentimientos, que se consideraba superior por haber conseguido en la vida lo que se propuso, de ahí su displicencia por el resto, no podía ahora dejarse arrastrar por esos estúpidos y ya casi irreales recuerdos.
—Basta, Ramiro —dijo en voz alta para sí mismo—. Basta.
En el momento que iba a levantarse notó una mano en su hombro y algo frio y cortante en la garganta. Tembló. Le sujetaron el pelo con fuerza y no opuso resistencia.
—Demasiados años has disfrutado de lo mío —oyó a su espalda—. Pero la venganza se acaba cumpliendo.
A la mañana siguiente se oyeron gritos en la casa. Encontraron a don Ramiro con el cuello cortado y un reloj colgando de la mano.
Tic, tac. Tic, tac
Malena Teigeiro
La hora en punto. Mirarlo le fascinaba. Aquel reloj no era como los demás. Su esfera dejaba ver la maquinaria, lo que le permitía observar las ruedecitas girando para engranarse entre los dientes de las otras. Tenía una campanilla que le anunciaba el cambio de hora. Él, cuando estaba ya próximo ese momento, cerraba los ojos con satisfacción: una hora más, se decía exhalando un profundo suspiro. Poco a poco comenzó a pensar que con ese reloj sí podría realizar su sueño. Convencido, una tarde abrió la vitrina y se lo llevó.
Según se dirigía a su casa, sin soltarlo de la leontina lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Temblaba de emoción al sentir el tic tac en su pecho. Hasta creyó que su corazón se acompasaba a él.
Después de cenar se vistió con la camisa blanca de cuello duro y el traje de alpaca azul. Luego, se calzó sus mejores zapatos, que antes había limpiado con auténtico esmero. Se repasó el peinado y se echó sobre la cama. Con el reloj entre los dedos se dispuso a esperar. Era tanta su ilusión por conocer la hora concreta de su muerte que no se dio cuenta de que el tiempo pasaba. Para él no era lo mismo si ocurría a una hora en punto, o si bien lo hacía a la media, o entre un intervalo de minutos. Le costaba mucho esfuerzo mantenerse despierto. Quizá hubiera sido mejor elegir otro método distinto al del frasco de pastillas, pensó. Si se quedaba dormido, fallecería sin conocer la hora. Tan entretenido estaba y tantos esfuerzos hizo para no cerrar los ojos, que no percibió el ruido de los zapatones por las escaleras. Tampoco escuchó los golpes que tiraron la puerta.
Eran unos hombres uniformados quienes entraron en su habitación. Al verlo en la cama, se sorprendieron. La campanita dio las seis. Todavía no, se dijo. Con un leve movimiento de mano les indicó que lo dejaran solo. Uno de ellos se le acercó y le colocó el pulgar en el cuello. Él no se inmutó. Eran las seis y cuarto cuando entraron dos hombres y una mujer con chalecos amarillos y una camilla. Por más que rogaba que lo dejaran tranquilo, lo llevaron al hospital. Allí le quitaron el reloj. Y como ya no podía conocer la hora exacta de su fallecimiento, pensó en que no había motivo para morir. Y se salvó.
Cuando salió del hospital en donde siempre estuvo acompañado por unos guardias muy agradables, lo trasladaron a un edificio de ladrillo rojo. Pronto comprendió que aquello era un manicomio. No entendía muy bien por qué lo habían llevado allí. Al parecer tenían miedo de que volviera a tomar las pastillas. ¡Qué tontería! Mientras no tuviera su reloj, ¿para qué las iba a tomar si no podía conocer la hora?
Meses después cuando le preguntó al Juez si le podía informar de por qué lo iba a juzgar, este, de muy buenas maneras, le informó de que el juicio era por «Robo en el Museo de la Ciudad».
Intentó explicarle que él no había tenido intención de robar nada. Que si lo había cogido era solo porque aquel reloj de bolsillo daba las horas y los cuartos y las medias, lo que le permitiría conocer exactamente la hora de su muerte. Le resultó imposible hacerse comprender. Nadie, ni siquiera el Magistrado entendió su motivo. Lo condenaron a ocho años, de los cuales ya llevaba cuatro.
En la cárcel se encontraba a gusto, pero echaba de menos su reloj. El que tenía era de esos de pila, no hacía tic tac, ni tenía números romanos y tampoco campanita. Era uno como cualquier otro. No como el que había cogido de la vitrina del museo. Recordaba que sonaron las alarmas, que la gente corría. Él no. Entre todo aquel bullicio caminó muy despacio, por lo que nadie lo siguió. Sin embargo, al visionar las cintas sospecharon de él. Uno de los ujieres le contó al juez que el acusado –ese era él– iba todas las tardes al museo y que siempre se detenía delante de la vitrina del objeto robado. El empleado del museo no mentía, aseveró. La diferencia entre lo que el hombre le había relatado al señor Juez y lo que él hizo se encontraba en que él se había llevado el reloj prestado. Sí, prestado. Solo tenía la intención de utilizarlo durante unas horas. Por más que insistió en que lo único que quería era conocer la hora exacta de su fallecimiento, nadie lo comprendió.
¿Para qué iba a querer aquel reloj después de haber muerto, señor Juez?
Las horas muertas
Liliana Delucchi
—Mira lo que descubrí, abuela. ¿Me lo puedo quedar?
Laura levanta la vista de su bordado y se baja los anteojos para mirar por encima de ellos. Tarda unos segundos en enfocar a su nieta quien, de pie junto a una mesilla, parece tener algo que cuelga de sus dedos.
Sabe lo que es.
—¿Dónde lo has encontrado?
—En uno de los cajones del escritorio del abuelo.
—Déjalo en su sitio, no me gusta que revuelvas entre sus cosas. Y no. No te lo puedes quedar.
La anciana regresa a sus hilos a la espera de que esa preadolescente curiosa abandone la estancia. Cuando escucha la puerta cerrarse se da cuenta de que una mancha roja ha salpicado su punto de cruz. Se chupa el dedo. No es nada, solo un pinchazo. Esta niña me ha distraído.
Sin embargo, no puede concentrarse en el bordado. Mira hacia los ventanales y le parece verlo en el jardín. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido? ¡Qué más da! Ya pasó.
Esa noche un torbellino de recuerdos no la deja conciliar el sueño. Vuelve a su mente una madrugada de invierno, cuando la despertó su doncella para decirle que la policía estaba en el salón. Bajó las escaleras envuelta en su bata de seda y encontró a unos hombres uniformados junto a sus hijos. Alberto y Pablo con caras de consternación. Los visitantes con expresión de malas noticias.
—Han encontrado a papá sentado en el banco de una plaza. Muerto. Un ataque al corazón.
No recuerda quién de los dos lo dijo, solo que se cogió al respaldo de una silla para mantenerse en pie. ¿Muerto? ¿En una plaza? Pero si él odiaba los paseos bajo los árboles, a los críos con sus niñeras y hasta a los perros que se le acercaban a olisquearlo.
Los días siguientes están envueltos en la bruma de la morgue, visitas de pésame y abogados. El entierro se mantiene nítido en su mente, como la mañana de sol en que tuvo lugar. Y aquella mujer, alejada de los parientes y amigos, apoyada contra el mausoleo de los Álzaga, vestida de luto y con la cara hinchada por el llanto. Nadie supo decirle quién era. O nadie quiso.
Hay cosas que es mejor no saber, Laura, repetía su hermana una y otra vez. Y aunque ella hubiese preferido mantenerse en la ignorancia, siempre alguien opina lo contrario.
Así fue como se enteró de que a José María el ataque al corazón no le sobrevino mientras paseaba por el parque, sino en un burdel al que era asiduo. Sus amigos lo sacaron de la cama de su amante, lo vistieron y sentaron en aquel banco para dar cierta dignidad a su muerte. Hasta le colgaron del chaleco el reloj del que nunca se separaba. Se había detenido en las ocho menos veinte, la hora exacta de su muerte.
¿Cuántos momentos pasó con ese objeto en las manos, intentando discernir lo ocurrido? Le hacía preguntas que ningún tic tac contestaba, acariciando el cristal y la cadena, hasta que un día lo escondió en el fondo de un cajón del escritorio. Hoy su nieta lo había encontrado.
Su matrimonio fue como muchos de aquella época: Joven guapa y de buena familia, sin más pretensiones que ser esposa y madre, se casa con apuesto y acaudalado hombre, un poco mayor, pero bien situado. Una relación tranquila, sin una palabra más alta que la otra, con vacaciones a orillas del mar y cenas con muchos invitados. ¿Tranquila? Para Laura sí, pero parece que para su marido no. Recuerda que le solicitaba un poco de creatividad en sus relaciones sexuales, ella se persignaba y escondía la cara en la almohada hasta que él abandonaba el dormitorio.
¡Pobre José María! Yo lo empujé a los brazos de otras mujeres, hasta que encontró en el burdel una especial. Alicia Garmendia. Con el tiempo supo su nombre, fue cuando leyeron el testamento. ¿Lo habría amado? Él a ella sí, estaba segura.
Laura se cubre la cabeza con el edredón, pero no logra tapar sus pensamientos. Se levanta, se pone las zapatillas y atraviesa el silencio de la casa hasta el despacho que fuera de José María. Sabe exactamente dónde encontrarlo. Abre el cajón con suavidad, intentando no hacer ruido. Allí está, mudo como desde hace tantos años. Sus manos lo cogen con mimo, lo acaricia y lo esconde entre los pliegues de su bata. Mañana, se dice, mañana lo haré.
Al día siguiente llama a la oficina del notario de la familia. Él sabrá su dirección, ya que todos los meses le envía dinero.
Cuando Alicia Garmendia abre la puerta, Laura extiende su mano con el reloj.
—Él hubiese querido que se lo quedara.
Ante todo: un caballero
Marieta Alonso
Comenzaron las campanadas. Cuatro en total. Busqué el reloj de pared que emitía aquel fuerte sonido, y lo hallé al lado de la puerta. Un rayo de luna alumbraba el cadáver que no mostró síntomas de impaciencia. A su alrededor dormitaban la viuda y dos criadas. No había nadie más en aquella casa solitaria, salvo yo, que nunca he tenido buenas intenciones y vigilaba a través de la ventana. Mañana sería otra cosa, el pueblo entero vendría a rendirle homenaje al que fuera primero empresario con mucha suerte y luego alcalde con muchas obras.
Tenía que actuar esa noche. La tapa de la caja era fácil de abrir y con mi pericia en un santiamén podría librar al difunto de cualquier peso. Luego le daría dos palmaditas en la cara agradeciéndole el detalle de no interponerse en mi camino. No lograba comprender esa manía de enterrar a los muertos con sus cosas más preciadas. ¡Si los cementerios solo son un campo de calcio!
Déjate de elucubrar y aligera, pensé. ¿Quién en su sano juicio me podría asegurar que algún sobrino surgido de las tinieblas, no decidiera quitarle el reloj, el anillo que lucía en el dedo y la cadena enganchada al cuello? Recordé que me corroboró un día que se los celebré que todo era de oro de dieciocho quilates. A la viuda no había que tenerla en cuenta, tenía ratoncitos en la cabeza. Espabila que se hace tarde. Profanar tumbas daba mucho trabajo, que si la pala, que si… Nada, ¡Venga ahora!
De niño mi madre me susurraba al oído que no había nadie que careciera de valor. Creo que soy la excepción. Me dedico al arte de robar y hasta ahora he tenido suerte, pero tiendo a ser un cobarde congénito.
Basta ya de palabrería barata. Vamos, entra por la ventana sin hacer ruido. Ante el féretro me quité el sombrero en señal de respeto. Todo iba bien, ya tenía el reloj de pulsera y el anillo. Pero al levantarle un poco la cabeza para sacar la cadena sin hacerle daño, el muerto abrió los ojos. La dejé caer sobre la almohada fúnebre y los ojos se cerraron, volví a levantarla y los ojos se abrieron. A la tercera le susurré: Vale, quédate con la cadena si tanta ilusión te hace.
A veces los muertos tienen unas reacciones muy extrañas y debo reconocer que yo soy muy cumplido. Me largué de allí, no sin antes arramplar con todo lo que pude y también con el enorme reloj que se hizo notar al dar una campanada. ¡Parece mentira lo rápido que pasan treinta minutos!
Cristina,mil gracias tu cuento da miedo de lo bueno que es !!!!!!!
Cuatro relatos terroríficamente buenos .
Abrazos
Elena