
El puente
La necesidad humana de cruzar pequeños arroyos y ríos fue el comienzo de la historia de los puentes.
Hasta el día de hoy la técnica ha pasado desde una simple losa o un mero tronco hasta grandes estructuras colgantes que miden varios kilómetros y cruzan bahías.
Tienen su origen en la prehistoria y posiblemente el primero fue un árbol que se usó para conectar dos orillas. Pero, independientemente de su estructura, el concepto de puente significa acercamiento, conexión entre distintas ideas, puntos de vista filosóficos o diferencias de opiniones.
También los sentimientos se han valido de este significado para crear grandes historias y dotar al arte de magníficas obras.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Querido amigo
Cristina Vázquez
La luz mortecina obligaba a encender las lámparas desde por la mañana durante los meses de invierno. Con gesto desabrido, Eusebio se asomaba a mirar por la ventana el descuidado jardín al que daba su despacho. A ver si terminaban de una puñetera vez el nuevo edificio y ya podría instalarse en el lugar que le correspondía y no en este oscuro cuartucho.
La tímida llamada en la puerta de su secretaria, recién llegada, de buenas hechuras y dudosa eficacia, le sacó de sus pensamientos.
––Don Eusebio, el correo ––avanzó con docilidad hasta su mesa.
––Que no muerdo, gacelita, que no muerdo. Quita esa cara de susto ––le recriminó con sorna.
Torció el gesto al ver el sobre y lo abrió.
“Debo confesar que el otro día me costó reconocerte en la rueda de hombres que giraban, igual que un tiovivo desengrasado, en ese patio. Al pararte frente a mí, tras los cristales emplomados, pude reconocer en tu turbia mirada al hombre, al muchacho que fuiste. El resto: tu paso cansino, los hombros abatidos y la incipiente barriga, me alejaban del recuerdo que tenía de ti.
Quiero decirte que hago gestiones para que salgas. Ya falta menos, a lo mejor menos aún de lo que crees. Comprendo que hablarte de tiempos puede resultar cruel, pues supongo que la vivencia del mismo ha debido distorsionarse después de tantos años.
Si vuelves a la ciudad y no temes que la avalancha de recuerdos te sepulte, cuentas conmigo. No encontrarás nada igual a lo que recuerdas. Han quitado las barandillas del puente e impedido el paso. La maleza se apodera de todo y casi tapa los carteles de prohibido que se van despintando con las lluvias y el paso de los días.
Ya no es posible reconocer el sitio dónde vivimos los buenos momentos de la niñez y juventud. Hacíamos equilibrio sobre la barandilla, sudando de miedo animados por los otros. Allí fumamos los primeros pitillos y otras cosas, y llevábamos a las chicas con el intento de cumplir nuestros ardorosos deseos bajo la humilde arcada. ¿Te acuerdas? Nunca nos creímos que fuera un puente romano como afirmaba la abnegada doña Reme, que desperdició su conocimiento con nosotros.
Sé que en tu juicio no te ayudó mi declaración. Confundí algunos hechos y los horarios. Estábamos muy fumados y no pude justificar que estuvieras en mi casa a esa hora. Mi padre solo pudo jurarlo por mí. Ya sabes cómo era de autoritario, siempre pendiente del buen nombre y la reputación de la familia. Pero ahora desde mi puesto en la Consejería de Interior voy a remover tu caso. Han encontrado bajo el puente una chica desaparecida con las manos atadas sobre la cabeza y un zigzag de sangre en la frente. Yo impulsé la búsqueda dando orientaciones que los llevaran hasta ahí. Este nuevo crimen te exculpa.
Pudimos ser cualquiera de nosotros y todos a la vez. Éramos un solo elemento con diversas cabezas que se movía como una masa informe, llevada por impulsos y desafíos y a ti te tocó pagar por todos. Lo siento.
A los otros no los he vuelto a ver, José murió en un accidente, Perico y Jonás se largaron al extranjero y de los hermanos Ortúa no se sabe nada. Aunque te parezca horrible lo que te voy a decir, tú, al menos, tendrás la conciencia tranquila. Ya has purgado. Yo solo puedo dormir con somníferos, pues a medida que van pasando los años, se me aparece con más nitidez el momento. Los gritos de la chica, su pataleo, el ruido al caer desde la barandilla y cómo tuvimos la frialdad, pese a lo drogados que estábamos de atarla y hacerle el zigzag en la frente. Eso fue idea de Jonás.
Esta carta te llega sin censura, para eso estoy en este puesto, sino, no te podría contar todo esto y espero que entiendas el valor de la aparición de este nuevo crimen que te permitirá respirar libre otra vez.
Con afecto.
Eusebio.”
En el sobre sin abrir que le fue devuelto, escrito en tinta roja ponía:
Preso trasladado a psiquiátrico.
Los puentes de la Bella Nina
Malena Teigeiro
Habían pasado los años, más de treinta, cuando Balbina volvió su aldea. Aquella tarde paseó hasta el puente de piedra, que el tiempo el había envuelto en tojos, zarzas y silvas. Asomada al pretil miraba correr su vida como si de un regato de agua se tratara. Recordó la noche que escuchó que su primo Toñón se iba a la Argentina. Ya en la cama, Balbina lloró y su llanto la hizo temblar como a las hojas el viento. Y en su vigilia, justo antes de que clareara el alba, tomó la decisión de que también se iría de la aldea. Durante varias noches pergeñó su plan. Esperó a que finalizaran las Fiestas en honor del Santo Patrón y escondida entre los cestos de ropa y tramoya de los carros de los feriantes, huyó. Al escuchar el crujir de las ruedas sobre las piedras del viejo puente no sintió pena ni miedo. Cuando el carro se detuvo, Balbina salió de su escondite y sin que nadie le preguntara nada, le dieron una taza de chocolate y la enviaron al río a lavar unas prendas. Su rubio cabello y sus azules ojos no constituyeron ninguna dificultad para integrarse con aquellos gitanos que decidió convertir en su familia. Alentada por ellos, aprendió a bailar y a cantar, sorprendiendo a unos y a otros por su sentimiento y bonita voz.
El mismo día que Balbina cumplía dieciséis años falleció el patriarca, hombre al que la joven adoraba. Decidió entonces que poco la unía al resto de la caravana, y que había llegado el momento de cruzar un nuevo puente. Se vistió con su mejor traje, y luego de despedirse de los que sentía como su familia, esta vez sin llorar, se trasladó a Madrid. Visitó un tablao tras otro hasta que consiguió que la recibiera el señor Mariscal, dueño del de Los Puentes de Sevilla. El hombre enseguida vio en ella algo que lo conquistó. Le hizo un primer contrato como palmera. Sin embargo, su cabello rizado y su piel de porcelana china, comenzaron a producir tantos cuentos y leyendas que pronto el señor Mariscal la nombró segunda bailarina. Y no mucho después, mientras el hombre contaba los billetes que Balbina le iba reportando, pensaba en hacer un nuevo cartel para su primera bailaora, la ahora Bella Nina.
Cada vez eran más los que llegaban para verla bailar y cantar. Lo que le hizo pensar en que aquella fama le tenía que valer para algo más que para producirle dinero al señor Mariscal. Después de darle vueltas a su inquietud, decidió que lo que más deseaba era entrar a formar parte de la vida de la alta sociedad.
––Ya es hora de cruzar otro puente ––se dijo.
Lo primero que hizo fue alquilar una hermosa vivienda en la calle Mayor. Y entendiendo que sus modales dejaban bastante que desear, contrató como doncella a una viuda francesa, madame Fleur, que le enseñó maneras de dama. La mujer, luego de pasearse por la casa y dar algunas órdenes, se dirigió a Balbina.
––Madame, si desea ser una señora no puede tener amantes viviendo en su casa ––susurró con voz atiplada. Y ella, siguiendo sus sabios consejos, los ocultó.
Comenzó a celebrar reuniones en su domicilio, ahora alhajado con hermosos muebles, sedas y porcelanas, en las que recibía a sus nuevos amigos, solo hombres, que la llenaban de joyas, la invitaban al teatro y a cenar en los mejores restaurantes. Sin embargo, no conseguía ser recibida en los actos sociales de la capital. ¡Ya no sé qué hacer!, le dijo a la francesa retorciéndose las manos.
––Madame, aquí todos saben de su humilde procedencia. Si de verdad quiere ser otra cosa, debe irse a París ––le aconsejó la mujer.
En su despedida se abrazó al señor Mariscal, hombre que tan bien la había tratado, llorando. Él, secándole las lágrimas con un gran pañuelo blanco, dijo:
––Haces bien, Balbina. Tú eres digna del Folies Bergère ––abrió el cajón de su mesa y le entregó una serie de cartas para sus amigos franceses.
Señora y doncella se alojaron en un céntrico y reconocido hotelito de París. Al abrir la ventana de su habitación vio las aguas del Sena pasando por debajo de los puentes, lo que le pareció un buen augurio. Su doncella deshizo el equipaje, y la ayudó a ponerse el vestido malva, llamativo pero elegante. Ya compuestas, ambas se dirigieron a cenar a un restaurante cercano al Folies. Sonriendo a modo de Gioconda, Balbina se sentó a la mesa, tiesa, altiva, mostrando su escote de porcelana china, no sin que antes la francesa, previas abundantes gratificaciones, comunicara a camareros y cigarreras que aquella dama era la Gran Nina, una bailarina española cuya fama traspasaba los mares hasta las Américas.
Entretenida con los manjares de su cena, Balbina fingía no darse cuenta de las miradas que se posaban en ella. Pronto una botella de Moët & Chandon apareció sobre su mesa junto con una esquela en la que le solicitaban acompañarla. Altiva, miró a su alrededor y al ver a un caballero, bien parecido y no muy joven, que sonriente se ponía de pie con la intención de acercarse, levantó el dedo moviéndolo con elegancia. Nunca en público, escribió en el revés de la esquela que envió de vuelta. Un par de días después, lo recibía en su piso. Fue su primer amante francés. Y así siguieron hasta que comenzó a ser saludada por mesas y pasillos. Y fue entonces cuando por el botones del hotel, le remitió Balbina al director de Folies las cartas de presentación. Y después de una dura tramitación, fue contratada como primera bailarina para la siguiente temporada. Con el oropel de ser bailarina del Folies, se mudó a un piso en los Campos Elíseos. Ante el horror de madame Fleur, al abonar la primera renta, Balbina, ahora definitivamente madame Nina, se quedó sin un solo franco. Con tacto y elegancia, consiguió que su amigo le prestara algún dinero, y aprovechando los meses de espera, Nina reanudó en su piso la vida social. Contrató como secretario y administrador al joven Pierre, lo que le permitía gozar de él sin escándalos. El joven, de ondulado pelo negro, ojos de largas pestañas, y sin un solo franco en el bolsillo, estaba lleno de buenas ideas, una de las cuales fue montar en uno de los salones mesas de juego en donde la ruleta fuera la pieza central. El pequeño casino producía sustanciosos beneficios, que una vez recogidos, Pierre, de forma relativamente alícuota, repartía
Cuando llegó la nueva temporada y retornó al escenario, los aplausos volvieron a acariciarla cada noche. Sin embargo, no se le borraba el deseo de participar en la vida social parisina. Después de mucho pensar, y esta vez aconsejada por su secretario, decidió que para cruzar ese nuevo puente, tenía que ganarse el beneplácito de las mujeres. Cargada de regalos, visitó guarderías y asilos, dejando allí por donde pasaba la imagen de una mujer generosa, simpática y muy decente. Jamás permitiría que en su casino hubiera grandes pérdidas, le dijo con el dedo levantado a la superiora del asilo de ancianos después de haber bailado a petición de estos. Y así, la que se dio en llamar la Gran Nina, ocultando sus amoríos, juntando regalos, cuidando de no arruinar a ningún padre de familia, comenzó a ser invitada a cenas y actos benéficos.
Sintiendo la humedad de la tarde, Balbina suspiró profundo. Ya no le quedaban puentes para cruzar. Volvamos a la aldea, dijo. Y colgada del brazo del ya maduro Pierre, caminó despacio hacia la que había sido la casa de sus padres. Había vuelto para pasar los últimos días de su enfermedad entre aquellos muros en donde esperaba encontrar la paz y el perdón para la díscola Balbina, porque lo que era la Bella Nina, esa no se arrepentía de nada, susurró mirando al cielo.
Cuenta saldada
Liliana Delucchi
Lo mira de lejos mientras avanza entre la maleza. «Cuánto ha crecido, es normal, hemos tenido una primavera muy lluviosa». Con el bastón va abriéndose camino pero no se atreve a bajar. «Mis piernas no son las de entonces.»
Recuerda cuando se escapaba para refugiarse debajo del puente, con un libro o solo sus fantasías que la llevaban a mundos que estaban más allá de aquellos parajes.
Tendría seis años, no más, y se sentaba debajo de las arcadas, a salvo de todos.
––Quédate del lado derecho, en el izquierdo hay monstruos ––le decía su abuela.
Pero ella sabía que no eran monstruos. Eran los García. Como Montescos y Capuletos, su familia y las del otro lado llevaban años enemistados. Habían olvidado el origen de la disputa, pero la mantenían, como los escupitajos al suelo que echaban unos a otros cuando se encontraban en el pueblo.
Fue un día de verano cuando lo vio. Escondida entre las flores, casi se le cayó el libro cuando la figura de un niño, que apenas tendría unos años más que ella, estaba en medio del río, pescando. Genoveva se mantenía dentro de los límites de su propiedad, sin embargo él había traspasado el suyo. Distraído con sus peces no la vio acercarse y cuando lo hizo le espetó «no puedes estar aquí.» Ella dijo que sí, que estaba dentro de sus lindes y que quien había sobrepasado los suyos era él. Sin embargo, el chico no se fue. Y la niña se acercó.
––No te tengo miedo ––le gritó desde su orilla, dejando el libro al resguardo de unas piedras. ––Sé que no vas a hacerme daño.
––No lo haré si te largas ––contestó él recogiendo el cordel de su caña.
––No sabes pescar, no es así como se hace. Si quieres te enseño ––y quitándose los zapatos, Genoveva se internó en el agua.
La anciana sonríe al recordar esa escena. Todas nuestras frases empezaban con un «no». Era lo que nos habían enseñado.
Daniel insistió en que se mojaría el vestido pero a la niña le daba igual, además, necesitaba un compañero o quizás solo romper las reglas.
Y…, se hicieron amigos. Unas tardes ella le contaba historias, otras se internaban en los bosques vedados para cualquiera de ellos, saboreando el entusiasmo de lo prohibido. Hasta que un día llegaron a una antigua construcción de piedra. Compuesta por un muro en el que el tiempo había hecho estragos, encontraron la entrada a una cueva húmeda, oscura, con una grieta al final por donde se colaba algo de luz. Pegados a la pared y casi tiritando, llegaron hasta el final. Tuvieron que apartar cascotes y arañar la tierra para, finalmente, salir a una pradera.
Del otro lado encontraron unas construcciones como las de los libros antiguos: Cabras sueltas, mujeres vestidas con túnicas y hombres con calzones de cuero. Un fuego central del que pendía una gran olla ennegrecida lanzaba humo en todas las direcciones. La gente hablaba en voz alta en una lengua que si bien entendían, era diferente al de sus palabras actuales.
Las chozas se alineaban en dos filas y niños flacuchos correteaban por doquier. De pronto escucharon un gran escándalo. Un grupo de mujeres arrastraba a otra. La llevaban maniatada y, entre golpes, la depositaron junto a un poste. Allí la ataron y empezaban a encender fuego a sus pies.
––¡Quemad a la bruja!
––La que van a quemar es idéntica a mi abuela ––musitó Genoveva.
––Y la que la empuja se parece a la mía ––se sorprendió Daniel.
Los niños salieron de su escondite en dirección al martirio. Los habitantes del poblado creyeron ver trasgos y caminaron hacia atrás, asustados y haciendo reverencias.
––Creen que somos espíritus ––susurró Daniel mientras desataba a la temida bruja.
Con una arenga de las que había aprendido en los libros, Genoveva convenció a los allí reunidos que no había encantamiento y que debían liberar a esa señora. La condenada besó los pies de la niña y en la frente le hizo la señal de la cruz.
Terciaba la tarde cuando los niños llegaron a la pradera que está junto al puente. Allí, reunidos en una fiesta de campo estaban las dos familias, compartiendo comida y vino.
Un puente amigo
Marieta Alonso
La anciana y su gato, tumbado boca arriba, se mecían de forma rítmica llevando el compás de una música imaginaria. Ambos con sus pensamientos. No se escuchaba ni el croar de las ranas, ni el rumor de las hojas de los árboles mecidas por el viento. En el puente ––su puente–– que veía a través de la ventana del salón, no había moho, ni hierbas…, granito, solo granito. Era su guarida inexpugnable donde se escondía siendo joven a llorar sus penas. Un amigo fiel.
Un día borrascoso su marido lo cruzó y desapareció sin dejar rastro. Se preguntaba si habría muerto en alguna esquina, ¡ojalá!, o si se fue a vivir la vida. Cada día miraba esas piedras que le ayudaron a marchar, y le daba gracias a su santa preferida por haberla escuchado. Naturalmente, no amaba a su marido.
El silencio se hizo de pronto en aquella habitación cuando la mujer y el gato dejaron de mover pies y patas. Saltó el minino sin dar tiempo a que la anciana pudiera abrazarlo y se oyó un golpe seco.
––Abuela ¿qué sucede? Haz el favor de no tropezar, no vayas a perder el equilibrio.
––Como si yo pudiera evitar caerme.
––Pero, ¿qué ha sido ese ruido?
––Nada. El gato cazó un ratón.
Su nieta estudiaba en la habitación contigua. Era su única familia, sin contar al gato. El reloj de cuco dio una campanada, hora de hacer la comida. No me apetece levantarme, se dijo. Ya la haré dentro de un rato.
Y miró por la ventana el sol reflejándose en el río. La corriente que entraba por la puerta abierta hizo que la anciana se arrebujara en su chal. El gato con la panza llena saltó de nuevo a su regazo.
Lo importante es vivir sin pasar hambre ––adoctrinaba la madre–– no desperdicies tu belleza con ningún mindundi. Pero ella, en aquel entonces, necesitaba amar y ser correspondida. No tuvo elección. Fue arrojada a los brazos de un hombre que tenía el vicio de la violencia y la virtud de ser rico. En el momento en que se desvaneció en la niebla ella estaba de cinco meses. Lidió con madre e hija para salir adelante. Al principio, los suegros le daban algún dinerito, luego se les olvidó.
Pasó los años cose que te cose. Su época más feliz fue cuando la hija marchó y la madre murió. Y pudo vivir sin tapujos con Alfredo, su novio desde que tenía diez años, un don nadie, era verdad, un simple jornalero que le brindaba paga y ternura.
La paz y el amor le duró demasiado poco, cinco años escasos. Lástima. Alfredo la quería tanto que si le hubiese encargado la luna seguro que se la habría traído. No pudo llorar su duelo, a los quince días, la hija enferma se presentó con esa nieta sin cumplir el año y vuelta a empezar.
La música surgió de nuevo en su cabeza y retornó a llevar el compás con los pies, el gato la imitó, esta vez, con la cabeza. Si pudiera volver a nacer, con la experiencia de ahora… De lo que no se arrepintió nunca fue de haberse enfrentado a la falsa moral de su pueblo, a las habladurías.
Una figura encorvada, ayudándose con un bastón, atraviesa el puente. Tiene un aire familiar. No. Sí. Lo que le faltaba. Por favor santa Bárbara ¡espabila! Envíale truenos, rayos, piedras, y si me aceptaras una breve sugerencia, con un buen empujón, bastaría.
Me ha gustado mucho.
muchas gracias por leernos. Esperamos poder seguir distrayéndote con nuestros cuentos.
Muchas gracias Cary. Eres un cielo.