
El patito feo - Hans Christian Andersen
Escrito por Hans Christian Andersen, escritor y poeta danés, versa sobre un patito grande, torpe y feo al que sus hermanos rechazan. Sin embargo, con el paso del tiempo se convierte en un bello cisne.
El cuento fue publicado por primera vez el 11 de noviembre de 1843 con gran éxito. Más tarde, fue incluido en la colección de Cuentos nuevos (Nye Eventyr en 1844).
El relato ha tenido diversas adaptaciones y versiones tanto en ópera, como en ballet y musicales. Del mismo modo, se ha versionado en diversas películas animadas.
«Patito feo» se ha convertido en una expresión que se aplica a cualquier situación o persona, que en principio es rechazada o mal vista y después, sorprendentemente, se convierte en algo inesperado y mucho mejor.
Este relato ha sido extrapolado por nuestras cuentistas para encontrar en él situaciones que, sin desmedro de la historia del gran danés, se trasladan a otros espacios. Desde un niño que encuentra un patito feo en una granja, a una joven con una inteligencia superior; la vida del cisne en que se transformó el personaje del cuento original o el relato de quien, tras superar sus complejos infantiles, llega a ser una mujer de éxito.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
La letra jota
Cristina Vázquez
El ruido de la máquina de coser de su madre, a Manuela le daba dolor de cabeza. Muchas noches seguía oyéndola desde su cuarto, pues esa mujer no parecía tener horas para acabar su trabajo.
—No te quejes, Manuelita —replicaba con cara cansada.
Miraba a la hija con unos ojos que parecían refugiarse detrás de unos lentes cada vez más gruesos, dándole un mirar desvaído, como de agua sucia. No soportaba la actitud de resistencia de la madre, agarrada a piezas de tela que cortaba en la mesa de la cocina. Nunca pudo llegar a tener su propio taller, pero habilidad y ganas no le faltaban para que su niña fuera la mejor vestida.
Estas afirmaciones de entrega y voluntad descorazonaban a Manuela. No podía olvidar el día de la fiesta de graduación. Había conseguido, gracias a una beca, educarse en un colegio privado al que acudía lo más distinguido de la ciudad. A su madre le gustaba repetir a familiares y escasos amigos, que esa hija era su orgullo. Pero Manuela no podía trasmitirle lo que era sentirse un ridículo patito feo en medio del esplendor intelectual y económico de sus compañeras.
Era imposible que comprendiera la mirada displicente al traje que ella había copiado con esmero de una revista de moda. Manuela cogía esas publicaciones y dibujaba, con apremiante gesto, todo lo que modificaría sobre los vestidos elegidos por la madre. Esta le recriminaba que las estropeara, con lo caras que eran esas revistas. Ella subía los hombros y despectiva aseguraba que eran cursiladas.
Tampoco podía imaginar su madre lo que significó el tener que mentir cuando hablaban del veraneo o de los viajes de esquí. Ella se iba con su abuela al pueblo, muy fresquito para que no pasara calor, intentaba convencerla cuando subía al autocar de línea. Nunca olvidaría la mirada de desasosiego que observaba en sus alejados ojos por las dioptrías, al despedirla. Su abuela era una buena mujer llamada Jacinta. La única vez que dijo cuál era su nombre, la carcajada fue tan general que afirmó era broma, se llamaba Elena. ¿De verdad se lo habían creído? Y Jacinta fue la que comprendió el sufrimiento de esa niña a la que habían sacado de su charco para embarcarla en unas aguas que no por más bonitas resultaran más claras.
—Mi niña querida. No te apures, ya encontrarás tu lugar.
Le dijo una noche en la que una luna redonda bailoteaba en el cielo. Sentadas en dos mecedoras miraban la noche, pues la anciana conocía muchos nombres de estrellas y constelaciones. Las vidas son como las estrellas, unas veces se ven luminosas, otras no se ven y si se miran en el otro hemisferio aparecerán algunas diferentes.
—Así que busca bien tu estrella para que te lleve donde desees —se volvió hacia su nieta.
Ella tenía la fuerza y la inteligencia para llevar a cabo lo que deseara, aunque aún no lo supiera, continuó cogiéndole las manos. Ese colegio que ahora le hacía sufrir le daba los medios para poder lograrlo.
—Ya lo verás —remató—. Seguro que te acordarás de esta noche algún día. Solo te falta tiempo para saberlo.
Manuela terminó el colegio con un suspiro liberador, el orgullo de haber conseguido magníficas notas y la esperanza de encontrar su sitio, como le predijo su abuela. Al cabo de los años y después de haber creado una industria textil, basada en sus diseños, volvió al pueblo a comprar la casa familiar que estaba abandonada. Sí, este era su sitio. Después de volar muy alto y muy lejos, quería volver al lugar donde recordaba una maravillosa noche de luna poblada de estrellas que se cuajaron en una brillante realidad. Y el ruido de la máquina de su madre no lo olvidó nunca, pero no como algo insoportable, sino como el sonido apaciguador de la tenacidad.
A la empresa que montó le puso el nombre de su abuela. Sonreía al notar la dificultad que algunos extranjeros tenían al pronunciar la Jota.
El cuento roto
Malena Teigeiro
Una noche era el de Blancanieves, otra el de la Cenicienta, y siempre el cuento que mi madre me leía antes de darme el beso de buenas noches, era el de El Patito Feo. A mí, como a casi todas las niñas, me gustaban mucho más los de príncipes y princesas.
Nunca fui al colegio. Sin embargo, sí veía cómo todas las mañanas, Martita, mi vecina del quinto, bajaba las escaleras con su uniforme azul y un sombrerito muy gracioso que dejaba ver su cabello que parecían fibras de oro. Más de una vez pensé en que si consiguiera tener alguna de ellas, podría estudiar la aleación de aquel material que tanto envidiaba.
Mi padre prefería que yo estudiara con profesores particulares. Según él, era demasiado inteligente para asistir a un colegio con niñas corrientes. Tampoco iba al parque a jugar, ni tenía amigas. En una palabra, jamás salía de mi casa. Eso sí, siempre me encontraba rodeada de personas mayores. Al principio, eran mi madre y mi abuela, luego comenzaron los profesores a los que mi padre llamaba tutores. El primero fue una mujer, la señorita Carmelina Delgado. Llegó a la casa sonriente, y no recuerdo que aquella primera sonrisa se le borrara de rostro jamás. Era divertida, cariñosa y conocía todo tipo de juegos. Enseguida se trasladó a vivir con nosotros. Además de enseñarme a leer, construíamos juguetes, entre ellos una casa de muñecas. También hacíamos los dibujos para nuestros propios puzles. Lo que más me gustaba de ella era el delicioso perfume a fresas que utilizaba. Cada vez que movía la melena al reírse, inundaba con él toda la habitación.
Y mi madre continuaba con su costumbre nocturna de leerme algún cuento antes de que me durmiera. El último, como siempre, El Patito Feo.
No mucho después, llegó don Roberto, un hombre mayor, ya jubilado, que bajo la vigilante mirada de la señorita Carmelina, se encargaba de enseñarme todo lo relativo a las ciencias y matemáticas. Me encantaba hacer raíces cuadradas, aunque según él tenía una especial habilidad para formular. Yo prefería el álgebra. Era capaz de resolver con facilidad, a veces en menos tiempo que el propio profesor, cualquier problema que me pusieran delante. Detrás de él, llegó don Justo, que me enseñó a tocar el piano. Y luego fueron apareciendo otros que iban ampliando las materias bajo la estricta vigilancia de don Roberto. Creo que con los años, llegó a ser algo así como el mejor amigo de mi padre.
Y mi madre seguía leyéndome el cuento de El Patito Feo.
Cuando cumplí los quince, acompañada por mi padre y por don Roberto, fui a un centro en donde me examinaron de todo el bachillerato a la vez. Días después, ya en un edificio de la universidad, durante tres días cursé Matemáticas, Física, Química y varias asignaturas de Medicina, que aprobé con matrículas de honor. Y aunque mi madre insistía en que también me examinara de las disciplinas de filosofía e historia, mi padre no lo permitió. Él dictaminaba que aquello eran tonterías en las que no debía perder el tiempo. Y casi sin que se enterara, un sábado por la mañana la señorita Carmelina me acompañó al conservatorio en donde me examiné directamente del último curso de la carrera de piano y de varios de violín. A partir del último examen de Harmonía y Coral, nunca volví al conservatorio.
De esos días en el conservatorio, guardo el recuerdo de una de las personas que me examinó. Era una señora de edad parecida a la de mi madre, que tenía los ojos negros. Y eso yo no lo había visto nunca. Me llamaron tanto la atención, que no fui capaz de separar mi mirada de esa negrura. Ella, que quizá se dio cuenta, me sonreía. Sin embargo, aquella sonrisa no era como la de la señorita Carmelina, era triste, más bien angustiada.
Al llegar de vuelta a casa le pregunté a la señorita Delgado qué había que hacer para tener aquellos ojos tan negros y brillantes. Me explicó que el color negro era por la cantidad de eumelanina. Decidí investigar y estudiar algo tan curioso. También recuerdo que le pregunté si se había dado cuenta de la angustia que presentaba el rostro de aquella mujer. Debía sentir algún gran dolor, me contestó pellizcándome la mejilla.
Y mi madre, seguía leyéndome por las noches el cuento de El Patito Feo.
Después de aquellos exámenes, nos trasladamos a vivir a una finca que mi padre compró en las afueras de la ciudad. Era un sitio muy bonito, rodeado de montes y bosques. Muy cerca de la casa, oculto por árboles y enredaderas, había un edificio con el tejado de pizarra y las paredes blancas. Enseguida me di cuenta de que sus proporciones eran armoniosas, perfectas.
Poco después de instalarnos en aquella casa, llegó a mister Whitaker, quien me familiarizó con la botánica y su utilización en la medicina.
Una tarde llegaron unos hombres en unas furgonetas en cuya carrocería aparecía el nombre de una farmacéutica muy importante. Aquella empresa me había contratado para que les ayudara a encontrar la fórmula de un medicamento. Dirigidos por mister Whitaker, instalaron un moderno laboratorio en la nave del jardín. Trajeron jaulas llenas de ratoncitos blancos, y forraron las paredes de enormes pizarras. Apenas un par de días después, llegaron unos físicos, casi todos ya de edad avanzada, quienes me ayudarían a buscar las fórmulas que se necesitaban. Tiempo después, don Roberto, mister Whitaker y mi padre, me felicitaron. Al parecer, habíamos dado con lo que se buscaba.
Y mi madre, continuaba con su costumbre de leerme el cuento de El Patito Feo.
Una noche ocurrió algo diferente. Al abrir el viejo libro, las hojas, ya sueltas, se desperdigaron por el suelo. Entre ella y yo las recogimos. Habrá que comprar otro ejemplar, recuerdo que dije al advertir su apenado rostro. De pronto ella se detuvo. ¿Para qué?, exclamó. Sorprendida vi el brillo de las lágrimas en sus pupilas. Luego añadió que siempre había creído que poniendo ella tanto empeño, conseguiría que a mí me pasara lo mismo, que me convirtiera en un precioso cisne. Pero no. Eso solo era un cuento, decía rasgando las hojas que habíamos recogido.
—Madre, no hay solución para mi monstruosidad. Nunca me convertiré en cisne.
La bella
Liliana Delucchi
Si bien en los primeros años la capacidad para pasar desapercibida había sido un rasgo fundamental de su personalidad, ahora necesitaba recuperarla, aunque por diferentes motivos. El largo itinerario que hubo de pasar desde la granja en que salió del huevo y fue rechazada por todos sus miembros, hasta que se vio reflejada en el estanque y descubrió su belleza, se le hacía lejano. Por todos los medios buscaba en su interior la fuerza que la llevó a atravesar aquella etapa y eludir el destino que le estaban dibujando.
Haber sido adoptada por la cisne reina de la bandada y recibir toda su atención y elogios por ser la propietaria de las plumas más sedosas y brillantes, no era, como se podría pensar, lo que satisfacía a Camila. Ella seguía siendo sencilla, confiada y tierna, con una inmensa necesidad de aceptación por parte de sus hermanas, lo cual no era posible.
Otra vez la exclusión, si bien ahora era por su hermosura. Y no solo eso, su madre estaba planeando su boda, y nada menos que con su preferido, un patoso capaz de destruir el bosque solo tropezando con él. Siempre había pronosticado que la reina le pediría algún día que hiciera algo que realmente le disgustara y ese momento había llegado. Quizás debería marcharse, pero… ¿A dónde?
Plegó sus alas e inició un paseo por las alamedas que daban sombra al cálido verano. Sin darse cuenta llegó hasta una valla y reconoció, a pesar del tiempo transcurrido, las construcciones que formaban parte de la granja en la que había pasado sus primeros tiempos. Escondida tras unos arbustos, contempló el movimiento: La mujer que llevaba grano al gallinero, risas de niños persiguiendo a los patos y, más lejos, los gruñidos que llegaban desde los chiqueros.
—¿Quieres pasar? —La sorprendió una voz a su espalda.
Era un gallo de gran tamaño con una cresta majestuosa y voz de barítono. Camila se quedó mirándolo y se preguntó si en sus comienzos él también habría sido feo.
—Perteneces a la bandada de cisnes que hay en la laguna grande, ¿verdad?
Ella asintió con un movimiento de pestañas, incapaz de pronunciar palabra, entonces él, agachándose, pasó por debajo de la valla y se sentó a su lado. Se presentó como Tomás y le confesó que unos días antes había dejado la granja para acercarse hasta el lago y la había visto de lejos.
—Gracias por devolverme la visita —dijo levantando su cresta.
Quizás fue por su entonación, tal vez por la forma de sonreír, que antiguos recuerdos volvieron a la mente de Camila. Un pollito redondo y amarillo, con plumaje tan suave como el pañuelo de seda que envolvía el cuello de la dueña de la granja. Un pollito con quien compartió su desdicha de niña, la quería por ser quien era, aunque ella aún no lo supiera. Un pollito que la siguió el día que decidió partir, que le rogó que no lo hiciera, todo se solucionaría. Hizo más, le suplicó que se quedara a jugar con él y cuando no lo consiguió, ella sabía, a pesar de que no se dio la vuelta, que él se había mantenido expectante a que cambiara su decisión.
Al volver a casa, Camila no recordaba cuánto tiempo había permanecido con Tomás. En esos momentos las dificultades parecían haber desaparecido, los problemas le resultaban triviales. Quería posponer el momento de volver a enfrentarse con ellos, pero era inútil, la esperaban allí, con un velo nupcial y una corona de flores. Fue entonces cuando vio a Cecilia, la enamorada del que iba a ser su marido. Con el cuello bajo y mirando la hierba, la pobre cisne negaba con la cabeza como si quisiera alejar su infortunio. Camila no lo pensó dos veces, cogió su ajuar de novia y se lo entregó.
—Es todo tuyo —susurró al tiempo que acariciaba sus plumas–. No volverás a verme.
—¿Por qué? Tú eres la princesa.
—Sí, lo sé. Ahora sé quién soy y, por tanto, no lo necesito.
Y dando media vuelta encaminó sus pasos hacia la granja.
¡Qué frustración!
Marieta Alonso
Como vivo en la ciudad me encantan los animales. Según mi madre si viviera en el campo otro gallo cantaría. La primera vez que fui de excursión con el colegio a una granja, era un lindo día de verano bañado por el sol. Me levanté exultante, repleto de expectativas, sin pereza.
El primer gran disgusto me lo llevé en el autobús. El profesor que nos iba contando el modo de vida y preferencias de algunos animales, dijo que los conejos no se pirran por las zanahorias. Eso no es cierto, le contesté. Mi mascota, Puppy, que es el conejo más listo de este mundo, a la hora de comer se pone debajo de mi silla y cuando después de saludarlo con un: ¿Qué hay de nuevo, viejo?, le doy zanahorias crudas, y hasta cocidas, se las come. Y todo esto lo hacemos bajo la mirada regañona de mi madre.
El profe vino hacia mí y me revolvió el pelo con cierto aire de benevolencia. Explicó que algunos animales, como podría ser el caso de Puppy, se convertían en urbanitas, en supervivientes, tras licenciarse en la Universidad de la Vida. Como no le entendí, me callé.
Llegamos a la granja y pronto se me pasó el disgusto viendo pacer al ganado junto a los terneritos. No me acerqué mucho porque según mi abuelo las vacas tienen buena leche, pero muy mala intención. Si las molestas te dan una patada y luego te cagan encima. Después nos subieron a unos borriquitos y nunca me he sentido tan grande. Una ovejita no se separaba de mi lado como queriendo que la llevase conmigo. Todo iba bien, hasta que llegamos a la charca donde nadaban los patos con una placidez como si no tuviesen que ir al colegio, solo nadar, comer y disfrutar.
Me entretuve en contarlos uno a uno. Había más de veinte, de todos los tamaños y colores: blancos, amarillos, casi negros con alguna pluma en azul, la cabeza verde y el pico amarillo, otros tenían un mechón marrón oscuro. Estaba tan ensimismado con ellos que no me percaté que una mamá pata con siete patitos se acercaba peligrosamente a mí.
Iba a espantarlos cuando los ojos se me fueron hacia el último de la fila. Era el patito más feo que había visto en mi vida. Me costó cerrar la boca de lo asombrado que estaba. El pobre patito me miraba como si yo le pudiera dar un hálito de esperanza. Me dio tanta pena que me senté sobre la hierba, crucé las piernas y lo tomé entre mis brazos. Para que no se llevara a engaño, le expliqué concienzudamente que no esperara convertirse en un bello cisne. Eso solo ocurre en un cuento de un tal Hans Christian Andersen, le dije, un excelente escritor según mi padre, a mí, en cambio, me resultaba un poco mentirosillo, porque si bien era verdad que mi abuelo afirmaba que todo estaba en la literatura, mi madre, en cambio, aseguraba que los cuentos, cuentos son.
Cristina,
Que cuento tan tierno.
Siempre nos quedará El patito feo.
Mil gracias a las cuatro cuentistas!!!
Yo también me llamo
Elena
Gracias Elena. Tu comentario ya me resulta necesario como una parte más de nuestros relatos.
Tu fidelidad es conmovedora.
Besos