
El pájaro
Este pájaro descansa en una valla de su alto vuelo por las cumbres andinas. ¿Un pájaro meditará? Quizás. Lo que sí ha hecho es hacer volar la imaginación de nuestras cuentistas hacia muy diferentes lugares. Acompáñanos en este viaje.
PHALCOBOENUS MEGALOPTERUS. Es el termino científico de este pájaro que tiene muy diferentes nombres populares: Carancho cordillerano, Tuque cordillerano, Matamico blanco, Caracará andino… Es un ave falconiforme que habita el altiplano andino de Perú, Bolivia, Chile y Argentina.
Sus plumas de color blanco y negro eran utilizadas en indumentarias de jerarcas incas y en la corona del emperador.
Se relaciona con el dios-sol de la cultura inca ya que era su compañero alado con el nombre de Inti, mago conocedor del presente y futuro.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
El largo vuelo
Cristina Vázquez
Después de catorce horas en autobús llegó a una polvorienta estación en la que no vio ninguna cara conocida. Ni la deseada, ni cualquier otra que le fuera familiar. Nadie le estaba esperando y hacía tres días que había avisado de su llegada.
En ese momento empezaron a sonar en el móvil pitidos con mensajes, pues no había cobertura entre los altos y nevados picos que habían atravesado. Uno de los mensajes le dejó paralizado
Mientras pedía un café y un bollo de aspecto mohoso para reponerse del cansancio pensó que si las casualidades existían esta era una de ellas. ¿Sería verdad? ¿Por qué habían esperado tanto para avisarle?
En vez de salir corriendo a coger un taxi que le llevara a la dirección de su destino, se apoltronó paralizado en el asiento corrido de eskay de esa cantina. Tras palpar su bolsillo se quedó traspuesto.
Diego, Dieguito, le decía una voz cálida llena de resonancias amables. ¿O eran turbias? En el sueño resultaban amables, tiernas, llenas de una sincera conmiseración. Un toque en el hombro le despertó. Se limpió la baba que le caía por la comisura de la boca abierta y se enderezó.
—Señor, se tiene que marchar —le soltó con acritud el camarero—. Vamos a cerrar.
Al salir de la estación le sorprendió la noche amplia, despejada bajo una luna de inmutable blancura y unas estrellas que parecían hacer guiños desde lo alto. Sí, guiños, se dijo, igual que el mensaje que recibió en el teléfono. “Urgente. Ven. La Casilda se muere” No dudó en hacer el petate y acudir en ese trasnochado y ruidoso autobús para darle el último adiós a La Casilda, su casi madre, su casi diabla. Pero ella fue la mujer que lo recogió de un basural en el que mendigaba y lo hizo chico de recados de las mujerzuelas a las que explotaba.
Él engordó, creció como pudo entre ese desorden, gritos y arrumacos de las pupilas. La mujer siempre le protegió y prohibió que al chico le tocara ni hiciera nadie daño. Y aunque le miraba con ojos aventados, a veces rojos de ira o de espanto, otras, una ternura líquida y azulada los impregnaba.
—Diego, Dieguito, tú serás mi poeta —le decía con una seguridad abrumadora—, por eso te voy a mandar al colegio y escribirás mi gloria.
El niño no sabía lo que era un colegio ni una gloria. Una buena mañana le subió La Casilda a un autobús, parecido a aquel del cual se había bajado y le dijo que ese autobús le llevaría al conocimiento y a una nueva vida.
—En vacaciones volverás —le iba consolando mientras lo acomodaba con su exiguo equipaje—. Tesoro mío, escríbeme en cuanto aprendas.
Ese primer viaje no lo olvidaría nunca. La blancura de la nieve, el cielo azul como de porcelana intensa y la angustia de lo desconocido impregnada en su mirada huidiza. Lo último que vio fue la mano de La Casilda moviéndose en el aire. Y fue en ese primer viaje en el que todo resultaba terrible, esperanzador y novedoso. Cuando paró el autobús para un descanso vio un pájaro negro parecido a una urraca posado en una valla del mirador más alto de Los Andes. El animal no se movió, es más, a Diego le pareció que se acercaba a él como esperando algo. Se dejó tocar y el suave contacto del plumón le llenó de confianza, aunque se le arrasaron los ojos. El pájaro echó a volar y ejecutó una especie de danza frente a él.
Buscó, bajo esa amplia noche, un taxi que le llevara a casa de La Casilda. En el bolsillo manoseaba el primer ejemplar de su libro de poesías que había ganado el premio al mejor poeta novel “El largo vuelo” que quería entregarle. Y pensó que ese librito con el que le habían premiado era la mejor manera de cantar la gloria de esa mujer.
La urraca
Malena Teigeiro
Marta iba a un colegio de monjas al que solo acudían chicas. En la acera de enfrente había otro de frailes en el que estudiábamos los chicos. A este último íbamos su hermano y yo. Al tener la misma edad, coincidimos en la misma clase y nos hicimos amigos. Al igual que nosotros, poco a poco nuestras madres se fueron conociendo, y por eso, el primer día que Marta fue al colegio de enfrente, la vi. Era pequeñita, tal vez tenía solo tres años, algo gruesa y con unos ojos grandes en los que parecía que le hubieran vaciado un par de paladas de carbón. Recuerdo aquella mañana con toda claridad. Iba de la mano de su madre, con el negro cabello peinado muy tirante en dos coletas rematadas en sendos lazos azul marino. La raya, que le llegaba hasta la nuca, parecía que se la hubieran hecho con un tiralíneas. Al verme, me miró sonriente y me dejó ver sus pequeñísimos dientes. Aunque yo era cinco años mayor, creo que en ese instante decidí que me casaría con ella.
Apenas había cumplido quince, cuando comenzamos a salir solos. A partir de ese día empecé a descubrirla. Era curiosa. Quería conocer y probarlo todo. Le interesaba el funcionamiento de cualquier invento, y sin que ella lo supiera, Marta era una gran deportista. Sobre todo, era muy buena en los deportes de nieve. Volaba a mi lado por las pistas de Formigal con la elegancia de una paloma, y su risa se confundía con el rasgar de sus esquíes.
El día que la vimos habíamos estado esquiando toda la mañana. Cansados, subimos a la cafetería y el entrar en la terraza ella se encontraba apoyada en la barandilla de madera que se abría sobre el barranco. Marta se le acercó y silabeando dulces palabras, le acarició las plumas. Al verla, temblé. Recordé a mi abuela. Era gallega y su vida y espíritu estaban llenos de supersticiones. Si ves a una urraca sola, tendrás malas noticias: Anuncia la muerte. Sin que Marta se diera cuenta, me coloqué detrás de ella y comencé a agitar los brazos. La urraca volvió la cabeza y, altiva, pareció mirarme como si me estuviera maldiciendo por haber impedido su momento. De pronto, abrió las alas y elevó el vuelo.
–¡Qué preciosidad! ¿No crees?
Era tan triste la mirada de Marta que me sentí peor que si me hubiera llamado ruin por haberla privado de ese momento.
A partir de entonces su carácter cambió. Aquella manera de ser suya, alegre y confiada, poco a poco fue desapareciendo igual que lo había hecho su infancia. Nunca volvió a ser la misma niña que confiaba en mí como si fuera el ser más importante de su vida. Incluso a veces me parecía sentir que le molestaba mi presencia.
––Desde que se ha hecho mayor, Marta no es la misma –me confesó mi madre una noche.
Y añadió que debía pensar mejor si era el tipo de mujer que me convenía. Me quedé mirándola sin decir una palabra y me fui a la cama sin cenar. ¡Cómo se atrevía!
Durante las vacaciones de verano, me dijo que quería estudiar ingeniería y que lo iba hacer en Madrid. Añadió, con la cabeza muy alta y el rostro muy serio, como dándome a entender que no había vuelta atrás, que creía que teníamos que olvidar lo nuestro. Se detuvo y levantando la mano, agregó que comprendiera, que nuestros juegos de niños se habían terminado. Ahora ella iba a conocer otra vida y no quería tener ataduras.
Aunque desde esa tarde no volvimos a salir, cuando me enteré por su hermano que se iba, fui a la estación a despedirla. La última imagen que tengo de ella es apoyada en la ventanilla, sonriente y agitando la mano igual que aquel medio día la urraca agitó las alas.
A partir de entonces comencé a escribirle. Mis cartas eran largas, las de ella, cuando me contestaba, apenas unas notas. Pero pronto dejó de hacerlo. Luego, sin entenderlo, comenzaron a llegar mis cartas de vuelta.
Las primeras vacaciones que volvió a la ciudad, estaba diferente. Muy delgada, pálida y los carbones de sus ojos parecían arder. Sin siquiera haberlas terminado volvió a Madrid. A partir de entonces las noticias que me llegaban prefería no escucharlas. Nunca más apareció por el pueblo hasta que la trajeron. Según contaban, sus ansias por conocer y probar todo habían acabado con ella.
Esta noche ha caído una gran nevada y las montañas están blancas. He vuelto a esquiar y la urraca está otra vez en el mismo sitio. Sobre la barandilla de madera. Me mira con desprecio. Y al igual que hizo la otra vez, levantó el vuelo. La miré fundirse con el cielo. Después de unos instantes de no verla, dudé si abrir mis alas y a saltar. Quizás, como ella, llegaría hasta el cielo y podríamos reunirnos otra vez. Aunque temo que no quiera verme.
En la terraza
Liliana Delucchi
Con la mantilla gris, porque ya llevaba medio luto, y yo con una blanca, dado que entonces tendría siete u ocho años, iba con mi nonna camino de misa aquel domingo de finales de verano. Salíamos desde casa con la cabeza cubierta, me imagino que era para que los vecinos supieran de nuestra devoción y el destino de nuestros pasos.
Al cruzar una bocacalle lo vimos: Un pájaro dando sus últimos aleteos. Era gris, pequeño, y lanzaba un sonido que hizo que se me levantara el vello de los brazos. Nunca hasta entonces había contemplado un ser agonizante y esa imagen quedó grabada en mi retina. La verdad es que no sé si fue aquella visión, pero cada vez que veía un gorrión o una golondrina volar en mi dirección me tapaba la cabeza con el brazo. Mi aversión se extendió a todos los seres volantes, como solía llamarlos, y a pesar de temblar de asco y de miedo viendo la película de Hitchcock para ver si lo superaba, nunca lo conseguí.
Cuando años más tarde hice terapia, mi psicoanalista estaba más interesada en mis desarreglos emocionales que en la fobia a las aves, así que no insistimos en el tema. Y ahora estoy sentada en esta terraza, contemplando un pájaro inmóvil sobre la veranda del hotel y tengo una sensación de quietud que me resulta desconocida. Me arrebujo en la manta que me cubre y me sueno la nariz. El aire está frío a esta altura y hasta me lloran los ojos. Pero no me muevo. La inmensidad de Los Andes me sobrecoge y creo que a él también, aunque esté acostumbrado y este sea su hábitat.
Gira la cabeza, me mira con esos ojos profundos que me inquietan y no soy capaz ni de mover los pies que siento helados. Debí hacer caso y ponerme los calcetines de lana gruesa que me ofrecieron comprar a la entrada del pueblo. Los de ciudad creemos que por haber viajado sabemos más que los lugareños… La prepotencia del ignorante.
El pajarraco sigue quieto. Yo también. De pronto, voltea su testa hacia la derecha en dirección a unas nubes que avanzan rápidas. Puede que en un rato el cielo se cubra y tengamos que dejar la terraza los dos. Pero cada uno en su dirección. ¡Por favor, que no se me acerque! Si lo hace le tiraré la manta encima y llamaré a algún camarero. Cojo mi libro, pero sigo mirándolo de reojo. No me puedo concentrar en la lectura. ¡Maldito pájaro!
De pronto en un aleteo rápido se baja de la veranda y, caminando con esas patas que heredaron de los dinosaurios, se dirige hacia mi sillón. Dejo el libro sobre la falda y comienzo a hacer ruido con las manos, pero el muy cretino debe creer que estoy aplaudiendo su actuación porque sigue avanzando hacia mí. Así como en la facultad nos gustaba imaginarnos a los profesores en el retrete para darles una pátina humana, intento visualizarlo rodeado de patatas en la fuente del horno. No surte efecto. Quiero gritar pero no puedo. Es como si un carozo del fruto más grande del mundo se hubiera hecho un sitio en mi garganta. El bicho sigue su andar y ya llega hasta el borde de la manta que me cubre las piernas. Me la quito y se la tiro encima. Hay movimientos debajo de esos cuadros escoceses. Le arrojo el libro, pero no le doy. Un pico negro seguido de una cabeza del mismo color se asoma por un extremo de la frazada. Los sigue el resto del cuerpo. Cierro los ojos con fuerza para que no me los picotee. Silencio. Quietud. Cuando vuelvo a abrirlos, solo un poquito, lo veo a pocos pasos de mi pie derecho. Con el izquierdo me quito el botín y estiro la pierna derecha hasta tocarlo con el dedo gordo. Acerca el pico a mi media y el carozo que tenía en la garganta parece que ha desaparecido, porque alcanzo a decirle: “Hola, querido.”
El futuro incierto
Marieta Alonso
Aquí estoy. Sin saber hacia dónde tirar. Dejé el nido tras una seria conversación con mi madre que me dijo que había llegado el momento de levantar el vuelo. Con lo cómodo que estaba no me apetecía nada, pero las cosas son así, no todo es para siempre.
Cansado tras el largo viaje, comer, dormir…, era cuanto necesitaba. Me acerqué a una bandada de pájaros, allí tendría que haber comida y así fue. Sacié mi hambre, y siendo previsor llevé algo de pitanza a un lugar solitario al pie de una cerca.
Los días iban siendo más largos y recordé las palabras de mi madre cuando dijo que no me preocupara, que el instinto me diría lo que tendría que hacer en cada momento, pero en aquel instante lo que sentía era nostalgia de mi hogar.
Una leve llamada me despertó, al principio imperceptible, después se fue haciendo más fuerte. Miraba a un lado y a otro, pero estaba solo. Era como si naciera desde mi interior. Era la señal de mi primer ciclo de reproducción. No lo sabía y me turbaba esa ansiedad, ese nerviosismo como si estuviera en peligro.
La llegada de ella fue como si mi infancia terminara, como si la hubiera estado esperando toda la vida. Un minuto antes picoteaba la comida solo y dormitaba más solo todavía. Un segundo después, una preciosa hembra estaba allí, a poco menos de un metro de distancia, emitiendo un armonioso canto y balanceándose. Por un instante nos miramos, me sonrió y me sentí capaz de volar miles y miles de millas. El viento nos acariciaba, el color ocre de la tierra, el verde de los cereales, el rojo de los frutos colgando de los árboles, era como si emitieran una dulce melodía.
Nunca había experimentado ese impulso nupcial y, de repente, se desencadenaba. No sabía qué hacer, por lo que volé hacia mi escondite gastronómico y tomé un pequeño insecto con el pico. Dudé un instante, pero algo hizo que me contoneara yendo hacia ella y con mucha timidez se lo ofrecí. Inclinó su cabeza como si fuera un pichón mendigando un bocado y nuestros picos se unieron.
Con ese simple acto me ofrecí como compañero de vida y ella me aceptó. Comenzó nuestro idilio. Al caer la tarde alcé el vuelo trazando círculos en torno a mi pareja, silbando muy suave. Ella voló conmigo, unos pocos centímetros detrás, como siguiendo mi huella y nos dirigimos hacia una ladera cubierta de pasto.
Esa noche dormimos muy juntos, apretaditos uno contra el otro, cuello contra cuello. La luz del día nos iluminó y nos pusimos a trabajar en nuestro primer nido de amor. Debía estar listo para esa época de crianza que se avecinaba.
Marieta, qué bonita historia de amor ha creado tu imaginación.
Felicidades.
Un besito para ti. Y un saludo a las restantes brujitas literarias
Carolina.
Muchas gracias Carolina. Eres un cielo.
Hola, queridas autoras.
Esta entrega de Akelarre Literario es apasionante.
Me ha encantado volar con vuestras historias.
Un abrazo muy grande,
Eva
Nos encanta hacer volar la imaginación de nuestros lectores. Muchísimas gracias por leernos.
Muy bonita la historia de amor Dios bendiga tu imaginacion carinos para ti
Un abrazo inmenso Martha. Te queremos.
Preciosa historia Cristina………..aunque ……yo odio las urracas.
Gracias
Elena
Gracias Elena pero este pajarillo casi no es urraca
MuFely bello, el pajaro y el cuento. Felicidades, NC
Gracias Nidla
Estos aquelarres literarios siempre me dejan una grata sensación de… ¿Cómo explicarlo?…¡ Y no sé!… solo sé que es una sensación muy grata, tan grata como tomarse una tazita de café mirando el ocaso… Felicitaciones a las cuatro brujitas…
Muchas gracias Eduardo. Es una buena sensación la que trasmites. Por muchos cafés y muchos ocasod
Qué bonitos cuentos. Precioso el de los pajaritos con su amor.
Muchas gracias
Gracias, Marieta, por compartir tus paginas q mucho disfruto. Abracitos, N