
El Olivo - Carlos Franco Rubio
Papel pintado con tinta china de barra rematado el verde con acrílico en Roquissart, Mallorca. Año 2012.
Nacido en Madrid en 1951 es una figura emblemática de la Nueva Generación Madrileña, movimiento que irrumpe en los años 70 regresando a la expresión figurativa. La inquietud creativa de este gran autodidacta rompe con las barreras convencionales.
Su pintura desprende voluptuosidad y gran gusto por los mitos, la magia, el inconsciente, así como referencias clásicas a maestros decimonónicos libremente interpretados.
Autor de una de las obras más singulares de arte en Madrid, las pinturas murales de la Casa de la Panadería de la Plaza Mayor concurso que ganó en 1989.
Está presente en todas las grandes ferias de Arte del mundo, Basilea, Arco, Colonia… En 2015 un rotundo éxito en Pekín, así como en el año 2004 en una exposición itinerante en Panamá, Colombia, Brasil, Costa Rica y otros países de Latinoamérica, le definen como un autor consagrado en el panorama artístico internacional.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Viaje a París
Cristina Vázquez
Para mi querido amigo y fiel lector José Pedro
La lluvia fina y persistente me decidió a entrar en una galería de arte. Mi viaje a París fue precipitado, pues a mi marido le surgió un inesperado tema de trabajo y nos fuimos. Esa ciudad tenía para mí una resonancia especial, al haber estudiado unos años allí después de acabar el bachillerato. Fue un tiempo de descubrimientos, sorpresas y amor, como no puede ser de otra manera cuando eres joven. Lejos de tu casa, el mundo se abre con la esperanza cuajada de proyectos inasequibles a la realidad, y con un rumor de felicidad que acompaña cualquier momento vivido y por vivir.
Volver. A la primera oportunidad me escapaba, aunque cada vez me sentía más extraña a mí y a la ciudad, y de repente, al ver mi reflejo en un escaparate, me sorprendía la mujer que me miraba. Una mujer aún de buen ver, ordenada y con la apariencia de una vida conseguida en vez de la joven apretando unos libros contra el pecho, con una melena desbocada o una imperiosa cola de caballo. Y esa tarde, en la que me perdí a propósito por unas callejuelas del barrio latino, sin afán de búsqueda ni memoria, sino con el ansia de poder escribir en mi mente un plano nuevo de la ciudad, la lluvia fina y persistente me hizo buscar con cierto malhumor refugio. Y lo que más me atrajo fue esa galería de arte.
Me di una vuelta sacudiéndome el agua como un perrillo mojado y en una sala más pequeña encontré un cuadro en el que reconozco unos trazos. Pero no. Era imposible. Con las gafas puestas veo en la cartela que el autor es quien creía y la fecha de ejecución reciente.
––Señorita, ¿este autor no ha muerto? ––le pregunté a la joven galerista.
––¿Muerto? ––se rio con toda la amplitud de su perfecta dentadura––. Si la oyera, la mataría. Es mi padre.
Me quedé con las gafas colgadas de la punta de la nariz y con el aire más profesional que conseguí, le aseguré que había seguido su carrera artística durante muchos años y alguien me había informado de su muerte.
––Lo sentí mucho. Durante un tiempo fuimos buenos amigos.
Ella puso una expresión divertida. ¿Cuál era mi nombre, por si le sonaba? Y yo le di uno falso.
––No, no lo recuerdo ––contestó con cara de rebuscar en su memoria.
Siempre tan teatrero con sus amores, afirmaba entre risas. Y girándose hacia el cuadro, éste lo pintó a la memoria de una española y del viaje que hicieron por el sur perdidos entre olivares.
––Siempre decía que fue el amor de su vida ––remató con incrédula expresión.
––¿Podrías darle recuerdos de una vieja amiga de paso por París y entregarle esto? ––le pregunté con un nerviosismo cada vez más apremiante, al tiempo que le ofrecía el pequeño, diminuto colgante, guardado en el bolso como un querido amuleto.
––Si quiere, déselo usted misma ––y me señaló un café enfrente––. Es ése que está ahí sentado, aunque hace tiempo que no reconoce a nadie. Pero si quiere intentarlo…
En medio de la calle, sin importarme la lluvia, lo observé largamente por el cristal. Aún pervivía en él algo de su intensa mirada, de su ceño concentrado. Dudé si entrar. Me temblaban las manos. Con los pies mojados y una emoción olvidada me acerqué a su mesa. Lo llamé suavemente por su nombre y le puse en las manos el pequeño, diminuto colgante. Él me contempló fijamente, como si hiciera un enorme esfuerzo por recordar y sonrió. Luego se puso a canturrear en voz bajita la vie en rose, nuestra canción, y a mirar por la ventana.
En ese momento tuve la certeza de que nunca volvería a esa ciudad y de que compraría el cuadro del olivo que hoy cuelga en mi cuarto de estar.
Madera de olivo
Malena Teigeiro
Negras y jugosas brillan en el plato de la ensalada las aceitunas. Una a una, separándolas de los dulces y carnosos trozos de tomate, la mujer las coge con la cuchara de madera para llevárselas a la boca. Cierra los ojos. Luego, lentamente, como el que se deleita con un palote de caramelo, revolotea con la lengua las olivas.
La familia de Acacia vive en la capital. Y todos los años, en el mes de junio, en cuanto terminan el colegio, al igual que hacen las aves en primavera, viajan al sur. Allí, en el cortijo de sus abuelos, entre olivos, acebuches y sabinas, pasan el verano. Y como todos los años, cuando ya casi han finalizado las vacaciones, ella y sus hermanos asisten al vareo de la aceituna.
Aquel mes de septiembre, por primera vez, y como siempre al lado de su madre y de su tía, Acacia tuvo entre sus manos una vara grande, larga, como la de los mayores. Sujetaba el palo, como si de una caña de pescar se tratara, intentando así llegar con su golpe a las ramas. Más veces se perdió la vara en al aire que entre los tentáculos del añoso olivo. Ilusionada, airosa, tenaz, sin cejar en su trabajo ni atender a las risas que resonaban a su alrededor, sus bracitos sudorosos y flexibles, seguían agitando la pica.
Y fue entonces, cuando sintió que unas manos la sujetaban por la cintura, levantándola del suelo.
––Agárrala fuerte. Pero por el medio ––dijo la voz de las manos.
La niña giró la cabeza y vio un rostro moreno, de ojos negros y dientes muy blancos que reían. Vareó así, entre aquellos brazos que le apretaban tanto las costillas y las caderas que casi no le permitían respirar. Soltó la vara y aferrada a los dedos del joven vio los suyos, frágiles, más blancos que nunca sobre las morenas garras que como hierros candentes la sostenían. Él, despacio, muy despacio, la fue bajando apretada contra su pecho, y besándola en la nuca, la dejó en el suelo. La niña sintió que sus alpargatas se hundían en la tierra y que el olivo daba vueltas y más vueltas a su alrededor. Con los ojos redondos y los bracitos en cruz, miró al cielo. Vio caer la niebla y entornó los párpados. Y fue entonces cuando sintió que entre aquella niebla blanca, las añosas y retorcidas ramas del olivo la envolvían como a una crisálida.
A partir de ese momento lo busca. Cuando lo encuentra lo sigue. Si lo ve trasegar en el campo, se esconde detrás del olivo más cercano. Y allí permanece, quieta, como si fuera un nudo más en el viejo tronco, sin dejar de contemplarlo. Da igual lo cerca o lejos que el joven moreno esté. Da igual que sea por la mañana o al atardecer. Da igual que se rían de ella los olivareros. La niña sintiendo en la cintura aquellas manos grandes y morenas que la incendiaron, no deja de contemplarlo. Él, ajeno a su sufrimiento, en cuanto la ve la saluda con una sonrisa. Entonces, y solo entonces, Acacia corre a los brazos del joven que en cuclillas la espera. Y que después de prestarle su vara, le coloca las manos en la cintura, fuertes, recias, con las que la mantiene elevada mientras ella sacude las ramas cargadas de aceitunas negras. Ahora es Acacia la que cuando la va a bajar al suelo, se cuelga de su cuello para, trémula, besarlo. Instantes después, pizpireta, con la mano levantada, le dice adiós y corre a esconderse debajo de las mesas para el almuerzo. Allí se queda, agazapada entre los largos manteles, hasta que al verlo sentado en el banco de madera, se encarama a su lado. Él, aparentando siempre una sorpresa, la abraza. Luego con sus romas y duras uñas, le revuelve el pelo para enseguida separar con su cuchara de madera de olivo las negras aceitunas de la ensalada. Entre risas y aspavientos, se las da una a una, y ella, como si fuera la más dulce de las golosinas, temerosa de romperlas, las deja pegadas al cielo de la boca.
La noche que escuchó su risa, hacía mucho calor y Acacia tenía la ventana abierta. ¿A dónde iría? La pequeña se levantó y se asomó a la ventana. Cubiertos por retazos de luna, lo vio caminar hacia el olivar. Él iba agarrado a la cintura de su tía, con el rostro pegado al cuello de la mujer. Los siguió con la mirada hasta que los viejos árboles los cubrieron con sus ramas. Apoyada en el marco de la ventana, como Wendy esperando a Peter Pan, Acacia se mantuvo levantada hasta que cuajado ya el amanecer entraron en casa. Luego se volvió a acostar. Y sintiendo que su pecho era muy pequeño, se durmió entre lágrimas y sueños.
Aquel 20 de diciembre, como todos los años por Navidad, un automóvil salió del cortijo para no regresar.
A la mañana siguiente, su divertida tía no ocupó su sitio en la mesa del desayuno. Ya nunca la volvió a ver. Más tarde se enteró de que poco después de fallecer sus abuelos en aquel trágico accidente, la hermana de su madre contrajo matrimonio. Y que ella cuando supo con quién lo había hecho, otra vez sintió hundirse el suelo y girar el olivo a su alrededor. Y de nuevo, cubierta por la cegadora niebla blanca, las añosas y retorcidas ramas la envolvieron.
Nunca volvió a veranear en el cortijo del sur ni a ver a aquel joven de rostro moreno, ojos negros y dientes muy blancos que siempre reían, ni tampoco pudo curar la desazón que le dejaron en su piel aquellas manos, grandes, morenas, de dedos fuertes, cuando la elevaba para varear.
Tampoco encontró Acacia otros dedos, que acariciándole las inexistentes quemaduras, le sirvieran de bálsamo, de sosiego, o que colmaran de placer su zozobra.
Desdicha
Liliana Delucchi
No había podido llorarlos. Ahora se encontraba frente a ese olivo siniestro pensando en ellos y sin derramar una lágrima. Debí haberlo barruntado, se dijo con la mirada sobre las piedras donde ellos pasaron sus últimos momentos.
Felisa y él tuvieron una buena vida, sin estridencias, ni grandes momentos de bienestar o dolor. Un tiempo tranquilo de días que se sucedían entre el trabajo, algún paseo, una comida con los vecinos... Hasta que ella quiso un hijo. Un vástago que no llegaba, una espera que hacía a la mujer enterrar su desesperanza entre los rosales.
Les gustaba el teatro, no solo asistían a las obras, también iban a librerías en busca de los clásicos; los griegos eran sus favoritos: Eurípides, Esquilo y Sófocles. Solos en casa, representaban alguna escena distribuyendo las sillas como si fueran el coro. Diseñaban máscaras y vestuario. Si la nieve caía detrás de la ventana o los rayos iluminaban el salón, les daba igual, estaban absortos en los personajes que creaban con sus voces y gestos.
El atardecer en que entraron en la tienda de libros, la cajera estaba con la cara hinchada por el llanto y las manos temblando.
––Me ha dejado embarazada y no quiere hacerse responsable. Me enteré de que el muy cretino está casado.
Felisa pasó por detrás del mostrador en busca de un poco de agua, mientras él intentaba consolar a la joven.
––Sé que ustedes no pueden tener hijos. ¿No quieren el mío? Yo no puedo ir a mi casa con él, mi padre me matará.
Ambos se miraron y, sin más, fingieron el embarazo de Felisa. Cuando llegó la hora del nacimiento se trasladaron los tres a un pueblo lejano donde tuvo lugar el parto. El de verdad y el fingido. Y volvieron a casa con un niño sano y hermoso.
––¿Te das cuenta? Como en las obras griegas, ha funcionado el deus ex machina. Un Dios ha bajado a nuestro escenario y ha resuelto todo. ––dijo el marido mientras preparaba un biberón.
––Si la vida fuera un teatro, ahora la gente aplaudiría porque la obra ha finalizado. ––contestó ella.
Jugaba Felisa con su hijo debajo del olivo la primera vez que la vio aparecer. Sintió temblar el alma, el silencio era tal que creyó oír respirar a la tierra, pero la voz de la visitante lo rompió.
––Necesito dinero. Si no me lo das, me llevo al niño y les cuento a todos que eres una farsante.
Al día siguiente la pareja fue al banco y le dio la cantidad solicitada. Hubo una segunda visita, y una tercera. En la última, la antigua cajera se acercó al niño que trasteaba con las piedras debajo del olivo.
––Es muy guapo, se parece a su padre, pero sin la cicatriz en la cara. Podríamos hacerle una. ––y soltó una risa que a Felisa de dio escalofríos.
Muda y temblando, cogió a su hijo y lo llevó dentro. El trayecto parecía extenderse kilómetros, la puerta estaba cada vez más lejos y los brazos le dolían, sacudidos por el llanto.
––No sirve que lo escondas, volveré y quizás me lo lleve.
Una semana después, cumplió con su promesa. Los encontró en el jardín, la mujer podando los rosales y el niño en su hamaca. Lloraba el pequeño cuando unas garras lo arrancaron del balancín, los gritos de la madre se enredaron en las nubes de la tarde mientras la intrusa corría en dirección al olivo, con el bebé bajo el brazo izquierdo y un cuchillo en la mano derecha.
Cuando el marido regresó, al no encontrar a su familia en casa la buscó en el invernadero, en el parque, por el cenador, hasta que divisó a lo lejos unas figuras bajo el olivo. Allí, bajo aquel árbol centenario encontró a Felisa desangrada y al niño con un corte en la cara, inerte en brazos de la mujer que lo había dado a luz y acunaba con voz entrecortada.
––¡Desgraciada! ––Profirió el hombre a la vez que levantaba una de las grandes piedras que dejó caer sobre la cabeza de aquella que una vez le vendiera libros… y hasta un hijo.
Alzó la vista hacia las ramas y sintió que dibujaban un telón final sobre ese baile de muerte. Murmuró: «deus ex machina».
Mi casa es...
Marieta Alonso
Hace ya muchos, muchos años, cerca de sesenta, mi hogar era la cama de mis padres, me colaba en medio y era el niño más feliz acurrucándome entre ellos. Me dormía tras recibir un apretado beso de mi madre y un tirón de orejas de mi padre. Más tarde fueron los brazos de mi mujer, hasta que ella me apartó con desdén y se fue con otro. Yo no era fértil y ella anhelaba ser madre, comentó. Entonces me solacé con la almohada pensando que gracias a mi trabajo tenía un techo donde guarecerme… Hasta que la crisis me lo quitó.
Un buen amigo, dueño de un taxi amarillo, me dio una oportunidad y desde hace quince días deambulo por calles y carreteras durante el día y justo en el momento en que la luna me hace un guiño, sé que es la hora de ir a dormir, por lo que tomo dirección a la Plaza Mayor de un escondido pueblo. Aparco junto al olivo milenario -que no acebuche-, el que está frente a la fuente del ciervo, y a los pies del árbol, entre sus raíces, extiendo mi saco de dormir, me introduzco en él, coloco a mi vera el osito de peluche que un niño se dejó en el taxi y me abandono.
Alguna que otra vez una aceituna cae y hace que hunda mis pensamientos en esa fuente de riqueza y alimento, de sabiduría y paz. Me distraigo en la búsqueda de sus orígenes y pienso en los fenicios, judíos, griegos, romanos, y tantos otros… ¿Quién plantaría la sombra que ahora me da albergue?
De madrugada para que nadie me vea, me acerco a la fuente, miro a derecha e izquierda, y haga frío o calor, me quito la ropa, me aseo y hago la colada, luego me visto con ropa limpia.
Soy el primer cliente del único café de la plaza. La dueña me permite que tienda mi ropa en la cuerda de su patio, y por un módico precio me la plancha. Bien doblada, la guardo en una canasta pequeña de mimbre que llevo en el maletero.
Regreso y allí, en una mesa cuadrada, cubierta con mantel de papel, al arrullo de la voz de la amable mesonera, desayuno opíparamente, por si se tuerce el día. Como y ceno en cualquier fonda si ha lugar.
A fin de mes guardo las propinas y las sobras del salario en la caja de ahorros que está en esta misma plaza, y recostado en el olivo, sueño con un cuarto y una cama donde quepan todos mis recuerdos. Así transcurre mi vida. De momento.
Muy bonitos y muchas gracias!!!
Muchas gracias a tí chiquilla por leernos.
En esta ocasión me han gustado todos! Pequeñas historias, pero muy fuertes. Me encantaron. Gracias.
Es un placer inmenso que haya disfrutado con nuestros relatos. Un saludo afectuoso.
Muchas gracias a ti por leernos.