
El niño
Los cuentos de este mes se inspiran en la foto de un pequeño personaje. Un niño cualquiera que juega al borde del mar. ¿De qué mar? Da igual el que sea. Hay agua, la playa, luz intensa y alguien inocente viviendo la plenitud del momento.
No es más que la representación de la infancia en la libertad del juego sin tiempo ni espacio.
Grandes autores han reflexionado sobre este importante momento de la vida.
"Siempre hay un momento en la infancia cuando la puerta se abre y deja entrar al futuro."
Graham Greene
"Muy lejos de nosotros, el niño tiene íntegra la fe creadora y no tiene aún la semilla de la razón destructora. Es inocente y por tanto sabio."
Federico García Lorca
"La vida es la infancia de nuestra inmortalidad."
Johan W. Goethe
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Los nuevos tiempos
Cristina Vázquez
Para Pablo, mi querido nieto
Lo primero que hizo al sentarse en el avión fue abrir su bolso y sacar una pastilla rosa de trankimax y una petaca de plata, recuerdo de Gerardo, con el gin tonic caliente. Ese era el fallo, tendría que hacerse con una térmica, pero con lo odiosos que eran ahora en los aeropuertos, imposible. Se tomaba sorbitos pequeños de la bebida, como si de una medicina se tratase, pues había leído en la biografía de Luis Buñuel, un señor listísimo, que la ginebra era lo mejor para vencer el miedo a volar y que él también se preparaba su petaca, porque cuando te servían algo, ya era tarde y estabas deshecha de nervios. Se apretó el cinturón, aunque qué más da, si se estrellaban el cinturón le quedaría de pendiente.
Empezó a repasar mentalmente su equipaje, esperaba llevar todo lo necesario para este viaje inaugural de su viudedad. Dio otro sorbito para animarse, vida nueva, tiempos nuevos y una lágrima intentó escaparse, pero sería terrible un churrete de rimel antes de despegar, e hizo un esfuerzo por no recordar las innumerables veces que Gerardo le cogía la mano en estos momentos. El orondo, feliz y mandón Gerardo que tan buen marido fue. La cuidó como un padre, no en vano le llevaba veinte años. Su querida Lulú, le susurraba, mi nenita bonita, y ella sonreía igual que una postal de colores brillantes. ¡Era tan feliz al verla contenta! Eso sí, también como un padre le indicaba continuamente el camino a seguir, qué ponerse, los sitios de veraneo y los amigos, en su mayoría de él, y ella, resignada, representaba el papel de la nena bonita. Era tan fácil. Al principio le pareció reconfortante que le dedicara tanta atención, que trazara con mano firme las decisiones, y cuando atisbaba que ella se iba diluyendo en una figura borrosa, y se entristecía o quería replicar, él le regalaba joyas, muchas joyas. No podía no estar enamorada de un hombre con esa bondadosa entrega y generosidad.
Nunca quiso que se separara de él ni un minuto. Y ahora iba y se moría y la dejaba sola. Sí, completamente sola. Así que se apuntó a un viaje en grupo para exorcizar su tristeza y su soledad y quién sabe, la vida siempre, siempre, continúa. Aunque la decepción en el aeropuerto al ver a sus compañeros con atuendos inesperados, zapatillas deportivas, pantalones llenos de bolsillos, mochilas, gorras y muchas risas, como si ya se conocieran todos, la decepcionó. Ella que iba con un tacón y un maquillaje discreto. Antes se tenía toilette de viaje, pero ahora como cualquiera viajaba. ¡Los nuevos tiempos!
El efecto del alcohol y la pastilla la fueron relajando y deseó poder volar sola, sin sufrir, sin necesitar un golpecito en la mano, ni una mirada de reconocimiento o aprobación. Volar, volar en ese perfecto azul infinito que veía por la ventanilla, sin peso ni equipaje, ni palabras, ni joyas. Libre. Cerró los ojos y echó una cabezada.
El resort lleno de palmeras con bienvenida de zumos exóticos, sombreros de paja, tarjetas para ponerte en el pecho y poder llamar enseguida por su nombre a cualquiera ¿Lulú? No, Lucila, le produjo una sensación de pérdida. ¿Qué hacía ahí? ¿Sería capaz?, y se fue a su cuarto con rigidez en la espalda por el cansancio del viaje y la sorpresa de tener que arrastrar su maleta. ¡Los nuevos y solitarios tiempos!
Hizo varios intentos de integración, de bebidas con sombrillitas de colores, de apuntarse a excursiones y hasta a un concurso, pero se instalaba en ella la certeza de no tener las condiciones necesarias para pertenecer a la manada.
Una mañana transparente, tumbada a la espera de no sabía qué, de pronto se fijó en un niño que corría al borde del mar con los brazos abiertos en aspa. Iba y venía como si agarrara el aire con sus manos, concentrado en su juego. Se mojaba los pies alejándose de la ola y reía. Creaba su propio espacio, feliz, sin necesidad de los demás. Y se vio de niña saltando en el borde del mar con ese mismo ímpetu y plenitud, con esa misma irreverencia hacia el tiempo, con la perfecta dejadez de la infancia en la que todo se abre a cualquier posibilidad. Eso dormía dentro de ella, cuando todo era también azul, con la luz brillante reflejándose en el mar, como si cada mañana de verano se estrenara la vida. Por primera vez en mucho tiempo sintió paz y sonrió. Lo suyo no era los viajes en grupo, pero el mundo y su belleza estaban ahí esperándola. Se acercó a la orilla y al pasar, le acarició la cabeza. Él niño la miró sorprendido y siguió indiferente en su juego. Tuvo la certeza de que ya empezaban los nuevos tiempos.
La caja de galletas
Malena Teigeiro
Todo a su alrededor había cambiado de color. Quiso correr y correr, quiso huir, pero sentía las piernas cansadas, como las de un anciano, y se sentó en las rocas.
Fue justo después de comer, cuando su profesora, pálida, nerviosa, le ayuda a recoger sus cosas, y después, con la mano en la nuca, lo acompaña hasta la puerta del colegio. Ella tan dulce y sonriente, estaba pálida y tenía los dedos fríos. Allí lo esperaban su tía y el director. Dándole un beso, el hombre, siempre tieso y adusto, le sonrió, y palmeándole la mejilla, le dijo que no se preocupara, que ya resolverían todos los deberes el próximo año, que procurara divertirse. Gracias, dijo su tía, con los ojos brillantes. No se ha pintado los labios, ni los ojos, piensa. De la mano de su tía, sube al coche, en donde sentadas en sus sillitas, los esperan sus hermanas. Eran pequeñas y todavía no iban al colegio. Y los cuatro, casi sin equipaje, emprendieron el viaje.
Por el camino se queda dormido y no se despierta hasta que al detenerse el automóvil delante de la verja de la casa, el olor a sal, a mar, le da en la cara. Al entrar en el jardín de la casa, cerrada, sin luces, con las hierbas altas, y el seto despeluchado, aspira la adorada brisa fresca y húmeda. Tampoco los espera en al puerta Matilde. Echa de menos su risa, sus grasientas rosquillas de anís encima de la mesa de la cocina, la bolsa de pegajosos caramelos que saca del enorme bolsillo del delantal de cuadros grises, siempre torcido. Su tía enciende el cuadro de luces, cosa que también antes hubiera hecho Matilde, y les dice que se sienten a la mesa de la cocina. De una bolsa de papel saca unos bocadillos. Los lleva sin envolver, mezclados con alguna fruta, de cualquier manera. Al abrir el grifo, el agua salía naranja, como todos los años. Después de un rato, ya brotaba clara, fresca, y pudieron beber.
Al despertarse, buscó una camiseta de su padre, y se la puso, como siempre su olor le hizo sentirse hombre. Escuchó a Matilde trajinar por la cocina. Corriendo, salta las escaleras de dos en dos, hasta llegar a abrazarla hundiéndose en aquel pecho grande y en el vientre orondo. Aquí tienes, chocolate y churros calentitos, dijo colocando la taza encima de la mesa recién fregada con legía. Después de desayunar, con el cubo y la caña de pescar, se fue a buscar a su amigo. Era lo primero que hacía todos los años. Se sorprendió al ver la cerrada. Vuelve comprobando que todas las demás también tienen las persianas bajas y los porches llenos de hojas. Se fue por la arena hasta las rocas, y luego de poner el cebo echó el sedal. Después de mucho tiempo, saca con la mano dos cangrejos de una charca entre las rocas. Nunca pescaré nada, se dijo colocando los bichos en el agua salada del cubo. Tengo que salir a pescar con caña por la noche, cuando hay luna. Pero su madre no le deja. Sueña con poder ver balancearse al pececito colgando del sedal. Quizá la tía sí se lo permita. Siente hambre, y balanceando el cubo, se va de vuelta a casa. Al entrar en la cocina la tía y Matilde están abrazadas llorando.
—¿Qué ha ocurrido?
Limpiándose las lágrimas con la mano, sentada a la mesa, su tía golpea el tablero con el puño, enfrente de ella se acomoda Matilde. Y él, arrastrando despacio la silla, lo hizo entre las dos.
Le dijo que papá y mamá habían muerto. ¿Cómo? Fue un accidente, musita Matilde acariciándole la mejilla.
Se levanta de golpe, arrojando la silla al suelo. Corre por el borde del agua hasta llegar a las peñas, y sentado en ellas se queda quieto mirando el horizonte. Le parece extraño no sentir nada. Quiere recordar sus caras y no es capaz. Se pasa la mano por la mejilla y la encuentra seca, sin restos de lágrimas. Siente que unos ásperos dedos le revuelven el pelo. Levanta los ojos y ve a Juan, el marido de Matilde. Él también es pescador, pero de los que van al mar con una barquita. Sentado a su lado, enciende un cigarrillo y se lo pasa. Él, como experto fumador a escondidas, le da una calada. Con la vista fija en el horizonte, Juan sigue fumando. De vez en cuando le acerca el cigarro, y él vuelve a aspirar. Después de un rato, le pasa un brazo por los hombros y le hace apoyar la cabeza en su pecho. Despacio, con los dedos gruesos, ásperos, de recio marinero, le acaricia la espalda, y así siguen hasta anochecer.
—Y ahora te tienes que comportar como el hombre que eres. Vamos a casa a tranquilizar a tu tía y tus hermanas.
Después del verano vuelven a la ciudad y desde entonces viven en la casa de sus abuelos. Nunca más vuelven a la de sus padres.
Años más tarde, la abuela falleció, y sus hermanas y él, que ya, hacía tiempo, vivían cada uno por su lado, se juntaron para vaciar la casa de sus abuelos y venderla. En el armario de la ropa blanca, debajo de las sábanas encontraron una antigua caja de galletas Fontaneda, en la tapa de lata aparecían pintadas tres rosas, una de cada color, y sobre la blanca, una mariposa de colores. ¡Qué raro!, exclamó Celia con la caja abierta entre las manos.
—Mirad, está llena de recortes de periódico.
Y fue entonces cuando los tres supieron que aquella tarde que lo habían ido a buscar al colegio tan precipitadamente, antes de acabar la mañana, su padre, en un ataque de celos, había matado a su madre y que después de hacerlo, se había suicidado.
Recordó de pronto los golpes, los gritos, recordó su cara, la de su madre llena de moratones, y, por primera vez, rompió a llorar.
Magia potagia
Liliana Delucchi
Entradas agotadas, reza una banda que atraviesa el cartel que anuncia la actuación del Mago Clemente. Satisfecho, el manager entra en el camerino de un joven que se está poniendo la pajarita, y que de reojo lo mira, lo estudia. Son aliados, pero no amigos…, cosas que nos da la vida sin pedirlas, pero que ahí están, tan intangibles como el polvo que nos rodea y que solo vemos a través de ese rayo de sol que entra por la ventana.
—Éxito total— dice el hombre mayor, mientras saca del bolsillo de su frac un reloj de oro —lo has logrado, nos haremos ricos.
Lo sabía desde el momento en que lo descubrió, con ese ojo que sabe ver lo que otros no vislumbran.
—Hazme caso, muchacho, y la vida te dará todo lo que le pidas.
El otro mantiene un silencio apenas roto por las gárgaras para hidratarse la garganta; un ligero temblor en las manos y el parpadeo de sus pestañas inducen al agente a abandonar el lugar, no sin antes recomendarle que se dé prisa, que solo faltan cinco minutos y que atrapará por completo al público con el número final de las estrellas que salen de la manta.
No es un truco, piensa Clemente, es magia de verdad.
Se lo había enseñado su abuela Tina, en la playa, hace ya muchos años, cuando él era un niño y corría por la orilla levantando el agua. Como estrellas, decía la anciana.
Sentada en una silla de mimbre, la mujer hunde los pies en la arena tibia. Un par de viejos vestidos floreados de algún algodón barato son su uniforme. Vive parcamente, como suelen hacer aquellos que ya no se han de quedar mucho tiempo. Solo es pródiga con los niños, sus niños. Ellos son su puente, el nexo de unión que aún la retiene.
A lo lejos, el mar devoraba la luz del atardecer mientras tímidas olas lamían la orilla. Es la hora de los juegos y ellos corren arrastrando gotas que parecen perseguirlos. El mar era consentidor de aquellas diversiones y apenas interrumpía con el rumor de olas, sus risas y gritos. Ella estira la mano y, a pesar de la distancia, parece acariciarlos. En eso se ha convertido su vida: en algo lejano, donde apenas caben algunas satisfacciones que los años espacian a voluntad.
Quedan pocos días, piensa, pronto volverán a sus casas, al colegio y tendré que esperar al próximo verano para disfrutar de su inocencia. Y, ¿tendré ese tiempo necesario para volver a verlos? Pero, la sola visión de sus nietos corriendo por la playa, disipa las nubes en su mente. “Ellos son, yo ya fui y así debe ser” repite a modo de salmodia.
Un picnic de despedida. Es lo que va a organizar, un picnic de despedida en la playa. Contará con la ayuda de su asistenta, esa mujer gruñona que, aunque se queja de que los nietos de su ama le dan mucho trabajo, también los echará de menos.
—Nos quedamos tan solas durante el invierno, Señora. —Como siempre las palabras eran pocas, pero las miradas…, las miradas lo decían todo. Eran ese vínculo silencioso, omnisciente, que por momentos las unía y en otros… Mucha vida había transcurrido entre ellas, habían sufrido pérdidas y alegrías, habían vivido.
Las cestas han quedado vacías. Estos niños lo devoran todo. Claro, con la energía que gastan. Tina no deja de mirarlos. Sus imágenes atraviesan los párpados entreabiertos y los cierra con fuerza, para retenerlas, para que no se vayan cuando los deje en la estación con las recomendaciones de siempre: “Estudiad, sed buenos y obedientes y no olvidéis rezar todas las noches.”
Clemente vuelve hacia donde está la anciana y se sienta en el suelo.
—¿Sabes, abuela? Yo seré mago y cuando sea famoso vendré a buscarte y recorremos mundo, como hacías con el abuelo. Iremos a París y a Egipto y a los mares del Sur. Ya lo verás, de verdad. Y así tendremos historias que contar a mis hermanos, sobre todo a Pedro, que es tan aburrido.
Ella recuerda los trucos que su difunto marido les enseñaba durante las noches, antes de mandarlos a la cama con un libro. Monedas que aparecían detrás de las orejas, globos que salían de los floreros, copas que caminaban sobre el mantel de hilo.
—Anda, déjate de tonterías y ayúdame a recoger. Pon los cubiertos y las servilletas dentro de las cestas y luego, tú desde una punta y yo desde la otra, sacudiremos la manta.
Era de algodón, y las rayas azules y moradas parecieron saltar al cielo cuando entre los dos la levantaron. Arriba y abajo, arriba y abajo y, de pronto, un montón de estrellas diminutas quedaron suspendidas en el aire, en una cúpula que daba brillo a sus caras.
Paralizado, el niño extiende el brazo para coger un puñado de ese polvo brillante. Mira a la anciana, que sonríe.
— Éste es mi verdadero regalo de despedida. Y no es un truco, pequeño aspirante a mago. Llévate la manta y, cuando me eches de menos, despliégala y cúbrete de estrellas.
El tiempo transcurrió sin prisas. Los días se convirtieron en meses y estos en años. ¿Quedaba algo de aquel niño que corría por la playa? El público, de pie, aplaude a Clemente. Sus cabezas giran mirando el techo del teatro, donde miles de luciérnagas vuelan como en una noche de verano. Entre la gente, el joven cree ver una cara redonda y blanca, de generosa sonrisa y orgullo en el pecho. Sus ojos quedan fijos en la imagen y susurra: “Es todo tuyo, Tina”. Le lanza un beso, hace una reverencia y desaparece entre bambalinas.
Su playa
Marieta Alonso
No era de arena y grava, era zona baja y cenagosa, puro fango lo que pisaban sus pies adolescentes. Era alegría contagiosa cuando para entrar en el agua había que tirarse desde un desvencijado muelle de madera. Era correr con los brazos en cruz en aquella ensenada en forma de herradura. Era cerrar los ojos y sentir la presencia de corsarios y piratas. Era…
Que ya habían pasado ochenta años de aquella época en la que en su casa no comía pescado y en la playa —en casa ajena nunca en la propia— se atiborraba de biajaibas, langostas y cangrejos. Los veía vivitos, boqueando, y de pronto aparecían en una enorme sartén. Un corro de amigos se lanzaban a ver quién era el que más comía, y al quedar la última pieza de aquellas delicias en el plato, la rifaban sin presumir que pudiera haber alguna trampa, aunque fuera siempre el mismo glotón el que más suerte tenía, que no era otro que aquél que iba a ser mago de mayor.
Eran sus camaradas de las vacaciones de verano, en el invierno se quedaba solo con su padre faenando en la mar. Pasaron los años y mientras sus amigos se desperdigaban por esos mundos de Dios, estudiaron, se casaban, tenían hijos, envejecieron, y algunos se fueron yendo. Aún quedaban otros que le seguían escribiendo. Él continuó en su playa, la vida hizo de él un buen pescador.
Hoy rebuscando entre los recuerdos —mañana le llevan a una residencia— ha visto esta foto que le ha llevado en volandas a aquella época, y le ha hecho sentir con un tenso escalofrío en la espalda, que a pesar de su humilde casa de madera y guano, de las aguas turbias de sus ríos en temporada lluviosa, de los patabanes, del inmenso manglar… Su playa era la mejor, no tenía desperfectos.
MARIETA.
«Chapeau» por el primer párrafo. Te salió bordado.
Ramón
Muchas gracias, Ramón. Cada día se aprende más.
Me ha encantado, Cristina Vazquez. Lo mío tampoco son los viajes en grupo. Y no me agradan demasiado los nuevos tiempos.
Un abrazo inmenso, María Isabel.
Preciosos relatos! Muchas gracias!!!
Muchas gracias a tí por ser una fiel lectora.
Mary,prestrellaecioso,eres maravillosa Dios te bendiga Estrella…
Muchísimas gracias Estrella. Un gran beso.