
El Jardín de las Delicias de Hieronymus Bosch (el Bosco)
Pintura al óleo sobre tabla de 220 x 389 cm, compuesto de una tabla central de 220 x 195 cm y dos laterales de 220 x 97 cada una (pintadas en sus dos lados) que se pueden cerrar sobre aquella. Año 1500-1505.

El tríptico cerrado representa en grisalla el tercer día de la creación del Mundo, con Dios Padre como Creador, según sendas inscripciones en cada tabla.
En el tríptico abierto se incluyen tres escenas: La tabla izquierda está dedicada al Paraíso, mientras que la derecha muestra el Infierno. La tabla central da nombre al conjunto, al representarse en un jardín las delicias o placeres de la vida.
Entre Paraíso e Infierno, estas delicias no son sino alusiones al Pecado, que muestran a la humanidad entregada a los diversos placeres mundanos. Son evidentes las representaciones de la Lujuria, de fuerte carga erótica, junto a otras de significado más enigmático.
Esta magnífica obra de arte ha inspirado cuatro nuevos relatos de nuestras autoras.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
El Elegido
Cristina Vázquez
Yo no había visto nunca a mi abuelo. Cuando se hablaba de él, el tono de voz de los mayores era más bajo, como si una corriente helara sus palabras y a la vez, una actitud reverencial les hiciera quedarse con una expresión embobada. Solo una vez a mi tía Constanza, se le ocurrió decir con voz crispada.
— Es un loco y vosotros unos pusilánimes.
Las miradas de todos convergieron en ella con dureza y se fue de la habitación con la mirada baja. A partir de ese día pareció ir perdiendo lustre, se iba como borrando y en las largas sobremesas familiares, las conversaciones se cruzaban por encima de su cabeza. Vivíamos toda la familia, mi padre y sus tres hermanos con sus respectivas mujeres e hijos en una casa enorme en medio del campo, la cual se iba desconchando poco a poco, pero nadie movía un dedo, como si todos esperaran que algo externo y repentino lo solucionara, al igual que el jardín, en el que todavía quedaban trazos de un diseño esmerado, se iba quedando sin flores, lleno de malas hierbas y oscurecido por los árboles que crecían sin control. A veces no se veía el cielo.
Un día, con cierta solemnidad, mis padres y tíos me convocaron para decirme que el abuelo había llamado y deseaba verme. Me vistieron con mis mejores ropas, bien peinado, con las uñas limpias, los zapatos brillantes y me subieron al coche que conducía el hombre que ayudaba en el establo. Todos en la puerta se despidieron de mí, mientras el corazón me saltaba con una mezcla de temor y curiosidad. Empezamos nuestra marcha muy lentamente por un camino que había en la parte posterior del jardín y por el que teníamos prohibido ir. Al cabo de escasos cinco minutos llegamos a la casa de mi abuelo. Blanca, alta, con las persianas de un verde intenso cerradas. Al bajarme del coche se abrió la puerta como por ensalmo y entré.
La viejecita que me recibió era como una manzana sonrosada, de pelo canoso, con una cofia torcida, un delantal resplandeciente y una sonrisa socarrona y cogiéndome la cara entre las manos, me susurró que era muy guapo, mucho más que mi padre.
Un delicioso olor impregnaba el aire y mientras la seguía, sin darse la vuelta, me confesó que había hecho una tarta de frutos rojos. Al llegar delante de una puerta de madera tallada, me dijo que pasara, que ahí estaba el abuelo esperándome. Yo noté un cierto temblor en las piernas y sudor frío en las manos.
— Anda pasa —y me empujó con suavidad.
La habitación, forrada de madera, era una biblioteca hasta el techo. La chimenea estaba encendida en una esquina, pese a que era el mes de junio; un enorme ventanal ocupaba casi toda la pared de enfrente, delante del cual había un sillón de respaldo alto de cuero repujado, del que sobresalían unas manos pálidas apoyadas en los brazos. Temblaba, no sabía qué hacer hasta que oí, muy bajito, la voz del abuelo.
— ¿A qué es un paraíso?
El ventanal se abría a una pradera que bajaba suavemente hasta un riachuelo, bordeado de árboles, unos llenos de frutos, otros de distintos verdes que parecían mecerse acompasadamente. Unos parterres de flores se distribuían ordenadamente y a medida que descendía la colina se veían otras flores salvajes que crecían a su aire. Nunca había visto un paisaje tan hermoso ni un jardín tan cuidado.
El abuelo sin esperar respuesta, me dijo que me acercara, que no tuviera miedo y cerré los ojos antes de ponerme ante él. Cuando los abrí un anciano diminuto, con unos quevedos en la nariz, una manta a cuadros sobre las piernas y la sonrisa amplia, alargó la mano para tocarme el pelo.
— Hola, no tengas miedo. Al fin y al cabo somos familia —y su risilla era menuda y frágil.
— No tengo miedo.
— Pues deberías, después de lo que habrás oído de mí.
Balbuceé algo y me fijé que en la mesa, que estaba a su lado, había un tríptico cerrado, oscuro, con una maravillosa bola de cristal pintada. Mientras la miraba fascinado oí al abuelo que susurraba, lo sabía, no me he equivocado, es mi elegido y un ataque de tos le sacudió en el sillón.
— ¿Qué es?
— Es el misterio del mundo, aquí se encierra.
— ¿Puedo abrirlo?
Me escrutó con seriedad, extendió las dos manos y cogió las mías. Su tacto era como dos paquetitos de huesos helados.
— No, cuando yo muera. Solo entonces y según lo que seas capaz de ver dentro, así será tu vida. Oscura o llena de color. Encontrarás todo el misterio de la vida y la muerte.
Yo me quedé sorprendido de la dulzura y la intensidad con que lo dijo. Luego se dio media vuelta para tocar el timbre, murmurando que ya era hora de merendar y me pidió que me sentara junto a él. Sin quitar la vista del ventanal y como si no se dirigiera a nadie, dijo que esperaba que fuera digno de ello, los otros no lo eran y por eso no los trataba. En ese momento se abrió la puerta y entró la viejecilla con la tarta y unos platos.
Una Noche en el Monte Pindo
Malena Teigeiro
"El pasado no tiene hogar allí.
No temas desterrado lo desconocido.
Buscamos la bóveda en un frío amanecer
o en una sangrienta puesta de sol,
incluso ser sólo sombras."
César Antonio Molina
Con la promesa de volver rico para casarse con ella, Juan se fue a hacer las Américas. Todos los veintitrés de junio al atardecer, Amada, envuelta en su capa de paño negro, subía las escarpadas laderas del mágico monte Pindo seguida por las azules miradas de los espíritus de las mouras, bellísimas princesas que peinaban sus rubios y largos cabellos en los espejos del agua de la cascada que saltarina y gozosa, bajaba hasta el mar. Al pasar por delante de la Casa cueva da Xana, Amada bajaba la cabeza y se protegía el vientre con las manos. Apresurada, seguía su camino desoyendo las promesas de felicidad de los espíritus que allí vivían.
Al llegar a la cumbre de la Pedra Moa, rodeada por las mismas bañeras de liso granito en las que los antiguos Celtas adoraban al sol y la luna, colocaba su bola de cristal envuelta en seda, para a las doce en punto descubrirla mirando al cielo. Cuando los primeros rayos de luz de luna de la noche de San Juan caían sobre el liso vidrio, aparecía en su interior la misma imagen: agua, sol y campos de café. Amada envolvía la esfera, y ya de pie, contemplaba el horizonte, hasta allá, en donde se ve la tierra curva, y con los dedos enviaba un beso a su hombre.
Y así estuvo, año tras año, hasta que le anunciaron que su prometido había vuelto y que iba por el bosque camino de su casa. Ansiosa por estar con él, corrió a buscarlo, y entre castaños, pinos y avellanos, lo vio llegar. El hombre que andaba hacia ella, recio, cano, poderoso, nada tenía que ver con su Juan. Al encontrarse, la miró, y sin siquiera saludarla le puso las manos sobre los hombros y tanto se los apretó, que la joven sintió que podía romperse. El hombre, sin soltarla, la miraba a los ojos. Le arrancó la ropa con furia y la tiró al suelo.
Abrochándose el pantalón, sin más palabras que las de su cínica mirada, le anunció que contraerían matrimonio días después, el veinticuatro de junio. Dando media vuelta se fue, dejándola, humillada, en el suelo. Ella no pudo entender el porqué de aquella seca, bruta e insólita reacción.
La noche antes de la boda, Amada subió al monte Pindo. A las doce descubrió su bola. Estaba vacía. Contemplando el blanco cristal donde solo relucía la sombra de la luna, pasó la noche. Al amanecer, perseguida por las risas de las mouras, bajó las escarpadas piedras hasta su casa y comenzó a prepararse para la ceremonia. Toda la aldea acudió al banquete invitada por las familias de los jóvenes. El dinero a Juan no le faltaba.
Pasaron unos años sin haber conseguido darle a su esposo el hijo deseado. Una noche, después de yacer sin amor ni complacencia, le escuchó exclamar pellizcándole las mejillas hasta dejárselas rojas: Mujer, ¡para qué tanto trabajo, para qué tantas penurias, para qué tantas riquezas si no tengo a quién dejárselas! ¿Para qué me sirves?
El veintitrés de junio de su séptimo aniversario de bodas, Amada introdujo la bola de cristal en una cesta y se dirigió al monte Pindo.
Subió hasta la Pedra da Moa. Hacía frío. Buscando el calor de la piedra, tumbó su cuerpo en una de las bañeras y colocó la bola encima de su vientre. Al dar las doce, y comenzar el día veinticuatro, retiró la seda y dejó el cristal al aire de la noche. La bola se fue llenando de sombras. Poco a poco se conformó una imagen. Dentro de la esfera no era de noche ni de día. No había campos de café ni agua. Solo grises y turbias formas vegetales clavadas en piedras y arena seca, cubiertas por un cielo sin estrellas, plagado de negras nubes vacías de agua. No lucía la luz, ni del sol ni de la luna. No había simientes ni vida. La mujer dobló el cuerpo hasta tocar con la cabeza las rodillas. Apretó la bola contra su vientre seco. Lloró. Levantó el rostro hacia la luna y gimió, y gritó pidiendo ayuda.
Amanecía cuando comenzó a bajar el monte hacia el mar. Las sombras de los espíritus, las xanas que rápidas corrían a esconderse en la noche, y las caricias de las bellísimas mouras, la acompañaban. La muchacha, sacó la bola de su cesta y la arrojó delante de uno de los gigantes de piedra que defendían la tranquilidad de los espíritus. El globo de cristal, sin romperse, comenzó a rodar saltando y tropezando, entre las piedras. Enloquecida, la vio desaparecer mientras su cuerpo se bamboleaba entre las locas ráfagas del viento plenas de voces, aullidos y risas. De pronto escuchó un cántico dulce, melodioso, que la llamaba. Atraída por la voz, anduvo por senderos de hierbajos y zarzas, en donde las ropas se le quedaban presas; por pedregales, en los que se destrozaba la piel de las manos y los pies, hasta llegar a la Casa cueva da Xana. Entró.
Dos días después, con las ropas desgarradas, protegida por el arco de piedra de la cueva, Juan y los hombres que con él iban, encontraron su cuerpo exangüe.
Y nueve meses más tarde, la noche en que termina el invierno y comienza la primavera, Amada dio a luz un hermoso y pálido niño de ojos azules. Sin siquiera mirarlo, recordó su grito pidiendo ayuda en la Pedra da Moa. Recordó su bajada, entre el viento, por los pedregales del monte Pindo. Los cánticos de las Mouras que la llamaban. Recordó la noche en la Casa cueva da Xana, su ruego, su promesa de una vida por otra vida.
Al sentir sobre su frente la mano helada de la hermosa moura de rubios cabellos, lujosos vestidos y dulces ojos azules, sonrió tranquila y falleció.
Lilith
Liliana Delucchi
"Creó, pues, Dios al hombre a su imagen;
a imagen de Dios lo creó;
varón y mujer los creó."
Génesis 2:4-25
Suscitar interés era una de las características de Lilith, por eso a Pedro no le sorprendió que su compañero de asiento no dejara de mirarla. Esa tarde de principios de otoño, una multitud visitaba la muestra de El Bosco. La joven, sentada frente a El Jardín de las Delicias, mantenía la vista fija en la tabla de la izquierda; el movimiento de sus párpados manifestaba una búsqueda y, por el fruncimiento de sus labios, Pedro pudo entender un repentino disgusto.
Se habían conocido durante el curso del primer año de Antropología, carrera que Lilith dejó para matricularse en Sociología y más tarde en Periodismo. A Pedro le habían llamado la atención los grandes ojos oscuros de esa chica que se sentaba al final de la clase, sus preguntas inteligentes y una especie de ausencia que la mantenía alejada del resto de los alumnos.
Segunda hija de un matrimonio distante, Lilith nunca pudo competir con el amor que su madre sentía por su hermano mayor ni con la devoción de su padre por la pequeña. Solo un primo lejano era su compañero de juegos y cuando él murió a causa de unas fiebres, el jardín de la casa quedó para ella reducido a la sombra de los magnolios, donde refugiaba sus fantasías y lecturas. Con algunos novios esporádicos, cumplía con la premisa de que una joven debe relacionarse con el sexo opuesto, hasta que el aburrimiento de ella o el desinterés de los jóvenes por palabras que estaban lejos de su entendimiento, la llevaban a desistir. Con Pedro fue diferente. Se dio cuenta de que ese muchacho de pelo oscuro y ojos penetrantes, mostraba disposición a escucharla, aunque le hacía preguntas que ella era incapaz de responder.
La exigua luz que escapaba por la rendija de las vidas ajenas la había hecho observadora, como si la contemplación de lo que ocurría a los demás pudiera esclarecer sus circunstancias. Sin embargo, no era así. Cuando se acercaba a la comunión consigo misma, intensos nubarrones bloqueaban su pensamiento para relegarla, una vez más, a la soledad.
Esa tarde en el museo, Pedro concluyó, desde donde la observaba, que algo se estaba transformando en el semblante de Lilith, como si el velo que la separaba del mundo estuviese a punto de desgarrarse. Cuando el hombre que estaba al lado de la joven se levantó, Pedro ocupó su lugar.
-¿Lo ves? –le preguntó ella, sin mirarlo- En la tabla de la izquierda, la del Paraíso. Mi hermano, Adán, está sentado y la pequeña Eva se inclina ante Dios.
-Seguramente tus padres quisieron remedar tu ausencia en el cuadro llamándote Lilith, aunque mucho me temo que fuiste tú quien no quiso aparecer. Habrá que preguntarle a El Bosco.
Ella sonrió y le apretó la mano.
El cuentista de la noche
Marieta Alonso
En un mágico país, hubo un pintor llamado Jerónimo, que tenía la mirada aviesa, la frente altiva, la mano ágil para dibujar a quien pasara cerca y luego salir a buscarlo, no se sabe para qué. Lo cierto es que a aquel que sus lápices delineaban, nunca más se le volvía a divisar por los alrededores. Decían las malas lenguas que si a su lado, un demonio sería una dulce alimaña escondida en los estanques y las rocas; que si una lechuza iba anunciando su camino; que si se quedaba inmóvil se convertía en un hombre árbol y cuando alguien pasaba cerca se dejaba caer aplastándole como a un sapo; que si dibujando instrumentos musicales atraía a los infiernos a los que no estaban ojo avizor y que allí había tal calor que se derretían primero los huesos y luego la piel; que si de esa incandescencia solo se salvaba la cabeza que, en un momento dado, caía al suelo como bola de ping-pong y, rebotando, iba ladera abajo hasta llegar a un agujero donde se quedaba girando y girando; que si, más tarde, la patada de un asno la hacía caer en una pradera de estiércol en donde un batallón de hormigas uniformadas se hacía cargo de esa cabeza para que les sirviera de alimento durante la larga noche invernal…
— Venga, niños, es hora de dormir.
— Mami, mami, duerme conmigo. Tengo mucho miedo.
— No cariño, vete con tu padre que es el de los cuentos luminosos.
— No, con papi, no. Dice ser el pintor.
Queremos que vueles con nuestros cuentos, unas veces a lugares remotos fuera de lo cotidiano, otras, a situaciones en las que encuentres ecos de tu vida o tus recuerdos. Los conjuros de la imaginacion son multiples y los brebajes de letras infinitos. Iniciamos este Nuevo Akelarre Literario con la misma ilusion y esperamos seguir contando contigo para que nos acompanes en este nuevo vuelo y te sientas hechizado por la alquimia de nuestros relatos.