
El Intercambiador de la Zona Cero
El intercambiador de transportes de la Zona Cero de Nueva York, lleva la firma del arquitecto español Santiago Calatrava.
Luminoso recinto inspirado en la histórica estación de Grand Central, tiene una gran cúpula de blancas vigas de acero que asemejan las alas de un ave a punto de emprender el vuelo.
Representa el renacer de la Zona Cero tras los atentados de 2001.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Mademoiselle Rose
Cristina Vázquez
Para mi hija
Quand vous serez bien vieille, au soir, à la chandelle,
Assise auprés du feu, dévidant et filant,
Direz, chantant mes vers, en vous emerveillant:
“Ronsard me célébrait du temps que j´étais belle”
Sonnet a Hélène.
Pierre de Ronsard (1524-1585)
¡Tan blanco! Sentí que esa tarde todo menos yo, que iba vestida de negro, resultaba deslumbrantemente blanco, y el recuerdo de la nieve se deslizaba como una cascada fría por mi cabeza. Blancas eran también las sábanas de la cama del hospital y los zapatos. Sí, también los zapatos de la enfermera. No sé por qué me fijé en ese detalle, quizás porque siempre se me ocurren tonterías cuando las situaciones me conmueven.
La llamada que había recibido esa mañana me resultó inoportuna, extraña. Una voz nasal con un punto de trámite administrativo reclamaba mi presencia en un hospital.
— ¿Por qué? ¿Qué ha sucedido?
Sin ningún tipo de inflexión, o cambio, o proximidad en el tono, la voz nasal me aseguró que la señora Rose Hepburn, había dado mi número de teléfono. Era urgente.
— Es más, diría que muy urgente —y colgó el teléfono.
Miré el reloj, tenía una cita de trabajo en una hora, llamé para retrasarla, pues teniendo en cuenta que nevaba, el tráfico sería imposible e hice un cálculo enrabietado de la pérdida de tiempo que implicaba. ¿Quién sería esa mujer? ¿Por qué a mí?
Los copos blancos ablandaban las duras esquinas de la ciudad, pero el viento, como agudo filo en las calles, hacía difícil avanzar para encontrar un taxi. Ráfagas amarillas y veloces, con la luz de ocupado, salpicaban el barrizal que se iba formando en la calzada. No se produjo ningún milagro. Tuve que ir a coger el tren que llevaba al hospital y meterme en el intercambiador de la Zona Cero, que todavía estaba en uso restringido, apenas lo transitaba nadie, y también era blanco, desoladamente blanco. Podía oír el repiqueteo de mis tacones en esa soledad que en poco tiempo se llenaría de gente, tiendas, vida.
Cuando subí a la planta que me indicaron, pregunté por la señora Rose Hepburn. Una enfermera gorda, de amabilidad intrascendente, me dijo que se alegraba de mi llegada, pensó que no vendría nadie.
—¿Venir? ¿Para qué? —conseguí articular.
La seguí como un autómata, sin rebelarme, con una aprensión y desasosiego que notaba en el calor que me producía el sarpullido nervioso del que no me libro en momentos así. Sólo miraba los zapatos blancos que me precedían y el vaivén del uniforme que se balanceaba desde sus anchas caderas. Abrió la puerta de la habitación 312 y con un gesto altisonante me hizo pasar, a la vez que gritó.
—Rose, ha venido. ¿Ve cómo ha venido?
Una mujer menuda de pelo blanco, sentada en la butaca de skay, parecía un pajarillo a punto de emprender el vuelo, me miró con desolación. Sobre sus rodillas exiguas sostenía un maletín de piel de los que ya no existen, como los de los médicos del Oeste. Vestida de blanco, con un pañuelo verde pálido en el cuello, se puso a mirar hacía la ventana.
—Adoro la nieve —y se giró con una sonrisa triste—. Gracias por venir. Temía que no pudiera.
Al cerrar la puerta la enfermera, le pregunté quién era y por qué me había hecho llamar.
Con parsimonia abrió su anticuado bolso, sacó una tarjeta ajada con su nombre y su ocupación. Profesora de idiomas.
Yo la miré sin entender el significado y en una voz muy suave empezó a recitar, quand vous serez bien vieille, au soir…. ¿Te acuerdas?
Y como un relámpago me vino a la memoria assise auprés du feu…
—¿Mademoiselle Rose?
Había sido la profesora de francés de mi adolescencia.
—No tengo a nadie y si no, me mandan al asilo.
Medusa
Malena Teigeiro
Desde que mirándola de frente, triste, se fue, Kate vive sola. Él había cerrado la puerta sin saber que una medusa con sus viscosos cabellos la atrapaba en el sofá, tapándole la boca, los ojos. Y ella, deseosa de pedirle que se quedara, despreciativa, le había devuelto la mirada como si no le importase su marcha. Maldito orgullo. Varias veces tuvo el teléfono entre las manos, pero no fue capaz de marcar el número. Se metió en la cama dispuesta a no levantarse nunca más. Al final se durmió. Y dormida y despierta, lloró. Lloró tanto que las lágrimas la rodeaban convirtiéndose en agua del mar y nadó entre ellas. Y así siguió hasta que al cabo de una semana, su madre la forzó a levantarse. Siempre fuiste tonta, y mira que eres inteligente, le decía obligándola a ducharse, a ponerse el abrigo, a salir de casa, a ir a trabajar. Desde entonces vive flotando en un líquido denso, gelatinoso, que no le permite enterarse de casi nada.
Esa mañana, como todas desde aquel día, entró en el intercambiador del metro. Se fundió entre los cientos de personas que corren para meterse en los trenes, siempre empujando. Caminaba por el largo pasillo, la cabeza baja, la mente en blanco, cuando escuchó sus pasos. Al levantar la vista vio diluirse a la gente entre el aire viciado, la vio derretirse como el hielo bajo el sol. Solo quedaba de ellas el hedor de haber pasado por ahí. De todas, menos de él. Su aroma siempre fue distinto, casi imperceptible.
—Él no usa perfume ni colonia. Está aquí.
Angustiada lo busca. Lo vio. Caminaba solo, lejos, casi a punto de doblar la esquina. Echó a correr. Los cabellos de Medusa la empujan, la envuelven. Cerró los ojos. O lo hago así o me convertirá en piedra, pensó. Sentía que se ahogaba. Escuchaba gritos. En su loca carrera logró llegar hasta él. Lo abrazó por la espalda. Él se volvió. La sujetaba por los hombros y la zarandeaba. ¿Por qué no me besa? ¿Por qué no me salva de este monstruo?
—Señorita, ¿se encuentra bien? —escuchó.
Su voz. Le sonó diferente, asustada. Ya no era la voz dulce de los “Te amo, Kate”. No quiso contestar, ni tan siquiera mirarlo. Primero que me bese. ¿Por qué me zarandea? Se sintió desvanecer. Los cientos de cabellos de Medusa la sujetaban, llevándola por el aire. Quiso separarlos, pero no pudo. A ella no la engañaba. Sabe que Medusa se ha enamorado de él y que quiere convertirla en piedra para tener el camino libre. Pero no abrirá los ojos.
A través de los párpados ve la blanca luz con la que la alumbra. Los cabellos de goma, como dedos malditos, intentan forzar aquellas pequeñas cortinas de piel. Le hacen daño. Quiere que abra los ojos y que la mire. Pero ella no lo va a hacer. Unas lágrimas le rozan la piel. “Kate, Kate.” ¿Quién la llama? Le parece escuchar la voz de su madre. ¡Maldita Medusa! Quiere engañarla, pero no, ella no caerá en esa burda trampa.
Después de sentir un pinchazo en el brazo, percibe que poco a poco se desvanece. Suspira profundo. Intenta huir por el inmenso pasillo del intercambiador. Tiene la certeza de que, al fondo, él la estará esperando.
Taconeos
Liliana Delucchi
Serían las ocho menos cuarto de la mañana cuando el ruido de los tacones de Meredith sonaba con prisa por el vestíbulo. No era molesto. La soledad del recinto le hacía presentir una densa niebla más allá de la salida. Fuera deambulaban cientos de personas camino de sus trabajos, luchando contra sus reflexiones, a la espera de una jornada más. Un hombre la adelanta y le mira los pies. Ella sigue su andar ligero y contempla sus zapatos, orgullosa de sus Laboutin. Alta y segura, iba a enfrentarse a esa jauría más allá de la Quinta Avenida, a ese mundo del que ya formaba parte. El suelo, brillante como un espejo, le devuelve su sombra y, un poco más atrás, escucha un taconeo idéntico al suyo.
—Meredith, ya me parecía que eras tú.
La mujer se da la vuelta para encontrarse con Caroline, aquella gordita y sabihonda del instituto, la que con su cara llena de granos se hizo con la atención del profesor de música. No había vuelto a verla.
—Me han contado que eres CEO de Atlas Electronics y leí en el tren que estáis a punto de cerrar un acuerdo con los chinos que te elevará por las nubes. Apareces en todas las publicaciones financieras. ¡Meredith, cuánto me alegro!
—Sí, he trabajado mucho. Y a ti ¿cómo te han ido las cosas?
—¿Te acuerdas del señor Hobbes, el profesor de música? Nos hemos casado y tenemos una academia en la que enseñamos a tocar instrumentos de viento a niños autistas.
A Meredith se le transforma la sonrisa. El señor Hobbes fue parte de sus sueños de juventud. Se dormía pensando en él y estaba presente en sus desayunos.
—Caroline, tenemos que apurar el paso, o llegaré tarde a la reunión con los chinos.
—Por supuesto. ¡Vaya!, si llevamos los mismos zapatos.
Meredith mira hacia abajo y siente ganas de gritar. No lo hace. En cambio, coge su móvil y llama a su asistente.
—Sarah, retrasa por lo menos una hora la reunión.
—Imposible, ya están aquí.
—Búscate la vida y retrásala. —y en un susurro, agrega— tengo que pasar por una zapatería.
Con la cabeza a cuestas
Marieta Alonso
Cada día lo mismo. Suena el despertador. En pie. Pongo la cafetera. Una ducha rápida, la tacita de café y a la calle a recorrer el largo pasillo del intercambiador que me lleva al tren y al trabajo.
A paso rápido, ni me doy cuenta de lo poco concurrido que está. En lo alto, dos personas parecen hablar por el celular, un niño se aleja, un hombre se acerca y otro vigila. Hoy me espera una mañana ajetreada, una tarde deplorable y una noche de espanto. Nathan y yo hemos vuelto a discutir. Reanudó las amenazas, rompió una lámpara y dando un portazo, se marchó. No hay solución. Al salir debí haber hablado con el encargado del edificio para que me cambiara la cerradura. Al no verle en la puerta ni me volví a acordar. No llevo una hora despierta y tengo la cabeza que echa humo de tanto pensar. Lo mejor sería un traslado laboral, un lugar lejano a miles de millas. No. Es preferible cambiar de empresa, si sigo en la misma me localizará con facilidad. ¡Oh Dios!, tendré que tirar por la borda tantos esfuerzos realizados para llegar donde estoy. Empezar de cero otra vez.
Oigo los pasos cada vez más cerca, aprieto el bolso contra el pecho, no es que lleve mucho dinero pero… es mío. Acelero el paso, miro de reojo y la sombra la tengo a mi izquierda, detrás de mí. Con sigilo saco el spray contra ladrones. Lo que me faltaba.
Menos mal que no tenemos hijos. Fue el destino, porque yo estaba dispuesta a darle todos los que quisiera. Estás totalmente ciega, quítatelo de encima, repetía mi madre. Ese hombre lo tiene todo: vicios, vagancia y violencia. Y siguiendo su costumbre de hablar con la “V”, continuaba:
—Viola tus derechos y vivirás en vilo.
La sombra está casi encima de mí. Con tanto pensar he dejado que ganara distancia. Echo a correr.
Tenía razón mi madre, soy una marioneta en sus manos. A solas tomo decisiones; junto a él, todo es confusión. Sin falta he de ir al banco, debo desautorizar su firma en mi cuenta. Ojalá que no sea demasiado tarde. En estos momentos no puedo quedarme con los bolsillos vueltos.
Siento una mano en el hombro. Sin mirar aprieto el spray. No atiné. Una nube me separa del agresor. Entre toses, escucho:
—¿Qué haces? ¡Estás loca!
Es mi compañero de trabajo que agarrándome, todo sofocado, me pregunta de quién estoy huyendo.
Imaginativos, interesantes, me ha encantado «Mademoiselle Rose», de Cristina Vázquez, ¿la conocí aquella tarde? y muy simpático «Con la Cabeza a cuestas», de Marieta Alonso, ¿de veras vas así de preparada para posibles asaltos en corredores? Enhorabuena a las cuatro, Abrazos, No olvidéis mandarme vuestros «Aquelarres», me gustan mucho. Mª. Isabel Martínez.
Tranquila. No olvidaremos enviarte nuestros «Aquelarres». Sois vosotros el impulso que nos ayuda a escribir todos los meses.
Muy ingeniosos y frescos! No se olviden de enviar los aquelarres , los esperarè todos los meses.Las felicito por sus publicaciones en el face.