
Paseo del Espolón
Es el paseo ajardinado más popular de la española ciudad de Burgos con un importante arbolado. Fue creado a finales del siglo XVIII configurándose durante el XIX. Conecta el Arco de Santa María con el Teatro Principal y está considerado como el “salón” de la ciudad.
La palabra espolón se relaciona con el hecho de tratarse de unos terrenos inundables a orillas del rio Arlanzón, que fueron elevados en ese lugar mediante estribos y contrafuertes para protegerlo de las crecidas del rio.
Por el andén central, conocido antaño como paso de las Acacias, discurría la carretera que unía Madrid a Bayona y los burgaleses iban a pasear presenciando el paso de las diligencias.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Vuelta a casa
Cristina Vázquez
Nunca le gustaron los inviernos. Nunca.
Qué tozuda era la niña repetían con cierta desesperación, primero el padre, luego la profesora y finalmente los amigos. Tozuda, le parecía a Mariela, una palabra contundente, una palabra que cincelaba con acierto su incapacidad para moverse de una situación o un pensamiento cuando se apoderaba de ella con esa fuerza.
––Lo siento, pero no puedo cambiarlo.
Desde que fue muy pequeña notaba el recelo, la crispación y hasta la burla cuando respondía con esa determinación. Y entre sus rotundas afirmaciones estaba la de su rechazo a los inviernos. Y eso que vivía en una heladora ciudad, llena de historia y belleza, pero con unos inviernos de los que soñaba huir.
En cuanto pudo se fue a estudiar a un lugar soleado, en el que el frío sólo asomaba tímido bajo una puerta mal cerrada o un suelo de mármol que, al pisarlo con el pie desnudo, la devolvía a los paseos escarchados de su ciudad natal.
––Anda, vuelve a la cama. No te vayas a enfriar.
Le decía somnolienta y tibia la voz de Ricardo con una dulzura que nunca pudo sospechar en un hombre. Siempre asoció esos tiernos reclamos al clima cálido, a la bruma mañanera de olores intensos, a veces casi putrefactos, que llenaban su vida de una intensidad deslumbrante. Y una de esas mañanas, al mirarle en la desvelada madrugada, se dijo que nunca habría otro hombre en su vida.
––Nunca habrá otro hombre para mí.
Él la miró con el orgullo del macho satisfecho y le susurró que era muy joven para hacer esas afirmaciones tan dramáticas.
––La vida es muy larga ––murmuró esquivo mientras la mecía con experta dulzura -muy larga, muy larga…
Ahora, aunque seguía odiando los inviernos, la vida, la larga vida la había devuelto a su fría ciudad y se asomaba, como tantas veces hicieron las mujeres a los miradores a ver pasar la tarde, la gente, cuando ya se ha decidido que se es un espectador y no un actor de la misma.
El querido Ricardo de voz dulce, amaneceres tiernos, calurosas noches y promesas tibias dijo una mañana del mes de junio que tenía que irse. Ella le vio partir desde un balcón emplumado de oloroso jazmín. Miró alejarse su figura recta, airosa, de paso ligero, más ligero de lo necesario pensó. Su última mirada, tan breve, antes de doblar la esquina y el gesto apresurado de la mano para decir adiós como si se liberara de un peso, le dieron la certeza de que más que una despedida era una huida. Nunca habrá otro hombre en mi vida y con ese convencimiento cerró las puertas del balcón y se tumbó en la cama hasta que vinieron a buscarla.
Habían pasado muchos años y ya casi no podía recordar el ángulo de su clavícula, la suavidad de sus manos, la cintura exacta, pero su voz, sus palabras sonaban con dulce precisión en su recuerdo. Cada vez que pisaba un suelo frío volvía a oírle que volviera a la cama, no se fuera a enfriar.
Esa tarde lluviosa en que el paseo desaparecía en la noche de bruma vio una solitaria figura que se acercaba bajo los árboles desnudos, yertos.
Y supo que era él.
Se sentó en una butaca pues las piernas no la sostenían. El timbre empezó a sonar y a sonar, hasta que después de un tiempo dejó de hacerlo. Mariela no se movió. Pasó toda la noche en esa butaca y a la mañana siguiente la encontraron muerta con una suave sonrisa en la cara.
Húmedos amaneceres
Malena Teigeiro
Siempre iba solo. Siempre a esa hora de la madrugada próxima al esplendor de la luz del día. En ese momento en que el resol hacía brillar la humedad del suelo convirtiéndola en un espejo. Entonces ya se habían retirado ellos. Pendencieros, bulliciosos, borrachos. Le habían amargado la vida y ahora ya solo le queda sentarse a esperar.
Aquel día, sorprendido, vio que habían cambiado los bancos. Ahora eran modernos, quizá más cómodos. Pero diferentes. Ellos no se sentarían, meditó. Pero él, sí. Sacó un pañuelo y limpió el relente. Se sentó colocando las puntas de la gabardina sobre las rodillas. Últimamente le dolían las piernas. Desde allí no veía el río. Lo cierto era que desde los otros bancos tampoco. Daba igual. Como todos los días él esperaría allí, sentado. Quizá ella apareciera.
La quiso desde el primer momento. Desde el instante en que la vio, bajita, delgada y con unos profundos ojos negros, tan grandes que parecía que se le iban a salir de la cara. También era simpática. Y alegre.
Sin embargo a sus amigos nunca les gustó. Le advirtieron sobre la joven. Envidia, sonreía su corazón mientras los oía aparentemente atento. Le dijeron que tuviera cuidado, que era díscola, inquieta, con amistades no muy recomendables. También que su padre, de profesión militar y viudo desde poco después de nacer ella, presumía de atarla corta, de que con él no podría. Si la conocieran bien, no dirían esas cosas, se dice para sí. También le hablaron de su madre. Le contaron varias historias que habían hecho sufrir a su esposo. Pero a él qué podía importarle lo que hubiera hecho o cómo hubiera vivido una suegra muerta hacía ya tantos años. Sin embargo, ellos le insistían en que Cecilia se parecía a ella.
Nada le importó y, después de un noviazgo muy corto, se desposaron en la catedral.
Al principio la veía contenta, feliz. Pero no tardó más de dos meses en volver a salir con ellos. Cuando se iba, si él ya había vuelto, lo abrazaba como si le costara mucho trabajo dejarlo solo. Que no se preocupara, decía besándolo mimosa. Que solo se iba un ratito con sus amigos de toda la vida. Para ella eran los hermanos que nunca tuvo. Después, comenzó a dejar de cenar en casa. A llegar de madrugada.
––Si solo lo hago los fines de semana ––sonreía con el ceño fruncido.
Ya por entonces comenzó a vestirse raro. Sí. Comenzó a vestir faldas largas de colores brillantes. Dejó de usar sus finos y elegantes zapatos por unas sandalias de tiras de cuero. Cuando llegó el invierno se calzó unas botas negras, grandes, viejas.
––Parece que te calces para conducir las ovejas ––le dijo sonriente.
Por la expresión de su rostro supo que no le gustó.
Una tarde su hermano pequeño entró en el despacho sin avisar. Sentado en una silla delante de él, sin sacar las manos en los bolsillos, le contó que le habían dicho que la vieron cantando con unos amigos en El Espolón. Y fue a comprobarlo y era cierto. Añadió que uno de los jóvenes, el que tenía los cabellos ralos, parecía ser algo más que su amigo. Tenía que ser alguien que se le parecía, le contestó sin levantar la mirada del papel que estaba escribiendo.
––No te mereces lo que te está pasando. Espabila y pon fin a esta… ––chiscó los dedos.
Salió del despacho sin despedirse. Aquella noche fue a ver. Había llovido y la luz de las farolas hacía brillar el suelo como un espejo. De pronto se detuvo. Dos jóvenes rasgueando sus guitaras acompañan su canto. Protegido por la oscuridad, la escuchó cantar. Nunca había percibido su voz tan dulce, tan desgarrada. Delante de ellos, un negro pañuelo extendido en el suelo recogía las monedas.
Sentado en el sofá la esperó. Cuando la oyó entrar encendió la luz del salón. Ella, con las cejas apretadas, las pupilas dilatadas, y una hombruna chaqueta varias tallas más grandes de lo que necesitaba sobre los hombros, se acercó a la puerta. Aspiró con desparpajo el canuto que llevaba entre los dedos. Luego, se le acercó musitando lo que supuso era la letra de una canción. Desencajado, levantó el dedo. Le exigió finalizar con ese tipo de vida.
––Pero, ¡ya! Si es necesario, pediré el traslado ––añadió con voz ronca, levantándose del sofá.
Y ella, brillándole las pupilas como si tuvieran fuego, le gritó que era peor que su padre. Salió de la habitación dando un portazo. Aquella noche durmieron separados.
Por la mañana no estaba. Se había ido sin siquiera dejar una nota. No recogió sus cosas, ni tocó el dinero.
Ya había pasado mucho tiempo cuando la volvió a ver cantando en El Espolón. Ahora solo uno de los jóvenes acompañaba con su guitarra su voz limpia, suave, como la piel que cubría sus esqueléticas mejillas. Se acercó y dejó caer todo el dinero que llevaba en la cartera sobre el negro y raído pañuelo. Que volviera a casa. Que él la cuidaría, le susurró mientras lo hacía. Ella bajó los párpados.
Y esa noche, como tantas desde aquel día en que la angustia por verla plegaba su anciano pecho, se fue al El Espolón. Se sentó en un banco cercano al lugar en donde la última vez la escuchó cantar. Esperó. Ya aparecía la luz del amanecer cuando se colocó las manos sobre las rodillas. Levantó su casi ciega mirada al cielo.
––Señor, deseo tanto verla y escuchar su voz, su risa ––susurró implorante.
El helado viento levantó una nube de hojas secas hacia el firmamento. El anciano sonrió al verlas volar. Luego, lentamente, apoyó la espalda en el banco y desmayó la cabeza sobre el pecho.
El ausente
Liliana Delucchi
Quizás a usted le llame la atención lo que voy a contarle, señora, porque viene de la capital y le parecerá rara esta historia, pero sepa que en las ciudades de provincia nos conocemos todos, al menos los que vivimos en los barrios cercanos al río. Dígame si le tiro mucho, no estoy acostumbrada a tratar con cabellos tan dóciles como el suyo.
La Esmeralda trabajaba en una de las más antiguas librerías. Ella conocía las letras, ¿sabe?, una de las pocas de su generación que había aprendido a leer, por eso la emplearon, y según afirmaba había leído algunas novelas. Yo mucho no me lo creo, porque a la pobrecita le faltaba algún que otro tornillo, aunque guapa, sí que era. Muy guapa. Cuando iba por la calle parecía una princesa, tan alta y rubia, con unos ojos azules como los suyos, señora, cristalinos y profundos. La chica noviaba desde que era una adolescente con el Jacinto, un mozo bastante atractivo pero muy bruto. No tenía modales, señora, usted no lo hubiera empleado ni para limpiar el establo. Pero a ella le gustaba, no sé si por costumbre o porque se lo habían ordenado sus padres, porque los de él tenían una forja y ganaban bastante dinero.
La cuestión es que un día aparecieron un montón de máquinas junto al río, iban a hacer no sé qué obra y con los armatostes llegaron unos hombres de la capital. Ingenieros, decían. El jefe era apuesto, bien vestido, como todos ustedes, los de la capital, de los que se levantan el sombrero para saludar a una dama. Estábamos encantadas, nos hacía sentir importantes y todas las mujeres le sonreíamos o dábamos alguna manzana cuando volvíamos del mercado. Y claro, el hombre, culto como debía de ser, fue a la librería. Y conoció a la Esmeralda. Dicen que fue amor a primera vista.
––Me tira un poco aquí ––dijo la señora, y se acomodó un mechón. –– Y entonces, ¿qué pasó?
Disculpe. Que empezaron a verse. En El Espolón, a la vista de todos. La muchacha quería lucirse ante sus vecinos andando con ese señor elegante, pero Jacinto se enteró y aunque a él no le importaba, porque se decía que andaba con otra de un pueblo cercano, al padre de él sí. Le pareció una afrenta y una tarde fue donde estaban las máquinas y pidió hablar con el jefe. Dicen que lo amenazó, que le soltó un montón de improperios y que le gritó que dejaba a la chica o recibiría una paliza por parte de sus hombres. Parece que el herrero tenía un montón de operarios fortachones que le eran muy fieles, ¿sabe usted?
Pero el ingeniero no se acobardó. Le dijo que amaba a Esmeralda y que no renunciaría a ella. Y vino la paliza. Tres costillas rotas y un pie que parecía que lo había arrollado un tren. Intervino la policía y detuvieron a los maleantes, sin embargo, el padre del Jacinto quedó en libertad.
––¿Cómo que quedó en libertad? ¿El ingeniero no denunció las amenazas? ––pregunta la señora desde el espejo.
Eso no lo sé, señora, porque nosotros a la policía ni acercarnos. Lo que sé es que a la pobre Esmeralda la echaron de la librería. Parece que el Jacinto, o su padre, amenazaron al propietario y la chica se puso a servir, aunque no duró mucho. Ya sabe lo que son los hombres con las criadas bonitas…
––No. No lo sé.
Disculpe, señora, me imagino que entre la gente de su clase no sucede, pero aquí, se aprovechan de ellas. Bueno, pero sigo con mi historia, que aunque es un poco truculenta, tal vez la entretenga mientras le cepillo el pelo.
Una mañana, sería enero o febrero, no recuerdo, porque venteaba y había caído mucha lluvia, encontraron el cuerpo sin vida de la muchacha. Allí, en El Espolón, con la ropa sucia y rajada, sin abrigo y la cara inflada a golpes. Dicen que el ingeniero lloró sobre su cadáver y que días después la siguió al Más Allá. La policía no informó sobre cómo lo hizo, pero en los periódicos escribieron eso de «encontró la muerte por su propia mano». Aquí no se investiga mucho, señora, los caciques heredan el poder de unos a otros.
Lo único que sé es que los días de ventisca y lluvia nadie se acerca a El Espolón. Todos afirman haber visto a un hombre bien trajeado y con abrigo que lo recorre, de una punta a la otra y que se detiene a sollozar justo en el lugar donde encontraron el cuerpo sin vida de la Esmeralda. Luego se interna en la niebla del final del paseo.
El encuentro
Marieta Alonso
Tras la jornada laboral entró corriendo en el supermercado y buscó en el bolsillo del abrigo la lista de cosas que tenía que comprar. Se detuvo un momento para tomar aire frente a las estanterías. Menos mal que era alta y no necesitaba pedir ayuda para alcanzar las latas de sardina en aceite.
En su niñez, nadie hubiese apostado por su estatura. Más canija imposible, pero su madre no le dejaba de dar yema de huevo con vino moscatel y al parecer se extralimitó.
Regresó a casa. Encontró una carta en el buzón y suspiró al leerla. Había escrito que estaba bien, con mucho trabajo y deseando volver.
Se puso a planchar unas piezas de ropa. Los trabajos domésticos restan romanticismo, pensó. Fuera caía la nieve. Colgó un pantalón en su percha. ¿Por dónde andará? Miró a su alrededor y comprobó que la estufa estaba encendida. La tarde iba cayendo cuando fue en busca de su jersey. Se lo acercó a la cara y sintió su olor, ese olor inevitable de él que invadía la casa. La lana le hizo cosquillas.
Hoy, que preferiría estar sola, apareció Martina, para acompañarla al hospital donde estaba ingresado su padre, si no, de qué iba a estar ella aquí. Se acercó a la ventana y vio huellas en la nieve que no eran las suyas.
––Será mejor dar luz a este invierno sombrío ––comentó Martina que se había puesto a leer una revista al notar el poco caso que le estaba haciendo.
No respondió.
––¡Anda, ponte el abrigo! Vámonos al hospital. Aquí, me marchito.
Yendo por El Espolón, la vista desde los cuatro reyes hacia el teatro principal, la anima. La de veces que lo ha recorrido a su lado.
Alguien se acerca a paso rápido, con una maleta.
––Me largo, no quiero ser un estorbo ––afirmó riendo Martina.
Es él. Y tras el fuerte abrazo le oyó susurrar al oído:
––No soporto estar lejos de ti. Auf Wiedersehen Deutschland. Me vengo a Burgos.
No le salen las palabras. Es tanta la emoción que lo que le viene a la mente es que lleva tacones, en cuanto lleguen a casa se pondrá zapatos planos.
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