
El Entierro de la Sardina - Francisco de Goya
En carnaval parece que todo es posible. El disfraz nos lleva a poder adquirir otras personalidades y tener una cierta impunidad en nuestros actos. La máscara nos protege y esta libertad es la que lleva a imaginar a nuestras cuentistas situaciones que rompen la rutina.
El carnaval es una celebración pagana que tiene lugar inmediatamente antes de la cuaresma cristiana. Tradicionalmente comienza un jueves, conocido como Jueves Lardero, y se acaba el martes siguiente, llamado Martes de Carnaval. En España el carnaval finaliza el Miércoles de Ceniza, con la celebración de El Entierro de la Sardina. Su origen está en las fiestas paganas romanas como las Saturnales, las Lupercales y las que se hacían en honor al dios del vino Baco. Según algunos historiadores su origen se remonta a Sumeria y al Antiguo Egipto hace más de cinco mil años. Su característica común es que se considera un periodo de permisividad y cierto descontrol.
Este cuadro es un óleo sobre tabla de 82,5 por 62 centímetros que se expone en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en Madrid. En su origen tuvo un carácter subversivo con la religión católica, pues en el estandarte ponía la palabra Mortus, haciendo eco de lo que aparecía en los estandartes de Viernes Santo. Estas alusiones desaparecieron, en parte, al sustituirla por una máscara grotesca y muestra la alegría de la gente bailando y bebiendo a orillas del río Manzanares.
También expresaría una crítica y rechazo a la política absolutista de Fernando VI que prohibió el carnaval, pues coincide con la época de su ejecución entre 1815—1819.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Magdalena ¡amor mío!
Cristina Vázquez
Miraba y remiraba el escueto billete que le había entregado su doncella Josefa el día anterior con expresión pícara. El papelillo olía a su propio perfume de bergamota de tanto guardarlo y volver a sacárselo del pecho. No es que fuera un texto original: Era escueto y de inabarcable significado. “Amor mío, amor mío.” Más bien resultaba vulgar, pensó Magdalena, poco imaginativo, pero era el único estimulo o aliciente que le había surgido en los últimos años. Un billete de amor. ¿De quién será? La doncella levantaba los hombros enigmática cuando se lo preguntó. Se lo había dado un señor bien elegante y le pidió que fuera al día siguiente a un lugar que le había indicado. Mientras lo decía se balanceaba de un pie a otro sin mirarle a la cara. Como era carnaval nadie la reconocería, terminó Josefa convincente.
Vestida de luto, la blancura de la cara, cuello y manos de Magdalena resaltaba con ferocidad de luna llena. Se daba pellizcos con disimulo para hacer brotar alguna lágrima o algún apenado hipido y poder componer, de una vez, la imagen de la viuda doliente pero digna.
Mientras recibía los pésames y desconsolados saludos, piensa en el billetito: “Amor mío, amor mío” ¿Quién se lo podía haber mandado? De tanto en tanto lanzaba acuosas miradas al solemne catafalco de su importante, orondo y rijoso marido que Dios tuvo a bien llevárselo a los tres años de su matrimonio.
Esta había sido la repetida historia de salvar a una familia de la ruina y a una hermana de la deshonra, entregando a la otra como codiciada mercancía a un próspero y viejo esposo. Ruina debida a la estupidez paterna y al despilfarro materno. Y el deshonor, por la huida de su hermana con un capitán de dragones polaco de paso por Madrid. La muy tonta ahora escribía, desde guarniciones de difícil pronunciamiento, que la dejaran volver. Al menos, ella supo lo que era tener un hombre entre sus brazos y sus piernas. En cambio, su suerte había sido cargar con la panza de rana, las piernas cortas y la halitosis de don Onésimo Olastegui de las Frondas, primer marqués de las mismas Frondas.
Por fin. Por fin, él reposaba tranquilo. Pues se ponía muy inquieto e irritable cuando llevaba a su hermosa mujer del brazo. Los comentarios malintencionados y los cuchicheos envidiosos que levantaban a su paso, don Onésimo lo soportaba mal, muy mal. Envidiosos, decía por lo bajo. Malsanos envidiosos. Pero por la ciudad corría el chisme de que el orondo caballero no conseguía rematar faena con su hermosa mujer.
—Montar a la potra —confesaba irritado a su médico.
Un hombre de tan declarada sensibilidad al referirse a su esposa, reclamaba al galeno pócimas de ala de mosca española o cuerno de unicornio. En sus fallidos intentos optó por tapar los ojos a la hermosa Magdalena para no tener que aguantar la mirada burlona de ella, hasta que la mujer decidió no seguir soportando la torpeza marital. Le exigió que la dejara en paz o sería el escándalo de la ciudad, pues lo propagaría a los cuatro vientos.
Llegó el matrimonio a un conveniente acuerdo: él no lo intentaría más, solo le pedía acariciarla y su silencio. A cambio, le prometió que tendría las sedas más finas de oriente, los collares de chatones y las perlas de la Conchinchina prendidas de su talle. Cada uno cumplió su parte del trato con honestidad y hasta sentido del humor. Encontraron una complicidad equilibrada en sus mutuas demandas. Recordar esto le ayudaba a soltar alguna lágrima. Aunque pensaba vivir la viudedad con el esplendor y la pasión que le había sido negada.
Magdalena. Amor mío.
La batahola de risas y música del carnaval se colaba por las ventanas entreabiertas para aliviar el olor dulzón a podredumbre y flores. El ruido se sobreponía a veces al bisbiseo de los rezos y la brisa que entraba hacía temblequear la llamita de las velas. A Magdalena se le iban los pies y cada poco notaba la apremiante mirada de su doncella Josefa.
En un momento dado adujo un gran cansancio. Se iba a retirar para reponerse un poco. Cerró la puerta de su cuarto, se vistió con un disfraz de Colombina y salió con la máscara puesta acompañada de la doncella. Tenían cuarenta minutos para llegar al punto indicado por el misterioso caballero del billete y volver. Llegaron a paso vivo al lugar donde un grupo manteaba a un pelele con forma de mujer. Súbitamente tuvo la certeza de que la cara del pelele era una burda imitación de la suya. Se quedó paralizada. Cantaban una soez canción. Reían haciendo gestos obscenos y oyó estupefacta el ofensivo estribillo: “Magdalena, amor mío, nueva y sin catar estás para pecar.”
Las risotadas alcohólicas y los empujones de la gente le dificultaron la vuelta a su casa. Se arrancó el disfraz con vergüenza y repugnancia. Vio una satisfecha expresión de sorna en la cara de su doncella y entonces sí lloró con vehemencia a los pies del difunto.
Cotilleos en Carnaval
Malena Teigeiro
Lo cierto era que su familia estaba en la más absoluta ruina. Que si en la ciudad se conocía el estado de sus finanzas, dejarían de tener la importancia que les correspondía. Y esto, entre otras muchas cosas, conllevaba que no volverían a ser los invitados de honor de ninguna fiesta. Algo que para algunos no tendría demasiada importancia, para la familia de Ernesto era primordial. ¿Con quién si no se podrían casar convenientemente a las que nacían mujeres?
Y sin encontrar solución a aquellos negros pensamientos, Ernesto permanecía tumbado entre los doseles de su cama el día que se celebraba el baile de carnaval. Echó un vistazo al reloj de oro, al que cada vez le quedaba menos tiempo para pasar a manos del usurero, y se levantó. Comenzó a ponerse el traje de caballero de la corte de Luis XIV. Por lo menos aquel baile le daba la oportunidad de afanar algunos billetes en los bolsos y carteras de las descuidadas damas, pensó. De pronto se le ocurrió una idea y cambió su disfraz de caballero por el de dama del mismo Rey. Divertida por la ocurrencia, su hermana Micaela lo maquilló y le colocó una alta y blanca peluca. Luego de pintarle un negro y redondo lunar cerca de la boca, los hermanos se fueron al baile.
Al entrar en el ya atiborrado salón, Ernesto buscó a Dorita, su fea, millonaria y adorada Dorita, a quien cortejaba como solución a sus problemas. Ella estaba sentada al lado de Jaime al que contemplaba con ojos de embobada cordera. A Ernesto le molestó la presencia de aquel apuesto joven, y todavía más le enrabietaba la estúpida y almibarada expresión de la que ya consideraba como su Dorita. Al girar la cabeza divisó a doña Dora, que, no lejos de su niña, permanecía sentada al lado de su entrañable amiga doña Angustias, mujer soltera y conocedora de cualquier hecho de la ciudad. Ernesto, después de pensar un momento, le pidió a Micaela que se acercara a la madre de su futura economía y la entretuviera, a lo que ella se prestó rauda
Y mientras Micaela charlaba con la madre de su futuro, él, como si fuera la más entrañable de sus amigas, se sentó al lado de doña Angustias. Acercándose mucho a ella, componiendo su voz en un compungido disgusto de dama de la alta sociedad, murmuró que Dora debía de tener cuidado ese tal Jaime a quien Dorita contemplaba en ese instante tan embobada. Levantó las decoradas cejas y frunció los maquillados labios. Percibiendo la expectación de la mujer, continuó. El pollo andaba por ahí vanagloriándose de que en cuanto tuviera a sus pies a la inocente niña, la dejaría plantada. ¡Ya ves las artes del caballerete! Ernesto contempló a doña Angustias con una cínica sonrisa y ella, que no acababa de saber a quién pertenecía la voz de la mujer que le contaba tan interesantes cuitas, asintió atribulada. Y para más INRI, la ahora sibilante y atiplada voz de Ernesto se acercó a la oreja de la dama, Jaime también decía que, a su juicio, además de fea era bastante tonta. Se detuvo un instante y levantó el dedo. Pero eso no era todo, también afirma que, en el caso de llegar a contraer matrimonio con Dorita, sería porque le habían dado una dote que le compensara el sacrificio.
Doña Angustias, con la vista fija en la inmensa araña de cristal que cubría gran parte del techo de la sala de baile, se abanicaba con nerviosismo. A ella tampoco le gustaba el joven, musitó dándose golpes en el pecho con el abanico a riesgo de romperlo. Entrecerró los ojos y después de un profundo y quejoso suspiro, la mujer prosiguió. Estos de arribada que últimamente pululan alrededor de las jóvenes de la ciudad, a su juicio, no eran de fiar. Y que no creyera, que ella ya había avisado a su querida Dora de los pormenores y andanzas de aquel atildado Jaime. Y encogió su opulento pecho en un profundo y largo lamento.
Al mismo tiempo que Ernesto le hablaba a la dama de todos aquellos males, sus dedos de jugador de cartas trajinaban las carteras de las señoras. Sorprendido vio que la de doña Dora, como la de cualquier nueva rica, estaba llena de billetes. Bendito dinero que le iba a dar la posibilidad de invitar a Dorita.
A partir de entonces, Ernesto se dedicó, con una sonrisa a veces, otras con despreciativas miradas, a encelar a la tímida niña. Al mismo tiempo, con el dinero que poco a poco iba afanando del bolso de la madre de su amada, Ernesto, con una esplendidez que rallaba el despilfarro, invitaba tanto a la madre como a la hija.
Rápidamente, toda la ciudad percibió que la relación de Dorita y Ernesto iba progresando ante la complacencia de doña Dora. Pero su esposo, el pujante constructor don Eustaquio, nunca se fio demasiado del joven. Al parecer, el hombre intentaba convencer a su hija para que finalizara tal relación. Búscate a otro que se sepa ganar la vida, decían que le gritaba con acritud.
Y cuentan que en una de aquellas discusiones entre padre e hija, la pequeña Dorita, tuvo un momento de lucidez. Llevando a su padre de la mano, lo colocó delante de un espejo.
––Mírame, padre. Pero hazlo de la misma manera que lo haría cualquier hombre que se cruzara conmigo por la calle ––colocó las manos en sus ruborosas mejillas––. ¡Si no fuera por mi dinero, que otro de su posición iba a cargar conmigo!
No había terminado el invierno cuando en una hermosa ceremonia en la iglesia principal de la antigua y noble ciudad, Dorita y Ernesto se disponían a jurarse amor eterno cuando, él, hombre serio y cabal con sus obligaciones, se detuvo. La miró como se mira un carísimo objeto y se juró a sí mismo que la llenaría de hijos, que le reiría sus tontas gracias, y que jamás se olvidaría de hacerle un buen regalo en su cumpleaños y Navidad. ¡Vamos! Que la haría feliz. Y después de su íntimo juramento, entornando los párpados, pronunció un trémulo Si quiero. Luego, y con aparente emoción, el elegante joven paseó lascivo su mirada por el cuerpo de la que ya era su esposa. Como alcancía de monedas y vientre para alojar al descendiente de su estirpe, no estaba tan mal, decidió. Su vida íntima, ya vería él cómo la arreglaba. Y recordando la alegre noche que había pasado con Martita Hontanares, inclinó la cabeza, y besó a Dorita con aparente emoción.
Baile de máscaras
Liliana Delucchi
Con un nuevo color de pelo y el lifting que le muestra una piel tersa y joven, Gloria se mira al espejo que está en la salita de entrada. Se ve feliz. Ya no se me marcan las arrugas alrededor de la boca, puedo sonreír cuando quiera. Se acabó la tristeza. Deja el bolso sobre la mesa donde encuentra una considerable cantidad de correo. He estado en la clínica más de lo que había pensado, pero valió la pena.
Mientras espera que el café se enfríe un poco, empieza a abrir los sobres: cartas del banco, ofertas de viajes, reparaciones varias y…, una invitación.
Claro, si ya estamos a finales de enero, la fiesta de carnaval de Mayte. A ver cuál es la temática de este año. Personajes históricos. Muy bien, ya pensaré en mi disfraz.
Este año Gloria irá sin pareja, por primera vez en veinte años entrará sola en el salón y ya sabe que las miradas convergerán en ella, como antes les ocurrió a otras, cuando todavía estaba del otro lado. Se acerca a la ventana. Mientras mira las ramas de los árboles mojadas y sin hojas se pregunta cuántos de esos dúos a cuyo grupo pertenecía estaban en su misma situación. Cuántos llevaban tiempo hablando solo en reuniones sociales y evitando la soledad que se instala en cuanto se apaga el televisor. No lo sé, ni me importa. Suelta un taco y vuelve al espejo. A ver si recupero la felicidad con que entré a casa y esa maldita invitación me quitó.
Se pregunta si la llevará a ella. Claro que sí, semejante trofeo a su edad es para mostrarlo. Por qué no le habría hecho caso a su intuición, a la que a la primera mirada descubre que está ante una lagarta robamaridos. ¿De qué me hubiera servido? Se habría ido con ella de todos modos.
Gloria se sienta en el sofá y hunde sus pies descalzos en la alfombra. La compraron en uno de los viajes a Egipto y decidieron que quedaría estupenda ante la chimenea.
Sonríe ante el desfile de disfraces que pasan por su memoria, algunos más afortunados que otros, pero todos divertidos. Se reían probándose pelucas y ropas imposibles, ensayando maquillajes que nunca llegaron a lucir, haciendo reverencias que les cortaba la respiración. No sabe cuándo dejaron de reír. Da igual. Ahora tengo que pensar en mi atuendo. Primero definir el personaje. Enciende el televisor y busca películas históricas. Cabecita, cabecita, ilumina alguna idea.
¿De qué irá disfrazada ella? Deja de pensar en eso, pedazo de tonta, habías dicho que con cara nueva empezaba nueva vida.
Se le está durmiendo el pulgar derecho de tanto mover la tecla de avanzar del mando a distancia y cuando está a punto de pulsar el botón rojo e irse a la cama, aparece un título que llama su atención: Elizabeth.
Sí, señor. Isabel I de Inglaterra, el personaje ideal para llegar sin acompañante. Una mujer fuerte que supo vivir sin un hombre al lado. Además, el estilo de esa ropa me encanta.
Al día siguiente le pide a su hermana que la acompañe a Cornejo. Allí visten a actores y figurantes, seguro que tiene lo que busco.
—Se lo enviamos a su domicilio en dos días, señora, con los arreglos y cambios que ha pedido —le informa el empleado de la empresa, solícito, ante la suma que Gloria ha depositado sobre el mostrador sin pedir rebaja.
—No sabía qué personaje ibas a elegir —le dice él cuando en la fiesta se acerca con dos copas en la mano— aunque siempre sentiste admiración por la reina inglesa.
Sí —contesta Gloria mientras contempla a su ex vestido de Marco Antonio —me identifico con esa gobernante que mandó cortarle la cabeza a la que pretendía usurparle el trono.
Un imborrable disfraz
Marieta Alonso
Cuando llegó la casa estaba silenciosa, y ahora reina un total alboroto.
—Mamá, hoy es carnaval. ¿Lo recuerdas?
He de reconocer que mi hija ha sacado los genes de la abuela. Sin siquiera darme un beso tiró el bolso en una butaca y corrió hacia el desván. Un agudo chirrido me confirma que está abriendo el viejo arcón familiar. Al poco rato sus pasos resuenan bajando de dos en dos los maltrechos escalones. Un día tendremos un disgusto.
—Todo resuelto —gritaste con los brazos abarrotados de ropa.
Cierro los ojos y me veo de niña vestida de dado, de china poblana, de pingüino, de oso polar… ¡Cosas de la abuela!, que con su habilidad para coser nada se le resistía. Era una mujer de pueblo, que cansaba solo con verla trabajar. Tenía un gran tacto para la convivencia, para la organización, para las fiestas… Los bailes de disfraces eran su especialidad. A veces bastaba solo con escuchar su voz para aligerar un ambiente tenso.
Sus antepasados fueron gente sencilla, del campo, que habían emigrado a la ciudad, y ella misma se preguntaba de quién había aprendido a sacar la belleza escondida en una solitaria amapola a punto de marchitarse.
Vuelvo a la realidad. Mi hija despliega sobre mi regazo la ropa elegida y explica emocionada:
—El vestido negro de boda de la abuela con el velo sobre la cara, y el traje del abuelo, con un crisantemo blanco en el ojal, nos lo pondremos para el entierro de la sardina y para el espectacular baile de Carnaval iremos caracterizados de Vilma y Pedro Picapiedra.
Se me agolparon los recuerdos, esa feroz tortura que a veces nos ataca por tener buena memoria.
El disfraz de Pedro era una corta túnica naranja terminada en picos que tapaba escasamente el trasero, con pequeños trozos de tela negra simulando la piel de algún animal prehistórico y como complemento una corbata azul.
Por aquel entonces salía con mi único novio, un chico del pueblo de al lado, muy tímido, al que no pude convencer para que se presentara en la plaza vestido de aquella guisa. Felipe se marchó sin despedirse.
El disfraz de Vilma, una vieja camiseta blanca de un solo tirante también terminada en picos y un collar de grandes perlas, que era reliquia de familia. Una peluca de un rojo chillón y los labios del mismo color hicieron que mi padre levantara la vista del periódico y observara: Muy guapa, sí señor, pero sin novio.
La abuela, a la que no se le ponía nada por delante, llamó a varias de sus amigas y consiguió que el hijo de una de ellas, sin siquiera conocerme, accediera a ir al baile así disfrazado. Ya no haría el ridículo yendo sola. Bailamos hasta el amanecer bajo la atenta mirada de Felipe que, con los brazos cruzados sobre el pecho, se mantuvo toda la noche recostado en una de las farolas de la plaza sin apartar los ojos de mi cara.
Vuelvo al presente. Parece que mi hija me ha estado contando algo. No me he enterado. Aprovecho para preguntarle si su pareja había visto el traje y si daba su consentimiento.
—Por supuesto, mamá —soltó una carcajada— no todo el mundo es tan tonto como mi padre.
Muy bonitos todos los cuentos cada mes les leemos con mas orgullo de nuestros escritores
Mucha gracias Martha por leernos y por tus palabras.
me gsto mucho carinos
Muchas gracias Teresa y muchos besos
Todos los meses espero los cuentos para poder leerlos con mucha espectativa son muy amenos
Muchísimas gracias. Un abrazo