
El Cascanueces
Sellos rusos emitidos en 1992, conmemorando el primer centenario del ballet “El Cascanueces”. La primera representación tuvo lugar el 18 de diciembre de 1892, en el legendario teatro Mariinsky de San Petersburgo.
Es un ballet compuesto por dos actos y cinco escenas y está basado en el cuento de Ernst Theodor Amadeus Hoffman, titulado “El cascanueces y el rey de los ratones”. Adaptado, más tarde, por Alejandro Dumas padre, fue en el que se basaron Ivan Vsevolozhsky y Marius Petipa para hacer el libreto. La coreografía es obra de Petipa y Lev Ivanov. Piotr Ilich Chaikovsky creó la partitura.
La interpretación de este primer ballet fue dirigida por Riccardo Drigo. Cabe destacar que en los papeles infantiles figuraron niños auténticos en lugar de adultos, Stanislava Belinskaya y Vassily Stukolkin eran estudiantes de la Escuela Imperial de Ballet de San Petersburgo.
Desde entonces “El Cascanueces” ha sufrido varias adaptaciones. Hoy en los países occidentales, es quizás el ballet más representado en Navidad.
Por eso, este mes, nuestras brujas han querido rendir un homenaje a la Navidad con sus cuatro cuentos inspirados en esta imagen entrañable.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Exilio
Cristina Vázquez
Este año no pensaba celebrar la Navidad. Siempre la misma rutina que se vaciaba de contenido al no haber niños ni hijo en torno al árbol de plástico, cada vez más pelado. Estaba decidida a comprar uno nuevo, pero al no venir nadie lo dejó para otra ocasión. En cualquier caso, la falta de celebración navideña no implicaba tristeza ni abandono, o solo abandono circunstancial, se decía, pues su hijo se había ido a San Petersburgo a vivir y le resultaba caro y complicado venir por tan poco tiempo, y a ella le acababan de operar la rodilla y no podía viajar. Exilio, eso era, una especie de exilio.
Recibió un Christmas de su hijo y dentro, le había metido unos sellos que conmemoraban la Pascua rusa. Para que practiques, le escribió. Y recordó cuando era pequeño y le recitaba en ese idioma una poesía de un pájaro que se perdía en la nieve y no encontraba el camino de vuelta. También se acordaba de algunas frases: saludar, me duele la cabeza, te quiero mucho, el niño se va a casa, perro y más palabras que iban surgiendo de su memoria, como rescatadas detrás de un telón. Él se divertía oyéndola, era su idioma secreto.
— Háblame en el francés de cuando eras pequeña — le decía.
— No es francés, es ruso.
— Da igual, pues en ruso.
Y esa mañana, en que amaneció Madrid nevado, con ese aire de renovación que da la nieve sin estrenar, pensó que era una señal que la unía a la lejana ciudad dónde estaba su hijo, y se acordó de Leonidas Manssieref, su profesor de ruso.
Había sido recomendado por Madame Botsaris, su antigua profesora, otra exiliada gorda y dicharachera, de la que ya estaba harta, pero sus padres se habían empeñados en que sería muy útil hablar ruso cuando los comunistas se hicieran dueños del mundo, y año tras año, con poco resultado, daba sus clases. Él era un príncipe, un hombre muy refinado y al decirlo Madame Botsaris levantaba los ojos como buscando una inspiración desaparecida. Así que la llegada del profesor nuevo le pareció una bendición.
Se sintió fascinada desde el primer momento por ese hombre menudo, de una palidez transparente, un traje marrón gastado con chaleco del que pendía la cadena de oro del reloj y una sortija con escudo en su dedo meñique. Se movía con ligereza, aunque una leve cojera le obligara a llevar bastón. La empuñadura, de plata, era una cabeza de lobo.
Pronunciaba el español con un acento fuerte, pero sus palabras sonaban con la misma dulzura que cuando hablaba en ruso, y su francés era fluido. Mi segunda lengua afirmaba.
Aprender, lo que se dice aprender el idioma, no aprendió mucho, pero supo de las inmensas extensiones blancas, del color del musgo bajo el hielo, del accidente que lo dejó cojo, de los paseos en trineo, y en verano, de las playas inquietantes del Báltico y de la pequeña pensión en la que ahora vivía.
— C´est la vie.
Todo se lo contaba en una mezcla diabólica de francés, español y ruso, mientras comía con delicadeza, pero muy decidido, los sándwiches que les dejaban de merienda. Si sobraba alguno, su madre se lo envolvía con mimo; pobrecillo, si no tendrá que llevarse a la boca.
A veces, pasados lo años, aún miraba su firma imponente en el cursilísimo libro de dedicatorias juveniles, A mi querida alumna, la promesa más dulce de mujer. Príncipe Leonidas Mansieref y una tremenda rúbrica que sostenía su nombre. Pensó que eso sí era exilio y no lo de ahora.
Cuento de Navidad
Malena Teigeiro
Huye Leyna. Huye entre los grandes copos que caen sobre las solitarias callejuelas. Huye porque la guerra la empuja.
Hierática, bailaba. Veía los ojos negros de Sigfrido clavados en su rostro. Entre sus manos, el cuerpo de Odette trémulo, ligero, volaba sobre la punta de las zapatillas. De pronto, se escuchan disparos, oyen los gritos de horror de los espectadores cuando aquellos hombres entran en el teatro. Escondida entre bambalinas, Leyna esperó hasta que pudo escapar.
Seguía huyendo entre países en guerra, entre campos nevados, sin importarle que la luna estuviera lejos, que el sol calentara poco. Escondidos entre sus ropas, lleva las zapatillas de raso y cuatro sellos. Por el camino le envía una carta, después otra y luego la tercera. El último lo guarda para poder decir dónde se encuentra.
Así llega hasta el fin del mundo. A un país abrazado por el mar. Una tierra en donde las gentes, que le sonríen tranquilas, no saben que existe el baile sobre las puntas de las zapatillas de raso. Un recóndito paraje en el que las nubes derraman una fina lluvia sobre las cabezas de sus paisanos, cubiertas por negros pañuelos; en el que las almas juegan con las sombras de la noche y la luz del amanecer; en el que la gente muere y renace rodeada de misterios. Cuando llega a la playa se detiene asombrada ante la inmensidad del mar. Siente mucho frío. Al final del arenal, en la cima del acantilado, ve una luz. Atraviesa los prados hasta llegar a una casa de piedra. Golpea la madera de la puerta. Un viejo le abre. Después de mirarla, le señala la cuadra. Solo por una noche, dice agradecida. El anciano, sin entender sus palabras, le sonríe. Entra en el establo y arrullada por el mugir de las vacas, Leyna se queda dormida.
El viejo está ordeñando a los animales cuando se despierta. Al verla incorporarse, se le acerca con una jarra de espumeante leche. La joven bebe el cálido líquido agradecida. La callosa mano del anciano le muestra un rastrillo y el modo de ahuecar la paja. Ya es medio día, cuando el hombre vuelve a la cuadra y le ofrece un plato de caldo. Poco a poco, la joven comienza a trabajar en la casa.
Una noche cuando abría la puerta para irse a dormir, el viejo le señala una habitación vacía. Era la de mi hija, le parece entender. Dándole las gracias, entra en ella. Las arrugas de la piel del hombre se alisaron en un remedo de sonrisa.
Al día siguiente, cuelga las zapatillas de raso a la cabecera de la cama. Después, escribe una carta diciéndole dónde se encuentra. Saca el último sello y lo pega en el sobre.
Pasaron los días, las semanas y los meses; el verano y el otoño. Leyna, poco a poco, perdía la esperanza.
El día veinticuatro de diciembre el viejo le pide que lo acompañe a la Iglesia. Nunca había entrado en aquel templo de helada piedra; no era como las capillas de su tierra, iluminadas con multitud de velas, pintadas con imágenes de oro y brillantes colores, nubes de incienso que perfumaban las naves, y popes vestidos con valiosos ropajes. Delante del altar, cual centinelas, cuatro cirios protegen un cesto lleno de paja desde donde le sonríe el Niño. Antes de irse, murmurando su ruego, le besa los pies.
Al no saber cómo preparan en la aldea la cena de Navidad, Leyna cocina la de su lejana Rusia. Vino caliente con canela y doce platos de diferentes viandas, uno por cada apóstol. Antes de irse a dormir, se calza las zapatillas de raso y danza para él, acompañada de una música que sólo ella podía escuchar.
Por la mañana la despertaron los villancicos de los niños. Abre la puerta y les da polvorones de nuez. Los miraba marchar cuando escucha ruido en la cuadra. El viejo estará ordeñando, piensa. Al dirigirse hacia allí lo ve salir camino de la casa y al cruzarse con ella, despacio, el anciano le susurra.
—Ve tú. Yo el habla de ese hombre, no la entiendo.
Invitación
Liliana Delucchi
Mientras espera a su nieta, Edith permanece sentada, contemplando la niebla que cae sobre Madrid. Como cada semana anterior a Navidad, irán al ballet, la cita obligada para ver Cascanueces. Es una tradición que se remonta a la niñez de la señora, quien desde entonces se emociona con la música que Chaikovski compuso para la guerra de los juguetes. Aunque intenta fijarse en la copa de los árboles, desnudos en esta época del año, no puede obviar la presencia de una caja sobre la mesa, donde guarda sus tesoros, sus recuerdos. Alarga una mano para alcanzar el bastón, se pone de pie y se acerca a ella. El sobre está en el mismo sitio desde que lo recibió hace ya muchos años.
Era 1992, en medio de la algarabía de las olimpíadas, el Quinto Centenario y el annus horribilis de la familia Windsor, recibió una carta desde San Petersburgo que la llevó a otro tiempo, a otra ciudad. Dentro, había unos sellos y una escueta nota: “Mira lo que han impreso para conmemorar los cien años de nuestro Cascanueces.” No llevaba firma. No hacía falta.
Era muy joven cuando viajó a Nueva York para celebrar las navidades con parte de la familia que vivía allí. Como era tradición, fueron a ver Cascanueces y, gracias a lo relacionado que estaba su primo con el mundo de la danza, tuvieron acceso a los camerinos. Al verlo de cerca por primera vez, con la cara pintada, enfundado aun en su maillot, a Edith le temblaron las piernas y casi no pudo decir palabra cuando extendió la mano para saludarlo.
Los paseos por el parque sucedieron a las salidas a patinar, a las compras y a los villancicos, a besos escondidos entre bambalinas en medio de ensayos de pas de deux y las sonrisas cómplices de los miembros de la orquesta. Los bailes y las veladas los encontraban juntos hasta que tuvo que partir. Siguió su trayectoria a través de los periódicos, supo de su accidente por medio de una carta en la que le contó que ya no bailaba, que había sido contratado como coreógrafo en Rusia. Una y otra vez la invitaba a visitarlo, hasta que con la excusa de una investigación, pudo viajar y continuar con una historia de la que conocía el final.
Un amor por correspondencia salpicado de algún encuentro a escondidas de sus cónyuges, hasta que llegó su primera hija, desde entonces solo les quedó la correspondencia. Y los recuerdos.
La presencia de su nieta la devuelve al salón, a ponerse el abrigo y partir en dirección al teatro. De regreso a casa, con la música sonando todavía en su mente, recuerda que ha leído que esta semana le harán un homenaje en Nueva York. Ve la ciudad nevada, los niños patinando, los Santa Claus por todos los centros comerciales, a una pareja de jóvenes que desafiaban convenciones que estaban más allá de su alcance, y el temor de decepcionarse mutuamente al no ser capaces de vencerlas.
¿Por qué no?, todavía puedo viajar. Cuando está allí, él siempre se aloja en el mismo hotel. Introduce uno de los sellos en un sobre y escribe: “¿Qué harás en Nochebuena?”
Juegos de Navidad
Marieta Alonso
¡Estas familias tan modernas! Eso se lo oí decir a mis abuelos maternos y en cuanto me vieron se callaron. Y es que voy a pasar la Nochebuena y la Navidad con mi primera mamá y mi tercer papá, luego despido el año y recibo al nuevo con mi primer papá y mi cuarta mamá. Creo que tengo un poco de lío familiar. Mi primera mamá, la que siempre está conmigo, me ha dicho que cuando sea mayor lo entenderé.
Entre mi Tata y yo hemos montado un Pesebre y un Árbol de Navidad en mi habitación. A mi tercer papá no le gustan estas Fiestas y ha prohibido ponerlos en el salón. Adoro al Niño Jesús, hablo con él todas las noches, y aunque en la cuna parece chiquitín, debe de tener mi edad porque es mi amigo.
Mi mamá en cuanto anochece entra en mi habitación para contarme un cuento. Hoy sin dejarla terminar me he hecho el dormido, así que me da el beso de buenas noches, me arropa, apaga la luz y cierra la puerta. Y justo en ese momento abro un ojo, luego el otro y me levanto despacito porque el aire se ha vuelto mágico y ruge como en un bosque encantado. Mis juguetes, haciendo lo mismo que yo, saltan del arcón donde los guardo y se cuelgan de las ramas del árbol.
Mickey con su afán de protagonismo, ha empujado a Spiderman que se ha caído encima del buey y del susto, el pobre animal muge; San José le palmea la testuz, mientras la Virgen María mece la cuna del Niño. La mula con sus pezuñas le ha roto a Peter Parker, una de sus lanzatelarañas. Se la he tenido que entablillar con un mondadientes y una tirita. Ya está listo para enfrentarse a los malos. Desde la rama más alta del árbol me llama Piolín para contarme que le ha parecido ver a un lindo gatito, y es que Silvestre está haciendo reír a Jesús al pasarle su roja nariz por la mejilla. Es muy ladino este gato. Está más atento al canario que al Niño. Superman se acerca a la cuna para ofrecer sus habilidades en beneficio de toda la Humanidad. Ya puedo irme a dormir tranquilo. Si el Belén tiene como guardaespaldas a mi superhéroe favorito, a nadie le puede pasar nada malo.
Gracias a las cuatro. Es un estupendo regalo navideño.
Feliz Navidad
Gracias a ti por leernos! 🙂
He sentido nostalgia,Un placer
Gracias
¡Y mira que es difícil decir algo nuevo de la Navidad!
¡Espledidos!