
El Belén de Navidad
Con este pesebre la Comunidad de Madrid conmemoró el III Centenario del nacimiento del Rey Carlos III. En honor a este monarca intentó representar en él los principales monumentos construidos durante su reinado en la ciudad, de la que, según el dicho popular: «El mejor Alcalde, el Rey».
Se dice que la primera celebración navideña en la que se montó un belén fue en la Nochebuena de 1223. Lo hizo San Francisco de Asís, en una cueva próxima a la ermita de Greccio (Italia).
La tradición de poner uno en las casas llegó de manos de la reina Amalia, esposa del Rey Carlos III de España, que antes lo había sido de Nápoles. En la Navidad de 1659, con las figuras que trajo desde Nápoles, la Reina montó un Belén en el palacio del Buen Retiro.
Las clases altas, la burguesía y la nobleza no queriendo ser menos, lo copiaron. Con el paso de los años, esta costumbre se extendió a todas las clases sociales tanto en la España peninsular como en las provincias de ultramar.
Han pasado casi 800 años y esta bella tradición se mantiene durante la Navidad, tradición a la que se han querido sumar los personajes de los relatos que escribimos para este mes de diciembre. Desde una anciana que mantiene su hábito de visitar a su amor platónico que destaca entre las figuras del Belén; una niña que descubre la realidad entre tanta fantasía; un encuentro inesperado o un artesano que discurre qué hacer con la obra de su vida. Esperamos que os gusten. Y… ¡Feliz Navidad!
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Postal Navideña
Cristina Vázquez
—¿Cuándo iremos a Madrid?
Preguntaba una y otra vez Guillermina acariciando la postal que había mandado su padre del Belén de la Casa de Correos. Se sabía de memoria dónde estaba la puerta de Alcalá, el Palacio Real, el puente de Toledo... Y como veía tan cerca una cosa de otra se convencía de que en cualquier momento ella podría ir y no perderse.
—Deja ya de dar la tabarra, iremos cuando podamos.
Era la siempre insatisfecha y cansada respuesta de Asun, la madre. Otra pregunta en la que insistía era la de cuándo iba a volver su padre. Cuando pudiera, ni antes ni después, le aseguraba la mujer. Estaba ahorrando para que ella pudiera ser una señorita de verdad, con trajes finos, llevar puntillas y guantes, prometía la madre mientras se miraba las manos enrojecidas de tanto lavar.
Guillermina empezó a trazar planos en su cabeza para cuando llegara el momento de ir a Madrid poder dejar al padre sorprendido de sus conocimientos y habilidad para desplazarse por la ciudad. Era mucho más grande de lo que veía ahí, advertía severa Asun. Y sentadas las dos a la luz de una lamparita marcaban con una regla los centímetros de distancia entre los edificios. Pero luego, esto había que multiplicarlo por cientos o miles.
—Ya lo sabrás cuando aprendas a multiplicar bien —era la conclusión materna acompañada de una áspera sonrisa.
Recibían del padre seis o siete postales al año, casi todas de Madrid, y nunca faltaba la del Belén de la Casa de Correos. A veces también, alguna de Valencia o del Espolón de Burgos o hasta de San Sebastián. Tenía que viajar por trabajo e invariablemente prometía el regreso lo antes posible para ver a sus dos amores. La madre leía con dificultad la letra enrevesada de ese hombre y aguantaba con entereza los comentarios malignos de las otras mujeres del pueblo.
Para poder recorrer antes de dormirse todos los lugares a los que iba el padre, clavó las postales con chinchetas en la pared al lado de su cama. Pero su preferida era la del Belén de Madrid. Esa Navidad tampoco pudo volver, le había pillado una nevada en el Norte y estaban las carreteras cerradas. La niña se empeñó en poner en el Pesebre que montaron en casa, en vez del Niño Jesús, la postal rodeada de ángeles y pastores.
Madre e hija pasaron una Navidad fría y solitaria. Por primera vez, la pequeña percibió en la expresión de desaliento de la madre una chispa de rebeldía. Y por primera vez, también, la vio con la espalda erguida. Tras la palmada que se dio en los muslos aseguró decidida:
—Mañana tú y yo nos vamos a Madrid.
Dicho y hecho. Pocas cosas tenían que meter en la maleta y así dejaron el pueblo. No miró atrás, cerró la casa, y con el dinero ahorrado bien sujeto a su cuerpo subieron al tren. Ella llevaba las postales apretadas en su bolsillo, como los tesoros que la ayudarían a manejarse por la ciudad. Y la madre la dirección de la pensión del marido como último punto del camino.
Cuando llegaron a la estación se sintieron abrumadas por el ruido, la prisa, los empujones. Agarradas de la mano en medio de ese torbellino dudaron qué hacer. La madre volvió a erguir la espalda y resuelta aseguró:
—Lo primero es lo primero —pidió a la hija que le diera la postal del Belén.
Fueron a la parada y se la enseñó al taxista.
—Llévenos aquí, por favor.
Mientras el coche avanzaba entre pitidos y frenazos, las dos se quedaron absortas, admiradas de las luces navideñas. Tanta era la emoción de Guillermina que no soltó palabra. Cuando después de esperar en la cola entraron a ver el Belén, la niña quería comparar la realidad con la foto y empezó a aturdirse. Su madre se paró frente a ella, cogió la postal y la rompió.
—Esta es la realidad. Hay que vivirla como toca. Disfrútala, es maravillosa y este —señaló con un amplio gesto las figuras y el Portal—, es mi regalo de Navidad.
Luego, sofocada, se quitó, el pañuelo que llevaba al cuello y agachándose hacia su hija, ese señor bajito vestido con una bata gris, le susurró, era el portero.
—Ve a verle —la empujó suavemente hacia él.
Se quedó quieta, no se atrevía a acercarse a ese hombre que con una bata gris y las manos a la espalda caminaba de aquí para allá pidiendo silencio y orden en la fila. Algo se le estranguló por dentro. No podía ser, ella lo recordaba más alto, menos encanecido, más vigoroso. Se volvió hacia su madre que hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Sí, es él y esta es la otra realidad que tienes que aceptar.
Un penacho de plumas rojas
Malena Teigeiro
A sus 86 años Lola camina apurando el paso hacia la Puerta de Sol. Sin fijarse en su amiga, quien a pequeños saltitos intentaba seguirla, le echa una ojeada al reloj. Aunque Aurora era mucho más joven que ella, ya que solo tenía 81, ambas se habían caído bien desde el momento en que se vieron en la casa de la tercera edad. Y estas Navidades, como siempre hacían, juntas iban a visitar el belén de la Casa de Correos, que según leyó en la revista del club de Mayores, este año estaba dedicado al rey Carlos III. O sea, que tenía que ser espectacular, le comentaba a Aurora.
Durante aquella carrera en la que Aurora intentaba no perderla colgándose de su brazo, ambas no dejaban de mirar los escaparates, todos adornados con bolas doradas y luces de colores. Aquellas vitrinas trajeron a la mente de Lola recuerdos de su niñez. El belén que ponían sus padres sí que era bonito, decía soñadora. Hasta tenía un río con agua que por cierto siempre causaba algún estropicio. Fantaseando romántica, recordó el papel de Arabia con el que su madre encendía la hoguera, que además de dar humo, llenaba la habitación de un dulce y denso perfume a pachulí.
—Aunque, claro, reconozco que no tiene color con el que vamos a ver.
Y sin escuchar la voz de su amiga que medio ahogada le recriminaba que fuera tan deprisa, ella, cada vez más rápido, le contaba el alarde de casitas, ovejas, lagos y castillos, desparramadas a lo largo del pasillo de la casa de sus padres.
De pronto Aurora se paró en seco. Lola la miró. No podía comprender cómo aquella mujer tan joven, se dijo para sí, se conservaba tan mal. Quizá fuera porque no tenía ninguna ilusión. Desde luego, siempre fue una persona muy correcta, cumplidora, y desde el fallecimiento de su esposo, su única dedicación era ser viuda. Eso, sí. Era la perfecta viuda: ni una risa, ni una broma, todo en ella tenía una especie de trance. Tampoco la vio derramar una lágrima. Porque aquella que durante el funeral se secó con el pañuelito, era falsa. ¡Ay, Señor! Cuánta hipocresía. ¡Como si los demás no supieran la mala vida que su hombre le daba!
Sin embargo ella que seguía soltera, no tenía que fingir ningún duelo. Y eso, lo de quedarse soltera, en principio le dolió, pero después, viendo lo visto, entendía que el Señor la había bendecido. ¡Vaya si fue una suerte su soltería! Tuvo sus apaños… Decentes, eso sí, siempre uno después de otro. Y como desde niña le había llamado la atención el mar, al terminar el bachillerato hizo unas oposiciones de funcionaria al ministerio de Marina, que aprobó con el número dos, lo que le proporcionó un bonito sueldo. Y aunque no llegaran a nada, desde su puesto coqueteó durante años con Julito, que trabajaba también de funcionario en una mesa cerca de la suya. Tenía que reconocer que le molestó que se hiciera novio de la chica nueva con la que poco después se casó. Y claro, el no tener obligaciones le había permitido viajar, comprar sus joyitas, en fin, lo que se dice vivir sin preocupaciones.
—Lola, no corras tanto, que me voy a ahogar —la sollozante voz de su amiga rompió sus pensamientos.
Durante unos segundos aminoró el paso. De pronto pensó: Si se ahoga, peor para ella, que no se hubiera entretenido tanto con tonterías antes de salir de casa. Porque tenía que conocer de sobra que ella iba todos los años, el mismo día, a la misma hora, a visitar el Belén de la Casa de Correos. Suspiró para sí recordando al ujier encargado de vigilar a los visitantes, el que salía en el cambio de guardia de las 12. Su rostro sonrió al recordar la imagen del hombre, ya de una edad, quizá próximo a jubilarse, tan guapo, tan elegante, y con aquel penacho de plumas rojas sobre la cabeza… No. Ella no estaba dispuesta a perderse aquella visión de la que solo podía disfrutar una vez al año. Y Lola después de echarle una miradita al reloj, de nuevo apretó el paso sin preocuparle que su amiga se quedara atrás, perdida entre la barahúnda que cargada con bolsas de regalos, llenaba la plaza de La Puerta del Sol.
Encuentro inesperado
Liliana Delucchi
A mi primer abuelo no lo conocí. Me dijeron, o al menos eso entendí, que había partido a Golfa. Sin embargo, por mucho que busqué en los Atlas y pregunté en la clase de geografía no encontraba ningún país con ese nombre. Más tarde supe que golfa era la vecina rubia con pecho exuberante por la que había dejado a mi abuela Catalina. Harta de las miradas de lástima y la condescendencia de los habitantes del pueblo, la mujer abandonada cogió a su hija y partió a Madrid.
Hubo finales peores que esa localidad conocía. Finales mezquinos, miserables, inconfesados; otras vidas que continuaban tristemente, sin cambios visibles, en el mismo estrecho escenario de hipocresía. Pero ella no quiso actuar en esa obra, ni mirar la vida de los demás desde las bambalinas… Por eso partió.
Mi madre nunca se acostumbró a la vida capitalina, por tanto, concluida su carrera de maestra, hizo oposiciones y consiguió una plaza en una ciudad de tamaño medio donde conoció a mi padre y nací yo.
Catalina, por su parte, sí que se hizo con la vida en el centro. Después de lo acontecido en el pueblo, lo que más le gustaba era pasar inadvertida. Sin embargo, sociable como era, no tardó en hacer amigos, unos más que otros, claro. Entre los segundos estaba Eustaquio, el propietario de una tienda de ultramarinos que acabó siendo mi segundo abuelo, aunque nunca vivieron juntos. Parece ser que ella aún sentía el dolor que le produjo aquel abandono, tanto es así, que cuando le pregunté por qué no compartía casa con Eustaquio, me respondió: «Querido mío, si uno se quema con leche, cuando ve la vaca sale corriendo.» No sé si en ese momento entendí el refrán, aunque a lo largo de mi vida lo he aplicado en distintas circunstancias.
Durante muchos años, llegadas las vacaciones de Navidad, me subían a un autobús en dirección a la capital, donde pasaba las fiestas con mi abuela. Era la mejor época del año. Recorríamos todos los mercadillos y centros comerciales donde yo, cuaderno en mano, elegía los regalos que incluía en una extensa lista para los Reyes. Lo que más me gustaba eran nuestras visitas a los belenes. Acostumbrado como estaba a que en mi barrio solo existía el de la Iglesia Mayor, no daba crédito a la cantidad que encontrábamos en cada plaza, hipermercado o templo. Mi travesura preferida era cambiar de sitio a los pastores o a los corderos, en aquellos en los que se podía, claro. Sin embargo, con el que más disfrutaba era con el del Palacio de la Casa de Correos, aunque en él no pudiera llevar a cabo mi chiquillada. Era tan grande que le rogaba a la abuela que me llevara varias veces. Sentía que esa gran ciudad estaba a mi alcance, luego le pedía que fuésemos a visitar todos y cada uno de los monumentos allí representados.
La tarde que visitábamos el Palacio Real, después de un merecido chocolate con churros en el Café de Oriente, dimos un paseo por la plaza. En un banco, y abanicándose como si estuviésemos en agosto, una mujer rubia de pechos exuberantes lanzaba gestos con los ojos y la boca a todo caballero que pasara. Sentí la presión de la mano de mi abuela en la mía y, a pesar de los villancicos que llenaban el lugar, me pareció escuchar los latidos acelerados de su corazón. Nos detuvimos a unos metros de esa señora, parapetados detrás de un hombre gordo que no paraba de hacer fotos al palacio. Descubrí en el rostro de Catalina una expresión que hasta entonces no había visto. Miraba a esa matrona de manos cortas y regordetas que sostenían un cigarrillo y no paraba de hablar a su vecina de banco. Contemplé sus pies, tan rechonchos como sus manos y apretados en unas deportivas que, evidentemente, eran de un número menos, al igual que el resto de su ropa.
Mi abuela se quedó mirándola un largo rato, mientras yo, pegado a su costado movía mis ojos de una mujer a otra sin entender qué estaba pasando.
—¡Qué niño tan guapo! —dijo la señora con un acento cuyo origen no logré descifrar– ¿Quieres un caramelo?
Inclinó la cabeza para rebuscar en un bolso ajado en el que intuí que guardaba algo más que dulces y en vez de una golosina sacó un pintalabios de un color intermedio entre coral y rojo. Sin mirarse a un espejo se lo pasó por la boca. Me dio asco ver sus dientes negros y mellados. Miré a mi abuela con el ruego de que nos marcháramos, fue entonces cuando ella cogió unas monedas y se las dio a la desconocida, al tiempo que le decía:
—Toma, Golfa, y cómprate un carmín que ya no estás para robar maridos.
Filantropía
Marieta Alonso
Mi abuela murió y me dejó heredero de su bien más preciado: Un Belén. Bueno, solo el Misterio, que llevaba en la familia más de cien años. Como se me dan bien las manualidades comencé a hacer figuras de barro en los ratos libres. Una al día. Luego dos. Más tarde tres. Y ahora he perdido la cuenta, entre burritos, cabras, casas, cuevas, herreros, pastores y mil cosas más. Y no exagero al decir mil cosas más, porque ya tengo más de diez mil figuras.
Entre mi trabajo y mi bonita afición no tuve tiempo de casarme. Me cambié cinco veces de casa, todas de mi propiedad, porque a medida que iba creciendo mi belén necesitaba más espacio. Soy de aquellos a quienes que no les gusta desprenderse de nada. Lo mío es mío.
Ahora estoy en un gran dilema. ¿Qué será de mi obra de arte cuando muera? Quizás debería hablar con el cura para que mi belén tenga el marco apropiado, pero tengo la sensación de que traicionaría a la abuela que nunca pisó una iglesia. Había grandes rumores de que era «la sobrina» de don Servando. También podría hablar con el Ayuntamiento. No es buena idea. El alcalde de hoy es el biznieto de Cheo, su primer marido, el que la abandonó por otra.
Hoy ha venido mi vecina a verme, la única que desinteresadamente se preocupa por mí, es de una generosidad asombrosa, y le he contado mis penas. Durante diez segundos se ha quedado en silencio, y luego rompió a hablar.
Me ha aconsejado crear una Fundación a mi nombre y haga de mi última casa, la más grande, un museo donde resplandezca mi belén gigante. Que venda dos casas, mis tierras y el lagar, y con ese dinero edifique en nuestro barrio una escuela, un hospital, y un taller de belenistas. Ella, como publicista, haría tal campaña que todo ser humano suspiraría por estudiar en la mejor escuela del condado, curarse en el hospital de investigación más famoso del país, visitar el más genuino museo de belenes o llegar a ser el más increíble artesano de todos los tiempos. Y, yo, pasaría a la historia como la persona más humanitaria, desprendida y altruista que haya existido.
Además, sería conveniente evitar desembolsos a mi despegada familia. Hacienda está al acecho, y los gastos de transmisión solo traen complicaciones. Eso es verdad. Sabe que me gusta la idea de quedar como un buen hombre, un modelo de generosidad ante el vecindario, por lo que me propuso vender, simbólicamente hablando, el resto de mis propiedades a sus tres hijos. Ellos podrían dirigir la Fundación con honestidad y mano firme, concluyó.
Hay algo que no me huele bien. Esta noche lo consultaré con las figuras del Misterio.
Muchas gracias a las cuatro escritoras.
Es un lujo mensual!
Feliz Navidad
Muchísimas gracias por leernos. Feliz Navidad
Querida Cristina,
La realidad es que me encanta tu relato.
Feliz Navidad a las cuatro cuentistas, es un regalo leer vuestros relatos todos los meses.
Gracias y besos
Elena
Feliz Navidad. Todo lo mejor para el 2022