
Armario centroeuropeo del siglo XIX. En los cuadrantes de sus puertas aparecen representadas las cuatro estaciones.
Aunque muchísimos historiadores ubican los orígenes de la pintura popular en Europa durante los años del Renacimiento, de hecho, nace con las primeras civilizaciones, cuando el hombre prehistórico al intentar marcar el terreno, señalar sus pertenencias o simplemente dar forma a una expresión personal e interior, deja una marca propia en las paredes de las cavernas en las que habitaba, en sus herramientas y utensilios.
Junto al desarrollo del ser humano, la pintura decorativa fue perfeccionándose. Cada país, cada territorio y cada cultura desplegó a través del tiempo estilos diferentes. La necesidad del hombre de diferenciarse lo lleva a personalizar sus objetos, aun los cotidianos, y dar a su entorno un ambiente individual, único, transformándose la pintura decorativa en algo más que un simple accesorio para embellecer el hogar.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
La bolsa de rayas
Cristina Vázquez
Menuda, así es como se quedó con el paso de los años. O eso decía ella.
—Me he resumido —y se miraba las manos, un poco deformadas por la artritis, con verdadera sorpresa.
Esa manía del resumen de su cuerpo la acompañó junto con otra que repetía con insistencia. Era imposible que eso se hubiera perdido. Mientras no lo encontrara se quedaría cada vez más empequeñecida, aseguraba con seriedad. Por más que le preguntáramos qué era lo que se había perdido, su contestación siempre era: No es de vuestra incumbencia.
—Pero es imposible. ¿Dónde estará? —murmuraba perpleja.
Y una expresión desolada inundaba sus ojos azules, ya un poco velados por la edad, para al rato rejuvenecerse en una dulzura inapropiada y enternecedora en esa cara arrugada. ¿En qué pensaría?
Mantuvo siempre un resto de acento alemán arrastrando las erres y al contar unos chistes que no nos hacían gracia, ella indefectiblemente, con una risa contenida terminaba.
—Muy Grasioso, ¿ja?
Todos sonreíamos, incluso el abuelo. Se conocieron en Francia, ella había huido de la persecución nazi por sus orígenes judíos y vivía modestamente con lo que pudo rescatar, trabajando como traductora para una editorial. Era alta, de un rubio casi albino con unos preciosos ojos azules y una mezcla de distinción y abandono que la acompañó siempre. Una energía ordenada tanto para la organización doméstica como para sus manifestaciones de cariño, era su característica. Aunque éstas fueran amables, incluso cálidas, nunca irradiaban auténtica felicidad y una vaga tristeza la encogía durante días.
Por más que la preguntaras nunca quiso hablar de su pasado y guardaba sus recuerdos en un cofrecillo de piel. Una bola de cristal, un pañuelo bordado con unas iniciales, llaves, dos fotos y una ramita con hojas secas. Pocas veces la vi contemplando esas menudencias.
Mi abuelo, en cambio, era un rubicundo afable, se desbordaba en lágrimas, abrazos y enfados con igual vehemencia, para luego volver al estado anterior a la misma velocidad. La alegría, el que no le dieran la lata y la diversión, eran las normas de su vida y esa medida la aplicaba a los demás, pero siempre que siguieran sus principios y no se le llevara la contraria. Observaba a su mujer con una amorosa perplejidad, como si no pudiera alcanzarla, pese a haberle dado una vida fácil, adinerada y mimarla a su manera. Con mucha frecuencia, cara compungida y falsa modestia, aseveraba cómo la había salvado de una situación difícil.
—Mi querida Helga, qué fortuna fue encontrarnos. Quién sabe lo que hubiera sido de ti. Mi pobre ángel —y la contemplaba con una posesión tranquila.
Ella le miraba directamente a los ojos con una indescifrable expresión y luego bajando la cabeza para concentrarse en la labor o la manualidad que estuviera haciendo, pues nunca paraban esas manos, le respondía indefectiblemente.
—Sí, fue una gran fortuna.
Una vez les oí discutir. Nunca la había visto enfadada. Sus reproches eran silenciosos, dejaba de hablar al que hubiera cometido algo inconveniente para ella. Pero esa tarde la oí exigirle que no le mintiera más, era imposible que algo tan grande se hubiera perdido. Resultaba muy cruel por su parte que no tuviera interés por encontrar lo único que le quedaba de su vida. El abuelo trató de calmarla, asegurando con violenta determinación que él había hecho lo imposible, pero todo sin resultado. Y un sonoro portazo me hizo correr escaleras abajo.
Que la abuela se iba reduciendo era un hecho, pero parecía no importarle, igual que si encontrara un placer en ir abandonando medidas y espacios. Murió tranquilamente una tarde, sentada en su sillón con el cofrecito en las manos. Lo cogí sin que nadie se percatara y lo guardé en una suerte de homenaje a su memoria secreta.
Pasaron unos años y cuando desmontamos la casa, apareció un recibo amarillento a nombre de ella, que el abuelo guardaba en su buró. Seguí la pista del mismo y resultó ser de un guardamuebles al que me acerqué llena de dudas y curiosidad. Solo había un precioso armario azul, solitario en medio de ese espacio, pintado con unos paisajes minuciosos, procedente sin duda de centro Europa y con remite de haber sido enviado desde Francia, hacía más de cincuenta años. Lo trasladé a mi casa con la esperanza de que una de esas llaves guardadas en el cofre sirviera para abrirlo. Y así fue. Esperaba que la carcoma lo hubiera estropeado y que el olor a humedad invadiera el cuarto, pero un aroma dulce a flores salió misteriosamente de él y encontré una bolsa de rayas colgada de un clavo. Dentro sólo había cartas amarilleadas por el tiempo, escritas todas con la misma letra, cartas de amor que pude entender con mi escaso alemán, y una foto. En un paisaje montañoso se destaca una pareja enlazada por la cintura. La abuela muy joven, espigada, con la cara luminosa, los ojos sonrientes y un militar alto y distinguido vestido con el uniforme nazi.
Cuatro clavos del 1/8
Malena Teigeiro
Mi mamá se murió. Yo tenía siete años. Estábamos las dos en la cocina. Eran las doce de un día de las vacaciones de verano cuando el cuenco en el que preparaba la tarta del domingo se rompió, y como si fuera un perverso y malvado vómito amarillo, la crema se extendió por el suelo. Desde entonces, al volver del colegio me voy a la ferretería de mi padre en donde hago los deberes y a veces le ayudo.
—Mati, tráeme la caja de los del 10.d —me llama con esa voz que se le quedó desde que ella se fue al cielo.
Y yo, salto de la silla y corro al armario lleno de cajoncitos con plaquitas en donde aparecen los números de los tamaños de los clavos, tuercas y tornillos que se guardan en su interior. Busco lo que me ha pedido y se lo llevo. ¿Ha visto mi nueva ayudante?, le guiña un ojo al cliente que espera. ¡Pobre papá! Cree que no me doy cuenta. A mí me gusta echarle una mano, como él dice, por muchas razones, pero sobre todo porque me atraen los armarios. Y el que más, el que mi madre decoró con paisajes, flores, y divertidos personajes de altos sombreros de copa. Ése que está colocado en el pasillo de nuestra casa y que papá acaricia cada vez que pasa por su lado. En él ella guardaba las fotos en un antiguo cabás de cartón pintado con flores amarillas. Tengo que comprar un álbum y colocarlas. ¿Me ayudarás?, decía pellizcándome la mejilla. También, en otras cajas de lata y madera, guardaba hilos, cintas de colores y restos de telas de seda.
A veces jugábamos a ordenarlo, cosa que nunca conseguíamos. Recuerdo cómo reía cuando después de estar toda la mañana enrollando cintas y lanas, las volvía a guardar, así, de cualquier manera, en el mismo sitio en el que las había encontrado. Y cuando empujando, lograba cerrar las puertas, le hablaba mientras da vueltas a la llave.
—¡Ay! Si este armario fuera un poquito más grande —abría las manos agotada—. ¿Por qué no creces un poco todos los años, como hace Mati?
Y se quedaba mirando la puerta como si pretendiera que le contestara. A mí me daba mucha risa verla.
Ahora tengo ocho años. Y estoy preocupada. Cada vez recuerdo menos su sonrisa y sus gestos. Cuando pienso en ella me vienen a la mente las fotografías que están en la caja de flores amarillas en las que ella, siempre alegre, aparece abrazando a mi padre, a mí o con el Miki, un perrito que desde que se fue duerme conmigo. También hay algunas en los que estamos los tres, pero de los cuatro, no. De esas no aparece ninguna.
Desde hace unos días viene a verme por las noches. Sí. Por la noche viene a mi habitación y se sienta en la cama, me besa y me revuelve el pelo. Y no sé cómo lo hace, pero sabe convertir las noches en días. Me coge de la mano y juntas volamos al parque, a la piscina. También me lleva al colegio. Aunque cuando me despierto y la busco por la habitación, ya no está. Últimamente, si en nuestro paseo fuimos al parque busco los zapatos. Están limpios, guardados en el armario. Si fue la noche que hicimos tartas, miro el delantal y sigue ahí, donde ella lo dejó hace un año, doblado en el cajón. Siempre fue muy ordenada. Lo cierto es que desde que se fue no hay mucho orden en la casa. Hace ya unas cuantas noches que quiere arreglar el armario del pasillo. Ven, dice. Y yo me levanto e intento ayudarla. Pero como nunca nos da tiempo, mi padre por las mañanas tiene que recoger las fotos, las cintas y las sedas de colores desparramadas por los suelos.
Mi padre me ha llevado a dormir con él, quizá quiere ayudarnos a ordenar el armario. Y también me ha llevado al médico. El doctor nos ha dicho que las visitas de mi mamá son estampas que nos envía para que no la olvidemos.
—Doctor, no lo entiendo.
Él me miró, y quitándose las gafas, me pidió que intentara explicarle lo que no entendía. Pensé un poco encogiendo mucho los ojos, la nariz y la boca, que es cuando mejor lo hago. Verá, dije. Cuando mamá venía a mi habitación, las dos estábamos muy contentas y nos abrazábamos, a veces hasta cantábamos. Don Mateo, que aunque no encogió la cara, sí frunció mucho las cejas, después de pensar un poco me contó que las visitas de mi mamá eran como cromos que en vez de estar pegados en el álbum, los llevaba pegados en mi cabeza, y que no me preocupara, que no se me borrarían nunca.
—No pueden ser cromos, porque son muy grandes.
Él me miró. Se colocó las gafas y me contestó que en mi caso, como yo la quería tanto, serían posters.
Aunque no lo entendí muy bien, pero por si tenía razón, esta mañana mientras tomábamos el desayuno, le pedí a mi padre volver a dormir en mi cama. Y esta tarde en la ferretería cogí un martillo pequeño y cuatro clavos del 1/8, de esos que se llaman invisibles. Los he guardado, uno a uno, bien separados, en el cajón de la mesilla con el martillo al lado. No quiero tener problemas cuando los necesite. Tengo decidido que esta noche, antes de que desaparezca el póster de mi mamá, lo voy a clavar en la pared.
El buzón secreto
Liliana Delucchi
—Me lo regaló su padre, señorita, para que guarde mis cosas.
Incluso ahora, tantos años después, recuerdo aquellos árboles en sus pequeños detalles. Adalberto llegó al campo siendo muy joven, pidió trabajo y lo emplearon como mozo de cuadras. Con el tiempo fue escalando y de peón ascendió a capataz. Mi padre decía que de haber tenido conocimientos contables, hubiese sido el mejor administrador de la estancia. Cuando fue demasiado mayor como para seguir con los trabajos de la finca, hacía recados para la cocinera o lustraba la plata, pero su pasión era el dibujo. Durante las noches, junto al fuego, con libros de arte de la biblioteca de la casa, pasaba horas entre trazos y colores.
Nunca se casó y si tuvo alguna relación fue tan secreta que nadie lo supo.
—¿Para qué otra familia, señorita, si los tengo a ustedes? —Me dijo mojando un pincel— Y ahora que el señor me dio esta habitación y este armario, no necesito nada más.
El armario en cuestión se había rescatado de la buhardilla para el cuarto de Adalberto y él lo decoraba con paisajes.
Era una tarde de invierno tan aburrida como mi adolescencia y tan cabreante como un fin de semana en el campo. El único que soportaba mis cambios de humor era ese anciano de voz suave y paciencia infinita.
—¿Ve cómo lo hago? Primero pinto el fondo y luego pintaré cuatro paisajes diferentes en las puertas. —Dijo mientras bebía un trago de ginebra—. Esto es bueno para el gaznate y además me inspira.
Me ofrecí para ayudarlo con las mezclas de colores. Era mucho más agradable pasar las horas con don Adalberto que en el salón con esa familia que se había negado a dejarme sola en la ciudad.
—¿Puedo preguntarle qué va a guardar en el armario?
—Mi vida, señorita. No es que sea muy interesante, pero es la que Dios me dio y se la agradezco.
Se besó la mano y lanzó el beso hacia el cielorraso.
Cuando terminé con las mezclas, cogí un papel del bolsillo de mi chaqueta y me puse a leer.
—¿Es una carta? —preguntó el anciano sonriéndome.
—De un compañero de clase. Me gusta.
—Yo nunca recibí una carta.
Sentí pena por él y me puse a escribir unas cuartillas en las que mostraba mis impresiones sobre su pintura. Esperé a que saliera y las dejé dentro del armario.
Así empezó una larga correspondencia. No hablábamos de ella, el armario era nuestro buzón y siempre recogíamos la respuesta en ausencia del otro. Yo escribía sobre los desencuentros con mis padres, las buenas o malas notas, la última película y si mi corazón estaba roto o exultante. Él, sobre el tiempo, la cosecha o si había nacido algún potro; sus avances en la pintura o algún cotilleo de la cocina.
Cuando un par de años después recibí la llamada del administrador para comunicarme que Adalberto estaba muy enfermo, dejé la ciudad y fui a verlo. Desde sus ojos acuosos y con voz trémula me pidió que fuera al armario y rescatase las cartas. Allí estaban, atadas con un cordón de esparto y entre ellas, un retrato que me había hecho a lápiz. Volví junto a él y al cogerle la mano sentí que nos estábamos despidiendo.
—Guárdelas, señorita, es nuestro secreto.
Sombras del ayer
Marieta Alonso
Por puro azar —quiero creer— tropecé en el mercado con el que fuera mi primer y único novio, el Antonio, dos años mayor que yo, por lo que ahora tiene setenta. No le reconocí a bote pronto. Ha pasado mucho tiempo desde que le había visto dándome la espalda al final de la calle del Pósito.
Su presencia después de tantos inviernos me golpeó al recordar con amargura el motivo de aquella despedida. Dejó embarazada a mi mejor amiga. Vino a decirme que le obligaban a casarse y que se marchaban del pueblo. Nunca más volví a verlo. Hasta ahora.
Tras la sorpresa —no sé si agradable o no— me invitó a tomar un café en la plaza. Accedí pensando que no era propio de una mujer adulta, como yo, asestarle una bofetada en plena calle. Es lo que me hubiera aconsejado mi difunta madre, que en gloria esté, pero no tengo su carácter. Y aquí estoy, muy bien sentada después de alisar mi falda, a la espera de lo que tenga que decir.
El muy hipócrita comenzó con que me veía igual que siempre. Sí, con cincuenta años y treinta kilos más, le respondí. No le afectó la sorna. Recordó el cocido castellano que hacía mi abuela —que en gloria también esté— con su relleno esponjoso y la sabrosa coliflor en su punto. Y me miraba como si fuera uno de aquellos ingredientes que le hacían suspirar. Me emocioné.
Yo seguía sentada muy recta en la silla oyendo el runrún de sus palabras y observando a un gorrión con un trozo de pan más grande que él, que a un ligero movimiento de mis piernas, asustado, salió volando sin soltar su presa. Puse atención. Ahora, aquel arrugado viejo que de joven fue mi novio, me contaba que hacía seis meses había enviudado, que no tuvieron hijos, que aquel embarazo fue una falsa alarma.
¡Qué lista la madre de mi mejor amiga! Y la vi en el baile animando al Emeterio, el tonto del pueblo, a que me sacara a bailar, lo que hice por lo bueno que era conmigo, a la vez que invitaba a mi novio a bailar con su hija. Años más tarde me tocó cerrarle los ojos y me pidió perdón. No supe en aquel entonces a qué se refería.
Cuando mi boda se fue al garete, mi madre, que en paz descanse, sin emitir sonido —cosa de agradecer— tomó mi ajuar y al «sobrao». Todo lo fue colocando con detalle en el armario de la abuela, el pintado de verde claro, y lo cerró con llave. Nunca averigüé el escondite…
—¡Eh, Antonia! ¿Es que no me oyes?
—Disculpa, se me fue el santo al cielo.
—Te decía que…
Si mi tío Alberto apareciera sobre su taimada yegua, de la que no se bajaba, así lloviese, nevase o apedrease, y me viera sola, prestando oídos a lo que hablaba aquel «huevón», como siempre le llamó, me tomaría del brazo y con un enérgico impulso me subiría a la grupa. Pero nadie de mi familia está entre los vivos para ponerlo en su sitio.
¡Cómo recuerdo aquél primer beso! Y el segundo, y el tercero… Todos perduran a través del tiempo. Nunca olvidé las misas dominicales en la parroquia de San Pedro —ya no existe— cuando su pierna rozaba la mía. Miré con disimulo y lo encontré apoyado en su bastón, filosofando…
—Ahora, Antonia, estamos en la tercera edad.
—Sí. Así llamamos a la vejez de antes. —Y parpadeé como cuando era joven y quería gastarle una cuchufleta.
—¿Sabes? La artrosis es una de mis tantas peplas —comenta como si quisiera inspirar lástima.
Veo venir a lo lejos una figura conocida. Es el Emeterio que silencioso y tardo, camina poniendo un pie delante del otro sin perder el equilibrio. Los años no parecen pasar por él. Al llegar me mira asombrado, desliza su torva mirada hacia el Antonio, escupe y declara con parsimonia:
—Vengo de desyerbar en la huerta, y te traigo de regalo unos tomates —echándole un vistazo al paisano de la cabeza a los pies, exclamó—. ¡Hay que ver lo promiscua que es la vegetación!
Se coloca a mi vera, me tiende su brazo, que tomé agradecida, y argumentando como si de un gran sabio se tratase, soltó: «La vida rueda con serenidad por estos lares y todo intruso se me hace hostil.»
Muy bueno este relato, Marieta.
¡Cuánto me alegro que te haya gustado! Besos
Que gran fortuna leer tu relato Cristina.
Que buenos todos los relatos de esta ocasión, ninguno tiene desperdicio.
Muchas gracias de nuevo!!!
Mª Carmen
Un abrazo inmenso.
Los cuatro relatos bonitos e interesantes y para mi muy evocadores porque yo tenía un pequeño armario muy parecido al que se muestra donde guardaba mis «secretos».
Los secretos bien merecen tener un armario tan bonito. Besos
Feliz año a todas las escritoras.
Deseando leer los relatos de enero
Gracias
Besos.
Feliz Año 2018. Muchísimas gracias.