
Monumento al Ángel Caído - Parque del Retiro de Madrid
“Por su orgullo cae arrojado del cielo con toda su hueste de ángeles rebeldes para no volver jamás a él”
El Paraíso Perdido. John Milton
Se encuentra en el parque del Retiro de Madrid, en la glorieta del Ángel Caído sobre el solar que ocupaba La fábrica de Porcelana de la China, fundada por Carlos III en 1760 y destruida en 1813 durante la guerra de la Independencia.
Su autor es Ricardo Bellver (1845-1924) que ganó con esta obra en 1878 la Medalla de Primera Clase en la Exposición Nacional de Bellas Artes, celebrada en Madrid, la cual se envió ese mismo año a París con motivo de la Exposición Universal que se realizaba en dicha ciudad.
El pedestal sobre el que se apoya la estatua es octogonal, con caretas de diablos en cada uno de sus lados, fue encargado al arquitecto Francisco Jareño en 1880.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Amado mío
Cristina Vázquez
Ya había pasado más de media hora y Alastar no llegaba. Su empeño, su desbordado afán por ese hombre parecía reducirse a cenizas amargas, oscuras como la inefable línea de sus cejas.
Lo había conocido muy joven cuando su vida era una pelea entre una apremiante, aunque honrada soledad pobretona, y un decoroso retiro de señorita de compañía de un hombre especial, que Alastar le aseguró resolvería su vida. Con esta promesa de riqueza y bienestar y de compartir en el futuro un amor eterno, ella aceptó, con la voluntad perdida frente a él. Cuando se lo propuso, la sostenía entre sus brazos, susurrándole las condiciones del trato como un áspero secreto. Angélica, desfallecida de deseo por ese hombre de oscuras cejas, mirada de pedernal y tersura de estatua, que la enviaba a otro hombre sin temblarle la voz, supo que siempre haría lo que él le propusiera.
— Alastar, amado mío.
La acompañó hasta la casa del hombre especial, y los dos se miraron con un tácito acuerdo sobre la asustada cabeza de la chica, que lo vio alejarse con paso vivo, abandonándola en la enorme y desamparada mansión. El hombre especial era un enfermo, taciturno y malhumorado, que le dejó en herencia parte de su dinero y de su enfermedad.
— Alastar, amado mío.
Pasó un tiempo sin verle, años en los que vivía instalada en su modesta riqueza heredada y tratando de disimular las pústulas, también heredadas. Una tarde en la que paseaba por El Retiro, apareció él como salido de la tierra y poniéndole una mano en la espalda, le murmuró el apremio que tenía de ella. Angélica se quedó sobresaltada y sin darse la vuelta, le preguntaba por qué no había venido antes. Él se apretó contra ella, aunque no la viera, la llevaba en su pensamiento, le aseguró. Era su favorita, nunca podría olvidarla. Y sentía su aliento en el cuello igual que una brisa heladora que la paralizaba.
— Nunca, nunca —repetía él.
Y la giró con suavidad hasta tenerla de frente. La expresión de sus ojos bajo las oscuras cejas, mostraban la más perfecta repugnancia, mientras sonreía con una dulzura almibarada.
—Mi pobre niña. ¿Qué ha pasado con tu preciosa cara?
No pudo responder. Le ardían las mejillas y los ojos, y se sintió una vez más perdida, sin voluntad frente a la magnificencia, la perfección de ese hombre que la hacía sentirse una cosa despreciable, repugnante, pero lo único que deseaba era volver a estar con él, ser suya. Sólo fue capaz de pronunciar su nombre.
— ¡Oh! Alastar, amado mío.
Él la llevó, como un atento y endomingado novio, a pasear por la alameda de magnolios hasta una alejada escultura, en la que un ángel se retorcía sobre una columna, de la que salían unas bocas de león manando agua. Le aseguró que ese agua era milagrosa y que se diera en la cara.
— Recuperarás tu belleza.
Y le prometió que aunque tenía que irse, se verían en un mes en ese mismo lugar. La amaba, que no pensara nunca que la iba a abandonar. Le llenaba de orgullo tenerla y que confiara en él.
Al verle alejarse respiró una especial sequedad en el aire que le inundó la boca y los pulmones. Un olor pestilente trataba de abrirse paso en medio de la fragancia de las plantas. Cuando Angélica fue a beber agua de las bocas de los leones, para refrescar ese ardor que la iba poseyendo y lavarse la cara por la promesa de la curación, no pudo, pues el agua eran chorros de sangre y creyó oír unos lamentos cuando salpicaba en el fondo.
No volvió a la fuente más que un par de veces. Una, por si había desaparecido la impresión de la sangre en el agua, pero le pareció que aún era más densa y oscura y que los lamentos eran más suplicantes y agudos. La segunda, fue la de la fecha fijada, para volver a verse pero él no vino. En cambio, había una joven esperando. Al mirarla tuvo un terrible sobresalto. Era una réplica de ella con menos años; la cara tersa, perfecta, sin rastro de pústulas y pensó que era un hechizo. La otra se echó a reír y le espetó que era una necia si esperaba que él viniera. A la que quería era a ella y le había encontrado un trabajo con un hombre especial que la haría rica y luego vivirían su amor juntos.
En ese momento miró hacia arriba de la estatua y vio que la cara del ser que se retorcía era la de su amado. Cayó de rodillas y gritó su nombre con tal fuerza que las copas de los árboles temblaron.
Un nuevo puesto de trabajo
Malena Teigeiro
¿Qué cómo prefiero estar aquí a trabajar por la calle? ¡Oh! señor, yo no soy ingeniero, como usted, ni médico, como su amigo. Y ya se sabe, que sin estudios, ni arriba ni abajo, se tienen muchas posibilidades de éxito. En cualquier caso, como ahora tenemos un momentito de descanso, se lo cuento.
La culpa de todo la tuvieron los celos. Desde que él se encaró con el Jefe, Éste, llenito de razón, que no niego que la tuviera, nos puso a todos los protestones en la calle. Fue entonces cuando montamos esta cooperativa, que he de reconocer que a pesar de las crisis, no nos ha ido nunca mal. Pero, ¡en fin! A lo que iba. Le diré que todavía hoy no entiendo por qué me marché. A mí siempre me gustó el estilo de nuestro antiguo Jefe, su temple, su corrección. Y no sé por qué en aquel momento, como hacen tantos otros, sobre todo los que como yo no tenemos estudios, ni formación, ni criterio y por tanto, estamos siempre con el que más alborota, seguí al que más chillaba, o sea, al que rige todo esto. Ahí, en ese instante, comenzó mi desventura.
Verá. Mi nuevo jefe lo tiene claro, él es el único que manda. Además, como es guapo, con buen tipo, cuando sale en busca de clientes, no le va mal. Para ser justos le diré que le va de perlas. Yo siempre intenté emular su estilo, pero, claro, ni soy alto, ni tengo sus ojos color carbón, ni el pelo negro brillante de ese aceite que se pone y cuya marca mantiene en secreto. Por no decir nada del perfume extraño, varonil, que deja estela a macho ahí por donde pasa. Como podrá comprender, cada vez que intentaba ligarme a una muchachita de esas de tez nacarada, elegante, rubia, o a un muchachito esbelto, de piel bronceada, y abdomen de estatua griega, que ahora también los hay muy lanzados, ellos se reían de mí.
Y no crea, que andaba ya muy preocupado cuando el jefe me mandó llamar. Me dijo que me iba a despachar a calderas si no era capaz de encontrar algún cliente. Que ya llevaba muchos años en fundido a negro, que no sé qué quiere decir, ¿usted sí? Tampoco. Da igual. Pues me dijo que si aún no había podido aprender el oficio, sintiéndolo mucho, estaba dispuesto darle mi puesto a otro. Al parecer, han llegado últimamente unos becarios de lo más espabilados, empujando de lo lindo. Además, no crea que yo no me doy cuenta de que todos estos muchachitos de ahora tienen una facha que da gloria, claro, cómo han sido bien alimentados y casi siempre tienen estudios, pues, ¡ya se sabe!
Sigo con lo mío. Una tarde decidí cambiar de plaza de trabajo y me fui a Madrid, una ciudad de alegres y divertidas noches. No andaba aún muy bien ubicado, cuando me tropecé con El Retiro, un parque muy bonito en donde, aún no lo comprendo, me dijeron que le habían colocado una estatua a mi jefe, y decidí acercarme a verla. Más que nada para tener algo que comentar con él cuando lo viera. Siempre está bien poder alabarlo un poco.
Circulaba por los paseos intentando encontrarla, cuando vi venir hacia mí una jovencita, luego me percaté de que no era tan joven. Era muy guapa, delgada, y de aspecto algo triste. Para mi sorpresa, aquella belleza cojeaba. Ésta es la mía, pensé, porque con ese defecto, a lo mejor era una joven sin pretensiones.
Me acerqué a ella y me tiré al suelo fingiendo una torcedura de tobillo. Fue una de mis mejores interpretaciones. La muchacha, con sus inmensos ojos azules espantados, me ayudó a levantarme.
Que si me había hecho daño, me preguntó. Nunca podrá hacerme daño un ángel, contesté con un leve aleteo de pestañas. Eché de menos las del jefe, largas rizadas, espesas, pero parece ser que las que mis ojos lucen, aunque pobres, hicieron su papel, y en el estado emocional de aquella mujer al verme por los suelos, causaron el efecto deseado.
¿Me puede acompañar a tomar un café?, le pregunté. No sé si puedo andar solo. Creo que me he torcido un tobillo. Ella, tiesa, sin mirarme ni contestar, frunció la nariz. ¿Qué le pasa?, pensé yo. Siguió frunciendo la nariz olisqueando el aire, como si fuera un cerdito en busca de su adorada trufa. De pronto sacó del bolso un precioso pañuelito de batista con muchas puntillas. ¡Qué seductor perfume dejó en el aire aquella blanca telita! Con él se tapó la nariz.
¡Lávese!, dijo, mirándome a la cara. ¿No le da vergüenza a un joven tan agraciado como usted ir oliendo a porquería, a azufre? ¡Lávese! Repitió levantando un dedo. Creí que iba a pegarme. Y, renqueante, se fue como alma que lleva el diablo.
Ante mi fracaso, suspiré profundo. Me encogí de hombros ¡Otra vez será! Y me dispuse a contemplar la estatua. Levanté la cara. Mi mirada se quedó clavada en aquel cuerpo de piedra. Nunca podré compararme con el apolíneo joven que luchaba contra las serpientes, pensé. Levanté los brazos y, en barrena, me introduje por la tierra hasta llegar a las oficinas. Abrí la puerta del despacho del jefe y le dije que quería cambiar de puesto.
Y desde entonces, este es mi lugar de trabajo. Y no crea, aquí en calderas, aunque haga un poco de calor, se está mucho más tranquilo que andando por los tugurios en busca de algún alma que arrastrar a los infiernos.
Treinta años
Liliana Delucchi
Hasta algún tiempo después, Alejandra no recordaría haber recibido la carta con un remite de Boston. La asistenta la dejó junto a facturas y extractos bancarios y allí quedó hasta que se decidiera a poner en orden los papeles para entregar a la gestoría. No habría vuelto a pensar en ello si no fuese por esa llamada telefónica que la dejó trastornada. Una voz lejana y conocida la citaba en el Parque del Retiro, junto a la fuente del Ángel Caído.
El próximo viernes, a las cuatro de la tarde. Fue todo lo que dijo. Entonces ella pensó que su memoria reconocía la letra de ese sobre, pero no lo abrió.
Se conocieron en la universidad, ante la puerta de un aula destartalada en la que el profesor ya había iniciado la clase. Ninguno de los dos entró y tras mirarse un rato sin saber muy bien qué decir, fueron a la cafetería. Él llevaba un ejemplar de Historia Universal de la Infamia y ella le dijo que no era su obra favorita de Borges. Ésa fue la primera discrepancia que tuvieron. Llegaron otras, cada vez más oscuras, por llamarlas de alguna manera.
Él le rogó que no lo dejara, que era consciente de que su autoritarismo y hoscas actitudes la estaban marchitando. Le prometió que cambiaría. Pero para entonces ella había recuperado su sonrisa y se fue caminando por una acera llena de jacarandás bajo el aire tibio de noviembre.
A lo largo de los años siguientes, solo se enteró de él a través de otras personas, de su matrimonio, una hija, una carrera profesional floreciente y, finalmente, una plaza de profesor en Estados Unidos.
Nunca supo Alejandra cómo él consiguió su dirección de Madrid. Empezaron a llegarle cartas con referencias a una juventud que ella no ansiaba recordar. Nunca le contestó y la correspondencia se fue espaciando hasta desaparecer.
Entonces comenzaron a llegar personas, una compañera del gimnasio que en un determinado momento hizo referencia a un hombre, por la descripción no le cupo dudas y lo peor, quería un encuentro. Alejandra se negó. Como se negó también a otras visitas circunstanciales que aparecían de pronto y por casualidad. Todas con el mismo mensaje y a todas arrancó de su vida.
Esta vez, sin intermediarios, la citaba en El Retiro. No sabía si fue la curiosidad o el deseo de poner fin a una persecución de más de treinta años, el caso es que ese viernes se encaminó a El Retiro. Dio una vuelta a la fuente del Ángel Caído sin encontrar más que pájaros picoteando las migas que alguna anciana les hubiera arrojado. Cuando estaba a punto de regresar a su casa vio un paquete envuelto en papel de estraza, donde se leía: Para Alejandra. Supo quién lo había dejado y lo abrió. Era un ejemplar de la Historia Universal de la Infamia, con una nota que decía: “No has querido volver a verme en este mundo, te espero en el otro”.
A la mujer no le temblaron las manos cuando lo dejó en una papelera, junto con botes vacíos de Coca-Cola y restos de bocadillos.
Tormenta interior
Marieta Alonso
Las nubes oscuras en vez de correr se quedaron petrificadas. Desde su altura, Lucifer me observaba con sorna. Imposible. Su cabeza está hacia arriba. Volví a atisbar. Pues sí. Me cambié de lugar. Me siguió con la mirada. Solo a mí. No hacía caso al grupo de la tercera edad que escuchábamos con atención lo que contaba nuestra guía. Una estatua no puede tomarla con uno… ¿Verdad? Ahora sonríe. La examiné de arriba abajo con desprecio y descargó un chaparrón del que fui la única víctima. El resto se había alejado para contemplar el monumento desde otra perspectiva, y no se mojaron.
Carla, la guía, una chica joven y guapa, cariñosa con los vejestorios, en ese momento comentaba que era de bronce y que su autor era un tal Ricardo no sé cuántos. Volví a mirar al ángel caído, ahora estaba con la boca abierta. No podía apartar los ojos de él y me puse a dar vueltas alrededor de la fuente. No vi un clavo en su bordillo y caí de bruces. Los del grupo me ayudaron a levantar. Ningún hueso roto. El bastón había atenuado el golpe. Fue una suerte.
Mejor no fisgo a ese ángel perturbador. Así que pongo atención a lo que la guía nos explica. En ese momento, hablaba del pedestal que fue hecho por un arquitecto del que no pillé el nombre. ¡Qué aburrimiento! Hago estas visitas para no quedarme solo en casa. Casi me dormía de pie cuando la oí comentar que el dichoso clavo, con el que había tropezado, marca en ese punto la altura sobre el nivel del mar: 666. ¡El número de la bestia!
Espabilé. Estaba con la barbilla pegada al pecho y las manos en mi bastón. Debo estar algo teniente del oído porque alguien mencionó los gremlins, esos monstruos, a los pies del pedestal.
Una mano invisible hizo que levantara los ojos hacia el ángel. ¡Santo Dios! Si tiene la cara de mi abuelo, el que llegó hasta los ciento tres años dando guerra, el que día a día me exhibía por la calle de Alfonso XII. Su profesión fue la de ceramista y trabajó en la China, no el país, no, eso queda muy lejos, sino en lo que fue la Real Fábrica de Porcelana del Buen Retiro, aquí en Madrid. Carla acaba de ilustrarnos que este terreno fue ocupado por la antigua Fábrica.
Abuelo, ¿Qué haces allá arriba? ¿Eres amigo de éste? Haz el favor de no juntarte con gente de mal vivir.
La cara del ángel tiene un gesto que mejor no describo y susurra algo. Las serpientes han comenzado a moverse.
El rostro de mi querido abuelo se hace visible. Me aconseja que vuelva a casa, me acueste en la cama, me tape con la manta de la cabeza a los pies. La tormenta me ha trastornado. Y con voz cascada me advierte:
A Lucifer, bello y sabio a quien la soberbia hizo caer, es mejor no irritarle. ¡Anda vete!
MARIETA: imaginación no te falta, pero pienso yo que al «maligno = enemigo malo» hay que buscarlo bajo tierra, no en las alturas de donde fué expulsado. Buen motivo de inspiración y más para un aquelarre. ¿Vale para una habanera?
Muchas gracias Ramón por tu comentario. No vale para una habanera así que ponte a trabajar. Un abrazo.
Me lo he pasado pipa leyendo los relatos.
Otra vez muchas gracias!!!!
Muchas gracias por leernos.
Siempre me ha impresionado este monumento al angel caido,
gracias akelarre por vuestros cuentos.!!!!!!
El monumento impresiona. Gracias por leernos.
Para Marieta muy Buena la historia,asi para las demas las he leido todas sigan con esa ispiracion, gracias por mandarme sus historias
Gracias a tí por leernos. Un abrazo.
Mary que estara pensando tu padre de tus escritos que lucen tan reales?tu sabes como el era .Un placer leer tus historiEa…
Gracias Estrella por leernos. Mi padre estaría disfrutando. No sabéis lo que anima saber que os gustan nuestros relatos.