
La Cruz del Sur
Esta constelación, y su estrella más brillante, son un símbolo de las culturas indígenas de América del Sur, así como para la de los maoríes, indonesios y malayos.
Normalmente referida como la Cruz del Sur, es una de las más pequeñas y famosas constelaciones modernas. Está compuesta por dos travesaños cruzados, de 4.2 y 5.4 grados de largo.
Prolongando cuatro veces y media la línea recta del eje principal, partiendo de su estrella más brillante, Acrux, al pie de la Cruz, se llega al polo sur, punto alrededor del cual gira en forma aparente la bóveda celeste. Sus otras estrellas reciben el nombre de Becrux, Gacrux y Decrux.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Niña Andina
Cristina Vázquez
A Julieta, mi nieta andina
Su madre le prometió a Alberta, mucho tiempo antes de coger el avión, que cuando se acordase de ella se tumbara en el jardín con los pies hacía el sur, la cabeza al norte y los brazos abiertos. Que esperase a que la noche cayera y entonces reconocería unas estrellas muy brillantes que trazaban una cruz en el cielo. Después la llevó a su cuarto y ceremoniosamente le entregó un paquetito guardado en el cajón superior de la cómoda.
Lo abrió con cuidado y de una caja de madera oscura, sacó un instrumento redondo con una tapa de cristal y una aguja oscilante. Lo miró con detenimiento sin saber lo que era.
— ¿Esto para qué sirve?
Su madre se agachó a su altura y abrazándola casi con desesperación, eso lo supo más tarde, le aclaró que era una brújula que marcaba el norte. Así podría colocarse correctamente y siempre encontraría la constelación.
— Cuando mires las estrellas yo estaré pensando en ti.
Se tumbaron juntas en el césped como si fuera un juego, y tras saber dónde estaba el norte, con la brújula sobre el pecho igual que un ardiente corazón de hierro, le enseñó a reconocer las estrellas que la formaban. Se quedaron abrazadas mirándolas hasta que la humedad las hizo levantarse. Y cada vez que podía, Alberta siguió repitiendo el ritual: la brújula sobre el pecho y los pies en la dirección correcta, sabiendo que su madre, estuviera dónde estuviera, volaría hacía esa esplendorosa luz para estar a su lado. Algunas noches el olor de los jazmines la embargaba.
Ella había nacido al pie de los Andes, en Santiago. Cuando reconocía el cálido viento invernal que sopla en las mañanas, recordaba el susurro de su madre, también como una brisa cálida: eres mi niña andina, mi preciosa niña.
— Soy una niña andina —repetía como un juego sin entender el significado.
Ella había llegado del otro lado del mar, del otro lado de las montañas, de un país lejano le contaba la madre, en cambio su niña andina era hija de la cordillera. Y señalaba los altísimos picos nevados. Esos montes y la luz de las estrellas siempre la protegerían.
Cuando años más tarde fue a España a recoger las pertenecías de su madre y a firmar documentos en notarios y bancos, y besar a parientes desconocidos, amables pero duros al hablar, esperó a que por fin se hiciera de noche, una noche que tardaba horas en llegar, alargando el día innecesariamente. Tumbada en el jardín desconocido de la casa familiar, buscó el norte con la brújula, alineó sus pies al sur, puso los brazos abiertos y esperó a que brillaran las estrellas que siempre encontraba, las que una noche lejana, en su lejano país de ultramar le había enseñado la madre. Pero nunca aparecieron. En ese momento supo de la soledad y en ese momento lloró su ausencia bajo otro firmamento, bajo otras estrellas. Solo oía su voz susurrando muy tenue, mi niña andina, mi preciosa niña.
El broche
Malena Teigeiro
De edad próxima a considerarse una solterona, Marcia, piel aceitunada, delgada y no muy alta, regenta la joyería heredada de sus padres. Cuando lo vio entrar dejó al cliente que estaba atendiendo y se dirigió a él. Era alto, la edad parecida a la suya y negros ojos, brillantes como espejos. Con una delicada sonrisa, pidió que le mostrara el broche con el zafiro del escaparate, ése que representaba el Joyero de la Cruz del Sur. El hombre, con la joya entre los dedos, le daba vueltas sin decidirse. ¿Era joven o mayor la persona a quién iba a regalárselo? Él, entrecerrando los párpados, le sonreía. Es para mi madre. Coqueta, ladeó la cabeza. ¿De qué color son sus ojos? Verdes. Entonces le mostraré otro con esmeraldas.
—Prefiero éste que es el color de su mirada.
—Perdón. Le entendí que era verde.
—La de ella sí, la suya no —le acercó la joya a la mejilla.
Aquella fue la primera mentira. Tiempo después supo que su madre había fallecido al darle a luz, y que de la mujer con la que andaba, ni siquiera conocía el color de sus pupilas. Continuó envolviéndola con engaños, uno tras otro, hasta que conseguir vivir con ella. Meses después, le dijo que se iba, que seguir juntos le hastiaba. Que deseaba a otra. Metiéndose la mano en el bolsillo, sacó un estuche. Era el broche. Ante su asombro, le contó que había acudido a la joyería por una apuesta. ¿Una apuesta?
—Sí, conseguir vivir contigo durante seis meses. Y ya han pasado siete.
La miraba divertido. Sujetándole la mano, le colocó el estuche en la palma. Toma, dijo, te lo has ganado. Abrió la puerta y se fue.
Desde que la ha abandonado, y sin que él se dé cuenta, lo vigila, lo sigue. Un anochecer lo ve entrar en el jardín de otra mujer. Agazapada entre los arbustos, atraviesa con rabia los cristales y contempla cómo se aman, hasta que, al amanecer, él se marcha. Detrás de él regresa la noche siguiente y la otra. Aquella madrugada escucha los llantos de la mujer. Al abrirse la puerta y lo ve aparecer. Se gira y le grita que no quiere verla nunca más. ¡Otra vez lo había hecho! Lo ve como, satisfecho, se sube el cuello del abrigo. La luz de la Cruz del Sur lo tiñe de plata, iluminándolo como si fuera el más potente de los faros. Mira al cielo mientras baja los escalones silbando. Camina por el jardín. Se detiene delante de su escondite para encender un cigarro sonriente. Ella, rabiosa se levanta y con una piedra le golpea la cabeza.
Huyó.
Por la mañana, una dependienta de la joyería le muestra una foto en el periódico. ¿No era el que había vivido con ella?, dice. En voz alta lee la noticia.
Un conocido industrial de la zona, sufrió anoche un trágico accidente. Los altos niveles de alcohol en sangre hacen suponer que había tropezado con la piedra con la que al caer se golpeó la cabeza.
Le estaba bien empleado por la forma en que la trató. La joven le acaricia la mejilla. Ella, angustiada, llora. ¿Tanto te duele aún? Baja la cabeza y le ruega que la acompañe a visitarlo. En el hospital les dijeron que el golpe le produjo un traumatismo cráneo encefálico, del que no se recuperaría y que no le permitía volver a hablar. Que tenía una lesión que le afectaba a la médula espinal y a la retransmisión de las órdenes al cerebro que le convertía en tetrapléjico. Ella les contó que se amaban, que pensaban contraer matrimonio. Que no le importaba su estado y que le permitieran cuidarlo. A partir de entonces, un atardecer tras otro lo visitaba, lo acariciaba, le susurraba amorosas palabras. Hasta que consiguió que la dejaran llevárselo a casa.
Una mañana la ambulancia atraviesa su jardín. Los enfermeros lo instalan en la habitación que le había preparado. Desde entonces, lo lava, le introduce la comida en la sonda, lo saca de paseo. Todos en la pequeña ciudad alaban su amor por él. Era feliz. Sin embargo, y no sabe por qué, cada vez que lo desnuda, cada vez que sostiene entre sus manos lo que en sus momentos felices él, lascivo, le mostraba susurrando que su joya estaba preparada para penetrar en su joyero, le parece ver en el fondo de sus pupilas una lucecita de odio. ¿La habrá visto golpearlo?
Lucían las estrellas
Liliana Delucchi
He vuelto. El vidrio de la ventana refleja las luces de la ciudad, abro los cristales. Desde este piso once del hotel estoy más cerca del cielo, pero las estrellas desaparecen entre los focos de la civilización. Sin embargo ella está allí, y sé que me mira. Ni los brillos de esta gran urbe pueden apagar a Acrux, a ella la veo, sigo las líneas y ya la contemplo entera.
Entonces no la advertíamos como lo estoy haciendo ahora. Su presencia resplandecía en medio de un mar de luminarias diminutas. Después de la cena nos escapábamos para tumbarnos sobre el pasto del jardín y cantábamos “Sotto un manto d’estelle”. Nos encantaban las canzonettas napolitanas que aprendimos de la nonna. Por las mañanas, si había sol, coreábamos “O Sole mío” y nuestra abuela nos miraba desde la ventana de la cocina y sonreía. Éramos sus preferidos.
Cada verano, repetíamos el ritual. Sois un poco mayores para seguir con ese jueguecito, nos decían tu madre o la mía, pero nos daba igual. Algo había en ese cielo que nos unía, un lenguaje de infancia, un cosmos protector que auguraba tranquilidad, un silencio que solo rompíamos con nuestros cantos y nuestras risas.
Una noche tuviste la mala idea de enseñarme “Lucevan le stelle”. Es muy triste, dije, y además muy difícil. Me atrevo con las canzonettas, pero no con la ópera. No quiero, no la cantes. Es preciosa, es un canto a la vida, afirmabas. Sí, pero cuando va a morir.
La noticia del accidente me llegó un domingo por la mañana y maldije a Tosca, maldije a Puccini y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Después tomé un avión y nunca volví al campo.
Mañana vienen a buscarme para desandar el camino. Me dijeron que la casa sigue igual, pero los árboles deben haber crecido tanto que tendré que alejarme bastante para poder tumbarme en el suelo y buscarte en la Cruz del Sur.
Lenguaje meteorológico
Marieta Alonso
Por las noches, en mis sueños, giro y giro igual que la hermosa Cruz del Sur. Amanezco desnuda, con la almohada y las sábanas por el suelo. No es un problema en el verano, pero en el invierno, gripe segura, decía mi abuela que gustaba de contarme cuentos de su tierra, de allá, de ese hemisferio sur tan lejano para mí y tan cercano para ella.
Mientras estuvo conmigo no recuerdo haber soñado, pero nada más morirse, esa misma noche la vi en el cielo envuelta en una constelación que contenía nada menos que una cruz, tirándome los brazos para que me rebujara en ellos. Unas ansias inmensas de recostarme en su hombro recorrió todo mi cuerpo.
Trabajo me costó volver a dormir.
«Un ñandú macho, parecido al avestruz, pero no igual −recalcaba mi abuela sentada sobre una estrella−, encontrarás dentro de unos años en tu camino. Para saber si él te querrá tanto como yo, debes buscar un arco iris. Cuando lo localices te sientas en una piedra y cada color te interrogará. El rojo con voz aflautada te hará preguntas acerca de los entresijos de la historia; el naranja con voz de tenor te sondeará sobre gramática; el amarillo con voz de soprano averiguará lo que sabes de geografía; el verde con voz de barítono cuestionará tus conocimientos del medio ambiente; el cian con voz de mezzo-soprano querrá saber sobre tu forma de ser, tus sentimientos, no le mientas. El azul oscuro con voz de bajo estará interesado en cómo te comportas con amigos y extraños, y el violeta con voz de contralto hará un repaso de tu comportamiento con la familia. Tras ese exhaustivo examen, el arco iris te dejará subir por los peldaños que te conducirán hasta donde estoy esperándote. Al llegar a la mitad del camino, justo en ese momento, el ñandú gritará tu nombre para que bajes. Querrá decirte algo importante. No te muevas. Es él el que debe subir. Los ñandúes son incapaces de volar pero si se raja, si se echa para atrás en sus sentimientos hacia ti, se tirará al mar. En cambio, si te quiere, a pesar de las dificultades, llegará a tu lado».
La imagen y las palabras de mi querida abuela se diluyen y aparece un avestruz que va tomando la cara de Gonzalo, un compañero de sexto curso de primaria. ¡Guapo, guapo, como actor de cine! Es el novio de mis mejores amigas y a las que intento no envidiar. Me despierto sobresaltada con una gran sensación de vacío. ¡Ay abuela! ¡Qué difícil me lo has puesto! De los siete colores solo el violeta me dará el aprobado, si acaso.
Me gustaron todos gracias por el envio
Gracias a tí, chiquilla, por leernos.
No veo el momento de tumbarme en el jardin con la brújula y esperar lo imposible……. a La cruz del Sur.
Gracias Cristina,me ha encantado.