
Cottage
El origen de las maravillosas casas de estilo cottage se remonta muy atrás en el tiempo, cuando las comunidades agrícolas le dieron vida a la campiña inglesa.
Fue a finales del siglo XIX, en plena época victoriana, cuando los arquitectos retomaron las bases de las antiguas tradiciones de la construcción. Volvió a popularizarse este estilo tan rico conocido como old english, y que tiene como icono el magnífico cottage.
Las historias de este mes transcurren entre los muros de estas idílicas construcciones. En una regresan personajes que la habitaron años atrás; las experiencias de una adolescente que descubre un mundo nuevo; la generosidad de una joven heredera o el desconcierto de una mujer ante la sabiduría de su joven empleado.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Los happy sesenta
Cristina Vázquez
No era su primera vez en Inglaterra durante el verano, pero sí la primera en una familia. Sus padres decidieron enviarla a casa de unos amigos de otros amigos que tenían una hija de la misma edad. Mariana miraba por la ventanilla la cercanía del aeropuerto con una mezcla de emoción e inquietud. ¿La reconocerían?, les había enviado una foto suya.
Estuvo un buen rato esperando después de recoger su maleta, hasta que al fin vio a un señora alta y un poco gorda con una chica pálida francamente obesa, que miraban a todos lados. Se acercó a ellas y dijo quién era. Grandes disculpas y alegría, como en la foto, llevaba el pelo suelto y ahora lo tenía recogido en una trenza, no la reconocieron. So, so sorry.
Brillante pensó, brillante deducción, pero le cayeron bien. Eran parlanchinas y sonrientes. Se quedó extrañada de la blancura rosada del cutís de su futura amiga, Lavinia, y de la blanda carnosidad de los muslos que lucía despreocupada. Mariana no había visto en Madrid una minifalda tan corta y que no levantara ninguna mirada atrevida o salaz. Comprobó que esa iba a ser la medida habitual de las minifaldas inglesas en esos años de finales de los sesenta. Mary Quant y Twigy a la cabeza.
Llegaron a la casa de cuatro plantas en la elegante Sloane Square y les recibió un primo que vivía de prestado en la buhardilla y la empleada española que se iba a las siete de la tarde. Desde que llegó, Carmen, así se llamaba, le advirtió de los peligros del primo, un fresco, ojo con él, por la noche ciérrate la puerta. La miró solidaria, esta gente no es como nosotros. Los ingleses son muy distintos y los hombres muy aprovechados. Cuando se sentó en la cama con dosel de florecitas que daba al minúsculo jardín trasero, a Mariana le invadió un regocijado temor. A lo mejor la libertad era eso.
La siguiente sorpresa fue la cena organizada al día siguiente con el novio de la madre —estaba divorciada y el padre iba por la tercera mujer— y unos amigos jóvenes delicadamente snobs de pelos lacios y estudios en Oxford. Después de cenar se fueron repartidos en distintos coches a la discoteca de moda. Tuvo plena conciencia de felicidad al verse esa noche de verano subida en un deportivo descapotable, deslizándose por calles semivacías con un encantador polaco emigrado del telón de acero y sin nadie que la esperara en casa o la fuera a reprochar el horario. En Madrid no podía llegar después de las diez, atemorizada por la mirada de su padre ante el que no cabían disculpas. I´m happy, very happy confesó al amable acompañante. ¡Qué bueno! le contestó en su precario español.
Esa noche quedó en su memoria como la primera conciencia que tuvo de felicidad y la atesoró para el resto de su vida. Su amiga no había llegado a casa y no apareció casi hasta la madrugada. Sorprendentemente, su madre la reconvino no por haber llegado tan tarde sino por haberla dejado sola, las españolas están acostumbradas a llevar chaperona. Tampoco era eso, le aseguró a Lavinia cuando al día siguiente le lo confesó, y se rieron iniciando así una amistad que duró muchos años.
Se empezó a instalar la rutina. Los jueves se iban al cottage que tenían en Hampshire, volvían los lunes; los martes daban una cena y hacían juegos, como pasarse una manzana de uno a otro sostenida solo por la barbilla del contrincante con el que te emparejaban por sorteo. El contrincante dedicado al rescate de la manzana tenía que ser alguien del sexo contrario, y por supuesto, no podía utilizar las manos. Muchas risas y mucho Pimm`s para los jóvenes. Mariana fue la primera vez que bebía algo de alcohol y bajó las escaleras con la certeza de que tenía alas en los pies. Su vida se debatía entre la excitación, el recelo y la sorpresa.
El polaco venía cada martes a la cena y ella pensó que iba a morir de amor por ese hombre dulce, tranquilo y que le aseguró que si a una chica de dieciséis años no la había besado aún, sería porque era muy fea o muy rara. Y Mariana deseó ser besada, inaugurar la vida con él. No fue así, pero él le escribió cuando se marchó asegurándole que las estrellas los unirían alguna vez.
A la semana siguiente recibió la inesperada llamada de su madre.
—Vamos a Londres por trabajo de tu padre y así os vemos a tus hermanos y a ti.
Llegaban al viernes siguiente. No se pudo ir al largo fin de semana en el cottage y se quedó en la casa bajo la admonitora mirada de la española, que permaneció esa noche para que no estuviera sola. Se entristeció por el cambio de planes y la inoportuna visita de sus padres. Esos largos fines de semana en el campo eran estupendos. El sitio era encantador, le gustaba el olor a hierba fresca, ir a recoger fresas, dar largos paseos a caballo y reunirse con amigos que vivían cerca. A veces venía la hermana mayor de su amiga, también gorda, encantadora y blanca, con su novio. Otra sorpresa fue que dormían juntos sin que a la madre le pareciera mal. Eso sí, Mariana no dejó de ir a Misa ni un solo domingo, aunque tuvieran que desplazarse a otro pueblo, momento en el que reflexionaba sobre lo que estaba viviendo. No hacía nada malo, ni nada se lo parecía, solo era distinto.
Su madre llegó el viernes como estaba previsto, y salió a esperarla a la calle. En ese momento también apareció Tim, el temido primo, sonriente, alto, rubio y despreocupado, que volvía de un viaje. Nunca la molestó ni tuvo que echar la llave de su cuarto. A lo más que se atrevió fue hacerle bromas o pedirle que le enseñara un poquito de español, please.
—Hello my darling —la besó en los labios y abrazó con espontanea alegría—. She es so guapa and simpática—se esforzó en español señalándola ante la aterrorizada mirada de su madre.
El gesto de esta se torció y advirtió solemne a Tim que a su daughter no, no kiss. Creyó que el suelo se abría bajo sus pies y cuando pretendió entrar a la casa a la vez que el primo, la madre despidió el taxi y se quedó con ella.
—Tú te vuelves a Madrid conmigo. ¿Qué es eso de vivir en la misma casa con un hombre?
Dicho y hecho. Llamó a su padre al hotel, pese a las lacrimógenas súplicas de Mariana y juramentos de que no había pasado nada, para pedirle que sacara un billete y decirle que volvían con la niña a Madrid.
El huerto de hortalizas
Malena Teigeiro
Retrepado en su butaca, pensativo y aun sin desayunar, contemplaba el tallado vaso que tenía entre los dedos. Apenas le quedaban unos sorbos del güisqui Macallan que por tercera vez se había servido.
Hacía un año que había adquirido aquel antiguo cottage con puntiagudos tejados de brezo. Recordaba que entonces, lo único que se encontraba en perfectas condiciones eran los jardines y la huerta. Aunque había sido muy caro, tan solo por el abrazo que le dio Martha cuando la llevó a verlo, le mereció la pena adquirirlo. Era el de sus sueños, le decía mientras correteaba por los pasillos, abriendo y cerrando las negras y viejas puertas de las habitaciones.
—Sin embargo, Harry, así no podemos entrar. Hay que ponerlo al día, modernizar la cocina, los baños, en fin…
De nuevo su voz le sonó a cascabeles. Era la misma de siempre hasta que tuvo la mala fortuna de verlo entrar en el Connaught Hotel con Kate Wilson. Desde entonces, apenas le hablaba, y cuando lo hacía, daba la impresión de que hubiera bebido. Aunque él sabía que no.
Martha y Harry se conocieron de niños. La vio crecer graciosa, pizpireta, y aunque para sus padres fuera la joven perfecta, tenía que reconocer que nunca fue la mujer de sus sueños. A él siempre le molestó el interés de ellos por aquella coqueta y alegre chiquilla. Además del título que ostentaba su familia, y de la gran fortuna que Martha había heredado de un tío soltero, también les hacía gracia su lozana alegría. Sin embargo, a él le gustaban otro tipo de mujeres. Sí. Esas siempre con aire sofisticado, ropa interior de seda, y ademanes sensuales y lánguidos. En cuanto sus padres concertaron el matrimonio, ella, radiante, feliz, le confesó que desde niña soñaba con aquel momento, que siempre fue el hombre con el que quería pasar su vida.
Le resultaba curioso que desde el momento en que abandonó la casa y por consiguiente a él, descubrió que con ella se había marchado una parte de su ser. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta hasta entonces de lo mucho que la quería? Y después de que le confesara a Kate lo confuso que se hallaba en aquel momento, de que sentía la necesidad de separarse, de cortar con ella, se dedicó a encontrar el modo de reconquistar a su mujer. Decidió que para ello nada mejor que adquirir una casa en Escocia, una como la de los cuentos de hadas que les leían de pequeños y de la que Martha siempre le había hablado con una ilusión casi infantil. Se dedicó a buscarla y la encontró. Ni por un momento dudó en comprarla.
En el abrazo que ella le dio estaba su perdón. Y fue tan rápido, tan encantador, que tuvo el sentimiento de que quizá se había excedido, que podría haber comprado algo más sencillo. ¡Pero ya estaba hecho! A partir de ese momento, se consagró a poner la casa al día, decía ella. Entraron albañiles, carpinteros, tapiceros. Tenía que reconocer que el gusto de su mujer era exquisito, quizá un poco presuntuoso, pero aquella exquisitez le estaba costando una fortuna. Aunque fuera la de ella, no dejaba de pensar.
Los primeros que le hablaron de ellos, fueron dos albañiles. Le informaron de que cada vez que intentaban tirar la pared de un pequeño cuartito con el fin de agrandar el dormitorio principal, alguna fuerza que no entendían les impedía hacerlo. Los ruidos, los movimientos que se producían, les hicieron temer que se podría caer la casa, por lo que decidieron dejarlo como estaba. La segunda, fue a través de la cocinera. Según ella, cuando encendía la cocina de carbón para hacer los asados, otro de los caprichos de Martha, a través de la chimenea comenzaba a discurrir una corriente de aire tan fuerte que le apagaba las brasas. La siguiente, fue durante un paseo. Recorriendo los alrededores de la finca, se encontraron a un hombre que los saludó. Después de unas breves palabras, les preguntó si los inquilinos antiguos los molestaban mucho. Pero no fue hasta que renovaron las verduras del huerto cuando vieron que alguien había vuelto a colocar las hortalizas que ellos habían arrancado. Aunque preguntaron por los anteriores propietarios en el pub, en la tienda de comestibles, y hasta en la pequeña oficina de correos, no lograron que nadie les diera alguna razón con la que pudieran desentrañar el misterio.
Una noche, ambos se quedaron escondidos detrás de uno de los ventanucos de la planta alta. Justo cuando la luna cubría el campo, vieron aparecer a una joven doncella. Era delgada, de piel casi transparente, e iba apenas cubierta por una blanca túnica. Colgada del brazo llevaba una cesta de la que sacaba los esquejes que poco a poco, fue plantando.
A la mañana siguiente, su mujer se volvió a su residencia de Londres. Pero antes, se encaró con él. A ella no la engañaba, casi le gritó. Y añadió que se iba porque ahora conocía su verdadera intención al comprar aquel bellísimo cottage. Sí. Estaba segura de que era él el que había contratado a aquel lánguido espíritu con la intención de que del susto le diera un infarto y así quedarse viudo para poder casarse con Kate.
Pero lo que más le dolió fue que justo antes de cerrar la puerta, Martha le gritara que no se olvidaba de que cuando vendiera la casa tenía que devolverle el dinero que ella había gastado en las obras.
¡Qué mezquina! Con la ilusión con que él la compró, pensaba sin dejar de ver la imagen de Kate paseando por los jardines.
Claroscuros
Liliana Delucchi
—Como no llegue una buena lluvia, perderemos la cosecha.
—Tuvimos un buen verano, señora, un poco seco, pero incluso de lo malo se puede sacar algo bueno.
Levanto la cabeza para mirar los ojos un poco estrábicos de Tomás quien, hasta en las situaciones más complicadas, encuentra algo positivo.
—Seguimos necesitando lluvia.
—Sí, señora, pero si llueve mucho se retrasarán en la reparación del tejado.
Me fastidia que su simpleza invariablemente tenga razón y lo dejo con la azada en medio del huerto. Hace calor, iré en busca de un poco de limonada. Nos la merecemos.
Dentro de la casa me recibe el frescor que proporcionan los largos techos y la sombra de los árboles; en la cocina revolotean moscas tardías y el zumbido de alguna abeja. Miro por la ventana y veo a Tomás inclinado sobre esa tierra negra que nos da tanta alegría como pesares.
Apareció por nuestra propiedad siendo casi un niño, con la gorra entre sus manos y su caminar un poco renqueante, pidió trabajo. De peón, de jardinero, de lo que quiera, señora. Soy diligente, hablo poco y no cobro mucho. Me conmovió su humildad y aunque en aquellos tiempos no precisaba sus servicios, lo contraté. Necesitamos un chico para todo, le dije a Guillermo, mi marido de entonces. Como de costumbre se opuso, pero la casa, el terreno y el dinero con que pagaría eran míos, así que no hubo más discusión.
Tomás cumplió con su palabra, desarrollaba su actividad en silencio y siempre aceptó su paga sin esperar un céntimo de más. Lo que quería era más trabajo. Una tarde me pidió dinero para comprar pintura y restaurar la caseta de herramientas, a lo que siguió las paredes exteriores o el papel de mi salita. Fue allí donde una tarde lo sorprendí revisando unos libros. Su mirada de cachorro me conmovió y le dije que podía coger el que quisiera siempre que los devolviera al mismo sitio. Así me enteré de que no sabía leer y decidí poner fin a esa carencia. Mi familia lo llamaba mi protegido, aunque dados los acontecimientos posteriores, quizás la cosa fuera al revés.
El cuidado de ese joven y la reflexión sobre sus conjeturas que por simples eran de lo más profundas, llenaba los días que se habían vaciado desde que mis hijos se instalaran en la ciudad y la distancia con mi cónyuge se ampliaba. También me aferré a la vida más allá de los muros del cottage, encontrando cierto alivio pasajero en esa forma de olvido que hace de la sociedad un verdadero anestésico para algunas formas de desgracia. La influencia de esa atareada vida indiferente puede ahuyentar a menudo cuestiones que se aferran al espíritu como la carne al hueso, y si bien no llegué a experimentar una liberación perfecta, al menos sentía la obligación de disimular mi ansiedad. Hasta que llegaba a casa y encontraba a un macho cabrío desahogando sus frustraciones contra lo primero que encontraba, que a veces era yo.
Una noche, después de una violenta discusión con Guillermo, una de esas en que el exceso de alcohol y mujeres que le proporcionaba la taberna del pueblo lo devolviera a mi lado en estado lamentable, mi marido salió de nuestra habitación dando un portazo. Mi desolación, lágrimas y angustia me produjeron una sed intensa por lo que decidí bajar en busca de agua. Cuál no sería mi sorpresa cuando, al abrir la puerta del dormitorio, encontré a Tomás tendido delante de ella, cubierto con una manta. A pesar de mis ruegos no quiso marcharse y permaneció allí, acostado como un perro guardián, cuidando de mí toda la noche. Esa y las siguientes, hasta que una madrugada escuché tantos golpes y ruidos detrás de la puerta que acudí en defensa de mi protector con un atizador de hierro que partió la cabeza de quien fuera mi esposo.
En medio de las tinieblas Tomás y yo nos dejamos los brazos y la espalda cavando un hoyo profundo en el huerto. A nadie sorprendió la desaparición de mi marido, ya que era conocida su relación con una joven que había partido de la ciudad unas semanas antes.
Cuando después de una primavera lluviosa los frutales y hortalizas convirtieron el pobre huerto en un vergel, Tomás dijo por primera vez aquello de «incluso de lo malo se puede sacar algo bueno».
Don erre que erre
Marieta Alonso
A pesar de la paz que se respiraba había algo inquietante. El otoño olía a chamarasca, a setas, a castañas. Hacía tres meses que la casa estaba cerrada a cal y canto tras la muerte de tía Manuela. Ella llegó a aquel pueblo cuando todavía la luz y el agua corriente eran un lujo de la gran ciudad. Tenía veinte años. La enterramos con noventa y ocho.
Soy la sobrina nieta. Su única familia. Y aquí he llegado al anochecer para la lectura del testamento, quitar lo inservible y ponerla a punto para vender. El pasado, como huésped incómodo, se instaló en mi mente. Aquellos veranos entre los árboles, saltando a la comba y jugando al escondite con mis tres amigas. ¿Quedaría alguna en el pueblo? Y como respuesta, la puerta empujada por el viento se abrió bruscamente.
—¿Hay alguien aquí? —esa voz ¡No!, me pilló desprevenida.
El hombre que esperaba en la entrada era todo barriga, con los cabellos grises cortados a la manera de Cristóbal Colón y con un garrote en alto, que no era de roble, sino de nogal, especificó.
—Hola, Gervasio. Soy yo. ¿Cómo estás?
—Ya era hora de que vinieras. Quítate de la mente vender la casa. ¡Me niego!
Era el viejo enamorado de mi tía, que no la dejaba ni a sol ni a sombra. Ella nunca se casó y aquel hombretón nunca perdió la esperanza. Era así: optimista, tozudo, buena persona.
Estuvimos hablando largo y tendido. Sin embargo, él reiteraba una y otra vez: «No se vende. ¡Me niego!». Era como un disco rayado por lo que dejamos la conversación para el día siguiente, que a la luz de la mañana las cosas se pueden comprender mejor, rematé.
Se marchó con la porra en alto repitiendo bajo y contundente: —No se vende.
En la curva, antes de desaparecer, se volvió a mirar la casa. Dos lágrimas rodaban por sus mejillas. Leí en sus labios: «¡Me niego!».
Al quedarme sola estuve dando vueltas por todos los rincones. Apareció mi caja de tesoros. Abrazada a ella subí al desván y encontré mis disfraces envueltos en papel de china, los mantones de la tía, la jícara para el chocolate. Y pensé que para lo que le quedaba de vida a Gervasio, solo un año más joven que tía Manuela, no merecía la pena darle tamaño disgusto.
Cristina
Delighted to share stories with you!!!
Mil gracias a las cuatro cuentistas
Besos
Elena.
Mil gracias por leernos.
Gracias siempre a ti Elena. Espero que hayas tenido un buen verano,
With love
Cristina