
Cometas en el aire
Una cometa es una máquina voladora formada por una estructura plana o tridimensional construida de un material muy ligero y recubierta de una tela o papel. El conjunto se amarra a uno o a varios hilos y, al ser soltada, se mantiene en el aire por la acción del viento.
Aunque su origen es incierto, se supone que la inventaron en la antigua china y que alrededor del año 1200 a.C. se utilizaban como dispositivo de señalización militar.
La foto que ha inspirado los cuentos de este mes, corresponde a la celebración que se lleva a cabo en la playa de La Concha, en la isla de Fuerteventura. Son relatos que van desde el cambio que producen las cometas en la imaginación de un niño, un hombre que reencuentra su infancia, una mujer que se reconcilia con su pasado o alguien con ansias de volar.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
El perdón
Cristina Vázquez
Vituperar, esa fue la palabra que salió de la boca de su madre. Una palabra que había oído a su tía hacía tiempo y que ese sábado, a Elena, mientras miraba la cometa, le revoloteó en su cabeza igual que una paloma malherida.
Al hablar del concurso de cometas, solo tenía el recuerdo infantil que se acomodaba en un verano lejano. El único que fue con su madre al pueblo. Lo que rememoraba con claridad era la cara desencajada de esta cuando la agarró casi con violencia de una mano.
—Esta misma noche tú y yo nos largamos de este pueblo de miseria —soltó enrabietada.
La niña sintió una sacudida electrizante en el brazo que la asustó.
—Nunca debí volver —oyó sollozar a su madre esa noche insomne.
Vivían en una ciudad pequeña del sur de Francia con su padre, un notario respetable y corpulento. Hablaban entre ellos mezclando el español y el francés con la soltura de un idioma común, casi secreto. En agosto se llenaba de veraneantes para en invierno quedarse un tanto vacía, pero a Elena no le importaba retomar el ritmo apacible, protegerse de la lluvia bajo los soportales al volver de la escuela y ver desde la ventana de su cuarto las luces de los pesqueros en el puerto.
—Eres igual de tranquila que tu padre.
Esta frase la repetía su madre después de que él se hubiera ausentado de la mesa. Al hacerlo recordaba la pesadez de un animal prehistórico un poco adormilado, pero en su cara mofletuda y amable siempre despuntaba una sonrisa. Elena sentía que su padre levantaba a su alrededor una especie de aire protector hacia ella que la llenaba de seguridad y de una ternura cabal. Al pasar a su lado siempre le acariciaba la cabeza y susurraba ma belle petite.
Notaba hiriente la mirada de la madre y un gesto de inquietud se insinuaba en su cara, muy leve, casi imperceptible, pero Elena lo reconocía y dudaba detrás del tazón de chocolate si iba dirigido a ella o a su padre. Sabía que su madre se tuvo que ir a Francia porque en el pueblo no quería ni podía quedarse, le contó una vez la tía Paula que vino de visita.
—Fue muy lista y valiente, pero es que…—le contestó al tratar de saber por qué se había marchado de España.
—¿Por qué? —insistió la niña.
Por qué, por qué. Era demasiado curiosa, le dio un toque con el dedo en la mejilla, pero ya tenía edad para saberlo. Las cosas se complicaron en el pueblo y ese hombre, maldito sea, era demasiado poderoso. Se echó hacia atrás en el sillón en el que estaba sentada. Y malvado también. Casi mata a su madre porque no se quiso ir con él y encima, la vituperaron los charlatanes. Y ella se vino a trabajar aquí, continuó satisfecha, conoció a mesié Segú o Seguí o como se diga y se quedó tan contenta y hecha una señorona.
—Él es una bella persona —terminó señalando a un indefinido lugar.
Los pasos contundentes que se oían al acercarse su padre siempre ponían a la madre en una situación de alerta, como si temiera algo. Con el tiempo comprendió que era una especie de temor a sí misma, igual que si creyera que la presencia pacífica y silenciosa de ese hombre pudiera evaporarse y surgir otra realidad que solo ella sabía.
Los sábados por la mañana el padre la llevaba a la playa o a un campo cercano a volar cometas, muchas de ellas fabricadas por él mismo en la buhardilla de su casa donde había montado un taller de oficios, como él lo llamaba. A ella le gustaba mirarle cuando encolaba telas o papeles sobre estructuras ligeras de madera y, poco a poco, fue aprendiendo también a hacerlas. La madre subía a veces y recordaba en rudo francés que en su pueblo hacían un concurso de cometas en verano.
—¡Como a veces hacía tanto viento! —aseguraba soñadora y una dulzura inusual bañaba su rostro.
Parecía más joven, más hermosa, cuando hablaba de esas cometas. Algún año el cielo casi desaparecía con los colores. Era la cosa más bonita que había visto nunca.
—¿Por qué no vamos? —preguntó Elena.
Era la mañana de un lluvioso sábado en que los tres se encontraban alrededor de la cometa en forma de paloma que el padre estaba acabando. Se miraron por encima de ella y, en un tono de forzada broma, él aseguró que sería muy buena idea que la pudiera hacer volar el verano siguiente en el pueblo de su madre. La mujer se puso tensa.
—No tiene ninguna gracia —aseguró—. No pienso volver.
—No era una gracia, es una oportunidad de perdón. ¿No crees que ya va siendo tiempo? —remató con dulzura mientras clavaba una grapa en el bastidor.
—Pero me volverán a vituperar —aclaró en español, casi con lágrimas en los ojos.
—Mais non, Elena la hará volar más alta que ninguna. ¿Verdad ma petite?
La cometa de seda china
Malena Teigeiro
Después de llegar de un largo viaje a China, el padre de Pedro sacó de la maleta despacio, casi como un prestidigitador, uno a uno, los regalos comprados en el lejano país. Eran un mantón bordado que le regaló a su madre, una caja de pinturas de geisha para Lola, su hermana, y una cometa para él. Su regalo venía dentro de una larga y estrecha caja de madera lacada en negro recamada con incrustaciones de nácar. Le dijo que la adquirió en un anticuario chino. Al tiempo que se la entregaba, le contó que al hombre le colgaba sobre la espalda una raquítica trenza. Mientras él admiraba el estuche de la cometa, el chino le dijo que la había recogido entre los escombros de un antiguo palacio de Pekín. Y que después de haberla estudiado mucho, llegó a la conclusión de que había pertenecido a un sobrino de la poderosa emperatriz Cixí. La cometa tenía forma de mariposa. A modo de timón entre las alas de seda de colores, arrastraba una larga cola de lacitos azules. A él le sorprendió que el cordel de la bobina fuera hecho con hilo de oro. Al menos a él así se lo pareció. Le dijo también que los adornos que lucía en las alas eran láminas de pan de oro, y que tuviera cuidado de no volarla muy alto, ni a las horas de mucho sol, porque aquellas finísimas laminitas se podrían fundir.
Nervioso, Pedro, que quería verla en todo su esplendor, extendió la cometa sobre la mesa. Y fue entonces cuando su madre, siempre tan práctica, quiso hacer con ella una lámpara. Él se negó.
Al día siguiente bajó a la playa al atardecer. Iba con su padre y juntos la hicieron volar. Se sorprendieron de lo rápido que se elevó. Parecía una mariposa con vida propia y con deseos de escapar. A partir de esa tarde, y mientras duró el veraneo, padre e hijo bajaban a volarla con la brisa del ocaso, a esa hora en que el sol, ya más frío, no podía hacer daño a los adornos de oro.
Desde la primera tarde, se les acercó Beatriz, la hija del director del banco de la ciudad. Ella y su familia vivían todo el año en la playa, en una casa vecina a la suya. Era una niña morena, de trencitas delgadas y pestañas negras y largas que daban sombra a sus achinados ojos azules. Corría detrás de Pedro y su cometa y su risa se unía a la del chico. A veces incluso lo hacían cogidos de la mano. Una tarde su padre colocó la bobina de hilo entre los dedos de Beatriz. La niña corrió por la arena y ellos lo hicieron detrás. Iban asustados, pues parecía que de un momento a otro la cría fuera a elevar el vuelo detrás de aquella enorme mariposa de seda de colores.
Poco a poco pasó el verano y cuando una mañana ventosa iban a salir hacia la ciudad, Pedro decidió dejar la cometa guardada en la casa de Beatriz. En Madrid no tenía un espacio donde volarla y era posible que su madre no pudiera soportar la tentación de hacer la famosa lámpara de la que no dejaba de hablar. La niña, con los ojos brillantes y las mejillas rojas, apretó la caja contra su pecho como si fuera su más preciado muñeco.
—Yo te la cuidaré siempre —su voz parecía que fuera a caer en un emocionado llanto.
Sin embargo, en aquel viaje de vuelta no todo sucedió como se esperaba. Casi llegando a Madrid, un autobús se echó encima del pequeño coche. Fallecieron los padres. Pedro y su hermana se quedaron a vivir con sus abuelos, que lo primero que hicieron fue vender la casa de la playa. Nunca, decía su llorosa abuela, nunca volvería a circular por esa carretera.
Pasaron los años sin que Pedro olvidara su cometa de seda. Y cuando tiempo después volvió a aquella playa y se acercó a la casa de Beatriz, se encontró que en ella vivía otra familia. A don Jorge, hacía años que lo trasladaron de plaza, le comunicó el nuevo director del banco.
Desde que se independizó, Pedro todos los años volvía a pasar algunos días en aquella playa. Y todos los atardeceres, paseaba por la arena con la mirada fija en el cielo. Era un mero acto de romanticismo, le confesó una tarde a Marcela, su coqueta y presumida novia. Tenía el presentimiento de que iba a recuperar su cometa, le susurraba muy seguro de lo que decía. Y ella, que deseaba veranear en alguna playa de moda, poco tardó en dejarlo, cosa que a él pareció no importarle demasiado.
Una de esas vacaciones, paseando al atardecer por la arena la vio. A lo lejos una joven sostenía el hilo de oro de la mariposa de seda. Cerró los ojos y como cuando era niño, revivió las tardes en las que, junto con su padre, corría detrás de la cometa. Es la tuya, le decía inquieto su corazón que palpitaba con tanta fuerza que creyó que iba a salírsele del pecho. Si esa era su cometa, Beatriz tenía que estar allí.
Cuando llegó a su lado, la joven alargó la mano para entregarle la bobina de hilo de oro. Con ella entre los dedos, sintió que un rayo le recorría la espalda. Miró al cielo. Detrás de las alas de colores le sonreía su padre. Cerró los ojos y se desplomó sobre la arena.
El viaje
Liliana Delucchi
El día que encontré a Anastasio en la playa tumbado boca arriba, el aire estaba limpio y corría la brisa de principios de septiembre. Levanté la mirada y pude ver algunas cometas bajo las nubes. Como a él le habría gustado.
La noche anterior hizo mucho calor. Pese a la oscuridad, se intuía un cielo amenazador y el bochorno presagiaba la tormenta que no tardó en descargar una lluvia torrencial. Alrededor de medianoche, cuando estaba leyendo, oí unos ladridos que venían de la terraza. ¡Imbécil de mí! Tom se había quedado fuera.
Abrí el ventanal para que entrara, pero no lo hizo. En vez de eso, se dirigió hacia la baranda, bajó los escalones hasta el jardín y me condujo a los pies de la higuera. Yo estaba empapado y mi perro también, pero aún más mi vecino.
—¡Por el amor de Dios, Anastasio! ¿Qué haces aquí?
Por toda respuesta, el hombre se escondió entre las matas que rodeaban el árbol.
Al acercarme intenté moverlo para ver si estaba herido. Pensé llamar a emergencias, pero había dejado mi móvil en el salón y mi fiel can no era de especial ayuda. Lamía la cara del hombre mientras escarbaba la tierra de su alrededor.
No tengo una constitución fuerte, más bien soy canijo, pero me he dado cuenta de que ante situaciones difíciles el ser humano saca fuerzas de donde no las tiene. Todavía me veo cargando los casi noventa kilos de Anastasio a través del jardín hasta depositarlo sobre la tumbona de la terraza. Lo examiné para determinar si estaba herido. No. Solo roñoso y mojado. Limpié su cuerpo lo mejor que pude con una toalla húmeda y le cambié la ropa. Mi hermano, quien tiene más o menos su misma talla, había dejado un chándal de deporte con el que yo intentaba vestir a mi vecino.
—¡Ayúdame un poco, hombre! —decía mientras forcejeaba para ponerle los pantalones.
Me hizo caso y levantó una pierna. En ese momento vi una triste sonrisa en su rostro y pude escuchar un leve «gracias».
—Esta mañana vi cometas en la playa —dijo.
Yo no era capaz de comprender el significado de esas palabras, pero no era momento de insistir. Ya hablaría si ése era su deseo.
—Necesitas algo fuerte. Vuelvo ahora mismo.
Me dirigí a la cocina a preparar un poco de café, aunque pensándolo mejor, lo cambié por un whisky. Lo bebió de un trago.
Para ese momento, Tom había subido a la tumbona y restregaba sus pelos mojados contra el chándal seco. Mi cachorro no me ayudaba. Pensé ordenarle que bajase, pero al ver a mi vecino acariciándolo, no lo hice.
No recuerdo cuánto tiempo permanecimos a resguardo de esa tormenta. En silencio. Anastasio y el can en la tumbona, yo en una silla, mirándolos, a la espera de una explicación.
—Me hubiera gustado volar con ellas. Con las cometas —dijo incorporándose y extendiéndome el vaso. Lo rellené con un poco más de whisky.
—Siempre me gustó volar —continuó mientras hundía sus dedos en la pelambre del perro—. A Lucía también le gustaba. Tanto —rió sarcástico— que me dejó por un piloto.
—¿Lucía se ha marchado?
—Esta tarde.
—Lo siento.
—No tanto como yo —volvió a reír. Pero esta vez sin sarcasmo, aunque su voz tenía el eco del alcohol.
—En casa no tomamos, así que no hay bebidas. ¿Me puedo llevar esta botella?
—Me parece imprudente, sobre todo si no estás acostumbrado.
—Sé que no lo dices por tacañería, pero una buena borrachera ayuda a dormir. Y yo lo necesito esta noche.
Mientras lo acompañaba hasta su casa, pensé que no me había dicho qué hacía en mi jardín, pero no era momento de preguntárselo. Lo haría al día siguiente, cuando fuera a ver cómo estaba.
Y lo vi. Pero no en su casa porque no estaba, sino en la playa. Tumbado en la arena boca arriba, con un frasco de barbitúricos en la mano y los ojos abiertos. Parecía contemplar las cometas.
Buen viaje, querido amigo.
Cuando sea mayor
Marieta Alonso
A la hora de comer mi padre dijo:
—Si queréis podemos ir a…
No le dejé terminar la frase. Fui corriendo a buscar mis cometas.
Mi madre pensó en quedarse. Después de recoger la mesa y fregar se pondría a leer. A descansar de nosotros. Pero su afán de enseñarnos pudo con ella.
Se supone que la cometa nació en China hace más de dos mil quinientos años, dijo como si fuera una confesión. Y solo con eso mi padre buscó esparadrapo, cortó unos cachitos, nos los colocó en las comisuras de los ojos y de repente éramos una familia de ojos rasgados.
¿Y cuál fue su origen?, habló la que manda en casa. El que no gobierna me dio un codazo para que le sacara del apuro y comencé a inventarme un cuento:
Érase una vez un campesino chino que trabajaba en los campos de arroz de sol a sol cuando de pronto vio con horror que el viento se llevaba su sombrero de bambú hacia arriba, hacia arriba, hacia arriba. Hasta que en vez de un sombrero parecía la vela de un navío o un pájaro que emigraba en busca de una vida mejor, como nosotros, o tal vez una serpiente voladora.
—¡Venga! ¡Iros a la playa! ¡Se hace tarde! —aconsejaron los abuelos.
Como mi papá sabe hacer de todo, tengo cometas de dos, tres y hasta de cuatro hilos, también hizo un carrete para manejarlos. Los tengo de muchas formas y colores. Aquí, en mi colegio de Torrevieja, las llaman cometas, pero en Cuba eran papalotes. Hoy, mi héroe, me ha hecho una pequeña con papel doblado y me ha dicho que a estas en cubano las llaman chiringas. Me gustó ese nombre.
También sé por mi mamá que los romanos las emplearon como estandartes y servía a los arqueros para conocer la dirección del viento. A Benjamín Franklin les gustaba como a mí, jugar con ellas, y jugando inventó el pararrayos. Lástima que ya estén inventados el paracaídas y el parapente, que tienen influencia de este juego. Podía haberlos hecho yo si no hubiese nacido demasiado tarde. Hasta Goya, un pintor español muy famoso, tiene un cuadro llamado «La cometa».
La abuela ha prometido comprarme un libro de Julio Verne, uno titulado: «Dos años de vacaciones». Este escritor hace volar a uno de sus personajes agarrado a un papalote para explorar una isla. El abuelo me cuenta en secreto que en realidad es la isla Hanover en Chile, aunque el autor la llamó de otra manera para darle mayor misterio.
Hasta ayer quise ser un famoso científico o un arriesgado bombero, pero a partir de hoy, como me gustan tanto las palabras, de aquí y de allá, puede que emule a ese francés escribiendo sobre el vuelo de mis cometas.
Me ha gustado mucho. Hoy se lo voy a leer a mis sobrinillos.
Muchas gracias.
Espero que les haya gustado a los niños. Un abrazo
Cristina,
Que precioso relato tan triste y alegre,
Cuatro cuentos muy buenos y melancólicos.
Elena.
Querida Elena cuánto me alegra leer tus palabras siempre siempre.
Besos
Muchas gracias Elena. No sabes lo que ayudan vuestros comentarios.