
Los cocodrilos de Cartier
Esta joya, encargada a Cartier en 1975 por la actriz mexicana María Félix, está realizada con 1.023 diamantes amarillos de talla brillante, con un peso de 60 quilates y 1.060 esmeraldas con un peso de 66,86 quilates. Los ojos de los cocodrilos son dos cabujones de esmeralda talla navette y dos de rubí.
Están completamente articulados y puede llevarse indistintamente como broches individuales o como collar, en cuyo caso, y para no lastimar el cuello, las patas del lado interno han de ser reemplazadas por motivos que las figuran dobladas.
Cuenta la leyenda que María Félix (1914-2002), actriz y cantante mejicana, entró a la casa Cartier en 1975 y quitándose el abrigo de visón los sorprendió diciendo: “Quiero que me hagan un collar igual que esta belleza”. Como si fuese una estola, llevaba una cría de cocodrilo alrededor del cuello. El encargado, acostumbrado a las excentricidades de la actriz, y siguiendo el lema de la casa de que nada es imposible, aceptó el reto. Al despedirse, ella dijo: “Dense prisa. Crecerá pronto.”
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Demasiado tarde
Cristina Vázquez
La caja de madera con las dos iniciales entrelazadas en el centro, le dieron un vuelco al corazón. La había traído un muchacho esa misma tarde al dar las cuatro en la campana de la iglesia. Cuando se recompuso de la impresión, sentado en una butaca la abrió y leyó el papel amarillento. Se vistió de riguroso luto, se caló el sombrero hongo que guardaba en el altillo y que tanta gracia le hacía a ella. Pareces un falso inglesito con ese sombrero ridículo, le soltaba entre burlas y desprecios consabidos. Él bajaba la cabeza y le ofrecía el ala del sombrerete de marras, para que ella con un certero golpe del dedo se lo lanzara hacia atrás.
—Pero con tu aspecto tan morucho, ¿a qué disfrazarte de lo que no eres? —le repetía, y se alejaba dejando tras ella una estela de perfume y decepción.
Iba desgranando medio siglo de recuerdos en esa tarde negruzca y cálida, mientras se dirigía, con pasito corto de hombre apocado, a la casa, hoy venida a menos y en su día espléndida, de la única mujer a la que había amado. Pese a sus siete hijos, cuarenta nietos y una viudedad larga y tan descolorida como fue su matrimonio, su corazón seguía latiendo con solo oír pronunciar su nombre, Analisa.
Cuando la conoció, arrebatada entre las luces de unos fuegos artificiales que su marido, respetado y maduro general de fabulosas patillas y héroe de la guerra de la Independencia, ofrecía a la ciudad de Ocampo, en la que él, Edelmiro, representaba a la rica burguesía, que tanto ayudó al triunfo de las tropas, Analisa le pareció de una belleza extraña. Alta, morena y huesuda, con un moño estirado en lo alto de la cabeza, unos gestos de amazona impertinente y unos brazos y dedos cuajados de joyas. Un ídolo al que había que adorar. Él se quedó embobado, no solo por su imponente presencia, sino porque cuando cesaron los fuegos pudo comprobar que tenía los ojos de diferente color. Uno verde como un lago inesperado y el otro rojizo. Con el tiempo supo que se debía a un accidente jugando con su hermano, pero ella contaba diferentes versiones: una espina que se le clavó al tener que huir al galope de unos atracadores, un padre perverso que la amenazó con un carbón al rojo, y la chispa que se desprendió, le tiznó el ojo del color de la brasa. Pero al mirarla de frente, Edelmiro sufrió una insoportable combustión de todo su ser, que nunca le abandonó.
La siguió por los paseos, dio recepciones para que acudiera a su casa, organizó festejos para que ella fuera la reina y Analisa, apoyada en el brazo y la consideración de su respetado esposo, el héroe, deambulaba por su corazón y los salones con igual soltura y desfachatez.
Un día sus desiguales ojos le prometían el cielo, con tal intensidad, que Edelmiro estaba dispuesto a abandonar esposa y siete hijos y ofrecerle el mundo y el mar solo para ella. Otras, recorría un lugar sin apenas percatarse de su presencia, o parecía no reconocerle cuando le hablaba.
La gente empezó a murmurar de ella, loca, caprichosa, de dudoso origen y arrebatada por las joyas con las que se recubría, dándole un aire vulgar, según las señoras entendidas y apoltronadas en sus prestigiosos apellidos. Pero nada desanimaba al atento y lejano amante, pues ella nunca aceptó ninguna declaración de él. Siempre le respondía con una broma, como la del sombrero hongo, o de otro estilo aún más mordaz.
Pero el tiempo fue pasando. Se quedó viuda del héroe, la gente dejó de llamarla y la otrora espléndida Analisa se fue ajando como el recuerdo del imponente marido.
Pese a seguir cubierta de joyas, Edelmiro supo que el esplendor de las mismas era falso, pues tuvo que vender y empeñar muchas de ellas para seguir subsistiendo, pero nunca hubo una queja, ni una cara de apocamiento. Y una tarde, traspasado como siempre su corazón de inevitable aunque irresoluto amor, se presentó en su casa y le ofreció una joya que había encargado en Paris para ella, hacía mucho tiempo y nunca se atrevió a dársela. Se la entregó en la penumbra de una tarde como la de hoy, negruzca y bochornosa, en la que se podía oír el caer de una hoja y el trino mortecino de algún pájaro.
Cuando ella abrió la caja de madera con sus iniciales grabadas, se quedó sorprendida al ver esos dos animales entrelazados, dos cocodrilos unidos y amenazantes a la vez. Uno con los ojos de rubí y el otro de esmeralda.
— ¿Así me ves? Como un animal peligroso.
— No, así son tus ojos. Uno de pasión, otro de esperanza, y así te amo yo.
Ella guardó la caja y le besó prolongadamente. Edelmiro temblaba y fue tanta la emoción que perdió el sentido. Se despertó entre almohadones, abanicado por Analisa que se reía.
— Mi pobre morucho, eres demasiado sensible.
Le devolvió su sombrero hongo. Él avergonzado bajó la cabeza para que ella se lo empujara con el dedo, pero esta vez se lo caló con las dos manos y volvió a besarle. Que no jugara a lo que no era, ni inglés, ni amante fogoso, le aseguró sonriente.
La frase que acababa de leer en el papel amarillento de la caja, incrustado entre las bocas de los cocodrilos, “A mi manera morucho, yo también te quiero”, le golpeaba de tal manera el corazón, que no pudo llegar a la casa de ella a darle el último adiós.
El amante
Malena Teigeiro
Esperaba fuera del umbral, apoyada en la encalada pared, el cigarro entre los labios pintados de rojo y la cara levantada, como un lagarto al sol. De vez en cuando se llevaba la mano a la sien. Quizá buscaba una caricia o intentaba tapar algún golpe. Luego la bajaba hacia la nuca, libre del cabello recogido en un moño debajo del sombrero. Arrogante, mostraba el cuello blanco, largo y esbelto como una columna griega. Hacía años que no llevaba el collar de los cocodrilos. Pero aquella mañana, con la altanería que nunca había perdido, olvidados sus miedos, quería que todos la vieran con las joyas puestas.
Sólo tenía dieciocho años cuando contrajeron matrimonio, ella ya encinta. Después tuvieron otros dos. Los tres fueron para él el medio de asegurar los beneficios esperados. Siempre pensó no los quería, que tuvo los hijos igual que el que compra terneros en la feria para dejarlos engordar en los pastos y venderlos bien.
Cuando lo conoció era alto, moreno, con el pelo negro en suaves ondas y los ojos verdes como las olivas. La esperaba a la salida de la iglesia, primero, después galopaba por los campos hasta encontrarla. Y ella, una calurosa tarde de verano, debajo de los carrascales, se le entregó. A partir de entonces solo deseaba ser la única que recibiera sus besos. Y él, que enseguida lo supo, llevado por el deseo de hacerse dueño de su patrimonio, sabiéndola loca de deseo, enamorada, la besaba, y poseía una y otra vez hasta que colocó la hacienda a sus pies, sin escuchar la voz de su ama, que le avisaba de sus manejos.
Poco a poco fue perdiendo las formas y sin importarle la humillación a la que la sometía, llenó la casa de jóvenes, de sus asistentes, los llamaba, y que, antes o después, igual que llegaron sin saber nadie de dónde, se fueron. Ella callaba, finge que no se entera hasta que una noche al entrar en el dormitorio, se encontró con que el último estaba acostado en su cama, entre los lienzos de su ajuar. Cerró la puerta y no volvió a entrar.
Llegó invitado, pero no se supo nunca por quién, a una velada. Era delgado, de tez clara y pelo castaño, con ojos azules de parpadeo lánguido. Él, en cuanto lo vio, enloqueció de amor. Lo vestía con terciopelos y encajes, como una mujer, sin importarle que los trabajadores de la finca lo vieran. Y lo llenó de joyas, de esas joyas en forma de reptiles que a él tanto le gustaban. Hasta puso encima de la mesilla de noche su fotografía con el collar de cocodrilos que le había regalado a ella en su compromiso. Cuando lo sentó a la mesa, se levantó y no volvió a hablarle.
Y ahora ninguno de los dos estaba. Uno había huido por el terror al contagio del VIH. Y a al otro se lo acababa de llevar la misma miserable enfermedad durante la noche.
Cuando el nuevo administrador la despertó para decirle que había fallecido, ella le dio las gracias y se dio media vuelta. El ama, ya vieja y renqueante, abrió las ventanas y la luz de la lasciva luna cayó sobre las sábanas que la cubrían, como lo hacía su esposo antes de abandonarla. Niña, vélalo, le rogó la anciana, aunque solo sea para que te vean. Pero se negó a hacerlo. Se puso la bata y mientras tomaba un café, le pidió que le dijera al administrador que en media hora lo esperaba en el despacho. Sentada en el sillón de su padre, se reclinó con la mirada fija en la puerta. Al verlo entrar, altanera, sin siquiera saludarlo, se levantó y acercándose, le pidió la llave de la caja fuerte. El hombre la miró. Untuoso, se retorcía las manos. María, hay que esperar a abrir el testamento, dijo. Ella, bastante más alta que él, le colocó la mano en el hombro. Se la entregaba o salía despedido en aquel mismo instante. Levantó la cabeza y la miró como ratón temeroso. Si quería seguir manteniendo a su familia del mismo modo que hasta ese momento, más le valía recordar que ella era y siempre fue la dueña de todo. Y que el testamento habría que abrirlo cuando ella falleciera. Él, chaparro, muy moreno, de nariz aguileña, dobló la nuca, introdujo la mano en el pantalón y sacó un manojo de llaves colgado de una cadena. De la argolla dorada, comenzó a desenroscar una grande, larga.
—¿Te la abro?
Entrecerrando los ojos, lo contempló de arriba abajo. Agarró con fuerza la llave que le entregaba. Él dobló todavía más la nuca. Le vio la raya del pelo. En aquel instante se convirtió en el más servil de los empleados. Lentamente, se sentó a la mesa del despacho. Él continuó de pie, con las manos cruzadas como niño pidiendo perdón. Se acabaron las risas de vino y sexo en la casa, le dijo. Los ninguneos a su persona, las sisas y las cuentas mal hechas, los regalos y las visitas a la ciudad, bien sabía ella a dónde. Él se dio la vuelta.
—Espere. Todavía no le he dicho que se fuera —el hombre trémulo escuchó sus palabras. Era la primera vez que lo trataban de usted—. Cuando salgan los restos de mi esposo por la puerta, quiero que antes se haya ido todo el que vive en esta casa a mi costa. Y que como se hacía antiguamente con los criados, revise usted las maletas y recoja cualquier cosa que no hubieran traído el día que mi esposo les permitió la entrada en esta casa.
—¿También los regalos? —levantó la cabeza asustado.
—Aquí no hubo regalos, hubo finezas, cortesías en metálico y en especie, por lo que me consta, bien cuantiosas. Le recuerdo que todos fueron pagados con mi dinero sin mi permiso. Por tanto, lo que de ellos quede, pertenece a esta casa —el rabioso y amargado puño de María golpeaba la mesa haciendo temblar todo lo que había encima.
—Lo que ordene, doña.
Con un ligero gesto de mano, le indicó que se marchara. Después de cerrarse la puerta, se volvió hacia la caja fuerte. Al abrirla, lo primero que vio fueron los cocodrilos. Los sacó, y también la serpiente que se enroscaba en la muñeca formando una pulsera. Recogió las joyas. Las contemplaba con un leve y triste movimiento de cabeza. Detrás de ellas salieron otras. Recordó la finca del canto, la del prado alto... Cerró la caja con fuerza y con los cocodrilos y la serpiente en la mano, volvió a la habitación en la que dormía. Entró en el baño y frotó con agua y jabón las joyas. Se vistió con una blusa roja, la falda pantalón negra, el chaleco de clavos y el negro sombrero de fieltro de ala ancha, el mismo que llevaba aquella tarde en los carrascales. Después, se puso el collar de cocodrilos y la serpiente en la muñeca. Escuchó que llamaban a la puerta. Entre, dijo imperiosa. Ya se lo llevan, doña María. ¿Y ellos? Ya no queda nadie. Todo lo que era de la casa, como usted me ordenó, lo he dejado en el despacho. Dicen que la van a demandar. Ella se encogió de hombros.
Era la una del mediodía cuando abrió la puerta del zaguán. El sol caía como oro derretido sobre los empleados de la finca que, respetuosos, con los sombreros en la mano, esperaban. Salió. Se apoyó en la pared, encendió un cigarro, y esperó. Oía los cuchicheos. Sentía recorrer sobre los cocodrilos las miradas. Pasó los dedos por encima de la joya en una retadora caricia. Cuando el túmulo desfiló por delante de ella, le dio una calada al cigarro y dirigió la vista al cielo.
Ya no escuchaba las pisadas sobre la tierra, ya no oía el rezar del cura. Entró en la casa y cerró las puertas.
Irrumpió en el dormitorio, en el que había sido de sus padres, en el que ella tanto le amó. Todavía rodeaban el lecho los cuatro cirios, los restos marchitos de las flores. Con un grito, que dicen se escuchó más allá de las montañas, arrancó las sabanas. Abrió la ventana y las arrojó al viento.
Allá a lo lejos, en el pequeño cementerio, creyeron ver palomas blancas revoloteando en cielo.
El legado
Liliana Delucchi
Con expresión de aburrimiento, la familia está reunida en el apenas iluminado salón del despacho del Notario Fonseca. El anciano, que lleva los negocios de la familia desde hace años, entra arrastrando los pies y sujetándose los quevedos sobre su arrugada nariz.
Han sido convocados para la lectura del testamento de doña Rebeca Mora, fallecida hace poco tiempo. De luto riguroso, su hija y nietas se sientan en semicírculo en la estancia que huele a humedad y a flores pasadas.
Elena recuerda la última vez que vio a su abuela, antes de partir al extranjero donde permaneció más tiempo del que hubiera querido. Era la fiesta de compromiso de su hermana mayor, Jacinta, y la cabeza de familia quiso agasajar a su nieta con una fiesta por todo lo alto. Con un vestido de seda azul, adornado únicamente por los dos cocodrilos como broches, uno a cada lado del escote, la dama hizo su entrada en el salón. Todos estaban relativamente sosos y aburridos; incluso cuando hubieron bebido mucho champaña y empezado a cortar el aire con ese singular y áspero sonido de voces cultas que suelen alzarse en los torneos de conversación, ni una sola vez se traicionaban con frases que pudiesen alterar la fastidiosa trivialidad con que revestían temas serios, o la mortal pesadez con que discutían lo trivial. Los huesudos hombros de Jacinta temblaban de gozo por el éxito que todo ello significaba.
Elena se dirigió a los ventanales a tomar un poco de aire. La anciana, viéndola sola se acercó, preguntándole qué podía haber en Francia para que tuviera que marcharse.
-Cosas bonitas, abuela, como esos broches que llevas.
-Aunque podría usarlos como collar, si uniera los cocodrilos, temo que se confabulen contra mí y terminen ahogándome. Recuérdalo cuando sea tuyo.
Y los ojos de la nieta se perdieron en el brillo de los diamantes y las esmeraldas.
Nunca se habían llevado bien las dos hermanas y ni siquiera la separación, que a veces suele suavizar las desavenencias, hizo lo que se esperaba. Mientras Elena acumulaba masters y títulos en Francia que la llevaron a ser una profesional de éxito, Jacinta permaneció en casa ocupando, poco a poco, el espacio que su madre por propia voluntad dejaba en la dirección familiar y acercándose cada vez más a la matriarca. Por eso a la “extranjera” no le llamó la atención escuchar de la voz cascada del Notario Fonseca que los famosos cocodrilos diseñados por Cartier fueran para la mayor.
-Recuerda que la abuela nunca los usaba como collar, por si la asfixiaban –dijo Elena. Con los ojos llenos de triunfo, Jacinta pensó que quien seguramente se había quedado sin respiración era ella, pero de envidia.
La orquesta de Viena, con su habitual Concierto de Año Nuevo, sonaba en el televisor de Elena cuando el timbre del teléfono la sobresaltó. Era su madre, quien entre sollozos le contó que Jacinta había muerto la noche anterior. Cansada de la fiesta de Fin de Año a la que había asistido, se acostó sin quitarse el collar de los cocodrilos y no se sabe cómo ni por qué, a la mañana siguiente su marido la encontró sin vida y con una mano aferrada a la cabeza de los reptiles.
Momentos escabrosos
Marieta Alonso
Al abrir el armario un cadáver le cayó encima. El peso la tumbó sobre la cama. Intentó espantarlo como se hace con las gallinas. No fue tan fácil.
Era un joven bien parecido, de cabellos negros y unos ojos grises que la miraban como si ella tuviera la culpa de todo. Sin saber cómo reaccionar, la boca se le quedó igual que pez encerrado en acuario. ¡Qué calamidad! ¡Para una vez que tenía a un hombre encima, estaba helado!
El teléfono comenzó a sonar y ella sin poder moverse. Repiqueteaba el timbre una y otra vez y aquel hombre la aplastaba como una losa de mármol, impidiéndole cualquier movimiento. Iraida, su asistenta de tantos años, al oír las llamadas sin respuesta, levantó el auricular. A continuación, un ligero toque con los nudillos en la puerta de su dormitorio, mientras giraba el pomo.
—¿Se puede pasar?
—¡Ayúdame, por favor!
—¡Señora!
Se turbó como nunca. ¡Qué humillación! Tan bien ordenada tenía su vida de soltera, tanta moral destilaban sus poros que, a sus setenta años, sentía vergüenza de que la viesen en aquella postura con un extraño. Con la vista baja y las mejillas ardiendo explicó lo sucedido.
—Llamaré a la policía, señora.
—¡Por Dios, quítamelo de encima!
—No, no. Es la escena de un crimen y no debo tocar nada.
Ya estaban allí la pareja de policías, el médico forense, el de las huellas dactilares. Solo faltaba el juez. Por fin, cuando la libraron del aquel peso, se alisó el vestido y con la mayor dignidad salió del brazo de Iraida, que la consolaba de haberse visto en aquella bochornosa circunstancia.
El forense dictaminó un fulminante ataque al corazón. Tras un registro exhaustivo del cadáver, la policía halló los bolsillos llenos de alhajas. Las huellas confirmaron que era un ladrón de prestigio y el juez llegó a la conclusión que había sido un robo con final macabro, sin haber mediado sexo.
Le correspondió identificar sus joyas. Cada una tenía su historia, como el collar de cocodrilos, regalo de un pretendiente en sus años mozos, que fascinado con su parecido con María Félix, quiso que luciera en su cuello tan extravagante diseño.
Gracias una vez mas por los relatos.
Un abrazo!!!
Muchas gracias a tí.
Que cuentos!!!!!!!!q joyas.
Mil gracias
Que interesantes, cuanto juego pueden dar «unos cocodrilos». Todos me han gustado, pero el primero, el que más. Gracias por mandarlos. Un abrazo a la cuatro brujas..
Nos encantan tus comentarios Isabel. Muchas gracias. Besos