
Casetas de playa
Hay diversas versiones sobre el origen de estas populares casetas que se construyeron a mediados del siglo XIX. Se usaban de trastero para que los pescadores guardaran sus utensilios de pesca o bien como refugio para los bañistas que huían del sol o querían intimidad.
Santander fue la primera ciudad que anunció en los periódicos los baños de mar, también llamados entonces baños de ola o de oleaje. La reina Isabel II inició la costumbre de estos baños aconsejada por los médicos, quienes veían muchos beneficios terapéuticos en el agua de mar.
En la actualidad, y debido a la masificación del turismo, son pocas las playas que conservan esas casetas. Sin embargo, su magia ha despertado la fantasía de nuestras escritoras, situando en una de ellas el origen de una historia de amor; las actividades detectivescas de dos jóvenes amigos; la de una joven esposa que, harta de la lluvia, regresa al sol, o la renuncia a una gran pasión en pos de lo correcto.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Renuncia
Cristina Vázquez
Las tardes se iban acortando y el olor a humedad del aire presentía el otoño ya cercano. A Emma siempre le entristecía el final del verano, pero aquel año no era tristeza lo que la embargaba, sino más bien la conciencia de una plenitud vivida y enterrada para siempre.
Habían pasado treinta años y volvía otra vez al mismo lugar. Le resultó difícil ubicar lo que veía con el trazado que preservaba en su cabeza, casi como un lugar sagrado, el santuario de su memoria, se decía con cierta pretensión. Su recuerdo era el de una playa solitaria cercada de dunas que se transformaban de un año a otro por efecto de los vientos invernales, y un pueblo pequeño. Pueblo tranquilo que se reanimaba en verano con apatía, sin voluntad de que la llegada de los veraneantes alterara su ritmo cotidiano. Siempre pensaba que en invierno debía resultar abrumador, con la luz tamizada por nubes grises, vientos feroces y el mar, espejo de ese cielo, embravecido y oscuro. Por eso la proximidad del otoño la entristecía como presagio de lo que iba a venir.
Había vuelto por circunstancias ajenas a ella, y aunque al principio se resistió no le quedó más remedio que aceptar ir, necesitaban su firma para la venta de la casa de la playa. Decidió recorrer el paseo que solía hacer por el camino que aún hoy no se había borrado y llevaba hasta lejanas dunas que fueron su refugio muchas veces. Al ir avanzando en una especie de remembranza enterrada durante treinta años, distinguió a lo lejos, en la playa, las casetas de baño que seguían erguidas con sus alegres colores, y algo en ella se fue derritiendo en una mezcla de felicidad y melancolía.
Ese verano, que para ella terminó siendo el verano en el que su vida se decidió, estaba asociado a las dunas y a esas humildes casetas de baño que se convirtieron en asideros de su felicidad. El olor del mar mezclado con la madera, la intimidad que prometían, la oscuridad velada al entrar en ellas, todo eso permanecía inalterable en su recuerdo.
La aparición de Karl, el amigo de su marido que acababa de volver del extranjero y ella no conocía, fue inesperada y algo confusa. La sorpresa de Ema al ver a ese hombre alto, vestido con inapropiado traje oscuro para el lugar y el pelo abundante y rubio despeinado por el aire, esperando a la entrada de su casa, le hizo pensar en alguien confundido.
—¿Vive aquí el doctor Bauer? —más que preguntar parecía disculparse—. Soy Karl Alder.
Tardó un momento en asimilar ese nombre con el del querido amigo tantas veces nombrado. Tras un momento de silencio, Ema le hizo pasar a la casa. Llevaba de la mano a su hijo que se acercó al desconocido con inusual familiaridad. Le introdujo en el pequeño salón en el que se abría un ventanal sobre la playa. Parecía que el mar tuviera voluntad de entrar en él. No olvidaría nunca ese momento. Al sentarse para cumplir con las formalidades de la hospitalidad, un inesperado silencio se apoderó de ellos. Se miraron con pareja inquietud, igual que si una descarga los hubiera inmovilizado. Tardó en salir de esa especie de trance en el que se habían sumergido.
—Mi marido tardará unos días en volver —dijo al fin con voz titubeante—. Ha tenido que marcharse de forma inesperada por una urgencia en el hospital.
Él cabeceó asintiendo y se disculpó. Eran tan difíciles las comunicaciones que no había podido concretar la fecha exacta de su visita, pero le extrañaba que André no le hubiera avisado de su posible llegada, concluyó azorado e hizo un gesto de marcharse. Ella le aseguró que era bien venido y que estaba segura de que su marido no tardaría mucho en regresar. Le recomendó un hotel.
—Por favor, vuelva a cenar —invitó animosa—. Es un pequeño contratiempo que no esté André, pero mi hijo y yo le esperaremos encantados.
Al cerrar la puerta, Ema intuyó una suerte de epifanía con la certeza de que su vida no sería nunca igual. Volvió para la cena. Iluminados por las lámparas de gas, aún no había llegado la electricidad a ese remoto lugar, hablaron, rieron y la felicidad brillaba en los verdosos ojos de Ema y en la sonrisa de él. Sin necesidad de decirse nada, comprendieron la devastación que esta atracción podía significar. Al despedirse, Karl preguntó si se marchaba o quería que se quedara. Ella le pidió que no se fuera, por favor, quédate conmigo.
Esa semana, hasta que volvió André, pasearon entre las dunas, se bañaron en el austero mar y se besaron. Sabían que el amor que de esa manera arrolladora les había envuelto, se quedaría circunscrito a ese tiempo. No querían traicionar el matrimonio ni la amistad. Y así fue. Pensaron que, pese al dolor de su separación, habían sido unos privilegiados.
Cuando llegó André su alegría por reencontrar al amigo se sumaba a la bendición de su familia, así lo aseguró. Pese a su insistencia para que Karl prolongara su estancia, él adujo que le resultaba imposible permanecer más tiempo. Sí, volvía al extranjero, había desechado regresar a su país.
Tardó un tiempo en recuperarse de la partida de Karl, tiempo que dedicó a su hijo, a dar largos paseos por los mismos lugares que había recorrido con él, y a refugiarse en la caseta cuando el mundo a su alrededor se volvía irrespirable.
Y ahora, treinta años después, volvía al mismo lugar y una dulzura largo tiempo olvidada, se apoderó de ella. Se sentó en la arena húmeda, apoyada en la pared de una de las casetas y aspiró el olor del mar. Fue muy feliz. Golpeó con los nudillos la pared de madera y en un susurro dijo. Gracias.
Nunca más supo de Karl. En su corazón permanecía joven, amado y con el pelo revuelto por el viento.
Un rayo de sol
Malena Teigeiro
Desde que contrajeron matrimonio, Manuela vivía con Berty en Devon. Se habían conocido en la playa de Isla Canela, en Huelva, justo al lado de la frontera portuguesa. Sobre la dorada arena y con alegría contagiosa, Berty le hablaba de su hermosa playa inglesa, Bantham, decía que se llamaba. Y dejando escurrir entre los dedos la dorada arena, añadía que la de él era finísima y muy blanca, y que estaba rodeada de dunas en las que crecían verdes juncos. Concluía contando que en ella había tres casetas de madera pintadas de blanco y azul y que en una servían el té.
Nunca supo Manuela si su amor por el joven Berty surgió por lo romántico que le parecía tomar el té en una mesita de hierro delante de la caseta de la playa, o quizá fuera su cabello rubio y su hablar zarrapastroso, lo que la atrajo con locura. Durante su noviazgo de largos paseos por la playa de Isla Canela, entre risas y besos, Manuela le oía hablar de su país, con brumas que te envolvían como suaves sedas, acantilados blancos, y verdes e inmensos praderas. Te gustará, le decía soñador acariciándole la mejilla. Aunque tenía que reconocer que nunca le habló del color del mar ni del sol al atardecer.
También le recitó una y otra historia sobre su muy antigua familia, por cierto, de apellido impronunciable, a la que ella ansiaba conocer. De su hermana, casada y con tres rubios y adorables hijos, de su padre, siempre con la nariz entre viejos papeles familiares y libros de cuentas de la administración de la finca. De su madre nunca le habló, cosa que le extrañaba, aunque no mucho. Ella también se llevaba mal con la suya. Y todavía la aborrecía más desde que pretendía impedirle que saliera con aquel que había llegado «de no se sabía dónde», decía con rostro avinagrado,
Así, cada día más enamorada, aunque solo habían pasado los tres meses de verano desde que lo vio por primera vez, decidió contraer matrimonio con Berty antes de que él regresara a Inglaterra. De viaje de novios volarían al aeropuerto de Exeter. Hubiera preferido pasar unos días en Londres, pero él tenía prisa por volver a su casa para que sus padres pudieran conocerla. Y se conformó. Ya lo visitaría, se decía para sí soñadora. Tenían whoooole life para hacerlo, le susurraba al oído arrastrando las oes. En el fondo le hacía ilusión que aquellos ancianitos, padres de su marido, tuvieran tanta ansia por conocerla. Sin duda su edad había sido el motivo por el que no asistieron a la boda. A Manuela no se le pasaba por la cabeza que pudiera haber otra causa, y recordaba el rostro feliz de sus padres bailando por soleares en la fiesta del cortijo.
¡Qué romántico es todo por aquí!, le escribió días más tarde de su llegada a su hermana con las manos metidas en unos gruesos guantes de lana. Continuó contándole que uno de los ayudantes de la familia de su marido les había dejado el coche de Berty en el parking del aeropuerto. Era un divino Morgan verde, con tapicería de cuero beige. Entrar en él no le resultó fácil, y como puedes suponer, le relataba con su perfecta letra de colegio de monjas, el equipaje no cabía en el exiguo maletero, por lo que tuvieron que dejarlo en consigna hasta que alguien de la casa lo fuera a recoger.
Al llegar a la mansión de la familia, en las afueras de Bantham, un pueblecito con apenas unas casas y alguna nave industrial, se sorprendió. Sin duda aquella casa y su familia debieron haber sido muy importantes, pero ahora a Manuela le dio la sensación de que las piedras de aquella mansión iban a irse al suelo de un momento a otro. Tampoco tenían calefacción, y como continuaba sin llegar el equipaje, tuvo que seguir vistiendo los mismos vaqueros, y algunos viejos cárdigans de su marido. ¿Imaginas lo que diría mamá si supiera que llevo todos estos días sin cambiarme de ropa y lavándome como los gatos?
A pesar de todo, su ansia por conocer aquello de lo que tanto le había hablado Berty no disminuyó. Y juntos fueron a la playa. Tenía verdadero deseo de tomar una taza de té con aquel bollo tan típico. Al acercarse a las casetas descubrió que no solo no podría tomar su taza de té, sino que de aquellas románticas casetas pintadas de azul y blanco de sus sueños, apenas quedaba la estructura.
Pasaron quince días sin que nadie fuera al aeropuerto a recoger su equipaje, por lo que decidió ir ella. En un cuatro por cuatro, igual de antiguo que todo lo que la rodeaba, llegó al aeropuerto. Recogió sus maletas de la consigna y justo cuando de nuevo se encontraba abriendo la puerta del viejo coche, vio salir un avión. Estaba pintado de plata y un rayo de sol, el único que había visto desde que llegara a aquella isla, lo hacía brillar como una joya. Se detuvo un instante. Con una alegría que casi le rompía el pecho, se dio la vuelta. Entró en la terminal y se dirigió a los mostradores. Compró un billete para Sevilla, el aeropuerto más cercano a su querida Huelva, y volvió a facturar su equipaje.
Antes de embarcar, se sentó a escribir:
Mi amado Berty:
Quizá no sepas que la bruma que nos envuelve como la seda, está hecha girones. La blanca y fina arena se encuentra sucia y llena de charcos. El delicioso té que servían en las casetas sin duda se lo han debido beber las gaviotas. La lluvia no me permite pasear por los verdes prados, y la casa nos va a enterrar a todos de un momento a otro. Y por si fuera poco, tu padre, bastante más joven que el mío, tan solo me sonríe. Muy amable, eso sí. Tu madre ni me saluda, y los criados tampoco me dicen nada, quizá porque no hablo inglés. ¡Ah!, se me olvidaba. Comprendo perfectamente que tu hermana no quiera volver a pisar esa agradable y hermosa mansión.
Mi amor, te espero bajo el dorado sol de mi hermosa playa de Isla Canela, donde tan felices fuimos. Y si lo que no te gusta es vivir en España, con tal de hacerte feliz no me importaría que nos trasladáramos a un país extranjero. Por ejemplo, a El Algarve Portugués.
I love you,
Manuela
Los detectives
Liliana Delucchi
No se esperaba semejante tormenta, inusual en aquella época del año. Aunque casi todos los visitantes habían abandonado el lugar, los padres de Lucille y los míos apuraban las vacaciones hasta principios de otoño. Durante ese tiempo disfrutábamos con largos paseos por la playa y algún que otro baño ocasional cuando los mayores no nos veían.
Mi amiga nunca quiso decirme cómo consiguió la llave de la caseta de la administración. La cuestión era que la tenía y nos refugiábamos en ella en medio de colchonetas apiladas, sillas y algún traje de baño roto.
Sentados detrás de la ventana de la taquilla, limpiábamos con el aliento y los puños de los jerséis, los cristales para ver qué acontecía más allá de nuestro escondite. Poníamos nombres a los perros que hurgaban en la arena, a los ciclistas que se atrevían a desafiar al viento del norte o a las señoras con los tobillos sumergidos en el mar. A todos ellos les inventábamos una historia que más tarde tratábamos de corroborar en el pueblo, como verdaderos Sherlock Holmes. Lo que nunca imaginamos fue que nuestra actividad detectivesca nos llevaría tan lejos.
Esa tarde entramos en la caseta más para resguardarnos de la lluvia que para dar rienda suelta a nuestra imaginación, sin embargo, los acontecimientos superaron las quimeras.
A pesar de que el agua caía como en el Diluvio Universal, vimos a la señora Dupuis, con impermeable y gorro amarillos, caminando por la orilla del mar en dirección sur. Lucille pensó en avisarle que podía refugiarse con nosotros, pero cuando iba a abrir la puerta de la caseta, vimos a un hombre desconocido envuelto en una capa negra quien, cogiéndola por detrás, la abrazaba. Ella se resistía, empujándolo con fuerza. Corrió, pero el individuo la alcanzó llevándola hasta las rocas.
La secuencia nos dejó petrificados y sin habla. Al intentar recrearla nos dimos cuenta de que no pudimos verle el rostro. Ni el pelo. ¿Cómo diríamos a la policía si era rubio o moreno, si tenía alguna cicatriz en la frente o era cojo? Bueno, cojo no era. Todo ocurrió tan rápido que no nos dio tiempo a nada. ¡Menudos investigadores!
Nos quedamos un rato más dentro del escondrijo, escuchando los lamentos del viento colarse por las rendijas y esquivando los goterones que caían por el techo agrietado, a la espera de algún suceso para ponernos en marcha y averiguar lo acontecido. Mi mente recreaba escenas que había visto en una peli de terror… No me animé a contársela, por aquello de que los hombres debemos… Somos más fuertes.
Ateridos de frío y bastante mojados, dejamos el lugar y, sorteando charcos, volvimos a casa, no sin antes prometer que nada diríamos a nuestras familias sobre el inicio de esa historia de misterio en la que nos vimos envueltos. Y no lo hicimos.
Al día siguiente nos encontramos después del desayuno para iniciar nuestra pesquisa en casa de la señora Dupuis. Llamamos a la puerta con golpes cada vez más fuertes y rodeamos la vivienda por ambos lados. A pesar de colarnos en la caseta de herramientas y peinar cada brizna del jardín, ni ella ni su familia dieron señales de vida. Ha desaparecido, dijeron nuestras miradas. Quizás esté muerta.
—Vamos a la morgue —no era una sugerencia, sino una orden impartida por la investigadora Lucille.
—No. Antes al hospital.
La empleada de ingresos no nos hizo caso. Después de preguntarnos hasta por nuestro ADN, solo nos dijo que allí no había llegado ninguna persona herida. La puerta de la morgue estaba cerrada con llave y el doctor Mathieu, el forense, deleitándose con sus croissants en el café de enfrente.
Decidimos ir a las rocas. Si había muerto era probable encontrar su cadáver allí o flotando en el mar. Bueno, flotando en el mar después de veinticuatro horas no era posible.
Los rasguños en las piernas llamaron la atención de nuestros padres, a quienes dimos una explicación que seguramente no creyeron. Debíamos volver, pero ¿a dónde?
A la caseta. Montaremos allí nuestro cuartel general. Hemos de llevar provisiones para pasar la tarde y quizás alguna manta por si hace frío. No en vano yo era un asiduo del cine negro y de aventuras.
Antes del anochecer abandonamos nuestro refugio y volvimos a las rocas. Deshicimos el camino por la orilla, pero la marea había borrado cualquier tipo de huella de la señora Dupuis y el supuesto asesino.
Cuando Lucille sugirió que fuésemos a la policía, le respondí «De ninguna manera, el caso es nuestro». Los dos días siguientes los pasamos recorriendo el pueblo, las casas y casetas de la playa, orillas del río y merenderos cercanos. Nada.
Leíamos los periódicos, anuncios, letreros y todo aquello que pudiera darnos un indicio del paradero de lo que ya estábamos seguros sería un cadáver. Uno reticente al parecer.
La respuesta llegó cuando acompañé a mi amiga a la estación de autobuses a esperar a su abuela que llegaba de París. La primera persona en descender del vehículo fue la señora Dupuis, seguida de un señor muy alto. Nos lo presentó como su hermano, quien la había salvado de la granizada de aquella tarde de tormenta, empujándola hasta la cueva de las rocas donde se refugiaban de niños.
A pesar de nuestro primer fracaso, Lucille y yo no cejamos en nuestro empeño. Hoy ella es una reconocida escritora de novelas de misterio y yo inspector jefe de homicidios.
Agua salada
Marieta Alonso
Era un atardecer de otoño tan hermoso que hacía soñar y se dejó caer en aquella alfombra de arena. Con ojos desorbitados vio aparecer en la orilla a un delfín moribundo, justo en el momento que llegaban los cuatro amigos. No perdieron tiempo. Dos de ellos se fueron en busca de los vigilantes que de inmediato tomaron las medidas necesarias para salvar a ese mamífero con tanta fama de inteligente.
Llegó la calma y, aunque el aire afilado les cortaba la cara, se metieron en el agua. Así un día y otro también, aunque lloviese, tronara o cayeran relámpagos. Solo una vez dejaron de hacerlo, un ciclón se lo impidió. No eran de mucho hablar y se despedían con una palmada de amistad. Los sábados se ponían de acuerdo en reencontrarse a la hora de la siesta para jugar al dominó, luego a nadar, y los domingos por la mañana se divertían en el frontón y por la tarde al baile después de la zambullida.
De una de esas casetas que había en la playa vio salir a la chica de sus sueños. Trabajo le costó conquistarla, aunque al fin lo logró. Tuvo una gran suerte. A ella también le gustaba nadar a diario, se unió sin poner pegas al grupo de amigos. Pasó el tiempo de noviazgo, llegó la boda y a los hijos que vinieron uno detrás de otro les inculcaron la pasión por el mar.
Era de esos hombres, comentaba su mujer, que «razonaban con el corazón». Siempre con su familia, con sus amigos, con su rutina. La economía familiar no era muy saneada, por lo que practicaban el método del sobre: uno para el alquiler, otro para la luz, otro para el gas…, los céntimos que encontraba en el bolsillo se los daba al primer mendigo que encontraba en la calle. Era su buena acción al comienzo del día.
Hoy faltó a su cita de la playa. Se fue sin decir adiós a las olas, a las rocas, a las casetas, sin dar lugar a un abrazo de «hasta luego».
Cristina
Precioso cuento de amor breve.
Gracias a las cuatro muy tiernos relatos,
volveremos a las carpas de La Concha.(San Sebastián)
Elena
Gracias Elena, con estos calores que nos sofocan pensar en esas casetas refresca.
Un abrazo grande y un feliz verano.
Cristina
Muchas graciass por los relatios, son preciosos! que creatividad!!!!
Gracias, gracias y saludos
Que Bonitos y originales 👏 👏
Felicidades Cristina
Muy interesantes los relatis es una lectura amena y las espero todos los meses
Me ha encantado vuestros relatos veraniegos, especialmente porque me encuentro en el invierno en Argentina.
Me habéis transportado con vuestras palabras a la playa.
Cristina, el tuyo ha sido un maravilloso cuento de amor escrito con ternura sensibilidad y delicadeza. Enhorabuena.
Gracias por enviarme todos los meses vuestros escritos llenos de talento. .
Un abrazo , Rosie