
Las cartas
En los tiempos que vivimos en los que nos comunicamos por mensajes de texto, WhatsApps o nos deseamos Feliz Año con emoticonos y videos que circulan por Internet, hemos querido rescatar aquella maravillosa costumbre de la correspondencia.
Un paquete de cartas antiguas, atadas con un cordel, es la inspiración para los cuatro cuentos que traemos este mes. Misivas que dan origen a historias que nos llegan de un pasado a veces alegre, otras circunspecto y en ocasiones hasta mágico, que desvelan secretos que solo pudieron guardarse en el papel escrito, en el fondo de un cajón, olvidado en una estafeta de correos o en cualquier escondrijo en que lo dejaron sus autores. Y la curiosidad de quien las descubre y pretende investigar, como si de un detective se tratara, lo que escondían aquellos trazos sobre un papel, en muchas ocasiones amorosamente perfumado, escritos en firme o temblorosa tinta negra, a veces azul, en muchas ocasiones corrida por las lágrimas del que escribía.
Esperamos que disfrutéis de lo que ha dado nuestra imaginación y que esta nueva década que iniciamos se llene de fantasías y sueños cumplidos.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Acuse de recibo
Cristina Vázquez
Recibí un acuse de recibo de Correos. Torcí el gesto pues odio hacer esas gestiones que yo llamo pierdetiempo. Al llegar a la oficina indicada te enteras de que hay que coger un número ya ha pasado un buen rato. Luego acertar con lo que te ofrece la máquina: reclamaciones, extranjero, devoluciones, giros, envíos…Yo quería que pusiera desesperación, aburrimiento, ira y cuando por fin te decides, observas a dos que te empujaban al entrar ya saliendo.
Cuando mi número parpadea me enfrento a ser recibido por un adusto funcionario, pero me encuentro a una joven nerviosa y sonriente.
—Es mi primer día —me confiesa con carita de ardilla espabilada.
Me conmueve. Soy un hombre maduro, digo maduro porque me parece literario, porque soy más bien viejo. Un sesentón solitario y gruñón, pero esta joven casi niña, me despierta una nostalgia de una posible paternidad que nunca fue.
Le entrego mi acuse de recibo con la sonrisa lo menos lobuna que alcanzo a componer. Sé que mis grandes y oscurecidos dientes a veces asustan. La joven ardilla parpadea con un temblor de mañana sin estrenar, tan tierna. Desaparece y vuelve con un paquete voluminoso que le obligada a estirar el cuello para poder ver. Pobres vertebras, esos frágiles huesecillos.
—Pesa mucho —resopla a modo de disculpa.
El paquete, envuelto en un plástico que deja entrever un viejo envoltorio de papel de estraza, está ennegrecido. Paso un dedo por la superficie y dejo un rastro polvoriento. Diminuto baboseo de gusano. Oigo decir a la joven ardilla que estos eran paquetes perdidos en diferentes centros y que el servicio de Correos, en un esfuerzo de modernización, los ha recuperado para sus destinatarios o descendientes.
—Respira guapa, respira —le digo con mi sonrisa abierta, descuidada, y ella se pasma en una expresión asustada.
Me despacha con prontitud y un cierto nerviosismo en sus inseguras y rosadas manos que no puedo dejar de mirar, igual que delicadas rosas, tiernas, apetitosas… ¿saladas o dulces?
—Gracias señorita
¡Otra vez!, me digo para mis adentros y compongo un gesto neutro que me permita deslizarme entre la gente con disimulo. Sé que parezco un ladrón con un juguete robado bajo el brazo. Me acompaña la duda del sabor de sus infantiles manos.
En el piso interior, un poco oscuro, en el que vivo desde que mi madre tuvo a bien morirse me preparo una tajada de carne roja y un vaso de vino agrio bien repleto. Me gusta el vino agrío. Y abro el paquete.
Son cartas amarillentas atadas con una soga. Parece más una soga que una cuerda y una cuartilla estropeada escrita con mala letra. “Para aquel descendiente al que llegue, que sepa que no tiene culpa ni salvación. Lo escribo yo, Jacinto Gracián El Estrangulador del Ferrocarril, a instancias de mi compañero de celda Francisco El Piernas.”
Me río por lo bajo. Esto iba a ser mejor que cualquier película de terror de esas en blanco y negro o de las de ahora, que, aunque son más difíciles de entender, con los colores se ve todo más real.
Empiezo a leer las cartas que había escrito el pariente ese antes de que le colgaran, que ni sé quién es ni me importa, y que, arrepentido o no, quería contar sus crímenes. No tienen ningún interés y encima le pillaron. Valiente mamarracho.
No se me va de la cabeza las manitas rosadas, tan tiernas, apetitosas, de la ardillita lista de Correos. Mira el reloj y chasquea la lengua. Hoy ya se me ha hecho tarde.
La herencia
Malena Teigeiro
Nada sabía Lucrecia del pueblo de su madre, y mucho menos de Antonia, su tía, hasta que un domingo por la mañana recibió la llamada de don Servando. Era para anunciarle el fallecimiento de su desconocida tía, y para comunicarle la hora y el día del funeral que se iba a celebrar. Así mismo, le dijo que ella era su única heredera.
En aquella iglesia, pequeña, lúgubre como una catacumba, además de don Servando, el párroco, que oficiaba el funeral, solo estaban ella y su esposo Carlos. Era ya noche cerrada cuando finalizada la ceremonia, se dirigieron a la fonda en donde se alojaron. Allí, y mientras cenaban, el hombre que les atendió, miraba a Lucrecia con bastante insistencia. De pronto le dijo que era igual a la fallecida doña Antonia. Con desparpajo, se sentó a la mesa del matrimonio y sin ningún pudor les contó que la señora había vivido sus últimos años en una residencia y que su casa, situada en la plaza Mayor, llevaba cerrada muchos años. También les dijo que su patrimonio había estado bien vigilado por don Servando, y que él era el que tenía la única llave de la casa.
A la mañana siguiente, el párroco se acercó a la fonda. Al entregarle la carta que le había dejado en custodia la difunta, le anunció que heredaba tierras, casas, bonos y dinero en corrientes. La joven la abrió sin esperar. En ella doña Antonia le ordenaba que fuera ella, y solo ella, quien levantara la casa, y que cuando se encontrara a solas en su dormitorio, abriera la puerta central del armario. Volvió a meter el pliego en el sobre sin mucho interés. Lo sentía, dijo, pero al día siguiente los dos tenían que trabajar. Que en cuanto terminaran el desayuno, volverían a su casa y que cuando tuvieran un fin de semana libre volverían. Don Servando, elevando las cejas, sacó un papel del pecho. En él estaban los datos de los albaceas de su tía abuela Antonia, dijo calándose la teja.
Pasaron casi seis meses cuando, a requerimiento del albacea, el matrimonio aparcaba delante del negro y tétrico portalón de la casona. Allí, paseando por delante del chaparro caserón de piedra y ladrillo viejo, sin apenas ventanas, les esperaban el abogado y don Servando. Él era el único que podía entrar en la casa, dijo mostrando la llave.
Entre risas nerviosas la joven introdujo la llave de hierro, más larga que su mano en el careado agujero. Al abrir la puerta, una nube de polvo y telarañas los recibieron. Sorprendidos, advirtieron que los escasos muebles que había, viejos, grandes, pintados casi todos de negro, no se correspondía con la riqueza de aquella mujer.
––Imagino que están pensando que han robado en esta casa –el párroco le colocó a la joven la mano encima del hombro.
––Si parece que un ladrón haya espulgado cada rincón, llevándose cualquier cosa que pudiera tener un poco de valor ––respondió Lucrecia.
––Pues no. Ella era así. Antes de irse a la residencia llenó cajones, baúles y maletas que están depositados en un guardamuebles. Aquí está la relación de bultos y los recibos.
––De eso en el despacho no se tiene conocimiento ––exclamó sorprendido el abogado.
El cura abrió una cartera y sacó un abultado sobre, que, rápido, Carlos recogió antes de que lo hiciera el albacea, y que frunciendo las cejas, entregó a su mujer. Siguieron recorriendo la casa hasta llegar a una puerta cerrada con llave. Era su habitación, musitó don Servando al tiempo que se persignaba. De ella nadie tiene llave, susurró. Carlos se volvió hacia él. Luego se giró, y de una patada, la abrió. Cuando después de descorrer las cortinas la luz entró en el cuarto, aparecieron ante ellos limpias tapicerías de floreadas cretonas y papeles infantilmente pintados. Entre los muebles lacados en blanco y dorado, una lujosa casa de muñecas se mostraba orgullosa encima de la estantería llena de cuentos. Lucrecia se acercó, y sonriente, se asomó a una de las ventanas. Pequeños muñecos de pálida y hierática porcelana, la miraron con fijeza. Se giró y siguió a Carlos que entraba en un gabinete en donde un lavabo de craquelada porcelana, mostraba en sus laterales unas toallas. La otra pared estaba cubierta por el armario. Todas sus puertas eran espejos al que los años habían marcado el azogue como si moscas y arañas se hubieran entretenido paseando por su lago. Lucrecia sintió que algo la empujaba hacia aquellos profundos espejos. En el sobre está la llave, escuchó la voz del párroco. Inquieta, lo apretó. A través de los papeles sentía la dureza del pequeño hierro. Con las manos sudorosas, giró la pequeña y dorada llave y abrió la puerta. Un fuerte perfume a jazmín invadió la estancia. Vestidos de seda y terciopelo de pálidos colores lo llenaban. La joven que los hubiera usado debió de haber asistido a muchas fiestas, murmuró a su esposo mientras acariciante, pasaba los dedos sobre aquellas telas. En el fondo del armario, perfectamente colocadas, cajas de sombreros y zapatos. Sobre una de ellas se encontraban unas sandalias doradas. A su lado, atadas con un cordel, había un lote de cartas, viejas, amarillas. Aquello era lo que su tía quería que viera, pensó.
Con el paquete en la mano se dirigió hacia una mesita redonda en donde sin duda había jugado algún niño. Sin limpiar la silla, se sentó. Colocó el paquete de cartas encima de la mesa, y desató la cinta, en otro tiempo roja. Una a una las fue separando. Algunas se deshicieron convirtiéndose en polvo que se mezclaba con el que iluminaba el sol. Otras, parecían estar regadas por lágrimas que casi habían borrado la tinta. Todas eran las cartas de un amante. La última, permanecía en un sobre sin abrir con la dirección escrita en tinta roja. Al cogerla, sintió como si una descarga eléctrica le recorriera la espalda. Con ella en las manos, pidió que todos salieran de la habitación. Cuando escuchó el sonido del resbalón, cerró los ojos. Cada vez era mayor el peso de aquella carta que no se atrevía a abrir. Unas turbias carcajadas invadieron sus oídos. Abrió los párpados y las risas se detuvieron. Había algo diferente en la habitación. Ya no entraba el sol y le pareció que ráfagas de noche recorrían las paredes. De pronto, las risas, más fuertes que antes, como un tornado, la empujaron hasta la cama. En un lado todavía se encontraba la liviana huella de un cuerpo, y en el otro un sonriente y bellísimo joven la animaba a tumbarse. Lucrecia sintió que casi no podía sostener el sobre que todavía llevaba entre las manos. Bajó la mirada hacia él. La tinta roja, como si fueran las gotas de sangre de una herida, resbalaba de los rasgos que en ese instante tenían escrito su nombre.
Pálida, desencajada, luchando contra la fuerza que la empujaba hacia la cama, la muchacha abrió la puerta. Aire, aire limpio. Necesito aire limpio y sol. Lucrecia como si fuera una marioneta a la que dejaran de tirar de los hilos, cayó al suelo. Carlos sacó de la casona el exangüe cuerpo de su esposa, mientras las risas y aullidos los perseguían. Empujado por don Servando, Carlos entró en la casa parroquial, en donde entre rezos y bendiciones, la acostaron en una cama de tiesas y frescas sábanas. Al pie de la cama, Carlos y don Servando la vigilaban. De pronto, como si solo hablara para sí, el párroco comenzó a hablar de las artes nigrománticas que doña Antonia había adquirido de un joven que llegó de la capital y que se había quedado a vivir con ella. “El diablo, hijo mío. Era el mismo diablo.” Aquella noche los dos se quedaron a dormir en la casa del párroco.
La luz de las llamas se mezclaba con la blanquecina del amanecer cuando los despertaron. Al llegar delante de la casona, se encontraron a los vecinos contemplado silenciosos el incendio. Nadie intentara sofocar las llamas. Apoyada en la pared de la iglesia, Lucrecia miraba cómo las llamas hacían explotar los cristales, mientras una larga y estrecha sombra se retorcía entre las nubes de humo.
Años más tarde Carlos le confesó que mientras ella descansaba en la rectoría, don Servando le había convencido para que le prendiera fuego al caserón. Solo así conseguirás que el maligno no se lleve a tu mujer, le dijo entre brumas de alcohol.
© Malena Teigeiro
La obra escondida
Liliana Delucchi
—Este era el escritorio de su bisabuelo.
Sabrina se sienta ante la mesa de nogal y contempla en la pared de enfrente el retrato del fundador de la editorial. Cuatro generaciones de la misma familia al frente de una empresa que, al decir de su padre, se dedicaba a manchar papel. Aunque en realidad eso lo decía con la boca pequeña, bien orgulloso que estaba de una saga que había repartido cultura. Y recogido beneficios, apostillaba su hija con sorna. Y él le respondía que sí, que si no de qué otra forma se hubieran mantenido durante tanto tiempo.
Ahora es mi turno, piensa la joven mientras recorre con la mirada esa oficina que será su centro de operaciones. ¿Tengo miedo? Más bien vértigo, pero eso queda entre tú y yo, seguro que en algún momento te temblaron las piernas, por muy Don Eduardo que fueras. Le parece que la pintura que está en la pared de enfrente le sonríe y ella responde de la misma manera.
Se pone de pie y recorre las estanterías repleta de primeras ediciones. Acaricia los lomos de esos volúmenes a los que no podía acceder de pequeña cuando visitaba la estancia que entonces le parecía un santuario y que ahora puede recorrer con pocos pasos. El ventanal deja entrar el aire que viene de la plaza y se confunde con el olor del suelo y los muebles encerados. Vuelve al escritorio y enciende el ordenador en tanto huele el café recién hecho que le acaban de traer. Abre los cajones de la derecha: Dos pequeños superiores y uno más grande y profundo abajo. El último está duro… Tira de él y casi se cae. Es entonces cuando ve un cajetín al fondo, con llave. Está oxidada y no gira. Un destornillador, necesito un destornillador. Y sus ojos se iluminan como los de una niña a punto de descubrir un tesoro. A falta herramientas, con un abrecartas hace saltar la tapa de ese arcón de piratas. Contratos, escrituras y algún que otro manuscrito, todos ellos con ese color que da al papel el paso del tiempo y debajo…. ¡un manojo de cartas atado con un cordel!
“Querido Eduardo: he de agradecerle sinceramente los consejos que me dio durante nuestro paseo por el parque…”
¡Santo Cielo! La letra es ciertamente femenina, el tono también. ¡El bisabuelo tenía una amante! Cuando llaman a la puerta, Sabrina guarda el paquete de misivas dentro de su bolso. Este no es el lugar para leerlas. Más tarde, en casa. Se le acelera el corazón de solo pensar que esa noche, en su sillón y junto a una copa de vino, desentrañará un misterio familiar.
El salón está frío, Esperanza ha dejado la ventana abierta, no tiene conciencia de que ha llegado el otoño. Encenderé la chimenea un rato. Mientras pone unos troncos sus ojos miran el bolso que ha dejado sobre la alfombra… Allí están esas letras ordenadas y meticulosas que le contarán una historia. Pone el teléfono en silencio y apaga la televisión. Tú y yo solas, querida señora, quienquiera que seas. Cuéntame lo que ocurrió.
Se salta el texto de la primera carta en busca de la firma. Necesito ponerte nombre. Y la encuentra: Simona B. Ahora que nos hemos presentado, empezaré por el principio. Pero no hay principio. Lo que parece la primera esquela de esa línea de correspondencia por el orden cronológico no tiene sentido. Entre comentarios sobre el tiempo y la salud de sus hijos encuentra textos muy bien escritos que relatan un viaje que comienza en un vapor que parte de Southampton. Pero, ¿quiénes son estas personas a las que alude? Y ¿qué tienen que ver con Simona? La primera carta termina con un “salude de mi parte a su familia”.
La segunda se inicia con un viaje de la remitente a Extremadura, a visitar la finca y disfrutar de unos días en el campo. Dos párrafos más abajo continúa la historia del viaje, donde hay una disputa entre los marineros del barco y el asesinato del capitán. Los personajes se suceden a lo largo del texto entre cenas en primera clase y bailes en tercera. Al igual que la anterior, las últimas líneas corresponden a la despedida de una carta tradicional.
La alfombra del salón se cubre de cuartillas. Sentada entre esos papeles, Sabrina intenta poner orden no solo entre los escritos, sino en su mente. Todas las cartas empiezan y terminan de la misma manera, con frases amables de cortesía, pero a partir del segundo párrafo y antes del último se desarrolla la historia que empezó con la partida de un barco del puerto británico. Sabrina se pone de pie, se sirve una copa de vino y observa el movimiento de las llamas en la chimenea. Algo se le escapa, pero no sabe qué. Coge su bolso para buscar una pluma y se da cuenta que dentro queda un papel que no ha visto. Otra carta dirigida a su bisabuelo.
“Estimado D. Eduardo:
He recibido el volumen que me ha enviado y que le agradezco, no solo que lo haya editado sino su discreción al ocultar mi identidad. Me gustaría pensar que mis nietas y sus hijas no tengan que recurrir a estos subterfugios si deciden ser escritoras. Asimismo, me ha conmovido que haya mantenido mis iniciales en el nombre del autor. Algo es algo.
Atentamente, Simona B.”
Cuando a la mañana siguiente Sabrina baja al archivo de la editorial, encuentra una novela titulada Viaje al paraíso, de Samuel Bermúdez. Editada en 1862, la historia comienza con un buque que zarpa del puerto de Southampton.
Cartas de ayer
Marieta Alonso
La fuerte brisa que habría recorrido miles de kilómetros hizo que la falda de Grizel se acampanara y luego se alzara enseñando más de lo debido. Miró a los lados, volvió la cabeza hacia atrás, y respiró tranquila. Aunque no habría podido hacer nada, tenía los brazos ocupados en sostener una ristra de cartas encontradas en el desván de la casa de los abuelos, en el fondo de un viejo baúl cubierto de polvo, le alegró que su diminuto tanga malva no fuera del dominio público.
Al llegar a su apartamento, desparramó las cartas sobre la mesa de la cocina, y se preparó un café con leche bien caliente. Poniéndose cómoda en su sillón favorito, se dispuso a transgredir una de las tantas leyes maternas: No leer cartas ni diarios ajenos.
Tomó una al azar. Miró las otras. Le llamó la atención que en todas hubieran estampado un sello con letras rojas: Devolver al remitente. Destinario desconocido.
¡Pero qué chambona eres, hija mía!, hubiese dicho su madre si viviera. Y fue colocando los sobres por fechas como si se lo hubiese ordenado. Luego con un estilete los abrió, cada uno contenía una sola hoja.
La primera, firmada por Gloria, una hermana de su abuela, iba dirigida a Rodrigo; la segunda, también, lo mismo la tercera. Así hasta llegar a una treintena. Todas con la misma letra y el mismo encabezamiento: Una apasionada declaración de amor.
Lo conoció con dieciocho años en las fiestas patronales y después del primer baile ya no hubo más hombre que él. Los festejos duraron tres días, tres maravillosos días.
Grizel se quedó patidifusa. No te aturdas sigue leyendo, se animó:
«No sé lo que ha podido suceder. Tus cartas me son devueltas. Me duele que no haya llegado a ti la maravillosa noticia que debo darte, que no es otra que llegando a la sazón del embarazo solo me quedará alumbrar a esa deliciosa criatura, fruto de nuestro amor.»
La releyó en voz alta y sin querer, al hacerlo se le trababa la lengua, porque ahora tenía plena conciencia de la razón de aquella triste historia que su madre le contaba: Siendo niña, la obligaron a posar un beso en la frente de su tía Gloria que le supo a hielo… Y fue cuando comprendió que estaba muerta, que ya no volverían a pasear por el parque tomada de su mano, ni irían a recoger moras para hacer mermelada, ni jugarían con las mariquitas que encontraban en el jardín.
Se quedó pensativa. Su madre nunca más se acercó a un ataúd. No era de extrañar. Y mirando hacia el cielo preguntó:
¿Hubo alguna otra razón, mamá?
Y Grizel volvió a colocar cada carta en su sobre.
Muchas gracias, muy intrigantes todos!!!
Hasta la próxima!!!
Te esperamos.
Muchísimas gracias Mª Carmen por ser tan fiel lectora. Un abrazo
Muy buenos…..por lo menos vosotras seguis escribiendo.
Gracias
Gracias a ti por seguir leyéndonos, lo que nos anima a seguir escribiendo.
Es un placer escribir para vosotros.
Hola Marieta: Es hoy q veo: Cartas 5 enero, 2020–
Se me llenan tantos los archivos q a veces se me salta alguna. Eso q hicise fue algo maravilloso y una idea excelente. Que bonito, lo he disfrutado muchisimo.
Un gran abrazo de Nilda
Un abrazo inmenso desde la distancia, Nilda. Nos alegra que hayas disfrutado con nuestros cuentos.