
Carta de Santa Claus - Mark Twain
Mark Twain, cuyo nombre real era Samuel Clemens, nació en 1835, año en el que el Cometa Halley pasó cerca de la Tierra. En 1870 se casó con Olivia Langdon. Tuvo un hijo, Langdon, y tres hijas: Susy, Clara y Jane. Mark Twain hacía que las Navidades en su casa se celebraran de forma especial. Una de ellas, le escribió a su hija Susy, una niña de apenas 3 años, una carta haciéndose pasar por Papá Noel, misiva llena de encanto, que quizá fue escrita en la biblioteca que hoy sirve de inspiración a nuestros cuentos. Murió en 1910.
Sus obras más conocidas son El príncipe y el mendigo, Un yanqui en la corte del Rey Arturo, Las aventuras de Tom Sawyer y Las aventuras de Huckleberry Finn.
Palacio de Santa Claus - En la Luna.
Mañana de Navidad
Mi querida Susie Clemens:
He recibido y leído todas las cartas que tú y tu hermana pequeña me habéis escrito de mano de tu madre y de tus niñeras; también he leído aquellas que vosotras pequeñas personitas habéis escrito con vuestras propias manos –incluso aunque no uséis los caracteres que aparecen en los alfabetos de los adultos, usáis los caracteres que todos los niños en todas partes del mundo y en las estrellas brillantes usan, y como todos mis súbditos en la Luna son niños y no usan caracteres sino eso, entenderás rápidamente lo fácil que es para mí leer tus fantásticas marcas y las de tu hermana sin problema. Pero he tenido problemas con aquellas que le dictabais a tu madre y niñeras, porque soy extranjero y no puedo leer el inglés escrito muy bien. Verás que no he cometido errores en las cosas que tú y tu hermana pequeña pedíais en vuestras propias cartas–, he bajado por vuestra chimenea a medianoche cuando estabais dormidas y las he entregado yo mismo, y os he dado un beso a cada una, también, porque sois buenas niñas, bien educadas, con buenos modales y las más obedientes pequeñas que he visto jamás. Pero en la cartas que dictaste había algunas palabras que no pude entender con certeza y uno o dos pedidos no los he podido cumplir por falta de stock. Nuestro último lote de muebles de cocina para muñecas se acaba justo de ir para una niña pequeña muy pobre en la Estrella Polar, en el frío país más allá de la Osa Mayor. Tu mamá te puede enseñar qué estrella es y podrás decirle: “Pequeño Copo de Nieve (ese el nombre de la niña), estoy encantada con que tengas esos muebles, porque lo necesitas más que yo”. Eso es, debes escribir eso, de tu puño y letra, y Pequeño Copo de Nieve te escribirá una respuesta. Si solo se lo dices no podrá oírte. Haz tu letra clara y pequeña, porque la distancia es grande y el franqueo muy caro.
Había una palabra o dos en la carta de tu mamá que no pude entender. Pasó con “un camión lleno de ropa de muñecas”. ¿Qué es eso? Llamé a la puerta de tu cocina hoy a las nueve en punto de la mañana para preguntar. Pero no vi a nadie y no podía hablar con nadie sino era contigo. Cuando suena el timbre de la cocina, George debe ser cegado y enviado a abrir la puerta. Luego debe volver al comedor o al armario de la vajilla y llevarse a la cocinera con él. Debes decirle a George que debe andar de puntillas y no hablar, sino morirá algún día. Entonces tienes que ir a la habitación de los niños y quedarte en la silla de la cama de la niñera y poner tu oído en el tubo para hablar que lleva a la cocina y cuando te silbe por ahí debes hablar por el tubo y decir “¡bienvenido, Santa Claus!”. Entonces te preguntaré si es o no un camión lo que pediste. Si me dices que sí, te preguntaré de qué color quieres que sea el camión. Tu mamá te ayudará a escoger un bonito color y luego me dirás todas las cosas en detalle que quieres que tenga tu camión. Luego cuando te diga “adiós y Feliz Navidad a mi pequeña Susie Clemens”, tú dirás “adiós, buen viejo Santa Claus, te lo agradeceré mucho y por favor di a esa Pequeño Copo de Nieve que la visitaré en su estrella esta noche y que debe mirar hacia aquí abajo. Estaré justo en la ventana de la bahía este y cada noche despejada miraré a su estrella y diré ‘conozco a alguien ahí arriba y me gusta ella, también”. Después tienes que ir a la biblioteca y hacer que George cierre todas las puertas que dan al recibidor principal y todo el mundo tiene que guardar silencio durante un poco de tiempo. Iré a la luna y cogeré esas cosas y volveré por la chimenea del recibidor – si es que quieres un camión – porque no podría meter una cosa como un camión por la chimenea de la habitación de los niños, sabes.
La gente podrá hablar si quiere, hasta que oigan mis pisadas en el recibidor. Entonces diles que se callen un poco hasta que vuelva a la chimenea. Quizás no oigas mis pisadas en absoluto –así que puedes ir de vez en cuando y espiar desde las puertas del comedor, y poco a poco irás viendo que hay una cosa que quieres, justo debajo del piano en la salita porque ahí lo pondré. Si dejo alguna nieve en el recibidor, tendrás que decirle a George que la barra hacia la chimenea, porque yo no tengo tiempo para hacer esas cosas. George no debe usar una escoba, sino un trapo – si no morirá algún día. Debes vigilar a George y no dejar que corra ningún peligro. Si mi bota deja una huella en el mármol, George no debe rascarla hasta que desaparezca. Dejadla ahí siempre en recuerdo de mi visita, y siempre que la mires o se la enseñes a cualquiera debes recordar que tienes que ser una niña Buena. Siempre que seas traviesa y alguien te muestre la marca que la bota de tu viejo buen Santa Claus dejó en el mármol, ¿qué les dirás, pequeño encanto?
Adiós por unos pocos minutos, hasta que vuelva a bajar al mundo y llame a la puerta de la cocina.
Tu querido, Santa Claus
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Laberinto entre las flores
Cristina Vázquez
Para Carmen y Maria, apolíneas jardineras
Adoro estas tardes de finales de verano, le iba diciendo Hortensia a su perrita Gipsy. Saltaba con precaución de anciana cualquier dificultad del terreno, aunque fuera por un camino de arena fina bordeado de arbustos. Tocaba las flores frotando entre los dedos algunas hojas, y trataba de recordar sus nombres latinos: onoclea sensibilis, lavandula angustifolia. Hum… Asaltada por la duda la invadía una triste inseguridad, laurus nobilis. Ves Gipsy, aún recuerdo y seguía alegremente su paseo hasta llegar a su imponente casa.
Sin darse cuenta, Hortensia había envejecido con su aire de niña permanente. Resultaba sorprendente que se le fueran descolgando las mejillas y que su frente perdiera la tersura de alabastro que tanto habían admirado los poetas que rodeaban a su marido, el gran escritor, el indiscutible hombre de letras, que les abandonó para subir al altar de la inmortalidad hacía seis meses.
Ella se quedó tan sorprendida por su muerte como de verse ajada y tener que reforzar sus tirabuzones naturales con alguno postizo, y ponerse el abanico delante de la boca al sonreír, para disimular el color amarillento de su vacilante dentadura. No podía comprender cómo su amado marido le había hecho la faena de irse así, sin más. Él que siempre fue tan atento, tan considerado... La protegió de cualquier problema, tratándola como a una pequeña musa, un querido bibelot, y mimándola con la condescendencia de la hija que no tuvieron. Ella concentró su no muy despejada aunque activa inteligencia, en aprenderse los nombres de las plantas en latín por orden alfabético, como él le suplicó, y algunas noches en las reuniones de adoradores de su esposo, repetía como un monito amaestrado los interminables latinajos con la letra que decidían al azar. Parahebe catarractae, parthenocissus henryana, pasiflora caerulea…
Él la miraba con orgullo paternal y ella se recogía satisfecha, aunque un poco contrariada a veces. Algunos nombres eran difíciles de retener y se los inventaba. Ninguno de los genios que aplaudían a su marido se daba cuenta, ni se hubiera atrevido a corregirla en el caso de que lo notara. Otra de sus aficiones fue decorar la preciosa casa con esmero de bordadora.
Al entrar en el salón biblioteca, donde habitualmente se hacían estas reuniones y en el que ahora pesaba un silencio reverencial, se sorprendió de encontrar a una mujer sentada en una de las butacas. Joven, vestida con modestia, elegante en los movimientos, con una determinación en sus mandíbulas firmes y en el perfil altivo que no le resultaron extrañas.
En cuanto la vio aparecer, la chica se levantó con prontitud, disculpándose en un tono moderado y conciso por haber irrumpido sin previo aviso en su casa, pero la importancia del asunto la había impulsado a hacerlo, afirmó. Su nombre era Iris. Ella la miraba con la boca abierta y el corazón acelerado, mientras la querida Gipsy gruñía, protegida en las faldas de su ama, tan amenazante como daba de sí su diminuta garganta.
—Usted dirá —contestó en el tono más controlado que pudo, ofreciéndole que se sentara.
Así lo hizo la joven y puso sobre sus rodillas un voluminoso tomo.
—Este manuscrito me lo dio mi padre antes de morir y dijo que aquí se guardaba mi futuro.
La perrita mordisqueaba el borde de la alfombra interpretando el nerviosismo que sentía la dulce Hortensia.
—¿Y? ¿En qué me atañe a mí?
Su voz sonaba artificialmente severa y firme.
—Pues —titubeó Iris—, que su marido era mi padre.
El grito espeluznante que dio hizo huir a Gipsy y cayendo como un peso muerto sobre el respaldo, empezó a llamarla ladrona, embustera, sinvergüenza. Un par de bucles se desprendieron con inusitada violencia de su cofia. Iris se mantenía serena con las dos manos extendidas sobre los papeles donde reposaba su futuro, otra obra inmortal cuyos derechos de autor serían para ella, además de la casa cuando Hortensia tuviera a bien acompañar a su esposo en la gloria, le susurró con un soniquete de canción de cuna o de oración benéfica. Mientras Hortensia se reponía respirando trabajosamente, Iris señaló las plantas que se veían en la veranda al fondo del salón, y en una dulce melopea empezó a recitar fasthedera lizei, onoclea sensibilis, polystichum setiferum…
La pobre mujer se iba derrumbando como un pelele y un hipo incontenible la mantenía en una patética vulnerabilidad, sin poder responder nada.
El libro se llama “El laberinto de amor entre las flores”.
La biblioteca de la abuela Olivia
Malena Teigeiro
La casa en la que nuestra abuela Olivia vivía, acompañada por una absurda y antipática ama, estaba en el campo. La heredó de sus padres, que a su vez lo habían hecho de sus abuelos y éstos de los suyos. Era grande, de madera marrón con muchas ventanas, tan cálida y acogedora, que el que entraba en ella no deseaba irse nunca. Estaba llena de habitaciones, salones y recovecos por los que nos permitía jugar al escondite, pero lo que más nos gustaba a todos sus nietos era que nos invitara a merendar. Nos recibía siempre en la biblioteca, tumbada en una otomana sobre almohadas y cojines iluminados con estampas de extraños paisajes, al lado de un balcón con tantas plantas, que más que una galería parecía un invernadero.
Decían que entre aquellas paredes sucedieron, antes y ahora, hechos extraños. Sin embargo, al verla tan pequeñita, como si fuera una antigua muñeca de porcelana, con su dulce rostro redondo del color del pan, nadie podría pensar que la anciana abuela Olivia fuera partícipe en ellos.
Ya éramos mayores, aunque no mucho, cuando unas Navidades la abuela invitó a toda la familia a cenar. Los niños llegamos temprano y después de jugar por la casa, nos dispusimos a tomar la merienda en la luminosa habitación llena de libros. Detrás de nosotros, arrastrando un carrito con los bollos y el chocolate, entró el ama Brígida, una mujer regordeta como la abuela, todavía más bajita, pero con la piel amarillenta, nariz afilada y un pequeño moño gris cubierto por una blanquísima cofia. Acercó el carrito a la ventana llena de plantas, se volvió y dijo:
—Señora, ya han venido.
Mis primos y yo nos miramos con esa sonrisa tonta y cómplice de los pequeños. ¿Es que no nos veía? Con sus elegantes dedos, frunciendo las cejas, la abuela le indicó que se marchara. ¿Quién ha venido? Le pregunté a Brígida cuando pasaba por delante de mí. La curiosidad no es buena, me espetó mirándome con sus ojos saltones.
—Brígida —apuntilló la abuela después de beber un sorbo de chocolate—, los que vienen no siempre son buena compañía, y, además, ya sabe, sus padres me tienen prohibido que los juntemos.
¿Pero quién viene? ¿Dónde están? Queremos conocerlos, gritábamos muertos de curiosidad y risa. Y ante nuestras protestas, el ama se dio la vuelta y atravesando la biblioteca se sentó a los pies de la otomana.
—¿Se los va a presentar? —preguntó la abuela sin mirarla, calentándose los dedos con su humeante jícara de porcelana azul.
—Ellos saben muy bien quiénes son los que están aquí y a éstos —dijo señalándonos— les da lo mismo.
Continuó diciendo que no era bueno estropearles la tarde a los otros, porque, al fin y al cabo, ellos eran los que definitivamente moraban en la casa.
La abuela se encogió de hombros y Brígida se levantó, nos miró de soslayo y acercándose a las ventanas, corrió los pesados cortinajes de terciopelo verde, casi negro. La biblioteca se quedó con la sola luz de la lámpara del techo, cuyas candelas comenzaron a titilar hasta que casi se apagaron. En aquella penumbra en la que apenas nos veíamos, despacio, mis primos y yo nos fuimos acercando hasta formar una piña. El ama volvió a sentarse en el mismo sitio.
Nos encontrábamos a la espera, en el más absoluto de los silencios, cuando comenzamos a escuchar un quejido que salía de la boca abierta, oscura como un pozo, de Brígida, que agitaba la cabeza con fuertes movimientos. La abuela Olivia, con la más inocente de las expresiones, daba besos al aire moviendo las manos, blancas, cálidas, como alas de paloma, acariciando algo que solo ella lograba ver. La habitación se inundó de risas, de imperceptibles voces y del frufrú de sedas. Una corriente de aire helado, quizá producido por los movimientos de aquellos que no veíamos, nos hizo temblar. Más temblábamos aún, cuando los libros comenzaron a salir de los estantes, y llevados por invisibles dedos, se desplazaban por la habitación. Como si estuviera sostenido por alguien, uno de ellos se colocó sobre la butaquita tapizada en capitoné. Los otros se quedaron quietos, parecían descansar sobre ausentes regazos aposentados por el suelo. Y ese alguien, una vez acomodado, emitió un leve carraspeo. Después, la voz dulce, amistosa, de un invisible joven, comenzó a leer en alto las páginas del libro que sostenía entre las etéreas manos.
Aterrados y sudorosos, pegados unos a otros, mis primos y yo escuchamos el relato de aquella voz que desgranaba las vicisitudes de un indio, cuyo triste final fue la muerte en una cueva, abrazando su tesoro, un cofre lleno de joyas.
Cuando los invisibles dedos pasaron la última hoja, escuchamos el ruido de las tapas de cartón al cerrarse. Lentamente, los libros en el más profundo de los silencios, volvieron a flotar a través de la biblioteca para colocarse cada uno en su sitio.
Y como si nada hubiera ocurrido, Brígida se levantó y abrió las cortinas. Nos miró con los turbios ojos entrecerrados y torció el gesto en algo que parecía una sonrisa. Volviéndose hacia la abuela dijo que iba a encender las luces del jardín, señora. Se estaba haciendo tarde y en cualquier momento vendrían nuestros padres a celebrar la Nochebuena.
A través de la letra
Liliana Delucchi
Con sumo cuidado Daisy ingresa en la biblioteca, esta mañana tiene que quitar el polvo de los libros. ¡Hay tantos y están tan bien cuidados! Es un día soleado y la luz entra por las ventanas, se detiene en los cojines, avanza por los tapices e ilumina las plantas.
La joven se desliza por la alfombra como si no la pisara, con la respiración contenida. El señor ama esa estancia, es donde pasa la mayor parte del tiempo, lee, escribe o dormita en el sofá con algún texto entre las manos. Ella estira el mantel que hay sobre la mesa, con cuidado de dejar los volúmenes tal como estaban, el tintero, las flores. Pasea su mirada por los cuadros y se detiene ante uno en el que se ve a un hombre maduro junto a un niño, le parece que el pequeño la mira con sorna. Las voces que vienen del pasillo le recuerdan para qué ha entrado y se dirige a una de las estanterías para empezar su tarea. Un libro le llama la atención, está descolocado y eso la abruma, al señor no le gustaría. No puede contenerse y lo coge.
En la primera página ve el dibujo de un joven sentado junto a un río con unos pantalones a cuadros, chaqueta raída y está descalzo. Lleva en la mano algo que parece una rama o quizás una caña de pescar. La mira con la misma sonrisa sarcástica que el del cuadro. De pie, junto al ventanal que da al jardín, empieza a leer. De pronto, las letras parecen moverse, estirarse, como abriendo pasillos entre ellas. Se detiene ante una palabra, en realidad un nombre: Tom. Espanta una mosca que se ha posado en esa palabra de tres letras, exactamente en la mitad. No sabe si por el efecto de un rayo de sol que atraviesa el cristal o si es por las pocas horas de sueño que le ha dispensado la noche anterior, pero Daisy ve que esa “o” se agranda, se extiende a lo ancho y alto de la página y la cubre por completo. El agujero se amplifica hasta llegar al sillón, a la cristalera… Ella lo atraviesa y de pronto está a orillas de un río, junto a un árbol donde ve a un niño pescando.
—¿Tom?
Al no obtener respuesta, la joven empieza a caminar a lo largo de la ribera. Hace calor y una nube de insectos revolotea entre las ramas de los árboles; un arroyo se encamina hacia el interior y Daisy lo sigue. Termina en una charca profunda y, descalza, sumerge los pies. Es refrescante. Recostada a la sombra, se queda dormida. La despierta una sapillo sobre su empeine y venciendo el asco que le produce el animal, se desviste y se mete en el agua. Su cuerpo reacciona al contacto con el frío. De pronto, una corriente la arrastra hacia el centro y luego hacia abajo. Daisy no sabe nadar. Una masa oscura la cubre. Es el final, morir aquí, en un lugar desconocido, sin despedirme de nadie. Miedo. Silencio.
El libro se le cae de las manos, la biblioteca sigue tan luminosa como cuando entró esta mañana. Se toca el vestido, está seco, como su pelo y sus pies. ¿Tuve un sueño? Termina rápido sus tareas y cuando cierra la puerta de la casa para dirigirse a la suya, ve un niño sentado en los escalones de la entrada. Viste un pantalón a cuadros, una chaqueta raída y está descalzo. En la mano una rama o una caña de pescar. Levanta los ojos hacia la joven.
—¿Daisy?
El mudo
Marieta Alonso
A mis años recuerdo haber sido feliz por un instante. Hubo un chico dentro de mi cabeza al que parecía que yo le gustaba. Nunca lo supe a ciencia cierta. Miraditas, leves rozamientos, préstamos de libros, siempre a mi vera, pero palabras de amor o algo relacionado con ese verbo, ni por asomo. En cambio, yo lo amaba. Sé que parece cursi, pero es la verdad.
Una tarde de primavera, era víspera de exámenes, nos encontrábamos el grupo de clase sentados en la hierba, cuando alguien preguntó si sabíamos lo que se prometían uno al otro en la ceremonia matrimonial. Yo sí, yo también, dijimos al unísono los dos panolis. Y mirándonos a los ojos repetimos aquello de: Yo fulanita, yo menganito me entrego a ti…, para amarte y honrarte hasta que la muerte nos separe.
La emoción que nos embargó fue de tal calibre que nuestras miradas se eternizaron por dos minutos. Cerré los ojos y me vi ante el altar, vestida de blanco y recibiendo el beso tras “Os declaro marido y mujer”.
Pasaron los años y terminamos los estudios. Se marchó a otro país. Yo seguí soltera. Nunca encontré a nadie, ni juez ni párroco, que me eximiera de aquella promesa que no fue refrendada por una firma.
Ayer, al cabo de cincuenta años, nos encontramos en la misma biblioteca, entre los paneles de marquetería. Se me cayeron los libros. El bibliotecario vino en mi ayuda, ninguno de los dos estábamos para agacharnos. Él me miraba con unos ojos desgastados por el tiempo sin musitar palabra. Sonreímos. Y fue como si nuestra promesa de amor se renovara.
Que bonitas historias y que preciosidad la carta a Santa Claus de Mark Twain!!!!, un gozada.
Muchas gracias!!!!
También os deseo una feliz navidad y un año próspero y con salud!!!
Muchas cosas buenas para este nuevo año. Tienes toda la razón la carta de Mark Twain es deliciosa.
Feliz Navidad y prospero Año 2017.
Gracias por estas historias.
Feliz año 2017. Gracias por leernos.
Hermosas cartas,bellisimas gracias por publicarlass Elina.
Gracias a vosotros por leernos. Feliz Año 2017
Hermosas cartas