
Carrusel
El origen de la palabra carrusel proviene del italiano Garosello y del español Carosella que significa pequeña batalla y describe un ejercicio de entrenamiento de combate. Era un modo de adiestramiento de la caballería que los Cruzados descubrieron, trajeron a Europa y se mantuvo como tal dentro de los castillos sin mostrarlo al público. Con el paso de los años se instalaron en jardines privados de la realeza.
A principios de siglo XIX en Europa se empezaron a colocar en ferias y otras reuniones públicas. Los primitivos no tenían plataforma, sino que colgaban los animales de postes o cadenas, propulsados por bestias de tiro caminando en círculo. Hacia la mitad de ese siglo se desarrolló el carrusel con plataforma de propulsión a vapor. Más tarde se construyeron con cigüeñales y engranajes.
La primera noticia de un carrusel aparece en un bajo relieve del Imperio Bizantino en el 550 de nuestra era. El más antiguo que se construyó, ya con el concepto actual, está en Praga y el más grande en Copenhague.
Un carrusel siempre hace soñar o devolvernos a otros momentos vividos. A nuestras cuenteras las ha llevado a recordar un viejo amor, el vuelo imaginario de unos niños, una cita de muchos años o la saga de unos titiriteros. Esperamos que os gusten.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
La cita
Cristina Vázquez
Estaba feliz con su niño, pero reconocía mientras empujaba la sillita que llevarle al parque resultaba un aburrimiento. Era un tiempo muerto en el que su atención solo podía concentrarse en si el pequeño se metía tierra en la boca, empujaba a otro niño y al final se dedicaba a subirlo al tobogán. Las charlas con las otras madres o abuelas le resultaban insulsas, sin interés.
Elizabeth se lo planteaba como una de las muchas obligaciones derivadas de la maternidad, quizás en su caso un poco tardía, creándole mala conciencia por no disfrutar todas y cada una de las actividades a las que se veía abocada. ¡Con lo que les había costado conseguir tener ese precioso niño! Lo adoraba. Había sido su máxima felicidad.
Una mañana de esa primavera aún incierta, cambió su recorrido habitual para llegar al parque infantil y vio que habían montado en la Plaza de la Concordia un precioso carrusel. Se paró a mirarlo. ¡Qué increíble coincidencia! Cómo pudo olvidar que ahí ponían al que la llevaba siempre su abuelo. Era un hombre erguido, flaco, de pocas palabras que sujetaba su mano con determinación y le hablaba con gran ternura. Elizabeth recordó cuánto le gustaba ese carrusel y la emoción de su abuelo cuando llegaba la fecha en que lo colocaban. Aparecían a las once en punto los dos, nieta y abuelo, hiciera el tiempo que hiciera, excepto si llovía. Y a las doce se marchaban. Él se sentaba en un banco y ella podía dar tantas vueltas como quisiera. Antes de irse, el abuelo le compraba el algodón de azúcar que a ella le fascinaba y se lo ofrecía con una pequeña reverencia.
—Elizabeth, son nubes de colores que endulzarán tus sueños.
Al verlo ahora, casi sintió el pegajoso dulce en su boca. Una mezcla de alegría y nostalgia se apoderó de ella y le divirtió la excitación que vio en el niño. Aplaudía riendo y daba grititos de satisfacción. Como parecía tan entretenido, ella se sentó en un banco y se quedaron madre e hijo contemplando cómo daban vueltas y vueltas los caballitos y otros animales. Subían y bajaban hipnóticos, acompañados de una música repetitiva y ruidosa. Fue la primera mañana que se sintió tranquila y sin remordimientos, la primera vez que pudo compartir con su hijo la misma fascinación por algo, o eso pensó. Además, le devolvía el recuerdo por ese abuelo al que terminó valorando como el mejor regalo que había tenido en su vida. El regalo de su amor incondicional. Al recordarlo una incipiente ternura la llenó de agradecimiento y hubiera deseado verlo sentado ahí enfrente. Lanzó con disimulo un beso al aire.
Después de un rato, en el que el niño no parecía cansarse de mirar el carrusel, Elizabeth se fijó que había una anciana en otro banco desde hacía un buen rato. Era una mujer muy mayor, que se mantenía recta con un bastón apoyado a su lado. Daba la impresión de no ceder un centímetro a la debilidad. Su mirada iba de uno a otro lado de la plaza, controlando cada poco la hora del reloj. Tenía un cierto aire de pajarillo que se acabara de escapar de una jaula. En ella se mezclaban la vulnerabilidad con una apariencia de irreductible tenacidad de ¿qué? se preguntó Elizabeth, pues parecía que una determinación por algo concreto la mantenía en su erguida vigilancia. Cuando dieron las doce, se levantó con dificultad apoyándose en el bastón y toda la estructura que la mantenía se vino abajo desarticulando su figura.
Sintió una enorme zozobra al ver a esa anciana elegante caminar vencida hacia el paso de peatones y se acercó a no sabía qué, como si un impulso la llevara hacia ella. Cuando hizo el gesto de ayudarla a cruzar, la mujer la miró largamente para luego sonreír.
—Gracias.
Cruzaron los tres: la señora mayor, el niño y ella como la representación de las edades de la vida. Al llegar al otro lado, la anciana se volvió. Había algo en ella que le recordaba a otro tiempo, a otras personas, dijo con dulzura y se fue despacito hasta desaparecer en un portal de altas puertas labradas.
Al día siguiente Elizabeth volvió al mismo lugar, a la misma hora y encontró a la señora sentada como el día anterior en el mismo banco. Erguida, atenta, mirando a uno y otro lado y controlando la hora, hasta que dieron las doce y como una inapropiada Cenicienta se levantó con esfuerzo, como si algo en ella se apagara irremediablemente. Volvió a acercarse a ella para cruzar y le preguntó si venía todos los días a ver el carrusel. La señora la miró con extrañeza.
—No vengo a ver el carrusel —miró su reloj—. Es por una cita que tengo desde hace mucho tiempo que se acaba a las doce.
No era tan extraordinario
Malena Teigeiro
Al despertarse, la música que le daba vueltas y más vueltas en la cabeza, le hizo recordar la noche pasada. Sintió un leve mareo. Sin moverse, continuó sentado en el borde de la cama agarrado al colchón. Se dio cuenta de que tenía puesto el pantalón del pijama, sin embargo, la camisa era la misma que llevaba en la casa de Jacinta. Una arcada le subió a la boca. Apretó los ojos. Sentía unos golpes en la sien, como si un pájaro carpintero le estuviera picoteando el hueso. Giros y giros. Vueltas y vueltas. Parecía que estuviera montado en un carrusel. ¡Qué mareo! Ahora lo recordaba. Anoche la música en la casa de Adela era agobiante. Y el humo, quizá incienso, junto con el intenso perfume a almizcle, y sin duda las bebidas, en algún momento le hicieron perder el sentido. De pronto recordó que tenía que ir al despacho. Había convocado una reunión importante para esa mañana y se le estaba haciendo tarde. Quizá después de una buena ducha estaría más recuperado, pensó. Al entrar en el cuarto de baño, inmediatamente, abrió el grifo. Sin esperar a que saliera el agua caliente metió la cabeza debajo. Al ir a enjabonarse, vio que todavía llevaba puestos el pijama y la camisa. Sin salir de debajo del agua, con dificultad se los quitó.
Aunque él siguiera viviendo todavía en la misma casa de sus padres, en los trescientos metros del palaciego piso de techos altos, hizo que le construyeran un apartamento de soltero. Grandes y espaciosos salones, una moderna cocina, y dos habitaciones. Para la suya, con un balcón a la esquina de la plaza de la Marina, pidió que le hicieran un baño inmenso. Era digno de un alto ejecutivo como él. Ahora el agua caliente le caía encima de la cabeza, y los chorros laterales le golpeaban la espalda. Después de varios minutos del húmedo masaje, comenzó a encontrarse mejor. Un buen desayuno y a la oficina, decidió mientras cerraba los grifos. Aunque poco iba a poder hacer en aquel estado, pensó. Envuelto en la toalla, tomó un café cargado y un jugo de naranja con un calmante efervescente que siempre le daba buen resultado. Mordisqueó unas galletas. Después comenzó a vestirse.
Hacía mucho frío cuando pisó la calle. Aquella música de nuevo le daba vueltas en la cabeza. ¿De dónde venía ahora? Miró a su alrededor. Nada. Decidió ir caminando hasta la oficina. Así aquel aire helado terminaría con la resaca. Dio la vuelta a la esquina y salió a la Plaza de Oriente. Ahora el sonido era nítido, fuerte, repetitivo. Se detuvo. Sí. Era la música del carrusel. Recordó a Amelia saltando a su lado. Apenas eran unos niños cuando corrían hacia él. Ella siempre sentada entre las alas de un cisne, como las princesas, decía, y él en un caballito a su lado. Recordó la vez que al volver de la universidad coincidieron en el portal. Era una presumida jovencilla, que altanera caminaba abrazando los libros.
—Amelia.
Ella se volvió. ¿Vamos? Lo han vuelto a instalar. No tuvo que decir nada más. Amelia le sonrió cerrando los ojos como las chinitas. ¿De verdad me estás invitando a dar una vuelta en mi carroza de cisne? Jorge le recogió los libros y los dejó en la portería junto a los suyos. Quedaron de nuevo para volver al día siguiente, y continuaron reuniéndose hasta que terminaron sus carreras. Y fue entonces cuando ella, seria, le habló de casarse, quería ser una madre joven, añadió. De pronto recordó el brillo de sus ojos cuando le dijo que él no era para ella. ¡Qué verdes eran en aquel momento! Nunca volvió a ver otros del mismo color. Al escuchar que no pensaba contraer ningún compromiso que no fuera el de su trabajo Amelia aleteó las pestañas. Y sin más, bajó del carrusel. La vio caminar con la cabeza inclinada.
Pasaron los años y el trabajo, el éxito, los compromisos y viajes, no le permitieron mantener ninguna relación de manera estable, duradera. Eso era algo para los currantes, decía riendo a las mujeres que lo acompañaban. Era algo para lo que ya tendría tiempo. Ahora no. Ahora quería triunfar y divertirse. Esa música, y se llevó la mano a la sien. Esa música le seguía girando y girando en la cabeza. Alguien le dijo que Amelia contrajo matrimonio con Alberto, un chico de lo más común, lo recordaba bien. Que tenía varios hijos, y que había abierto una farmacia. Quizá, como le solía pasar a la gente corriente, hasta era feliz, sonrió despectivo. Ahora la música sonaba nítida, repetitiva. Delante de él estaba el carrusel.
Comenzó a molestarle la humedad en los ojos y se los restregó. Quizá fuera el frío.
El tiovivo comenzó a girar.
Los tres L
Liliana Delucchi
—Uno, dos, tres, cuatro.
Así todas las tardes. Cuando el carrusel de las cinco y media se ponía en marcha, Leonardo contaba los caballos que pasaban y decidía, fuera cual fuese, que montaría en el cuarto.
Lucía, su gemela, no tenía ese problema, como era una princesa, siempre subía a la carroza. A mí me daba igual, solo quería jugar con ellos y participar de sus ensueños. Para nosotros la calesita no era solo un entretenimiento, sino un vehículo que nos llevaba lejos. Viajábamos en el tiempo y en el espacio. Recorríamos lugares con praderas infinitas que se fundían en las más altas montañas y conversábamos con los personajes que habíamos encontrado en las páginas de algún cuento.
Conocí a los hermanos una tarde en que me precedían en la cola para montar en el tiovivo. Eran más altos que la media. Rubios y con los ojos azules, iban vestidos siempre de punta en blanco. Jamás sus zapatos tenían una pizca de barro; la trenza de Lucía, que le llegaba hasta mitad de la espalda, brillaba como un sol de verano, rematada con un lazo de color a juego con su vestido. Un flequillo dorado caía sobre la frente de Leonardo, contra el que luchaba su mano derecha en un gesto repetido.
Llegaban a la pradera donde estaban instalados los juegos de la mano de su abuela, una señora de pelo blanco y modales contenidos que, instalada a la sombra de una higuera, hacía ganchillo mientras sus nietos jugaban. Los pequeños parecían pertenecer a otro mundo, en voz baja, como si quisieran ocultar algún secreto, solo hablaban entre ellos. El resto de los niños no se atrevía a acercárseles, como si ese halo de misterio que los envolvía impidiera cualquier tipo de aproximación.
En ese entonces tendríamos seis años y era tal la curiosidad que despertaban en mí que quise unirme a ellos. Para mi sorpresa me aceptaron y desde entonces fuimos inseparables, tanto que en el barrio empezaron a llamarnos los tres L, por las iniciales de nuestros nombres.
—Me dan pena mis amigos —dije un día a mi madre mientras merendábamos—. No tienen padres. Leonardo me contó que murieron en un accidente.
—No se puede tener todo en la vida, Luis —contestó— tú careces de hermanos y ellos de padres.
Me pareció desacertada su afirmación, pensé que uno puede encontrar algo parecido a un hermano en un amigo, pero… ¿Padres? Sin embargo el tiempo le dio la razón, porque de la misma forma que yo buscaba un lazo fraternal con los gemelos, ellos hacían lo mismo con sus progenitores solo que, hasta ese momento, sin resultados aparentes.
Una tarde que amenazaba lluvia llamaron a mi puerta, los dos con impermeables y sus rubios cabellos cubiertos con capucha. En voz baja, para que solo los escuchara yo, me dijeron que era el día ideal, que si queríamos viajar en el tiempo, la tormenta sería nuestra aliada; nos transportaría al lugar que ellos buscaban desde hacía mucho tiempo y que deseaban compartir conmigo. El temporal empezaba a rugir a lo lejos, por tanto, cogí mi chubasquero y, ansioso por introducirme en el misterio que me proponían, salimos de casa a escondidas.
El tiovivo estaba vacío, ningún otro niño se había atrevido a salir con ese temporal, lo que nos hizo sentir valientes, distintos y decididos a vivir la mayor de las aventuras. Unas monedas sirvieron para que el guarda pusiera en marcha la calesita y el lamento de la madera vieja bajo nuestros pies fue acallado por la música que daba vueltas con nosotros. Esta vez todos montábamos caballos; nuestros «arre, arre» se perdían entre los truenos mientras sentíamos que el aire nos enfriaba la cara.
Dos, tres, cuatro vueltas y el paisaje a empezó a cambiar. Las copas de los árboles se estiraban como si fueran a diluirse entre las nubes; aparecieron personas desconocidas en medio de una niebla que difuminaba sus facciones y su vestimenta pertenecían a otra época.
—No es aquí —gritó Leonardo para que lo oyéramos—. Tenemos que alejarnos un poco más.
—Dirijamos los caballos hacia la derecha —intervino Lucía.
Los seguí. Nuestros corceles no cabalgaban, volaban. De pronto estábamos entre algo parecido al algodón deshilachado y conteníamos la respiración para que no nos entrara por las narices. No sé cuánto tardamos en atravesar esas nubes compactas y encontrarnos sobrevolando una pradera verde, sembrada de pequeñas flores amarillas. A lo lejos, algunas casas bajas y el campanario de la iglesia. Una carretera sinuosa se perdía camino arriba.
—Es por allí… Por allí —susurró mi amigo al tiempo que ralentizaba su cabalgadura.
—Desmontemos y arreglemos el guarda raíl —ordenó Lucía.
No sé de dónde sacamos fuerzas para reparar un amasijo de hierro roto que bordeaba la carretera, pero lo hicimos a tiempo. Minutos más tarde, un coche descapotable rojo, conducido por un hombre acompañado de una mujer rubia pasó a nuestro lado camino del río. La dama nos miró con desconcierto y alzó su mano enguantada para saludarnos.
Cubiertos de polvo, con arañazos en las manos y el corazón a punto de escapar de nuestro pecho, volvimos a los caballos que pastaban tranquilos, esperándonos.
Cuando el carrusel se detuvo nos sorprendió ver que la tormenta había desaparecido y lucía el sol del atardecer. La ropa, que habíamos ensuciado en aquella carretera, estaba impecable, al igual que nuestras manos y el corazón nos latía con la parsimonia de siempre.
Junto a la abuela de los gemelos, invariablemente bajo la higuera, había una pareja más joven, la misma que vimos pasar en el deportivo y que abrazó a los hermanos.
—Ya estamos de vuelta, queridos —dijo la mujer.
Los pequeños los estrecharon antes de presentarme como «nuestro mejor amigo».
Todavía temblaba cuando llegué a casa y me senté en una butaca frente a mis padres quienes, sonrientes, me anunciaron que en unos meses tendría un hermano. Ante tal situación de felicidad obvié decirle a mi madre que se había equivocado, que sí se puede tener todo en la vida… Aunque será necesario un poco de magia, un carrusel y compañeros como los míos.
Titiriterios y trapecistas
Marieta Alonso
Desde el lejano siglo XVIII mi familia ha tenido fama de ser algo peculiar. Comenzaré por el principio. Creo que todo viene de cuando la bisabuela de mi tatarabuela, en plena Revolución Francesa, poco antes de que le cortaran la cabeza al rey y luego a la reina, se le ocurrió traer al mundo a su único hijo al mismo tiempo que la duquesa para la que trabajaba.
Esa noche la alcoba principal estaba iluminada con la luz de cientos de velas, vibraba con las idas y venidas de doncellas que llevaban y traían el agua caliente y la figura de la matrona a la espera de los acontecimientos. En el cuchitril de Amélie tan solo se movían las sombras de un cabo de vela que apenas alumbraba. En toda la casa solo se oían los alaridos de la duquesa y la fuerte respiración de la criada.
Por fin nacieron los dos niños. Uno rubio, el otro moreno. Lloraban con tanta fuerza que nadie dudó de que llegarían a ser cantores. Amélie se dio prisa en arreglar a su hijo y componerse, tenía que ir a la habitación de la duquesa. Estaba todo previsto. Ella amamantaría a los dos chiquillos.
Bajaba por las escaleras con Maximilien, su bebé, cuando una multitud enardecida comenzó a derrumbar la puerta de entrada. Rauda, se introdujo en la habitación de la duquesa, que despavorida, le suplicó que salvara a su niño.
―¿Qué nombre le pongo, señora?
―Louis ―pronunció con voz temblorosa.
Amelie no era de las que perdía tiempo. Se puso a la espalda un canasto con ropa y con los dos niños en brazos corrió por los largos pasillos, bajó majestuosas escaleras, cruzó puertas labradas, pasó por la cocina y arrampló con todo el pan y el embutido que había sobre la mesa. Al llegar al sótano se introdujo en el túnel oculto para los extraños, pero no para ella. Después de mucho caminar entre sombras salió al límite más apartado del parque, junto al sendero de los álamos. Se detuvo y con el corazón en la boca contempló el imponente palacio que se deshacía en llamas.
Tomó aliento y siguió andando hasta encontrar una casa medio derruida en las afueras de una aldea lejana. Se sentó en un camastro, les dio de mamar y con los niños a ambos lados, se durmieron los tres.
Despertó con el llanto de los bebés y al alzar la vista se encontró rodeada de seis adultos, dos adolescentes y cuatro pequeñajos que los miraban con estupor. Era una troupe de saltimbanquis que estaban de paso. Contó lo ocurrido al palacio sin dar muchos detalles y se apiadaron de ella, siempre y cuando hiciera algo para ganarse la pitanza de cada día. Siendo niña se le daba bien caminar, saltar, hacer piruetas subida en zancos y pensó que era el momento para sacar provecho de aquellas habilidades.
Hoy, al cabo de tantos años, sus descendientes continúan la tradición. Uno se fue a Suecia para formar parte del Cirkus cirkor, le gustaba ese juego de palabras comparando circo y corazón. Otro no salió de Francia y trabajó en el Cirque Plume, revolucionando el arte de la pista al combinar fiestas, sueños, y poesía. Algunos trabajan en el Cirque du Soleil, recorriendo el mundo; yo voy de pueblo en pueblo montando atracciones de feria y haciendo las delicias de los pequeños.
Nunca se habló en nuestra gran familia quién era de sangre azul y quién no. Todos la tenemos roja.
Cristina,entrañable tu relato.
Mil gracias por la cita mensual , para ti y resto de autoras.
Besos
Elena
Gracias a ti por acudir tan puntualmente a ella.
abrazos y buen fin de agosto.
Cristina