
BUK
Nacido el 8 de Agosto de 2014. Hijo de Rita y Gent.
Pertenece a la raza Norwich Terrier, descendiente de los Irish Terrier, originario del Reino Unido y, al menos, desde el siglo XIX fue criado en East Anglia, para la caza de animales de madriguera y pequeños roedores.
Es uno de los Terrier más pequeños, de pelo duro, resistente, sano y de carácter afectuoso.
Este simpático perrito es el que ha inspirado los relatos de este mes.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Revelación
Cristina Vázquez
Nunca soporté a los perros, desde que una tarde a la altura de mis seis años, me quedé encerrado en un patio de la casa de mis abuelos con siete de ellos. No fui capaz de moverme durante dos horas de la mesa en la que me subí y no he olvidado el odio que sentí hacia mis ancestros, los gritos de desesperación que se perdieron en el vacío, ni el frío que se me quedó en la mojada pernera del pantalón, como indigna señal de mi pánico. Cuando volvieron de su paseo, los mayores no entendían qué me había pasado, si eran una preciosidad, una monada, y mientras lo decían les daban besos y arrumacos a los chuchos. Yo, como un capitán fracasado, cruzaba mis piernas para disimular la mojadura y de un brinco me colgué de la espalda de mi abuelo para no acercarme a ellos.
Pasaron los años y pude mantener con decoro mi desapego hacia los perros que parecían un destino en mi vida, pero como el destino es terco, hizo que mi vecina tuviera uno de lanas que me gruñía desde la puerta y cuando por fin caí rendido de amor por una hermosa, hermosísima y adorable mujer, resultó ser veterinaria. Mi condición fue que jamás un perro entraría en nuestra casa, y pese a los ojos de desolación de mi adorada, cumplió la palabra.
Una noche al tirar la basura oí un extraño quejido intermitente que quebraba el corazón más áspero. Entré en casa, cogí unos guantes de goma y salí a investigar qué sonaba en el fondo de ese cubo. Después de varios repugnantes intentos de no mancharme y no vomitar, encontré en el fondo una bola tostada con dos ojos como canicas. Me eché para atrás pensando que era una rata, un hámster o algún otro asqueroso bicho, cuando se alzó en dos patas un perro, peludo, redondo y llorón. Lo sujeté con maestría por el pescuezo y lo deposité en el lavadero a la espera de entregarlo a la Sociedad Protectora de Animales. Imposible gestión. Mi mujer y mi hijo cayeron en un éxtasis de felicidad. Los dos me abrazaron dándome gracias, era el mejor, les había dado lo que más querían: un perro. Sus rostros parecían caretas de feria de continua que era su sonrisa. Mis protestas las tomaban a broma entre besos y agradecimientos.
Lleno de ambivalencia pensé que no era casual su aparición, que podía ser una oportunidad de vencer mi rechazo, casi freudiano, a esos animales que parecían estar siempre en mi vida.
Aunque yo me esforzaba con él, no conseguí ninguna reacción por su parte. Mientras lamía y jugaba con los demás, a mí me dedicaba una escueta y protocolaria movida de rabo al llegar a casa.
El sitio que eligió como suyo era un rincón, lugar de paso entre el cuarto de estar y la cocina. Como yo me levantaba el primero, nunca pude entrar a desayunar, pues ejercía de vengativo e inflexible can Cerbero, con su carita de mira que lindo perrito, pero no des un paso más. En mi voluntad de aproximación, alguna vez que me quedé solo con él, lo llamaba para que se tumbara cerca y verme a mí mismo como hombre que, superado sus traumas, descansa con su perro en el hogar, pero nunca logré que se moviera del rincón. Cada vez que daba un paso me gruñía, enseñándome los diminutos dientes con una ferocidad de lobo. En ese momento yo volvía a sentir mi antiguo odio, hasta que un día, me quité la zapatilla para castigarlo y al descubrir mi pie desnudo me lo lamió con devoción, como si hubiera descubierto un bien largo tiempo deseado. Debo reconocer que casi se me caen las lágrimas contenidas desde mi infancia, al notar su cálido cosquilleo y su mirada de entrega. Desde entonces, mi mujer dice que estoy perdiendo la cabeza, que no entiende por qué me quito los zapatos para entrar en la cocina, que además de ser antihigiénico, me voy a resfriar.
Tras la puerta
Malena Teigeiro
Mito buscó su esquina. La única por la que pasa un tubo de calefacción que coincide con el reposo de su vientre. Se tumbó. Envuelto en su cuerpo, descansaba. Quería dormir. Pero estaba desvelado.
Desde el momento en que el amo lo llevó a la casa, lo había tratado bien. Además, sin que su mujer lo viera, le da trozos de pollo mientras come. Mito, inquieto, busca una postura más cómoda. Resopla. Sus manos son grandes, suaves, calientes, y como si fueran alas de paloma, le gusta pasárselas por encima de la cabeza para terminar rascándole el entrecejo. A él le encanta dormir la siesta pegado a sus pies. Olían siempre igual. A veces, el amo levanta la punta del zapato y le acaricia el lomo.
Los fines de semana solían ir al campo, donde persigue a las urracas. Allí tiene un amigo, Bolero, el perro del pastor, un can grande, con mucho pelo blanco y gris que cada vez que lo ve llegar, corre a buscarlo contento. El amo goza cuando los ve brincar y retozar por el campo, si bien Mito se percata de que no le atrae esa amistad. Lo cierto es que cuando vuelven a Madrid siempre tiene que arrancarle las garrapatas. Y él, aunque le resulte molesto, se queda quieto mientras, rezongando, lo moja con aceite para ahogar a los sanguinolentos bichos.
A Mito también le encanta el mar. En el verano, por las noches, su amo lo lleva a la playa y juntos corren por la arena. Solía acompañarlos la nieta mayor, que le tiraba conchas al agua para que fuera a buscarlas. No le gusta mojarse, pero es tan cariñosa la niña que, por darle gusto, finge que está contento y salta entre las olas.
Los nietos eran un poco pesados, pero no se quejaba. Sabía que cuando, envuelto en una manta, lo acostaban en el coche de las muñecas, con un gorrito que le aplasta las orejas, lo hacían sin mala intención. Lo querían todo menos Álvaro, que era maligno. En cuanto se le acerca es para darle una patada. Él podía morderlo, y ganas le daban.
Algo echaba de menos, y la culpa era del ama, que no es que fuera mala, pero era un poco pretenciosa, y aunque lo trata bien y lo lleva a la peluquería para que siempre esté limpio y sin olor a perro, no le gustan los animales, ni las plantas, ni los niños.
La mujer del amo, sin que él se enterara, lo había llevado al veterinario. Ahora no puede tener cachorros. Así que había decidido que si no era posible tener descendencia, tampoco quiere tener una esposa, porque, en el fondo, la compañía de las mujeres, como le decía el amo, era un coñazo. Había tenido suerte con él. Todos los días lo aguarda cuando viene de trabajar. Lo espera y lo saluda contento, pero eso de llevarle las zapatillas, eso no.
Se levanta y Mito se acerca al plato. El agua no está fresca. Aun así, bebe un poco. Despacio, vuelve a su esquina. Se vuelve a tumbar. No puede dormir. El amo había caído enfermo y le preocupa. Él lleva varios días vigilándolo.
De pronto levantó las orejas, cerró los ojos y respiró profundo. Tras la puerta en la que apoya la cabeza, su amo duerme. Mito es el único de la familia que sabe que ya no volverá a despertarse.
Italian Shoes
Liliana Delucchi
Desde el principio supe que no lo soportaría. Entró en nuestra vida como una ristra de chorizos de mala calidad; ella no merecía un tunante de esa guisa. La culpa fue de la loca que conoció en el gimnasio. La que llegaba, vestida como una morcilla a punto de explotar, con los pelos largos y teñidos de rubio, hablando sin parar. Yo me hacía pequeño en mi rincón y cerraba las orejas, pero no dejaba de mirar la expresión de Elena. Conozco la media sonrisa que intenta ser amable; los ojos abiertos incapaces de creer lo que salía de la alcantarilla de esa señora, que iba de nueva amiga.
Ella se lo presentó. Es guapo, le dijo, se va a exhibir en la pasarela de Milán. Já, pensé, no creo que Armani lo acepte. Una noche la acompañó a casa, y la siguiente. Empezó a quedarse a cenar, a beber el brandy de Elena, a comer su comida. Un día tras otro y así se terminaron las veladas frente a la tele, los dos juntos en nuestro sillón preferido; su mano acariciándome, mi cabeza sobre su falda, su risa con las comedias, sus lágrimas con los dramas. Éramos felices.
El día que el aspirante a modelo llegó con las maletas, me puse enfermo. En realidad no me pasaba nada, pero ella llamaría a Santiago. Santiago es mi doctor. Él sí que me gusta, y a ella también, estoy seguro. Cuando viene a verme, se quedan charlando; hablan de viajes, de libros, de música. Sin embargo, con éste, ella solo escucha una verborrea que no sale de la primera persona del singular: “YO”. Las cantidades de flexiones que hice, los kilómetros que corrí, las mujeres que se dieron la vuelta por la calle para mirarme… A lo que iba, Santiago no me traicionó, le dijo que quizás yo estaba deprimido, le preguntó si había dejado de prestarme atención, después me guiñó un ojo.
Decidí tomar cartas en el asunto cuando Mister Músculos se negó a que me sentara en el sillón con ellos a ver la tele:
-Este saco de pulgas me produce alergia.
¡En mi vida he tenido una pulga! Y me bajó de mi asiento. Ella me miró con tristeza y fuimos en busca de mis golosinas preferidas. Soy rencoroso, así que esa tarde, cuando me encontré con Imperator en el parque, le conté lo que me pasaba. Aunque es grande y lo llevan con bozal, mi amigo tiene un enorme corazón, y más inteligencia, así que entre los dos urdimos un plan.
Días después, mi enemigo partió a Milán. Yo aproveché para simular una tos que hiciera venir a Santiago y pude instalarme entre los dos en nuestro sillón, mientras los escuchaba hablar de la última obra que habían estrenado. Elena estaba contenta.
Beau Brummell volvió sin trabajo, pero con un par de zapatos italianos que eran francamente bonitos, hasta a mí me daba pena utilizarlos de retrete, pero Imperator me había dicho que era una medida eficaz.
Elena detuvo en el aire la mano del intruso cuando la levantó para pegarme, después abrió la puerta y ese señor se fue de nuestra vida, espero que para siempre.
Ciao.
Código canino
Marieta Alonso
Como no tengo hermanos, pedía a gritos un cachorro. Mi padre sentenciaba: “entrando un perro en casa, saliendo yo por la puerta”. Mi madre al abrazarme me susurraba al oído: ¡La paciencia todo lo alcanza!
Hace unos meses pasó algo. No sé qué fue. Oía ruidos extraños y me recosté en la puerta del dormitorio de mis padres. Tenía prohibido entrar sin tocar; antes llamaba y ya dentro decía ¿se puede pasar? Ahora no me queda más remedio que esperar: mi padre puso un cerrojo. El caso es que aquí estoy a la espera de que terminen unas risitas de ratón, unos gemidos de gato y unos ladridos roncos. Cansado, aporreé la puerta y cuando abrieron, que demoraron lo suyo, alegué que no había derecho a que ellos se acostaran con todo tipo de animales y a mí me negaran el tener un perro, que fuera solo mío, y me enseñara lo que son las responsabilidades.
Parece que les convencí y mi padre, al día siguiente, me trajo de regalo el perro más lindo del mundo. No entiendo que siendo mío, mi madre se haya adueñado de él. Fue quien lo bautizó con el nombre de Azúcar, cuando yo quería que se llamara Pluto. Lo llevó de compras y regresó con un abrigo, un collar y unas gafas para que, cuando lo lleváramos a la nieve, el sol no le hiciera daño. Se lo probó todo delante de mí. No sé qué mirada le regalé, pero Azúcar se tapó los ojos con una pata y se le cayeron las gafas. Mi madre ha dicho que les pondrá un cordoncito para que eso no vuelva a suceder. Mi padre, pasándose una mano por la calva, comentó que con ese ropaje parecía un perro bitongo. Ni Azúcar ni yo sabíamos qué era bitongo y nos explicó que era un niño de familia pudiente, criado con privilegios por encima de la media. No comprendo nada. Si el niño soy yo, ¿por qué llama así a mi perro?
Menos mal que Azúcar me quiere, si me ve triste y me acuesto en su rincón favorito, me da cientos de lametazos en la cara hasta que le sonrío. En la calle me mira como si pidiera permiso y yo dejo que huela de lo que pica el pollo. A mi madre le dan los siete males cuando Azúcar olisquea el trasero de otros perros, que a saber si están vacunados y si los bañan con jabones artesanales de hierbas aromáticas.
Azúcar y yo somos cómplices, sabemos guardar secretos, por eso tenemos nuestro propio lenguaje: ¡Guau!, que tiene hambre; ¡Guau, Guau! que vienen mis padres; ¡Guau, Guau, Guau!, que quiere ir a correr. Por mi parte, si le digo muy bajito Pluto, sabe que voy a darle chuches; Pluto, Pluto, se echa a mis pies; Pluto, Pluto, Pluto, salta a mi cama y nos arrebujamos hasta el día siguiente en que me despierta: ¡Guau, Guau!
Los cuatro relatos son peciosos, solo que tratais a los perros llenos de sentimientos humanizados y… ¡de eso nada!
Sus sentimientos son infinitamente superiores a los nuestros y los que pueden parecer malos – rencor, odio, violencia, etc. – son solo el reflejo de lo que les hemos enseñado. Ellos son la máxima representación del amor, la amistad y la entrega. No movería un solo dedo por ayudar a un terrorista y lo daría todo por ayudar a un perro. Lo siento, soy así.
Hola Javier
Muchísimas gracias por su comentario. Nos ha llenado de alegría saber que nuestros cuentos le parecen preciosos, eso nos anima para continuar en nuestra labor. No deje de leerlos siempre. Un saludo literario.
Felicidades por la iniciativa. Me encantan vuestros relatos y la original fórmula que tenéis de escribir sobre una misma temática pero con perspectivas tan variadas. Muchas gracias por compartir de forma tan generosa vuestra sensibilidad y vuestra literatura. Espero que para las cuatro sea un proyecto que os traiga muchas satisfacciones.
¡Un abrazo desde Galicia!
María Fachal
Muchas gracias María por tu amable comentario y sobre todo por leernos.
Cada mes un nuevo relato.
Un abrazo