
La dulzura de la fruta
Frescas, sensuales y apetecibles, las frutas de verano alimentan no solo nuestro cuerpo sino los sentidos en la búsqueda de un poco de alivio a las tórridas temperaturas. Sus colores nos incitan a degustarlas, así como la tentación por percibir la pulpa deshaciéndose en la boca con el lento disfrute de sus sabores. Recordemos también que el deleite de una deliciosa y simple manzana fue el comienzo de todos nuestros males. Su influencia en el arte, ya sea el de la pintura, como la poesía o la escritura es muy importante. A ellas se han referido escritores como Boris Vian, Marguerite Yourcenar… Y tantos otros.
Las frutas también hacen volar la fantasía de nuestras cuentistas a situaciones tal vez inimaginables. A partir del bodegón de colores que abre este mes nuestro camino a las letras, ellas han encontrado una mujer que espera a que su esposo regrese de la mar, una anciana que comparte su amor por la pintura, un abuelo que cuida un peral o una joven que ansía la libertad.
Deseamos que el mismo gozo que produce una fruta lo encontréis leyendo nuestros cuentos.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
El capitán
Cristina Vázquez
—Magnifico el bodegón —rugió Aurelio.
A María Elvira las visitas de ese gigante con aire de bravucón, barba pelirroja y manos que resultaban finas para haber estado embarcado, le empezaban a incomodar.
Era un antiguo compañero de su marido, pescador de los mares del Norte. Pregonaba que venía a confortar a las semiviudas que dejaba la tripulación del Nemo en la ciudad. Por problemas inexplicables de salud —no daban con ello—, no podía embarcarse. Poner un pie en el barco, y zas, se caía al suelo como una pelota, contaba avergonzado tapándose los ojos de tupidas cejas, también rojizas. Para Aurelio era una amargura saber que su tripulación estaba faenando por imperiosos mares, otra de sus frases, y él en tierra como un muñeco inútil. En ese momento se producía un silencio estudiado y María Elvira lo consolaba.
—Por Dios, ya volverás a la mar —afirmaba animosa—. La salud es lo primero.
Sus visitas se justificaban por traer noticias de los maridos. Una vez a la semana recibía nuevas de ellos y mensajes personales para sus mujeres que les entregaba por escrito y de palabra. Lo único que pedía a cambio a todas las que visitaba, era un poco de fruta o verdura. En ese momento con los ojos cerrados daba un suspiro de ballenato que apiadaba a las mujeres.
—El escorbuto, querida, sigue siendo un espantoso recuerdo —remataba abatido.
Mientras María Elvira leía el mensaje, él, como música de fondo, hablaba de la soledad de los mares, la tristeza de los grises amaneceres, de las furiosas olas y sobre todo, confesaba apenado, la falta de frutas y verdura. Ella se ruborizaba con lo que leía, pues nunca el marido le había dicho esas ternezas ni descrito con tanta poesía intimidades de su cuerpo.
Por eso preparaba esos bodegones con la pretensión de que algo de esa frescura pudiera llegar al lejano esposo que a lo mejor sufría en ese momento la terrible dolencia. Aurelio lo agradecía con auténtica devoción.
Su marido la echaba de menos, María Elvira. La extrañaba mucho, repetía cada vez, y luego, casi siempre lo animaba con un mensaje subido de tono. Al decirlo se mesaba la barba con la desidia de un pachá.
—Sí, así me dijo textual. Perdóname —se retorcía la punta del bigote—, dice que cuenta los días para clavarte en el colchón.
Ese día abrió los brazos como disculpa y se golpeó la panza satisfecho. Otra vez le contó el deseo inapelable del marido por abrazarla desnuda en la pileta o que deseaba que el día de su llegada no se pusiera ropa interior. Tantos meses sin mujer eran muy duros para los muchachos. Siempre se producía un silencio después de estos comentarios. A María Elvira le producían una mezcla de excitación y vergüenza, tanto tiempo sola tampoco era bueno para ella, se dijo sin levantar la cabeza. Luego recordó que no tenía pileta.
Aurelio se deshacía en alabanzas al arte que tenía en preparar esos deliciosos cestos cuajados de frescas bendiciones. Comprendía que su marido estuviera deseando volver. Con esas manos sus caricias debían ser dulce bendito. Antes de marcharse, cogía con agilidad de perista el contenido del cesto, disculpándose por la osadía. Tanta había sido su necesidad de fruta fresca a lo largo de su vida de marino, rezongaba, que nunca se saciaba. Ella era un ángel y se iba entre reverencias y besos al aire.
En cuanto comunicara con la tripulación, le daría noticias de ella y de su bondad, afirmaba con aire marcial. Para esos valerosos hombres era la felicidad saber que sus mujeres estaban atendidas por él y que les esperaban llenas de deseo.
Cuando salía por la puerta habiendo dejado el bodegón vacío, María Elvira miraba el mensaje con una enorme desazón. Qué pena que fuera imposible hablar con ellos cuando estaban en alta mar. Y empezaba a pensar cómo prepararía el bodegón, así lo llamaba Aurelio, para la siguiente semana con la curiosidad de cuál sería el mensaje sabroso del marido.
Una mañana se encontró en el mercado a Rita, otra de las semiviudas que era visitada por el hombretón, comprando en la frutería. Al charlar, comprobaron que el numerito de Aurelio se repetía con todas, casi quince mujeres, con asiduidad semanal. Repetía las mismas terroríficas historias, lamentos del escorbuto y picantes mensajes de los esposos. ¿También lo de la pileta y clavada en el colchón? Eran idiotas o qué, se preguntaron las dos. Por qué aceptaban entregarle esas delicias, solo a cambio de la promesa de que hablaría con sus maridos y darles noticias de ellos. No se confesaron el ambiguo placer de escuchar aquellos lamentos de deseo que nunca habían oído en boca de ellos.
Localizaron a las otras y se pusieron de acuerdo en no darle más fruta ni tiempo de sus días. Parecía que las hubiera hechizado con su charlatanería y aspecto de capitán de película. Algunas miraron hacia abajo sonrojadas, lo que hizo pensar a las otras que a lo mejor le habían entregado algo más que verdura. Cuando se acercaba la vuelta de la tripulación, Aurelio desapareció. Vieron que uno de los locales cercanos al mercado estaba en alquiler. De su vidriera colgaba un pequeño cartel ladeado: Frutas y Verduras Aurelio. Los maridos afirmaron que no conocían a ese hombre y ellas hicieron un pacto de silencio. ¿Quién sería ese que las había timado? Una cierta tristeza pareció embargarlas.
Las almas del peral
Malena Teigeiro
En la huerta de la casa de mi abuelo, un hombre fuerte, alto, y con gran dignidad de mando, había un peral. El árbol delgado, pequeño y más bien enclenque, cada año daba cuatro maravillosas y decían que riquísimas peras. Los frutos eran grandes, verdes en principio, y amarillos, casi como el oro, después. Nadie comprendía cómo aquellas ramas que más parecían los retorcidos sarmientos de una vid seca, podían sostener peras de aquel tamaño. Tanto era así, que todos los años tenían que colocar alrededor del árbol unos palos clavados en el suelo para impedir que aquel frágil peral se tronchara.
La simbiosis entre mi abuelo y el peral era tanta, que todos los días leía el periódico sentado debajo del árbol. Era muy curioso ver la imagen de aquel venerable anciano. Allí sentado, las veía crecer igual que si fueran seres de su propia familia. Un día me dijo que aquel peral era el hijo de uno que había en la casa de sus padres, en el bellísimo pueblecito marinero de Ceé. Al parecer había recogido el esqueje, y después de hacerlo crecer en un tiesto, lo había plantado en el jardín. Según me contó, la razón de que el árbol solo diera cuatro peras, era porque cuatro eran las almas de su desaparecida familia. O sea, el de sus padres y sus dos hermanos. ¡Hace tanto que han fallecido! Y sin dejar de mirarlas, un suspiro muy profundo le salía de su pecho.
Cuando ya estaban muy maduras e iban a caerse de las ramas, él no permitía que su último lugar fuera el suelo. No. A modo de copa, ponía sus manos para recogerlas en su caída. Después, con el mimo del que lleva al bebé a la cuna, las dejaba en una bandeja. Día a día, las adoraba. Al comenzar a pudrirse, entonces iba a cementerio para dejarlas en el suelo, delante del panteón familiar.
Un año, y sin que nadie supiera la razón, primero desapareció una, a los pocos días otra, y así hasta las cuatro. Hubo quien habló de que a los espíritus de su familia les aburría aquel trasiego que don José se traía con las peras. Otros dijeron que esos mismos espíritus, recordando el sabor de tan delicioso fruto, venían a llevárselos por las noches. Sin embargo, él no creía ni lo uno ni lo otro. Tenía la certeza de que alguien se las había robado.
En la siguiente primavera, cuando aparecieron las primeras flores, blancas como la nieve y con sus preciosos pistilos muy amarillos, el abuelo reunió a la familia y a todo el personal de la finca al pie del escuchimizado peral.
—Al primero que arranque una pera, lo pongo en la calle —aquella voz resonó en el jardín como un trueno. Al menos a mí, así me lo pareció.
Y después de dejarnos, sobre todo a mis hermanos y a mí, temblando con aquellas once palabras, pidió a don Tomás, su secretario, que le trajeran la butaca de mimbre y el sombrero de paja. Luego, como siempre, se sentó debajo del canijo árbol a leer el periódico. Y como siempre también, las escasas ramas parecían acariciarle el sombrero.
Así fueron pasando los días, en los que mientras las peras iban creciendo con la dignidad de princesas herederas, él continuaba leyendo debajo de las ramas que las sostenían. Y cuando ya al caer la tarde iba a retirarse, una a una, las cogía entre los dedos y parecía acariciarlas.
Una mañana me despertaron los gritos de don Tomás. Más que gritos, eran alaridos de dolor y pena. Desde una silla colocada debajo del árbol, alguien se había comido dos peras. Eso sí, había dejado los carozos colgando de sus rabitos en las ramas.
Se reunió el cónclave familiar y de empleados de la finca. Nosotros, sus nietos, estábamos en primera fila, casi dormidos. Mi hermano, el tercero de los ocho, parecía más despierto que nadie. Y eso era raro en él, quizá el más dormilón de todos. Cuando el abuelo llegó al pie del árbol, que era donde nos habían reunido, mi hermano levantó la mano. Sin esperar a que le dieran permiso, con su entonces voz de pito dijo: Antes de que comiences a hablar, abuelo, debo decirte algo. Todos lo miraban expectantes. Él, con la tranquilidad del justo, continuó. Que se quedara tranquilo. No era cierto que en las peras vivieran las almas de sus antepasados. Se había pasado tres noches escondido cerca del peral. Ni tan siquiera en esa hora crepuscular en la que las almas de los difuntos se retiran a pasar el día en sus tumbas, había visto una. Y eso que él las había llamado por su nombre: Doña Mariana, había gritado colocando la mano a modo de bocina, don Jacinto, continuó. Luego llamó a Luisito y a Pepín, que tampoco aparecieron. La última vez que estuvo de guardián fue anoche. Y nada. Cuando ya hambriento decidió ir a dormir un poco, recordó que él nunca había dicho que estuviera prohibido comerse las peras. Acercó la silla, y poniendo buen cuidado en no arrancarlas, se había tragado dos.
—Por cierto, abuelo. Habría que plantar más perales como ese. Nunca he comido nada tan rico.
Manzanas verdes
Liliana Delucchi
Era solo un rumor, si bien todo el mundo sabe lo que eso significa en una isla. Nunca se pudo comprobar, pero los pasos del pobre Fermín eran, como poco, inseguros. La pierna izquierda tropezaba con piedras, ramas y hasta algún sapo, si se le cruzaba en el camino. Su voz grave de bajo que alguna vez cantó en la iglesia durante las festividades, se había transformado en un hilo inconsistente que no le permitía siquiera leer una epístola. De todo me culpaban a mí. Si tuve algo que ver, fue sin intención.
Como hija mayor de familia numerosa tenía que casarme. A mi padre no se le ocurrió nada mejor que prometer mi mano a un vecino que lindaba con nuestras tierras y era buena gente. No voy a negar que lo fuera, pero me aburría a rabiar. Sus temas de conversación pasaban de la mies a la fecha de parición del ganado, sus jornadas de caza o las partiditas de mus en el único bar del pueblo. Intenté enseñarle a jugar al ajedrez, con tan poca suerte como cuando probé con el póker. Cuando nos sentábamos bajo el gran manzano y le leía alguna novela, cambiando la voz en cada personaje para hacérsela más entretenida, a los pocos minutos escuchaba sus ronquidos. Al despertar, Fermín cogía una manzana y, con la boca llena, decía que eran las mejores de la comarca.
Una tarde de verano lo convencí para que comiera las más maduras, unas cuantas.
—Son buenas para la memoria —le tendí la primera— ya que dices carecer de ella…
Tan solo pretendía un poco de indigestión para mantenerlo alejado unos días. Pero el pobrecillo no solo era débil de mente, también de estómago. Al poco rato de consumir una cantidad considerable, se levantó y corrió ladera abajo, tropezó con una rama caída, rodó hasta la playa, se golpeó la cabeza contra una piedra y permaneció en coma dos meses. Las malas lenguas dijeron que yo lo había envenenado. Si bien no hubo pruebas, el cuchicheo se extendió por la isla y me quedé sin novio. Sin ése y sin ningún otro. Por fin era libre.
A la muerte de mis padres heredé la casa; las tierras, ganado, acciones y demás se repartieron entre mis hermanos. Estuve de acuerdo. Este lugar en lo alto de la montaña desde donde puedo ver el mar ha sido y es mi refugio, con música, los personajes de mis relatos, los de mis acuarelas y animales.
Al principio, algunas de las que fueran mis amigas antes del suceso de Fermín, venían a visitarme, traían pasteles y me aconsejaban. Creo que fui borde cuando les solté:
—Con tanto consejo no sé qué hacer, ni cuál elegir… Tengo tantos y no utilizo ninguno…
—Tienes que integrarte —me amonestó Mercedes, uno de los pilares de la comunidad— salir de aquí y confraternizar. En el pueblo hay gente muy válida.
«Gente muy válida» repetí para mis adentros y recordé a la mujer del boticario, sentada en un banco mientras su marido despachaba jarabes. Era algo así como la gaceta, al corriente de todo acontecimiento social, familiar y estado financiero de los miembros de la comunidad. Decidí no ser yo quien le diera material para su chismorreo.
Me ausenté mentalmente de la tertulia en el jardín y de los dulces que mis compañeras devoraban, admirando mi casa, cuyas paredes absorbían el color del atardecer.
Me llevó tiempo, trabajo y dinero restaurarla; pero no solo me entretuvo, hice de ella el hogar de mis sueños, con puertas y ventanas azules, como en las islas griegas; árboles que han crecido y a cuya sombra me deleito con el periódico, un libro o mis pensamientos, aunque no he vuelto al viejo manzano… Por si acaso.
La paz se rompe los domingos, cuando mi familia, sobrinos con mocos incluidos, vienen a visitar a quien consideran la pobre solterona. Es entonces cuando los decibelios suben, los cojines terminan por los suelos y la cocina llena de platos sucios con los restos de la comida que con tanta ilusión les preparé.
Pongo la mesa con el mimo con que lo hago para mí todos los días; me gusta la decoración, no faltan detalles, flores y velas. Sin embargo, a ellos les da igual, obvian cualquier pormenor delicado como si no existiera y, encima, mis cuñadas llenan el aire hilvanando palabras sobre temas tan interesantes como sus hijos o las actividades del servicio doméstico.
Ante semejante panorama de indigencia intelectual decidí tomar riendas en el asunto.
El domingo pasado, aprovechando el buen tiempo, puse la mesa debajo de la parra. La luz se colaba entre sus hojas dibujando bordados en el mantel de hilo; la vajilla de porcelana de la abuela, agradecida de abandonar el aparador, ocupaba su puesto con orgullo, como las copas de cristal y la cubertería de plata. El remate fue un centro de mesa con muchas manzanas verdes.
—Probadlas, queridos —dije a mis sobrinos cuando se acercaron a ver mi bodegón— son de nuestro árbol.
Rauda, la mano de una de mis cuñadas cogió la de su hijo antes de que se acercara a la fruta. Me dirigió una mirada de odio y ordenó a su vástago que subiera al coche. Los demás la siguieron.
Espero haber recuperado la paz.
Acuarelista de sueños
Marieta Alonso
Os contaré la historia de mi vida. Soy una mujer sin edad, la tía solterona que cuidó a sus seis sobrinos. Mi rostro según refleja el maldito espejo, está surcado por serpenteantes meandros, de estatura tiro hacia abajo y de tipo, flaca como un güin.
No necesité que me arrumbaran como si fuera un trasto viejo. Con lo que heredé de mis padres me compré una pequeña casa con un gran sótano, cerca de mi familia, pero lo suficientemente lejos para no molestar, ni ser molestada.
Llevo un mes en cama y Guillermo, el pequeño de mis sobrinos que tiene cincuenta años, a pesar de mis protestas, vino a vivir a mi casa. No podía permitir que fuera a pasar en solitario una gripe tan fuerte. Es el único que está pendiente de mí. Aprender a aceptar la indiferencia de los otros no fue fácil, tampoco tan difícil. Yo me distraigo sola.
Se sienta en una mecedora al lado de la cama y me pide que le hable de mi niñez. Le he prometido que, si encuentra un tibor chino escondido por algún lugar, se lo regalo. Y me dejó para ir en su busca, no sin antes alcanzarme un libro que me entretuviera.
Se llevó una sorpresa al abrir la puerta que da acceso a la cueva y descubrir mi secreto. Tanto que oí sus exclamaciones de asombro. Seguro que también abrió esos ojos azules, idénticos a los míos, que parecen dos bolas de billar saltando hacia la tronera. Al encontrarse rodeado de cientos de cuadros, se quedó pasmado ante mi creatividad. Después de contemplar unos cuantos subió a mi cuarto. Jadeaba de emoción.
―¡Cómo has podido guardar ese gran secreto! Tú bien sabes lo que me gusta el arte, y lo que odio la abogacía ―exclamó dándome tal abrazo que casi me quiebra un hueso.
―Pinto para ti. ―Acaricié su mejilla―. Todo tuyo.
―Te haré famosa, mi querida segunda mamá.
Y me besó.
―Como lo hagas… te crujo.
Con su simpatía habitual comenzó a hacer planes, y accedí siempre y cuando, mi nombre no apareciera. Es más, le animé a que si quería ponerlos a la venta los firmara él. Se levantó y empezó a dar vueltas por la habitación:
―No. Buscaremos un seudónimo ―decidió.
Como por arte de magia la fiebre y la tos se precipitaron por la ventana. Y nos pusimos a trabajar, él catalogando y yo pintando frutas, verduras y flores. He hecho rico a mi sobrino. Los otros cinco están que rabian.
Cristina ,que capacidad ,que imaginación,me ha encantado tu relato de buenos y malos.
Que pena ,como crece el numero de Aprovechateguis (Aurelios)
Besos y gracias.
Elena.
Gracias Elena, crecer siempre crece, pero hay que reconocer que la picardía es tradición española.
besos y buen verano
Cristina