
Anochecer
Este paisaje que hoy os traemos pertenece a la zona de viñedos de Chile.
La contemplación de la Naturaleza despierta en el ser humano una emoción con distintos matices. Pueden llenarnos de alegría, esperanza, tristeza, placidez… Pero cuando se produce ese momento de unión con lo que nos rodea, de sentirnos parte de ello, probablemente es uno de los más intensos y felices.
Este bonito anochecer ha permitido animar a nuestras cuentistas a relatarnos diferentes situaciones, mentiras amorosas desveladas, traiciones castigadas, animal y persona en un reto de supervivencia y recuerdos de infancia.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Puesta de sol
Cristina Vázquez
El plan se había truncado. Me gusta este término: truncado. Me suena a muchas cosas, truco, tronco, caído… Todas esas tonterías me las imaginaba al despertarme en ese hotel de carretera a una hora muy temprana. Las cortinas eran unos visillos de desconfiada blancura y la persiana no bajaba, así que la luz inundó temprano el cuarto. Y yo soy muy pesada para las luces, tengo lo que se llama un dormir ligero, histérico, según Miguel que roncaba plácido a mi lado. Además, la cama era muy estrecha, de matrimonio cariñoso, se atrevió a decirme la noche anterior la recepcionista después de hacerme un tímido guiño. No te fastidia, matrimonio cariñoso y quien le ha dicho a esta pava que es un matrimonio y, además, cariñoso.
Nuestro plan era habernos ido a la playa, pero ya en la carretera avisaron del hotel que habían tenido un incendio y que estaba inutilizado. Lo sentían, pero pasarían meses hasta que pudieran volver a abrir. La playa a la que íbamos, nunca cambiamos de destino, era adusta y las montañas casi se caían sobre el mar y los vientos, terriblemente caprichosos, ponían y quitaban aires destemplados cada poco, pero nos gustaba, sobre todo a Miguel. Siempre hemos sido felices en ese pueblito costero en el que descubrimos un hotel discreto, pequeño, volcado al oscuro mar y con unos cócteles estupendos que nos atizábamos contemplando el anochecer.
—Es nuestro momento mágico —repetía él casi como un mantra, después de que brindáramos.
Era un pequeño ritual que quizás empezaba a tener un punto reiterativo. Si alguna vez cometí el error de dar un sorbo sin brindar —él siempre se quedaba con su copa ostensiblemente en el aire hasta el momento de hacer chinchín—, me reprendía en tono doctrinal:
—Los rituales son importantes, querida —un rictus de seriedad dominaba su cara.
Yo me disculpaba. Su voz y su mirada suspicaz me hacían sentir en falta, aunque Miguel intentara sonreír de una manera forzada. Todo estaba previsto, el hotel Isla Verde, el paseo matutino y vespertino por la playa, la comida en uno de los dos chiringuitos, la copa en la terraza del hotel durante la puesta de sol, aunque estuviera nublado, y hacer el amor un día sí y otro no. Cuando le dije en tono de broma que parecía un contable escrupuloso y algo maniático, no le hizo gracia.
—Amor mío, además de cuánto te quiero —afirmó doctrinal—, poder mantener el orden en estos días, me hace doblemente feliz.
Y esa tarde, lo recuerdo porque fue un día sí, un viernes después de hacer el amor, me confesó que la locura de su mujer le estaba destrozando. No podía hacer nada, la había llevado a todos los psiquiatras conocidos, tratamientos diversos y aunque, sin duda, estaba mejor, era una persona frágil, inestable. Lo abracé compasiva, sus ojos me miraron acuosos y volvió a repetirme que, si no fuera por el trastorno de su mujer, hacía tiempo que ya estaríamos casados.
Todos estos recuerdos se me agolpaban en este desconocido hotel de carretera que no tenía vistas al mar, ni terraza, ni cócteles. Solo un espacio verde, rematado por unos árboles frondosos, al que daban las habitaciones. En la parte delantera estaba la piscina pequeña con pocas tumbonas y unos niños activamente acuáticos.
Notaba que Miguel se sentía desorientado, sin saber qué hacer, igual que si se encontrara aprisionado en un traje demasiado estrecho. Se quejaba de todo, proponía planes distintos que no llevábamos a cabo y yo sentí una incipiente rabia que me negué a que se apoderara de mí.
—Haz lo que quieras —le propuse con una sonrisa contenida—. Yo voy a ir a la piscina y mañana nos volvemos.
Él gruñó, con los puños apretados afirmó que iba a dar una vuelta a ver si encontraba un sitio decente para comer.
El tiempo pasó y no aparecía. Llegó la hora de la comida, le llamé, pero su teléfono daba comunicando o sin cobertura. Después de la inicial preocupación me quedé con la idea de que, si no hay noticias, son buenas noticias. Almorcé sola a la sombra de una jacaranda, la comida estaba deliciosa y la camarera resultó ser una mujer encantadora, dueña del hotel con la que tomé un café. Empezaba a estar preocupada, volví a la habitación para cambiarme y tomar alguna decisión y me di cuenta de que el armario estaba vacío. ¡Qué sobresalto! No entendía lo que estaba pasando y al entrar en el cuarto de baño vi que había una nota pegada en el espejo.
“Adiós querida, me he dado cuenta de que fuera del hotel Isla Verde y de la playa no sé qué hacer contigo”
Sentada en la cama intenté recuperarme de la impresión, pero por más que quería sentirme devastada después de ese abandono, hasta traición aullé en voz alta, me tumbé en la cama que ahora resultaba amplia y sentí una especie de liberación que me llevó a reír sin parar. Alquilé un coche para el día siguiente y esa tarde en mi terraza pequeña, que daba a la zona verde perfilada por los frondosos árboles, preparé una copa en el minibar y disfruté del esplendor de esa maravillosa puesta de sol, sin tener que brindar ni sonreír.
Luego supe por una amiga que lo de la mujer loca se lo contaba a todas.
El color rojo del atardecer
Malena Teigeiro
Aunque fuera invierno, la tarde estaba tranquila, sin viento. Se detuvo un instante. Pasándose la mano por la sudorosa frente aspiró la suave y perfumada brisa. Recordó sus correrías de niña por el camino que ahora con rapidez desandaba. Miró hacia atrás. Las mismas luces violetas, naranjas y rojas del atardecer.
Su único amigo Juan, era hijo del farmacéutico de la aldea, un hombre viudo y dado a la bebida, que montado en su vieja bicicleta casi todos los días se acercaba a la casona en donde vivía Manuela. Corre Manuela, era el grito preferido del chico mientras pedaleaba por el camino de tierra. Y aunque Manuela intentaba seguirle, él siempre llegaba antes al bosque que rodeaba la casona del indiano. Luego, entre bromas y risas, descansaban tumbados debajo de una de las palmeras que su bisabuela trajo de las Indias. Con gran pesar de su madre, aquellos juegos hacían que Manuela siempre anduviera las rodillas llenas de golpes y arañazos. Las de él no. Las de él, que tanto admiraba la niña, eran redondas, siempre sanas y jugosas como la fruta.
Tras años de risas y carreras, y algunos castos besos en el palmeral, él se fue a la universidad. Iba a ser farmacéutico, como su padre. Manuela quiso acompañarlo. En cuanto lo expuso, su madre, jugueteando con uno de sus rizos, dijo que ella no necesitaba estudiar. Era débil para hacer algo tan profundo, añadió su padre. Nosotros te dejaremos lo suficiente para que vivas tú, tus hijos y tus nietos, expusieron casi al unísono. Y aunque nunca entendió que fuera una niña débil, consintió.
Aquella misma tarde le explicó ella no iría a la universidad. Decían que era débil y que esto no le permitía realizar estudios tan duros. Era cierto, dijo comprensivo Juan acariciándole una mejilla. Parecía una muñequita de porcelana, continuó secándole las lágrimas que, sin que pudiera evitarlo, le bajaban por las mejillas silenciosas como ríos sin piedras.
—No te preocupes, voy a volver todas las vacaciones y en cuando termine, enseguida nos casaremos —le susurraba acariciándole la nuca mientras la besaba—. Después nos iremos a vivir a la ciudad, lejos de esta aldea. Y tú me ayudarás a llevar la farmacia.
Levantando la cabeza, Manuela, tímida, preguntó si no pensaba volver a la aldea cuando se hubieran casado terminado. A él se le agrió la mirada. Quizá lo hicieran en el verano, rumio.
El primer año el muchacho volvió en Navidad, en Semana Santa y en el mes de julio. A partir del segundo curso ya solo lo hizo por Navidad. Según le relató en una triste carta, su padre no podía pagarle la carrera y si deseaba seguir estudiando no lo quedaba más remedio que trabajar. Ella lo comprendió. Y, animosa, continuó escribiéndole un día tras otro.
Cuando en alguna de las visitas a su padre, Juan aparecía por la casona del indiano, Manuela percibió que ya no era el alegre joven con el que jugaba de niña. Ahora, adelantando la barbilla con fiero orgullo, hacía malignas bromas sobre los hijos de los ricos. Manuela, sin comprender esos desplantes, intentaba animarlo. Cuando pusieran su farmacia, sería la más bonita y la mejor surtida de todas. Él que la miraba con astucia, la besaba debajo de las palmeras, aunque ya no con dulzura de entonces. ¿Que le pasaba a Juan?, le inquirió una mañana su madre. Le daba la impresión de que últimamente andaba con el ánimo rabioso. Manuela salió corriendo como si no la hubiera escuchado.
En cuanto terminó sus estudios, contrajeron matrimonio, y tal como predijo, se instalaron en la ciudad. Con el dinero que le regaló su padre a Manuela, instalaron la farmacia en una importante y céntrica calle.
Un año más tarde, tuvieron una niña. Según todos, era el vivo retrato de la madre de Juan, quien había desaparecido cuando él apenas andaba. Quizá por eso él no la soportaba, pensaba Manuela acariciando a su bebé. Dos años más tarde, llegó el ansiado hijo varón. Era el que iba a perpetuar su nombre, le dijo altanero con el niño en los brazos en la verdosa habitación del hospital. A Manuela, que por entonces ya había heredado todos los bienes de sus recién fallecidos padres, le vino a la mente la imagen del cirrótico anciano boticario, abandonado por su hijo en una residencia no mucho tiempo después.
El primer verano que volvieron a la finca como propietarios, Juan la llenó de invitados a los que ella atendió. Lo que más le gustaba de esa casa, le dijo, era que se encontraba en medio del bosque y los campos, lejos de la aldea y de sus miserias. El palacete estaba anticuado y tenían que modernizarlo, aseguró con la mano todavía en alto despidiendo a los últimos amigos. Ella, que en principio se negó, fue cediendo hasta que un arquitecto conocido de su marido la remodeló con acero y cristal, cosa que a Manuela entristeció. Sin embargo, a Juan le gustaba cada vez más aquella casa, y comenzó a ir solo. Alguien tenía que ocuparse de las tierras, comentó dándole un fuerte tirón de oreja que hizo que se le saltaran las lágrimas. No querría que fuese como su padre, a quien todos sus empleados tomaron el pelo.
Pronto Manuela supo a través de su administrador, que en aquellas visitas no iba solo. Solían acompañarlo uno o dos matrimonios. Y no tardó en enterarse de que la mujer del arquitecto tenía una especial sintonía con su esposo y de que solían pasar algunas noches en la casona. Prefirió cerrar los ojos. Sin duda, más bien antes que después, la abandonaría, igual que hizo con las otras. Sin embargo, esta vez no fue así. Una noche mientras cenaban él le confesó que se iba a divorciar.
—Estaba enamorado de otra. Por primera vez sentía por una mujer el delirio, el ardor de la pasión.
Manuela bajó los ojos. El ardor de la pasión. Aquellas palabras la humillaban. Levantó la mirada y vio a Juan paladeando unos sorbos de vino. Después de unos minutos continuó. También quería que supiera que ella además de torpe y fría, era bastante inútil. Dejó el tenedor sobre el plato y altanero adelantó la barbilla. Tampoco tenía formación para llevar la finca, por lo que en el reparto de bienes se la a iba a quedar. Del resto, ya hablarían. Manuela levantó la cabeza. Lo miró de frente.
—¿Qué bienes? Que ella supiera su suegro nunca aportó ni una botella de coñac. Y recuerda, que hasta el local de la farmacia es mío —él se levantó tirando la silla al suelo. Ya en la puerta, se volvió amenazante
—Por ahí, no Manuela. Por ahí no.
Esa noche Juan no durmió en la casa y por la mañana no fue a la farmacia. Manuela llamó al administrador. Sí. Tal como pensaba, don Juan estaba en la finca con la otra.
Al día siguiente, sin apenas dormir, Manuela se levantó decidida. Después de dejar a los niños en el colegio, se fue a visitar a su suegro a la residencia, tal y como solía hacer casi todas las semanas desde que Juan abandonó a su padre en ella.
—Hace una mañana tan linda que me lo llevo de paseo —cariñosa acarició el hombro a la monjita—. Ya lo traeré de vuelta para el almuerzo.
Con él en el coche se dirigió hacia la finca. Y aunque los ojos sin vida del hombre sentado a su lado, parecían fijarse en todo lo que iban dejando atrás, sus oídos escuchaban sin entender la monótona voz de Manuela: Su madre siempre le decía que esa casa sería suya. También le contaba que la construyeron sus bisabuelos. No era una casa cualquiera, añadía siempre poniendo los ojos en blanco. Era la casa del indiano, un palacete que habían construido con el dinero que trajeron de Cuba.
Apenas dos horas después entraron en la finca. Manuela dirigió al coche hacia el bosque. Luego dejó a su suegro a la sombra de una palmera. Presurosa, y sin dejar de escuchar la voz de su madre: La casa será tuya. La construyó tu bisabuelo..., se dirigió hacia la parte de atrás de la casa. Entró por el garaje al cuarto de calderas y abrió la espita del gas. Luego, sigilosa, subió a la cocina en donde abrió todas las llaves de la cocina. Los escuchó jadear en su dormitorio, el mismo en el que tantas noches durmiera con Juan.
—El pendejo —rio al escuchar la palabra cubana que tantas veces repetía su abuelo—, no ha tenido ni siquiera la delicadeza de ocupar otra cama más que la nuestra.
Como si quisiera borrar las noches de dicha en aquella habitación sacudió con fuerza la cabeza. Luego, dejó una vela encendida en el suelo del pasillo, justo delante de la puerta de la cocina. Después de cerrar el garaje sin hacer ruido, corrió a recoger a su suegro. Empujaba la silla hacia el bosque cuando la explosión la hizo detenerse. Qué más daba esa casa u otra cualquiera, se preguntó admirando el cielo que aquel atardecer era igual al de la tarde que Juan le dio su primer beso. Sonriente, advirtió que junto a los rosados y violetas que recordaba, ahora se mezclaban los rojos y naranjas del fuego que dejaba atrás. Qué suerte que la aldea estuviera tan lejos, susurró. Al menos en eso tenías razón, Juan. Porque hasta que sea de noche, allí no advertirán que el rojo del cielo no es un color del amanecer.
Al subir al anciano al vehículo, le vio en los abotargados y perdidos ojos una extraña luz. Parecía como si quisiera hablarle, cosa imposible, pues hacía más de dos años que había perdido ese don.
—Don Juan, solo quiero que sienta todavía más ardor que el que las caricias de esa mujer le puedan proporcionar. Y por usted no se preocupe, en cuanto los entierre, se vendrá a vivir conmigo y con los niños. Ahora, corramos a la residencia, que no quiero que hoy, precisamente, lleguemos tarde.
Y Manuela, después de secarle al anciano una lagrimita, le dio una cariñosa palmada en la mejilla y sin más, con la tranquilidad del justo, arrancó el automóvil.
Detrás de la valla
Liliana Delucchi
Aunque me gustaba el colegio, el comienzo de las vacaciones de verano era lo más esperado en mi agenda infantil. Se debía a que los meses siguientes los iba a pasar en casa de mis tíos. Desde que tío Alberto se retiró de los negocios, con la abundante fortuna que logró gracias a su sabiduría, la familia decidió trasladarse al campo, a un palacete estilo francés con escalera de doble entrada que daba al jardín. Me maravillaba todo aquello: el parque, piscina, cancha de tenis, caballerizas y mis dos primos, Alejandro y Tomás. Tía Julia nos llamaba los tres mosqueteros. Una mujer extraordinaria, no recuerdo haberla visto enojada ni una sola vez. Lo primero que surgía en la cocina, donde desayunábamos, era su sonrisa. Siempre estaba tarareando, y cuando nos veía aparecer, todavía en pijama, nos abrazaba y bailábamos al son de lo que estuviera cantando. Además de ser una magnífica cocinera, jamás repetíamos bollería ni almuerzos… Su luz lo inundaba todo, hasta los días de tormenta parecían brillar ante esa mirada.
Mi madre estaba un poco celosa a causa de mi devoción por ella. Decía que a tía Julia le sobraban motivos para ser feliz. Claro, no trabajaba; no tenía que pasarse ocho horas en una oficina, luego llevarme a actividades extraescolares y de regreso a casa preparar la cena, para después recogerlo todo. Seguramente tenía razón, pero yo ansiaba pasar tiempo en esa casa tan grande y cómoda en vez de en nuestro piso de la ciudad, donde se oía toser al vecino.
Lo que más encendía mi entusiasmo en aquella mansión era el bosque que se extendía al otro lado de la valla. Allí, Athos, Porthos y Aramis llevábamos a cabo nuestras más atrevidas aventuras. No nos faltaba D’Artagnan, que fue como bautizamos al jardinero que se ocupaba de mantener ese monte de pinos y abedules limpio y cuidado. Un hombre que entonces me parecía mayor. Delgado, enjuto y con muchas arrugas, nos relataba historias donde los personajes, tanto los buenos como los malvados, curiosamente, llevaban los nombres de los habitantes del pueblo cercano.
D’Artagnan tenía una hija que por entonces era un poco más pequeña que nosotros. Huérfana de madre, se convirtió en la protegida de tía Julia y de tanto estar juntas, la niña adoptó el temple y hasta la forma de caminar de quien llamaba madrina. Y aunque por aquel entonces yo no tendría más de doce años, me enamoré. Su nombre: Eva, como la primera mujer…, mi primera mujer.
Si bien teníamos prohibido entrar en la habitación donde tío Alberto guardaba su colección de espadas antiguas, hacíamos caso omiso y nos llevábamos algunas al bosque, donde las armas se cruzaban de acuerdo con lo que habíamos leído en alguna novela o visto en ciertas películas.
Después de limpiarlas, las devolvíamos a su sitio.
Las vacaciones en esa casona se vieron reducidas el verano del 83. Mis padres habían alquilado una residencia en la playa y partí con ellos. Fue la última vez que estuve allí.
Cuando regresamos a la ciudad, mi padre recibió una llamada de su hermano. La conversación duró bastante. Desde la mesa en la que yo estaba jugando con unos recortables, pude ver que la expresión de ese hombre tranquilo se iba transformando. No dio explicaciones, al menos a mí, solo comentó que mi tío lo necesitaba como abogado y partiría esa misma noche. Desde el otro lado de la puerta de la habitación, le escuché decir que cómo se le ocurría a Alberto dejar la sala de las armas sin llave. Tardó dos semanas en regresar.
Nunca supe exactamente qué pasó.
Mis tíos vinieron a la capital, camino de Suiza, donde fijarían su residencia y mis primos irían a un internado. Los acompañaba Eva, vestida de luto y de la mano de la que llamaba su madrina.
Cuando años más tarde, camino del sur, me acerqué a la que fuera mi casa de vacaciones de la infancia, la encontré abandonada. La escalera que daba al jardín estaba cubierta de musgo y le había crecido un arbusto; la maleza derribó la valla que separaba la parcela del bosque. Quise adentrarme, pero descubrí en el suelo un trozo viejo y roto de cinta amarilla donde pude leer: «No pasar, escena del crimen».
Toma de decisiones
Marieta Alonso
El ciervo, porque era un ciervo por su tamaño y cornamenta, levantó la cabeza y se movió intranquilo al presentir el peligro.
Desde lo más alto del risco donde se encontraba podía ver una figura muy abajo, a lo lejos, que de vez en cuando se detenía y miraba hacia arriba, como si buscara algo. Lo había visto varias veces en los últimos días y su instinto le advirtió que se mantuviera alejado de aquel animal que iba caminando sobre dos patas y que en ese momento se paraba para atender una llamada de la naturaleza.
Estaba solo y con hambre. Debía bajar al valle de grandes bosques verde oscuro. Necesitaba comer durante el invierno y acumular reservas para la época de reproducción, pues si no estaba fuerte podría morir ante un buen adversario o de puro agotamiento.
Lo único que debía conseguir era huir de lobos, linces, zorros, águilas… Y de aquel que llevaba un fusil al hombro.
La caza no está bien vista, pensaba aquel hombre mirando a lo más alto del risco, aunque para él era un medio de subsistencia, como para otros lo era la agricultura o la ganadería.
Huía de la guerra, de la sinrazón. Estaba solo, sin familia y con hambre. Era un desertor. Ni pensar en volver atrás. ¡Basta de matar hombres! Tendría que esconderse de día y caminar de noche. Necesitaba comer, matar al ciervo, acumular reservas para llegar a su destino. Encontró unas raíces y se sentó a comerlas, era una pequeña tregua para aquel animal que no tenía la culpa de sus desventuras.
Tarde o temprano, lo sabía, no le quedaba otro remedio que obtener comida o poner proa hacia las estrellas.
Un conejo saltó de entre la espesura con su cuerpo robusto, uñas resistentes y orejas largas Se movió en estado de alerta al ver al hombre. No le dio tiempo a más.
El ciervo levantó la cabeza, respiró profundo y desapareció.
Cristina mil gracias,el amor cambia como el tiempo,.
Pero vosotras , cuentistas ,no defraudáis nunca!!!
Maravillosas historias
Elena
Muchas gracias por vuestros cuentos porque son estupendos. Me han encantado, como siempre. Que creatividad!!!!, que bonita escritura!!!!
Saludos
Gracias Elena y una lectora de tu fidelidad es un estímulo constante.
Abrazos
Cristina
Muchas gracias Carmen.
bss
cristina