
El Agua
El agua, definida en el diccionario de la Real Academia como "cuerpo formado por la combinación de un volumen de oxígeno y dos de hidrógeno, líquido, inodoro, insípido en pequeña cantidad…” Es elemento indispensable para la vida de todos los seres vivos. No solo es fuente de vida, sino que también, y a lo largo de los siglos, ha sido fuente de inspiración para poetas, dichos y refranes. Ya está presente en el Génesis y dijo Dios:
“¡Que haya un firmamento
que separe las aguas en dos partes!”
Así que Dios creó el firmamento
y separó las aguas;
unas quedaron arriba del firmamento
y otras debajo.
Dios llamó al firmamento cielo.
Llegó la tarde y después la mañana.
Ese fue el segundo día.
Y vio Dios que era bueno.
Poetas.
Jorge Manrique: Nuestras vidas son los ríos/que dan a la mar/que es el morir;
Gustavo Adolfo Bécquer: ¡Olas gigantes que os rompéis bramando!
Antonio Machado: La vida hoy tiene el ritmo de los ríos, la risa de las aguas.
Y tantos otros…
O en refranes, dichos agudos y sentenciosos de uso común:
Bendita sea el agua, por sana y por barata.
El agua, ni empobrece ni envejece.
Dios te dé salud y gozo, y una casa con corral y pozo.
Agua de manantial no hay otra igual.
Agua corriente no daña el diente.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
Después del silencio
Cristina Vázquez
Ahora todo era silencio. Un silencio espeso, contundente, que le resultaba extraño como si todo a su alrededor hubiera desaparecido en una realidad opaca.
Intentó parpadear pero no podía. Los ojos le quemaban y una venda le impedía moverlos. Gritó con todas sus fuerzas preguntando dónde estaba, qué sucedía y no hubo respuesta. Unas manos frescas le dieron golpes tranquilizadores y notó el frío de un líquido que entraba por su brazo. Tuvo la sensación de un tiempo largo e indefinido repartido entre sueños intermitentes y cuidados continuos, hasta que por fin oyó un ruido metálico que le pareció una bendición. Algo del mundo algodonoso que la rodeaba se rompía y empezó a agitarse gritando.
—¿Dónde estoy?
Poco a poco recuperó el oído y pudo entender que estaba en un hospital víctima de un atentado y había perdido por un tiempo el oído debido a la terrible explosión. Era una magnífica noticia que ya pudiera oír.
—Sé fuerte, Andrea —le susurraron voces expertas—. Has sido muy afortunada al sobrevivir.
Y empezó su nueva rutina. Ir moviéndose, hacer ejercicios cada vez más difíciles, caminar por el pasillo sostenida por muletas y amables palabras de admiración y ánimo. Es la niña del atentado oía que susurraban al pasar. Los ojos le seguían quemando y todos los días le curaban con delicadeza, pero no conseguía abrirlos del dolor que aún tenía. Cada vez que preguntaba si volvería a ver un ominoso silencio junto a palabras de exagerado ánimo la dejaban desconsolada.
Pidió a su madre que le describiera todo lo que veía. Ella le contaba cómo al árbol frente a la ventana le empezaban a nacer unos diminutos brotes, y aunque fuera febrero ya se veía despuntar flores rosas en los ciruelos del paseo. Que cada mañana los cristales aún se llenaban de vaho y ella le pedía que escribiera su nombre en ellos, Andrea. También le definía cómo se le iban oscureciendo las manchas de color castaño al cachorro.
—Te está esperando en casa.
Y así pasaban el tiempo y las semanas, describiendo todo lo que había visto. La cara del médico, el color del cuarto, el verde tierno de las hojas del árbol, cómo la luz era más intensa y las tardes se prolongaban en tonos rosas y morados.
— ¿Y cuándo volveré a ver?
Le quitaron la venda de los ojos y al abrirlos, insegura, empezó a gritar con desconsuelo y volvió a cerrarlos en un ataque de nervios.
—No quiero. No puedo ver —gritaba histérica.
Los médicos dijeron que felizmente no había quedado ninguna lesión que le impidiera recuperar la vista, pero ella se negaba a abrirlos y cada vez que lo intentaban su llanto y desesperación lo impedía.
Volvieron a su casa y aprendió a subir las escaleras, a encontrar el baño, manejarse en la cocina, todo con los ojos cerrados. Cuando le suplicaba la madre que intentara abrirlos volvía a ponerse descontrolada. Seguía pidiéndole que le contara lo que veía y así siguieron un tiempo, hasta que una preciosa mañana de principios del verano, la madre la llevó al jardín y le rogó que sintiera la humedad del césped en los pies, que oliera las rosas, que escuchara cómo cantaban los pájaros y para agradecer el estar viva que abriera los ojos de una vez.
—Por favor, si no es como si tú también hubieras muerto un poco.
La abrazó con ternura y le dijo que le esperaba un regalo, pero tenía que espabilar, si no desaparecería. La niña lloraba desconsolada agarrada a la madre.
—Es que solo veo sangre.
—La sangre se ha ido, te lo prometo.
Temblorosa empezó a parpadear y por fin los abrió. Delante había una brizna de hierba de un verde brillante, de la que colgaban gotas de rocío como un arco festivo que le daban la bienvenida a la luz.
El agua clara
Malena Teigeiro
Su madre le dijo que los que se lavaban continuamente las manos era porque su conciencia estaba sucia. Pero ella nunca la creyó. ¿Qué placer era mayor que el de las gotas de agua, tibia a veces, fría otras, discurriendo entre los dedos? Y aunque ella lo hace continuamente, nunca sintió que fuera por tener la conciencia sucia o por albergar malos pensamientos, sino al revés. Cada vez que dejaba gotear el agua clara por su piel, sentía que tras ella se iba todo lo malo y que la tranquilidad, la placidez, se instalaba en su conciencia. Era una suerte tener aquel lavabo al lado de su cama para poder hacerlo incluso por la noche. Así, bien caliente, mis dedos tibios, igual que los suyos, mascullaba mientras levanta la mano para reflejarla en el espejo. Y esa mañana lo hizo con más mimo y cuidado que nunca. No quiso que le quedara ni el más leve olor. Ni una sensación de polvo en sus yemas. Por eso usaba lejía. Para dejarlas lisas, limpias, brillantes. Lo cierto era que luego ha de ponerse crema, y a veces mucha, pero no le importaba. A veces se las impregna en aceite, que casi se las dejaba mejor.
Se conocieron de niños. Él era casi siete años mayor. Y ella, admirada de que aquel chico le hablase, lo seguía como perrito faldero. Así, el agua bien caliente, y más jabón de sosa, mascullaba frotando entre las rojas palmas la verde pastilla de jabón.
Enseguida él quiso hacer cosas de las que al decir de sus padres no se debían hacer. Él le advirtió que eso eran paparruchadas de personas que no tenían con quien gozar. Al principio a ella no le gustaba. Hasta que perdió el miedo, la vergüenza, y comenzó a disfrutar. Se sintió tan bien que comprendió que él estaba en lo cierto. Que algo con lo que gozaban tanto no podía ser malo. Y ahora agua caliente. Tengo que quitarme bien la espuma, y se pasaba los índices a modo de rasquetas por encima. Entonces, él se fue a la Universidad. Y aunque muy triste, ella lo esperaba paciente. Al volver para pasar las vacaciones, era igual que antes, cariñoso, atento. Siempre le llevaba regalos. Luego, al atardecer, hiciera frío o calor, se iban al campo buscando sus oscuros placeres.
Fueron pasando los años y cuando ya terminó su flamante carrera y tuvo trabajo la llamó, y sin pensarlo dos veces se fue con él. En su casa le llamaron loca por marcharse así, sin casarse. Le dijeron que estaba destrozando su vida. Que cuando se cansara la iba a abandonar. ¡Qué bien huele el agua al mezclarse con la espuma del jabón! Cavilaba moviendo las manos debajo del chorro de agua. Ellos qué sabrán. Lo cierto fue que los dos eran uno y nunca supieron vivir separados.
Luego vino la guerra. Y un país extraño los invadió.
Una noche, al volver de la fábrica le dijo que se iba a luchar por ella y por su país. Por mí no lo hagas, no vaya a ser que te ocurra algo, le respondió con candidez. Por ti y por nuestro país, le contestó sonriente. Me gusta separar los dedos para que el agua entre por todos los caminos de mi piel, sonreía al moverlos como varillas de abanico. Y él se fue. Apenas tuvieron tiempo de despedirse. Le prometió que iba a volver. Fue la única vez que le mintió. No volvió nunca más.
Aquellos señores vestidos de militar que aparecieron en su casa le llevaron una bandera. Fue un valiente, le dijo el mayor de los dos sentado frente a ella en la sala. Habían asesinado a todo el escuadrón. Tan solo su esposo y yo pudimos huir. Y fue porque en ese momento estábamos inspeccionando el campo, farfullaba con la cabeza baja, pálido, desencajado. No pudimos ni enterrarlos. Me gusta verla correr hacia el desagüe, envuelta en la espuma del jabón. Corrieron a esconderse. Luego se separaron. Así tendrían más oportunidad de escapar. A él lo cogieron dos días después, le dijo con lágrimas en la mirada. Lo mataron a traición.
Y desde entonces, odiaba a todos los de aquel país.
Por fin acabó la lucha. Ella recogió su casa y se fue al país asesino. Quiso pisar la tierra en donde él dejó de respirar. Como equipaje llevaba una maleta pequeña y una caja con su bandera. Y allí, trabajando como limpiadora, fue envenenando a los señores para los que laboraba, uno a uno. Al ver llorar a la viuda, a la madre, a los hijos, ella los acariciaba satisfecha. Y la misma noche del día que se celebraba el entierro, estiraba la bandera sobre su cama y dormía plácida, tranquila. Luego, se iba a otra ciudad de aquel maldito país. Así, dejando caer el agua, ahora caliente, luego fría, jugaba a romper el chorro. Y cuando envenenó a doce, los mismos que los del escuadrón, volvió al pueblo. Volaba hacia su tierra, hacia él. Al llegar a su pequeña ciudad fue directa al cementerio. Se acostó sobre su tumba y cubierta con su bandera se durmió.
Y ahora al despertar por las mañanas en aquella casa grande, con barrotes en las ventanas, en la que los que mandaban iban vestidos de blanco, mirando al cielo piensa: Misión cumplida.
Bendita lluvia
Liliana Delucchi
Tumbado boca arriba, Felipe contempla esas gotas de agua en las que se reflejan las margaritas que siembran todo el campo, como si el universo se hubiese detenido en los restos de la lluvia. Da igual lo húmedo del suelo, siente a través de la camisa un calor atemporal que atraviesa su espalda.
Toda la región había esperado el aguacero. Semanas que se transformaron en meses de sequía, de tierra abrasada, cuarteada por el sol inclemente y el calor. Lo vio descender del autobús mientras tomaba un helado en la cafetería del pueblo, un local de los pocos con aire acondicionado.
Pantalón azul y camisa a rayas, como los estudiantes ricos que iban cada tanto a pasar las vacaciones, y un mechón rubio que casi le llegaba al ojo izquierdo. Cuando el joven bajó del vehículo se sentó en un banco a la sombra de una higuera. No tardó mucho en pasar a buscarlo uno de esos coches largos y brillantes que conducían los turistas. Una señora, sentada al volante, lo recibió con un beso y partieron con ruido de motores. Felipe no había vuelto a verlo hasta que se cruzaron en el cementerio un jueves, el día que iba a visitar la tumba de su padre. Lo encontró frente a la verja del panteón de la familia Robles, con la mirada fija en el ángel que custodia la puerta.
—¿Crees que nos escuchan? —preguntó el joven sin darse la vuelta.
Sorprendido, Felipe miró a su alrededor y al encontrarse solo, supo que las palabras iban dirigidas a él.
—Espero que sí. Son muchas las cosas que no nos dijimos en vida.
—¿Por miedo? —el joven se giró para mirar a Felipe directamente a los ojos. — Soy un maleducado, me llamo Alberto.
Felipe dio unos pasos hacia el muchacho y extendió su mano al tiempo que pronunciaba su nombre, después caminaron despacio bajo la sombra de la alameda.
Con voz baja, Alberto fue desgranando la historia que lo había llevado hasta el cementerio. Un antiguo amigo de su padre dormía su sueño eterno allí. «Fue mucho más que eso. Alguien con quien podía compartir vivencias tan alejadas de mis conocidos como de mi familia. Yo lo admiraba, amé sus conocimientos y su falta de prejuicios, su decisión para caminar por una vida que le era adversa nada más que por ser diferente».
—Yo vine a ver a mi padre, lo hago todos los jueves porque era el día que teníamos reservado para nosotros: salir al campo, una partida de naipes o compartir el silencio.
—¡Qué bonito! Compartir el silencio con tu padre… Aunque yo también compartí silencios con el mío, solo que esa ausencia de palabras se debía a que no teníamos nada que decirnos. —Alberto se sacude unas piedrecitas que se le han metido dentro del zapato y levanta los ojos azules hasta su compañero ocasional.
—¿Tampoco hablabais sobre su amigo, el que descansa aquí?
—Tema tabú. Todo lo que yo admiraba en Pedro mi padre lo despreciaba. Hasta dejó de venir aquí de vacaciones para no encontrárselo. Yo venía con mi madre, que es pintora como lo era él. —Con suavidad Alberto se retira el mechón de pelo rubio que le cae sobre la frente.
El camino los ha llevado a la salida y se despiden con un «hasta pronto». A partir de ese momento, y sin haberlo programado, se veían todos los jueves. Y entonces, ocurrió: uno de esos días el cielo empezó a cubrirse de nubarrones oscuros y los truenos sonaban a lo lejos.
—¡Ya llega! Por fin, la lluvia —y corrieron hasta la iglesia para guarecerse.
Se sentaron en el último banco, el frescor de las piedras de la capilla les devolvió el aliento. Se miraron y, arrodillados, rezaron.
—Salgamos a mojarnos —dijo Alberto al tiempo que le cogía la mano a su amigo. Fuera, bajo ese chaparrón bendecido por todo el pueblo, se besaron. Los ojos azules de Alberto se hundieron en los oscuros del otro. Frente a frente y cogidos de las manos comenzaron a reír bajo la lluvia.
Corre Felipe hacia su casa, es casi la hora de comer. Cuando atraviesa la portezuela del jardín encuentra al señor cura despidiéndose de su madre.
—Estás empapado, hijo, ve a secarte —ordena el sacerdote mientras se acomoda el sombrero de paja.
En vez de eso, Felipe se sienta en el porche y mira el césped del jardín que brilla bajo las últimas gotas, eleva los ojos al cielo, todavía encapotado, y da gracias por el verano, por la lluvia y por el beso. Sonríe a su madre cuando aparece con un vaso de té helado y se sienta en la hamaca de enfrente.
—Ha estado a visitarme don Mario —dice a su hijo al tiempo que le extiende la bebida.
—Lo he visto, acabo de cruzármelo.
La señora estira su falda, se pasa la mano por el pelo y respira profundo antes de decir:
—Por lo visto tienes encuentros en el cementerio con una persona no grata.
—No grata ¿para quién?
—Para todos, por supuesto. Con una madre artista y un amigo como el finado Pedro Robles, no es un amigo deseable para un chico decente. Ya he llamado a tu tío para que venga a buscarte. —Dice su madre— Una temporada en el norte te hará bien y podrás conocer gente apropiada.
Felipe se levanta, camina unos pasos y se tiende sobre la hierba del jardín, en medio de esas margaritas que, agradecidas al agua, han abierto sus pétalos. No siente la espalda aún mojada por la lluvia. Le quema, como le quema la garganta y el aire que entra a sus pulmones.
¡A trabajar!
Marieta Alonso
Sentado en su sitio de pensar, a la orilla del río, aguardó a que salieran esas grandes ranas llamadas «rana-toro» y que esta mañana no se dejaban sentir. Sus ancas eran muy apreciadas en el restaurante de lujo que había a la salida del pueblo. A él también le gustaban, pero no las comía por placer sino por necesidad.
Levantó la vista y contempló algo insólito, una rama a punto de caer cargada de gotas de rocío. Parecían ser las lágrimas que nunca había derramado, y se estremeció al ver reflejadas tantas margaritas que desde la tierra coqueteaban con ese espejo que era el agua.
Una gota y otra gota, una fila de gotas que le miraban directamente a los ojos, le pedían que tomara una decisión, que así no podía continuar. Debía salir en busca de un porvenir antes de que en el pueblo comenzaran las murmuraciones. Los vecinos no se andaban con miramientos.
Como siga así voy a dar en loco, pensó. Y se entretuvo haciendo cabrillas, ese pasatiempo sobre el que hasta Homero escribió.
La cabeza le echaba humo de tanto pensar. ¡Qué hacer! Si no tenía oficio ni beneficio. Le gustaba escalar montañas, pescar, leer. Quizás podría pedir trabajo en el restaurante de lujo, era amigo del jefe de compras, pero ¿para qué? Para fregar. No. Era preferible seguir cazando patos, ranas, lagartos…
Al ser hijo de un matrimonio distante que no llegaron al divorcio por no tomarse la molestia de solicitarlo, y que se largaron a vivir su vida sin comentarlo con nadie, quedó solo en su cuna. Su llanto alertó a la vecina, una solterona de vientre retumbante y hermosos sentimientos que, echando peste de sus padres, se hizo cargo del crío.
Al cumplir dieciocho años, a punto de entrar en la Universidad, murió quién siempre le animaba a instruirse, a trabajar… y le aconsejaba que fuera un hombre de bien. Pero tras el entierro, dejó los estudios y se escondió en aquella choza que le había dejado en herencia. De eso pasaron cinco años.
Ayer escuchó a una moza del pueblo decirle a otra: Me gusta mucho. Es ancho de espaldas, resuelto, firme de andares, de buena talla y si se da la vuelta es guapo a rabiar, hasta sueño con él, pero dice mi madre que mucho se teme que sea un vago redomado.
Que pensara eso de él la chica más bonita de toda la comarca, le hizo vibrar, pero que la madre, con lo que influyen en las hijas dijera eso, no lo podía consentir. Tendría que ponerle remedio.
Me encanta e inspiran sus hermosos escritos sean poemas cuentos u otros. Vuestra esencialidad de nota en ellos. Gracias por compartirlos.
Muchas gracias a ti por seguirnos.
Muchas gracias y saludos!!!!
Gracias por leernos.
Gracias a ti. Fiel lectora. Besos
me gusto mucho los cuentos enviados el 16 del presente muchas gracias
Gracias a ti por leernos.
Bonitos, como siempre, pero un poco duros esta vez, Pero de todas formas, encantada de leerlos.
Gracias por tus comentarios.
Gracias Isabel. Nunca dejas de leernos. Besos
Leyendo vuestros cuentos he pasado magnifica tarde.
Misión cumplida.
Gracias Cristina
Nos alegra y mucho que haya disfrutado con nuestros cuentos. Un saludo.