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La Cruz del Sur

15 mayo, 2016 por Akelarre 3 comentarios

Constelación la cruz del sur

La Cruz del Sur

Esta constelación, y su estrella más brillante, son un símbolo de las culturas indígenas de América del Sur, así como para la de los maoríes, indonesios y malayos.

Normalmente referida como la Cruz del Sur, es una de las más pequeñas y famosas constelaciones modernas. Está compuesta por dos travesaños cruzados, de 4.2 y 5.4 grados de largo.

Prolongando cuatro veces y media la línea recta del eje principal, partiendo de su estrella más brillante, Acrux, al pie de la Cruz, se llega al polo sur, punto alrededor del cual gira en forma aparente la bóveda celeste.  Sus otras estrellas reciben el nombre de Becrux, Gacrux y Decrux.

Niña Andina

Cristina Vázquez

El broche

Malena Teigeiro

Lucían las estrellas

Liliana Delucchi

Lenguaje meteorológico

Marieta Alonso

Niña Andina

Cristina Vázquez

A Julieta, mi nieta andina

 

Su madre le prometió a Alberta, mucho tiempo antes de coger el avión, que cuando se acordase de ella se tumbara en el jardín con  los pies hacía el sur, la cabeza al norte y los brazos abiertos. Que esperase a que la noche cayera y entonces reconocería unas estrellas muy brillantes que trazaban una cruz en el cielo. Después la llevó a su cuarto y ceremoniosamente le entregó  un paquetito  guardado en el cajón superior de la cómoda.

Lo abrió con cuidado y de una caja de madera oscura, sacó un instrumento redondo con una tapa de cristal y una aguja oscilante. Lo miró con detenimiento sin saber lo que era.

— ¿Esto para qué sirve?

Su madre se agachó a su altura y abrazándola casi con desesperación, eso lo supo más tarde, le aclaró que era una brújula que marcaba el norte. Así podría colocarse correctamente y siempre encontraría la constelación.

— Cuando mires las estrellas yo estaré pensando en ti.

Se tumbaron juntas en el césped como si fuera un juego, y tras saber dónde estaba el norte, con la brújula sobre el pecho igual que un ardiente corazón de hierro,  le enseñó  a reconocer las estrellas que la formaban. Se quedaron abrazadas mirándolas hasta que la humedad las hizo levantarse. Y cada vez que podía, Alberta siguió repitiendo el ritual: la brújula sobre el pecho y los pies en la dirección correcta, sabiendo que su madre, estuviera dónde estuviera,  volaría hacía esa esplendorosa luz para estar a su lado. Algunas noches el olor de los jazmines la embargaba.

Ella había nacido al pie de los Andes, en Santiago. Cuando reconocía el cálido viento invernal que sopla en las mañanas, recordaba el susurro de su madre, también como una brisa cálida: eres mi niña andina, mi preciosa niña.

— Soy una niña andina —repetía como un juego sin entender el significado.

 Ella había llegado del otro lado del mar, del otro lado de las montañas, de un país lejano le contaba la madre, en cambio su niña andina era hija de la cordillera. Y señalaba los altísimos picos nevados. Esos montes y la luz de las estrellas siempre la protegerían.

Cuando años más tarde fue a España a recoger las pertenecías de su madre y a firmar documentos en notarios y bancos, y besar a parientes desconocidos, amables pero duros al hablar, esperó a que por fin se hiciera de noche, una noche que tardaba horas en llegar, alargando el día innecesariamente. Tumbada en el jardín desconocido de la casa familiar, buscó el norte con la brújula, alineó sus pies al sur, puso los brazos abiertos y esperó a que brillaran las estrellas que siempre encontraba, las que una noche lejana, en su lejano país de ultramar le había enseñado la madre. Pero nunca aparecieron. En ese momento supo de la soledad y en ese momento lloró su ausencia bajo otro firmamento, bajo otras estrellas.  Solo oía su voz susurrando muy tenue, mi niña andina, mi preciosa niña.

© Cristina Vázquez

El broche

Malena Teigeiro

De edad próxima a considerarse una solterona, Marcia, piel aceitunada, delgada y no muy alta, regenta la joyería heredada de sus padres. Cuando lo vio entrar dejó al cliente que estaba atendiendo y se dirigió a él. Era alto, la edad parecida a la suya y negros ojos, brillantes como espejos. Con una delicada sonrisa, pidió que le mostrara el broche con el zafiro del escaparate, ése que representaba el Joyero de la Cruz del Sur. El hombre, con la joya entre los dedos, le daba vueltas sin decidirse. ¿Era joven o mayor la persona a quién iba a regalárselo? Él, entrecerrando los párpados, le sonreía. Es para mi madre. Coqueta, ladeó la cabeza. ¿De qué color son sus ojos? Verdes. Entonces le mostraré otro con esmeraldas.

—Prefiero éste que es el color de su mirada.

—Perdón. Le entendí que era verde.

—La de ella sí, la suya no —le acercó la joya a la mejilla.

Aquella fue la primera mentira. Tiempo después supo que su madre había fallecido al darle a luz, y que de la mujer con la que andaba, ni siquiera conocía el color de sus pupilas. Continuó envolviéndola con engaños, uno tras otro, hasta que conseguir vivir con ella. Meses después, le dijo que se iba, que seguir juntos le hastiaba. Que deseaba a otra. Metiéndose la mano en el bolsillo, sacó un estuche. Era el broche. Ante su asombro, le contó que había acudido a la joyería por una apuesta. ¿Una apuesta?

—Sí, conseguir vivir contigo durante seis meses. Y ya han pasado siete.

La miraba divertido. Sujetándole la mano,  le colocó el estuche en la palma. Toma, dijo, te lo has ganado. Abrió la puerta y se fue.

 

Desde que la ha abandonado, y sin que él se dé cuenta, lo vigila, lo sigue. Un anochecer lo ve entrar en el jardín de otra mujer. Agazapada entre los arbustos, atraviesa con rabia los cristales y contempla cómo se aman, hasta que, al amanecer, él se marcha. Detrás de él regresa la noche siguiente y la otra. Aquella madrugada escucha los llantos de la mujer. Al abrirse la puerta y lo ve aparecer. Se gira y le grita que no quiere verla nunca más. ¡Otra vez lo había hecho! Lo ve como, satisfecho, se sube el cuello del abrigo. La luz de la Cruz del Sur lo tiñe de plata, iluminándolo como si fuera el más potente de los faros. Mira al cielo mientras baja los escalones silbando. Camina por el jardín. Se detiene delante de su escondite para encender un cigarro sonriente. Ella, rabiosa se levanta y con una piedra le golpea la cabeza.

Huyó.

Por la mañana, una dependienta de la joyería le muestra una foto en el periódico. ¿No era el que había vivido con ella?, dice. En voz alta lee la noticia.

Un conocido industrial de la zona, sufrió anoche un trágico accidente. Los altos niveles de alcohol en sangre hacen suponer que había tropezado con la piedra con la que al caer se golpeó la cabeza.

Le estaba bien empleado por la forma en que la trató. La joven le acaricia la mejilla. Ella, angustiada, llora. ¿Tanto te duele aún? Baja la cabeza y le ruega que la acompañe a visitarlo. En el hospital les dijeron que el golpe le produjo un traumatismo cráneo encefálico, del que no se recuperaría y que no le permitía volver a hablar. Que tenía una lesión que le afectaba a la médula espinal y a la retransmisión de las órdenes al cerebro que le convertía en tetrapléjico. Ella les contó que se amaban, que pensaban contraer matrimonio. Que no le importaba su estado y que le permitieran cuidarlo. A partir de entonces, un atardecer tras otro lo visitaba, lo acariciaba, le susurraba amorosas palabras. Hasta que consiguió que la dejaran llevárselo a casa.

Una mañana la ambulancia atraviesa su jardín. Los enfermeros lo instalan en la habitación que le había preparado. Desde entonces, lo lava, le introduce la comida en la sonda, lo saca de paseo. Todos en la pequeña ciudad alaban su amor por él. Era feliz. Sin embargo, y no sabe por qué, cada vez que lo desnuda, cada vez que sostiene entre sus manos lo que en sus momentos felices él, lascivo, le mostraba susurrando que su joya estaba preparada para penetrar en su joyero, le parece ver en el fondo de sus pupilas una lucecita de odio. ¿La habrá visto golpearlo?

© Malena Teigeiro

Lucían las estrellas

Liliana Delucchi

He vuelto. El vidrio de la ventana refleja las luces de la ciudad, abro los cristales. Desde este piso once del hotel estoy más cerca del cielo, pero las estrellas desaparecen entre los focos de la civilización. Sin embargo ella está allí, y sé que me mira. Ni los brillos de esta gran urbe pueden apagar a Acrux, a ella la veo, sigo las líneas y ya la contemplo entera.

Entonces no la advertíamos como lo estoy haciendo ahora. Su presencia resplandecía en medio de un mar de luminarias diminutas. Después de la cena nos escapábamos para tumbarnos sobre el pasto del jardín y cantábamos “Sotto un manto d’estelle”. Nos encantaban las canzonettas napolitanas que aprendimos de la nonna. Por las mañanas, si había sol, coreábamos “O Sole mío” y nuestra abuela nos miraba desde la ventana de la cocina y sonreía. Éramos sus preferidos.

Cada verano, repetíamos el ritual. Sois un poco mayores para seguir con ese jueguecito, nos decían tu madre o la mía, pero nos daba igual. Algo había en ese cielo que nos unía, un lenguaje de infancia, un cosmos protector que auguraba tranquilidad, un silencio que solo rompíamos con nuestros cantos y nuestras risas.

Una noche tuviste la mala idea de enseñarme “Lucevan le stelle”. Es muy triste, dije, y además muy difícil. Me atrevo con las canzonettas, pero no con la ópera. No quiero, no la cantes. Es preciosa, es un canto a la vida, afirmabas. Sí, pero cuando va a morir.

La noticia del accidente me llegó un domingo por la mañana y maldije a Tosca, maldije a Puccini y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Después tomé un avión y nunca volví al campo.

Mañana vienen a buscarme para desandar el camino. Me dijeron que la casa sigue igual, pero los árboles deben haber crecido tanto que tendré que alejarme bastante para poder tumbarme en el suelo y buscarte en la Cruz del Sur.

© Liliana Delucchi

Lenguaje meteorológico

Marieta Alonso

Por las noches, en mis sueños, giro y giro igual que la hermosa Cruz del Sur. Amanezco desnuda, con la almohada y las sábanas por el suelo. No es un problema en el verano, pero en el invierno, gripe segura, decía mi abuela que gustaba de contarme cuentos de su tierra, de allá, de ese hemisferio sur tan lejano para mí y tan cercano para ella.

Mientras estuvo conmigo no recuerdo haber soñado, pero nada más morirse, esa misma noche la vi en el cielo envuelta en una constelación que contenía nada menos que una cruz, tirándome los brazos para que me rebujara en ellos. Unas ansias inmensas de recostarme en su hombro recorrió todo mi cuerpo. 

Trabajo me costó volver a dormir.

«Un ñandú macho, parecido al avestruz, pero no igual −recalcaba mi abuela sentada sobre una estrella−, encontrarás dentro de unos años en tu camino. Para saber si él te querrá tanto como yo, debes buscar un arco iris. Cuando lo localices te sientas en una piedra y cada color te interrogará. El rojo con voz aflautada te hará preguntas acerca de los entresijos de la historia; el naranja con voz de tenor te sondeará sobre gramática; el amarillo con voz de soprano averiguará lo que sabes de geografía; el verde con voz de barítono cuestionará tus conocimientos del medio ambiente; el cian con voz de mezzo-soprano querrá saber sobre tu forma de ser, tus sentimientos, no le mientas. El azul oscuro con voz de bajo estará interesado en cómo te comportas con amigos y extraños, y el violeta con voz de contralto hará un repaso de tu comportamiento con la familia. Tras ese exhaustivo examen, el arco iris te dejará subir por los peldaños que te conducirán hasta donde estoy esperándote. Al llegar a la mitad del camino, justo en ese momento, el ñandú gritará tu nombre para que bajes. Querrá decirte algo importante. No te muevas. Es él el que debe subir. Los ñandúes son incapaces de volar pero si se raja, si se echa para atrás en sus sentimientos hacia ti, se tirará al mar. En cambio, si te quiere, a pesar de las dificultades, llegará a tu lado».

La imagen y las palabras de mi querida abuela se diluyen y aparece un avestruz que va tomando la cara de Gonzalo, un compañero de sexto curso de primaria. ¡Guapo, guapo, como actor de cine! Es el novio de mis mejores amigas y a las que intento no envidiar. Me despierto sobresaltada con una gran sensación de vacío. ¡Ay abuela! ¡Qué difícil me lo has puesto! De los siete colores solo el violeta me dará el aprobado, si acaso.  

© Marieta Alonso

Publicado en: Paisajes

Naipes del Tarot. La estrella

15 abril, 2016 por Akelarre 3 comentarios

La Carta de la Estrella del Tarot

Naipes del Tarot. La estrella

Tarot. Baraja de naipes que se utiliza para consultar hechos, sueños, o estados emocionales. Las cartas son interpretadas según el orden o disposición en que han sido seleccionadas o repartidas.

La estrella está relacionada con la esperanza y expresa, en  el plano espiritual, la inmortalidad, la vida eterna, la luz interior que alumbra el espíritu. Recuerda al consultante que debe tener el espíritu libre de resentimientos y dudas. Significa: ayuda inesperada, perspicacia y claridad de visión. Inspiración, flexibilidad, un gran amor será dado y recibido. Buena salud.

Si sale invertida: arrogancia, pesimismo, testarudez. Enfermedad, error de juicio, impotencia física, reestructuración, privación y abandono.

Interestelar

Cristina Vázquez

La portera

Malena Teigeiro

Luz interior

Liliana Delucchi

La estrella que me guía

Marieta Alonso

Interestelar

Cristina Vázquez

El ascensor se había parado otra vez entre piso y piso. O venían de una vez a repararlo o me largaba de ese apartamento tan mono y luminoso recién alquilado. No pude evitar empezar a recitar, una y otra vez, frases consabidas de mi madre: Las decisiones importantes hay que tomarlas con sosiego, no hacer mudanza en tiempos de cambio o algo parecido. Lo repetía para tranquilizarme, mientras apretaba compulsivamente la campanita amarilla para pedir auxilio. Ya se oía ruido, vendría el manitas del edificio o el cuerpo entero de bomberos, pero que viniera alguien, por favor. Y al fin se abrió la puerta como por ensalmo, con suavidad, sin intervención de ninguna llave inglesa, ni martillazo ni voces rudas de operarios. Apareció una mujer sonriente con gafas de pasta negra, un moño en lo alto de la cabeza y restos de antiguo acné, muy lejano por su edad, en las mejillas. Llevaba una especie de camisola azul irisada que le hacía parecer una libélula imponente.

— ¡Pobre!  Los hados se han revuelto sobre tu crisma.

Y alargó una mano para que subiera el pequeño escalón de diferencia con el suelo, en el que se había colgado mi ascensor. Agarré esa mano salvadora con agradecimiento y nerviosismo. Su tacto huesudo y fresco como una vara flexible. Cuando por fin estuve frente a ella, me fijé en sus labios pintados con un sorprendente rojo cochinilla.  Un olor a ámbar se esparcía a su alrededor. Agradecí su intervención tratando de que me explicara cómo había conseguido abrir, y caminando hacia  su apartamento la oía rezongar —ta, ta, ta, esas son bobadas, cuando se tiene que abrir, se abre—. Tras ella como un perro pequinés, digo pequinés porque soy chata, menuda y mi peinado, en ese momento, eran dos coletas que remedaban las orejas del animal, llegamos ante su puerta.

Se giró con majestuosidad invitándome a pasar, prepararía una infusión, nos vendrá bien a las dos dijo en tono convincente. Y con su sonrisa brillante y equina afirmó que necesitaba ayuda.  Aturdida entré a un espacio luminoso, de paredes cubiertas de tapices orientales y una mesa camilla en el centro. Con la  infusión humeante sobre la mesa nos sentamos, sacó un mazo de cartas del tarot y mientras las colocaba, me confesó que era farmacéutica, pero que le aburría mucho la botica y esto era una especie de ministerio curativo que ejercía con sus poderes. Y al decirlo,  miraba por encima de sus gafapasta con unos ojos oscuros cubiertos de sombra verde. Tuvo la revelación hacía mucho tiempo, continuó,  cuando se le vino encima un anaquel entero de la rebotica. Comprendió que era una señal, remató con dramatismo tamborileando los dedos sobre una carta. Yo estaba quieta, absorta en el baile de dedos y cartas, sorbiendo a poquitos el té aromático que había preparado.

— Tranquila, ya está localizado el problema. Es el signo de Acuario que no está en conexión contigo.

— Es que yo soy Acuario.

— Por eso, cariño, estáis desalineados.

Empezó a mover las cartas y con los ojos entreabiertos emitía  pequeños gruñidos, hasta que las recogió con parsimonia asegurándome que ya los había ordenado.  Estaban en línea y podía vivir tranquila, nada malo  me iba a suceder. Mi problema había sido el agua vertida por la Estrella. ¡Qué casualidad! si es mi nombre, salté yo con entusiasmo, como si todo coincidiera, el signo, el nombre. En fin, una conjunción interestelar preciosa, decía ella, extraordinaria la coincidencia, señal de que todo está ya resuelto. Nos despedimos, yo con efusión, ella con  magistral complacencia y su sonrisa de caballo amaestrado.

— Nos veremos, vete en paz. Namasté —y juntando las manos me hizo una graciosa reverencia.

Volví a casa decidida a encarar la nueva etapa de mi vida con entusiasmo y decisión. A las dos de la mañana llamaron a la puerta, esta vez sí era el Cuerpo de Bomberos. A un vecino  se le había roto una bajante y estaba inundando toda la casa. Había que evacuar. Cuando nos encontramos los inquilinos en el portal envueltos en las más extrañas ropas, vi a mi salvadora avergonzada en una esquina y al acercarme susurró descompuesta, los labios pálidos, el moño descabalgado de su montura y los ojos diminutos tras unas gafitas transparentes.

— Estoy acabada. Esto es otra señal. La bajante era mía.

© Cristina Vázquez

La portera

Malena Teigeiro

Todo me iba mal. Desde que mi diligente y adorada Fidelia me abandonó, repito, todo me iba mal. No tenía quien planchara mis trajes ni me cocinara, ni quien limpiara la casa, ni tampoco dinero para pagarlo. Y lo peor era ver mi cama, esa cama de tantas horas felices, ahora medio desocupada, arrugadas las sábanas y caídas las mantas. ¡Ay, Señor. Qué tristeza!

Aquella mañana cuando pasé por delante del chiscón, la portera una mujer guapa, morena, algo gordita pero deseable, muy deseable y bastante parecida a mi Fidelia, estaba jugando a las cartas. Y como es natural en mí ser cotilla, con la disculpa de que me recogiera un paquete que me iban a traer, me acerqué al ventanuco. Encima de la mesa vi unos cartones grandes, coloridos y de extrañas figuras.

—Buenos días, Rosa. ¿A qué juega? —me atreví a preguntar, después de darle mi falso recado.

—Buenas, don Eduardo —sonrió aleteando sus negrísimas y largas pestañas llenas de bolitas de rímel—. No es un juego, es una cosa bien seria. Me echo las cartas.

—¿Y para qué vale?

—Para saber cómo tengo que enfocar mi futuro sin equivocarme —su boca regalona me sonrió.

Dulce y coqueta, dos acariciadores dedos, separaron un lado de la blusa dejando al aire esa parte de los senos que muestran el canalillo.

—Hace calor ¿verdad? —dije presa mi mirada en aquellos sonrientes ojos verdes tan parecidos a los de mi Fidelia. ¿Podrán decirme cómo resolver mis dificultades? ¿Querrá usted ayudarme?

—Cómo no. Pero mejor entramos en mi casa. Hay que hacer ciertos preparativos para que todo salga prefecto.   

Descorrió armoniosa el pestillo y salió al portal. La seguí. Caminando detrás de sus redondas y cimbreantes caderas, llamé por teléfono a la oficina diciendo que me encontraba muy mal, que vomitaba una y otra vez, y que me era imposible ir a trabajar. Que si por la tarde estaba mejor, ya iría.

Después de bajar las escaleras, entramos en su apartamento. Era pequeño, oscuro y rodeado de colgaduras azul marino bordadas con estrellas y lunas de plata. Me indicó que me sentara a una mesa camilla. Antes de hacer ella lo mismo, arrastrando su intenso perfume, se movió por el cuartucho prendiendo las velas de penetrante aroma. Ya enfrente de mí, me observó un instante. Su acaramelada sonrisa mostraba unos dientes blanquísimos. Cálida, me sujetó una mano y muy despacio, la arrastró hasta colocarla encima del mazo de cartas. Al sentir el contacto de su piel, mi pecho se encogió a la vez que mi deseo se inflamaba. Pronunciando extrañas palabras, comenzó a extender los cartones sobre el mantel, también bordado, pero éste, en vez de lunas y estrellas, estaba recamado con soles.

—La estrella, don Eduardo. Le ha salido la estrella —mostraba alegre la imagen oprimiendo el cartón su una uña larga, roja.

—¿La estrella? —abrí los ojos sin comprender.

—Sí, sí. La estrella. Váyase a trabajar tranquilo. Siga su vida, que le ha salido la estrella y nada menos que a la derecha.

—Pero es que ya dije que no iba.

—Vaya. Su vida va a cambiar a partir de este momento y lo que no puede pasar es que cuando la suerte lo busque, no lo encuentre en su lugar habitual.

Me fui alegre. Al entrar en la oficina, recordé mis desgracias. La muerte de mi madre, el abandono de mi pareja, los pantalones llenos de manchas y arrugas, y la tristeza me invadió. Satisfecho, disimulé de ese modo mi inquebrantable salud. Por la noche al abrir la puerta, un fuerte olor a lejía me sorprendió. Sin comprender, caminé por el limpio y ordenado pasillo hasta el dormitorio.

En la cama, apenas cubierta por blancas sábanas, estaba ella. Su negrísimo cabello desparramado en la resplandeciente almohada. La boca entreabierta en una sugerente sonrisa. Los verdes ojos me miraban asustados. Sonriente, me desvestí sin dejar un momento de contemplarla. Al introducirme entre tiesas y perfumadas sábanas, se giró hacia mí. La abracé. Ella quiso comenzar a hablarme. Le puse un dedo en los labios y le rogué que no dijera nada. Y en un lacerante murmullo, hundido en bienestar, susurré:

—Te quiero, mi dulce y adorada Fidelia. No vuelvas a abandonarme.

© Malena Teigeiro

Luz interior

Liliana Delucchi

El porvenir es tan irrevocable
como el rígido ayer. No hay una cosa
que no sea una letra silenciosa
de la eterna escritura indescifrable…
Jorge Luis Borges
Para una versión del “I King”

Era un sábado por la tarde del mes de mayo. Como de costumbre, Matilde sube  las escaleras que llevan al piso de su tía. Gertrudis aguarda a su sobrina como espera a la primavera, con la paciencia de quien sabe que todo acontece. La hija menor de su hermana la visitaba con la esperanza de encontrar en las cartas del tarot alguna respuesta a su desasosiego, que  no era fruto de un trabajo rutinario por conseguir dinero para viajes, compras y caprichos, ni la búsqueda del hombre soñado y que no existe. Era la desazón de cada mañana cuando bebía su taza de café, la mirada perdida, incapaz de detenerse en los rostros de los viandantes, sus conversaciones a las que no prestaba atención.

Matilde era consciente de que por las siempre abiertas ventanas de su casa no entraba la luz; pese a los miradores amplios, las risas de los niños no eran capaces de llegarle, solo el ruido del camión de la basura. Ni la televisión, los personajes de los libros, o las amigas imaginarias que creara en su niñez, respondían a sus inquietudes.

Gertrudis y su piso eran diferentes. No solo su voz pausada y las manos que se movían como mariposas, sino que en cierto momento de su vida algo se detuvo en ella y quedó allí, en un silencio musical, en una espera paciente.

Viuda desde joven, tenía una única pasión: el tarot. Se tuteaba con las cartas como lo hubiera podido hacer con una persona, y confiaba en ellas desde la última dieta para combatir el estreñimiento hasta si era la fase lunar idónea para ir a la manicura. Su sobrina esperaba encontrar las mismas respuestas, ésas que la dirigieran a un camino sin incertidumbre. Quizás en algún momento podría discernir el lenguaje de las figuras, que tras un corte mágico se presentarían ante ella con la ansiada solución.

—La estrella. Te  ha salido la estrella, pero está invertida.

Matilde se quedó mirando la carta, a esa mujer con un cántaro en cada mano. ¿Por qué para una vez que me sale una buena, sale invertida? Fue un impulso, con un gesto rápido y ante la desaprobación de su tía, Matilde dio vuelta a la imagen. Ya está, ¿ves? La dama me sonríe, no le gusta estar boca abajo.

Abundaban las risas de los jóvenes por la calle y un olor a gardenias la hizo detenerse ante un jardín. Los escaparates exhibían las tendencias para la temporada con los colores del verano y se compró un vestido.

Era noche cuando llegó a su casa. Había luz por debajo de la puerta contigua, llamó al timbre y ante la sorpresa de su vecina, Matilde estiró el brazo con una botella de vino en la mano. ¿Te apetece ver una película?

A la mañana siguiente, el sol entró por los ventanales y tuvo que meter la cabeza debajo de la almohada, porque los cantos de los pájaros no la dejaban dormir.

© Liliana Delucchi

La estrella que me guía

Marieta Alonso

Acabo de cumplir ochenta años sin darme cuenta. Sentado en un banco de madera espero en la puerta del colegio a mi nieto. Sale siempre corriendo y como temo que con ese ímpetu me haga caer, procuro no levantarme hasta que me abraza y me besa. ¡Vaya! Para llevarme la contraria, hoy viene despacio mirando un lagarto que trae en la mano. Con esa cara de pillo es igualito a mí cuando tenía su edad. No duda en lanzarme el saurio a los pies y tengo que agacharme para recogerlo. Él tenía que salir corriendo detrás de las palomas.  

Nos vamos a casa y le doy de merendar. Comienza hacer los deberes y yo me siento en mi sillón preferido a la espera de sus padres. Sin darme cuenta la cabeza se me va a sesenta años antes. Siendo un emigrante sin techo amanecí un día con tal hambre que me abracé a un bolso y salí corriendo. ¡Ay, de mí! Lo único que encontré fue una cartera con unos céntimos que no llegaban a la peseta, una foto con dos niños y unas cartas del Tarot con su libro de instrucciones. Por inercia, barajé los naipes. Saqué una. Resultó ser la de una muchacha desnuda, arrodillada frente a un riachuelo vertiendo agua de dos jarras. En el cielo hay ocho estrellas con ocho rayos cada una, la más grande podría ser la de los Magos, me dije. Busco el significado ¡Caray! El sol brilla en mi camino y yo sin enterarme. Si hasta la esperanza la tengo detrás de mí. Tantas estrellas de ocho puntas debe ser bueno. Pinto un ocho en horizontal en la esquina inferior derecha para que se convierta en el símbolo del infinito. ¿Será mi día de suerte?

Como todo es cuestión de actitud decido devolver el bolso a la propietaria. ¡Total para lo que hay! Solo me guardo esa carta en el bolsillo, junto al corazón. Regreso al parque, la anciana está relatando su pérdida a otros amantes del sol, va muy bien vestida y me recibe con llantos y abrazos. Su mayor tesoro era la foto. Me premia con quinientas pesetas que se sacó de una faltriquera muy bien disimulada. Para mí aquello era una fortuna, y de la alegría me ofrecí para cualquier trabajo, de cuidador, sin ir más lejos.

Se quedó pensativa y preguntó dónde podría hallarme. Su voz tan dulce me desmoronó. Miré a ambos lados, sentí vergüenza al contestar que dormía en una esquina de la Puerta de Alcalá, la más cercana a la calle Alfonso XII. ¡Vamos!, que allí tiene su casa, me pareció educado decirle. No tuve necesidad de seguir hablando. Aquella mujer me llevó al Banco del Comercio, que hoy ya no existe, y preguntó por su hijo. Le habló tan bien de mí que esa misma mañana comencé a trabajar como mozo de limpieza.

Busqué una pensión. Me puse a estudiar por las noches. Ascendí a otra categoría y a otra más. Me casé con la secretaria del director y formé una familia de la que el último vástago es mi nieto al que hoy, por si me muero mañana, le voy a entregar esta carta que tanta suerte me ha dado en la vida.  

© Marieta Alonso

Publicado en: Imagenes

François-Marius Granet, de Ingres

15 marzo, 2016 por Akelarre 10 comentarios

Francois Marius Granet - Jean-Auguste-Dominique Ingres
Año 1807 - Óleo sobre tela. Museo Granet. Aix-en-Provence-. Francia

François-Marius Granet, Jean-Auguste-Dominique Ingres

Francois Marius Granet, pintado en 1807 por Jean-Auguste-Dominique Ingres.
El retratado era también artista y amigo del pintor, y fue su modelo en una serie de pinturas de su época romana, lo que se evidencia en esta obra, que lo encontramos delante del Quirinal de Roma.
Después de haber pertenecido siempre al modelo, la tabla forma parte de las colecciones del Musée Granet

Vocación

Cristina Vázquez

Un pintor en París

Malena Teigeiro

Semper fidelis

Liliana Delucchi

Siempre te querré

Marieta Alonso

Vocación

Cristina Vázquez

La primera noche que durmió en el seminario, sintió una congoja que se materializaba en la humedad de la estrecha cama y en el recuerdo del olor de su madre al abrazarle entre lágrimas, mientras le convencía de que  lo hacía para que se formara, comiese y fuera un hombre de bien. Estudió, se formó y creció en sabiduría y belleza. A la altura de sus veinte años, cuando paseaba por la alameda de la ciudad, a paso ligero para aplacar el exceso de juventud, Norberto levantaba miradas de admiración en las jóvenes y no tan jóvenes con las que se cruzaba.

Destacó en gramática latina y recitaba versos con fluidez, modelados por una voz profunda y bien timbrada. Aunque no había tomado aún los hábitos, le encargaron en la misa dominical la lectura de salmos y algunos cánticos, que él realizaba con encendida pasión, levantando un cuchicheo emocionado entre las mujeres.

Una tarde apareció una dama preguntando al prior si ese joven seminarista podría dar clases de latín a su sobrina. Al proponerlo sonreía con la misma contundencia con la que sonaba su bolsa de doblones. Modesto óbolo para el seminario, padre prior, decía en un susurro mientras la deslizaba en sus cuidadas manos.

Así, una vez a la semana, el joven Norberto iba a dar sus lecciones y al atravesar la alameda,  se desviaba un poco por la ribera para escuchar el canto de los pájaros y apreciar el olor de los trigales. Una onda de satisfacción contenida parecía estallarle en el pecho y en las sienes. A veces se retrasaba un poco, pues perdía  la medida del tiempo oyendo el arrullo del agua. El esplendor de la Naturaleza parecía embargarle y ese algo indefinido y admirable se apoderaba de él.

La joven alumna era canija y renegrida, con unos dientes un tanto esquinados y una languidez difícil de animar. La tía, en cambio,  resultó ser una viuda cuarentona bien plantada, un poco entrada en carnes y con una disposición de ánimo y deseo de aprender, que conseguía que las clases de latín no se quebraran en una repetición monótona de declinaciones y se fueran transformando en momentos musicales, ella al piano, la sobrina en una sillita moviendo la cabeza al compás y el gentil Norberto cantando para embeleso de las damas y satisfacción suya.

— Su vocación querido hijo, ¿es decidida? ¿Siente la llamada como verdadera? —le preguntó una tarde la jovial tía mientras merendaban unos deliciosos pastelillos.

— No lo sé, señora —confesaba mesándose los cabellos.

Y continuó diciendo que cuando oía el canto de los pájaros, el arrullo del agua o tomaba esos pasteles y cantaba en tan grata compañía, en esos momentos, querida señora, dudo, y con teatralidad se tapó la cara con unas manos blancas y finas.

La tía escribió una carta al prior en la que le insinuaba si podría trasladarse el seminarista a su palacete, para administrar su dinero y ser tutor de la sobrina, a lo que el prior puso muy poca, pero onerosa objeción.

El día que llegó, la buena señora le enfundó en la capa de terciopelo que su difunto marido no pudo estrenar y le pidió al más prestigioso pintor de Montauban, que lo inmortalizara por lo que pudiera suceder.  La única condición que puso Norberto fue que pintaran al fondo del cuadro el seminario  que había abandonado, y así se hizo. Y durante los veinticinco años que vivió como marido de la sobrina y dueño del lugar, lo miraba desde la terraza de su palacete, dando sinceras gracias al Señor por haberle encaminado en la correcta vocación.

© Cristina Vázquez

Un pintor en París

Malena Teigeiro

François quería ser pintor. Busca por los campos tierra de colores que mezcla con aceite y manteca, y a pesar del hondo disgusto de su madre, fija de esa manera sus sueños en la tela de las blancas servilletas. Asombrado, se rasca la cabeza para mitigar el dolor de las collejas que la bendita mujer le propina al ver el estropicio causado. ¡Mujeres!, cavilaba mientras corría a laborar como mozo en el comedor de la fonda. Una noche, repartía un sopicaldo a los huéspedes, cuando vio que un cliente la dibujaba. No le extrañó, ella era rubia, joven, coqueta, y nunca había tenido esposo. Le gustó el aire del bosquejo, las regordetas manos apoyadas en la barra, el cuello estirado como las columnas de la iglesia. La imagen de las botellas de colores a su espalda, a su juicio, le daba aire de dama. Soltó la sopera sobre una mesa vacía y se plantó delante del comensal. Yo también soy pintor, dijo mostrándole su carpeta. Pues, a París, replicó el cliente sin levantar la cabeza. Aquí nunca podrás hacer nada. Las últimas cinco palabras rebotaron una y otra vez en su cerebro. Por la noche, tumbado en su camastro sin poder conciliar el sueño, tomó la más importante decisión de su vida. Ya tranquilo, se durmió.

De madrugada bajó a la taberna y después de forzar la caja, pedir perdón al Señor por el acto que iba a cometer, y jurar que devolvería ciento por una las monedas que se llevaba, guardó el dinero robado en el bolsillo, cogió la carpeta de las pinturas bajo el brazo,  y se fue a París.

Al bajar del tren, intuyó que vestido de aldeano, nada podía hacer. Buscó un sastre y cambió sus ropas de aldeano, por un bonito traje marrón y una capa con gran esclavina forrada de terciopelo, en la que envolvió sus ilusiones y pesares. De tal guisa, se fue en busca de ese París que según había oído, era la cuna de la pintura. Paseó por una y otra orilla del Sena, sin acercarse a la gente pobre y mal vestida, de la que nada bueno se podía esperar, según decía su progenitora, pero lo cierto era que la rica tampoco se relacionaba con  él.

Una mañana de sol, extinguida casi su robada fortuna, cansado de buscar y rebuscar, no sabía muy bien qué, se apoyó en la balaustrada del Sacre Coeur, y mientras contemplaba París y se despedía de él, no hacía más que meditar en la manera de no parecer derrotado al volver a la fonda de su madre. Un joven, con una capa como la suya, aunque vieja y raída, apenas a un metro de distancia, sentado el suelo comenzó a dibujar.

—¿Es usted pintor o solo dibujante? 

—No se mueva —le gritó el hombre sin levantar la cabeza.

Quieto, sonriente, bien erguido, François le veía trazar líneas y sombras sobre la hoja de papel. Cuando le mostró el dibujo, pensó que la fortuna le sonreía, que aquel hombre podía ser su amigo. No se le ocurrió mejor manera de trabar amistad que la de invitarlo a cenar. Para ello se gastó el dinero del billete de vuelta a casa.

En un pequeño restaurante de la Place du Tertre, los nuevos camaradas, engulleron los alimentos departiendo sobre sus ansias y anhelos. Después, se fueron a un café en donde se unieron a la tertulia formada por camaradas del pintor. Al mostrarles el reciente dibujo, François les escucha hablar sobre la expresión de sus ojos, el temple de su figura, el áurea que emitía. Se sintió feliz en medio de aquel grupo de divertidos bebedores y hombres amargados.

Aquella noche, llevó sus exiguas pertenencias a la casa de su nuevo amigo y comenzó a trabajar. Cuando ahorró la cantidad robada, escribió:

Querida Madre:

Le envío el dinero que de la caja saqué la noche que me fui. Aunque hoy no pueda hacerlo, tal como le prometí al Señor en el momento de cometer mi horrible pecado, le enviaré esta misma cantidad cien veces. Quizá así pueda paliar su disgusto.

Soy feliz, madre. Vivo, como siempre soñé, inmerso en el mundo de la pintura. Mis cuadros aparecen en casi todas las exposiciones, y se venden bien. Le diría que son los más vendidos.

Pintar, pintar, no pinto. Pero hago de modelo, que no deja de ser otro modo de hacer pintura. ¿No cree?

Su hijo,

            François

© Malena Teigeiro

Semper fidelis

Liliana Delucchi

Tras dejar la mesa en la que había estado almorzando, Marius emprendió camino hacia el otro lado de la ciudad. La tarde, aunque apacible, empezaba a cubrir el cielo de nubarrones y al joven se le antojó que su travesía no iba a ser lo rápida que imaginara.

En medio del puente le pareció escuchar unos pasos que se acercaban; giró la cabeza en busca del dueño, pero la densidad de peatones le hizo imposible detectar si lo seguían. Sostenía el libro con su mano temblorosa, mientras unas gotas de sudor le mojaban el cuello.

El monasterio parecía cada vez más lejano, su caminar más lento y el volumen más pesado. Un banco a orillas del parque lo invitó a calmarse. Una niñera con un carrito de bebé le hizo compañía, mientras él ojeaba los dibujos que cubrían, una a una, las páginas que con tanto celo acariciaba.

Charles Lauzun era su amigo. Habían crecido juntos en medio de las olas de pálido morado que cubrían las colinas de Aix-en-Provence; el olor a lavanda y a heno formaban parte de su infancia, junto con los sueños de llegar a ser grandes en la pintura.

Charles fue el primero en partir y su talento encontró el eco que esperaba entre los artistas. Le escribía largas cartas en las que relataba su vida entre novelistas y poetas; tertulias con sabor a vino y discusiones hasta el amanecer. Cada tanto le enviaba un dibujo nacido de su mano firme y su perspicacia para atrapar hasta lo más nimio. Deja el pueblo, le decía, tu lugar está aquí, con los nuestros. Pero, cuando finalmente se decidió, Marius pudo comprobar que el sitio no era tan grande como para albergarlos a todos. El camino hacia la gloria se estrechaba, solo unos pocos podían seguir por esa senda y comprendió que sus pasos no lo llevarían a compartir la cumbre con su antiguo compañero de infancia. 

Vivir en la gran ciudad era cada vez más caro y un anochecer que se encontraba apurando una copa de vino, un hombrecillo con un abrigo raído se le acercó. Solo tenía que conseguir el libro con los primeros bocetos de Lauzun y sus apuros financieros tocarían a su fin. Agotados los argumentos en pro de la fidelidad, decidió que la relación con su amigo se enfrentaba irremisiblemente a un erial de incomprensión. Y cedió.

Faltaban solo unos minutos para la cita: el monasterio seguía lejano y la respiración de Marius agitada. La niñera se puso de pie y se alejó empujando el carrito del bebé; un par de ancianos paseaban conversando, y una joven daba de comer a las palomas. Entonces, la muchacha se dio la vuelta y Marius pudo ver que llevaba un ramito de lavanda prendido en la chaqueta. Cuando el perfume de la Provenza llegó hasta él, acarició las tapas del libro que descansaba sobre sus rodillas, se levantó y emprendió el camino de regreso a su casa.

© Liliana Delucchi

Siempre te querré

Marieta Alonso

Su silencio era lo más triste de todo. Antes de cruzar el río y atravesar el puente, se dio la vuelta. El adiós de esa mirada me acuchilló. No podía apartarme de la ventana. Tarde o temprano tendría que suceder. Se marchó.  

Nació pintor con una capacidad rayana en la genialidad, según mi modesto entender, mas no fue famoso como otros. Solo yo, aquella niña a la cual ignoraba, que limpiaba el taller, que le preparaba los colores, los pinceles, la paleta, supe de su valía. Trabajó con los mejores de su tiempo. En su bondad compartía ideas y siempre eran otros los que mejor las captaban, los que sacaban más provecho de ellas. Se desanimaba. Vivir en la sombra cuando su único anhelo era ser luz, le causaba un dolor indescriptible. Quería dar pasos de gigante, pero siempre se encontraba por detrás, por debajo, nunca al lado ni mucho menos por delante de los otros. La impaciencia lo devoraba. No quería pensar que en la cima del éxito, el espacio es pequeño, que no hay cabida para tantos. 

Partió en busca de un porvenir y me dejó solo una mirada, sin imaginar ser el culpable de las tormentas que me agitaron, sin llegar a saber lo mucho que le amaba.

Se fueron deslizando los días, meses, años. Hoy contemplo extasiada su rostro, en ese retrato que ocupa un lugar privilegiado en el salón de mi casa.

© Marieta Alonso

Publicado en: Pintura

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